Ese perenne sentimiento equivocado

 



Por Luis Carranza Torres

No debía estar ahí. Era una locura volver a Sicilia y otra mayor aun presentarse a ese entierro. “Sbroccare”, que andaba mal de la cabeza me diría cualquiera. Pero la lógica y hasta la vida quedan de lado cuando se trata de un asunto de honor.

Todos me buscaban: La mafia, los Carabinieri, la Polizia di Stato y hasta la Guardia di Finanza, cada uno por sus particulares razones. Pero ninguno de ellos había podido prenderme.

Barba, lentes oscuros, una peluca, un pasaporte con un nombre que no es el mío. Ni siquiera es el que uso la mayor parte del tiempo, cuando permanezco en mi refugio francés de la isla de Córcega.

A estas alturas, no sé ni lo que soy. Un fugitivo, un exiliado, un perseguido, un renegado.

Me desvié, a pesar del riesgo, hacia el distrito de Zisa, en las alturas de la ciudad. En la intersección de vía Normanni, vía Whitaker y la piazza Zisa, me detuve por un instante al frente de la chiesa della Santissima Trinità, que otros también llamaban como Cappella palatina. Se trataba de una iglesia de una sola nave con el ábside hecho en bloques de toba perfectamente ensamblados y coronados por una cúpula, de cara a la plaza. Allí había sido monaguillo, para gran alegría de mi madre, cuando era niño. Mucho antes de lo que me convirtiera en lo que soy.

Ese día tenía lugar en la chiesa del Santo Spirito, antiguamente una abadía cistercense y hoy dentro del cementerio de Sant'Orsola, los funerales de Renzo, el marido de Ludo. Enterrado con todos los ritos de la religión católica, que formalmente había practicado desde siempre, para en realidad quebrantar en la realidad de sus cosas, casi todos sus preceptos comenzando por los propios diez mandamientos.

Luego lo sepultarían en la tumba familiar de los Renzi. La familia a la que había ingresado y llegado a dirigir por su matrimonio con Ludovica.

Carlo siempre fue el favorito del padre de Ludo. Su mano derecha, aun antes de resultar su yerno. Para mí, se trataba de un soberano estúpido, con demasiados aires para el poco seso que tenía. Claro que la mía podía ser una opinión algo subjetiva. Se había quedado con la mujer que siempre me había cautivado: Ludovica, Ludo entre nosotros.

No había venido ni al entierro de mi propia madre y ahora lo arriesgaba todo para asistir al de alguien que detestaba, pero no podía evitarlo. En cierto sentido, me sentía obligado a participar del mismo. Yo era el que lo había matado.

Demasiadas contemplaciones había tenido con ese figlio di puttana. Traté de pasar por alto sus empeños en dar con mi paradero y eliminarme, hasta que la continua repetición, a pesar de los sucesivos fracasos, me hizo decidir devolverle el favor.

Observé la ceremonia desde una distancia discreta. Todo allí estaba plagado de sicarios. Debí haber dejado así las cosas, echar esa mirada y evaporarme. Pero descubrí a Ludo entre la multitud y me quedé toda la ceremonia. Cuando finalmente terminó y se dispersaron, noté que ella despedía a los suyos y se quedaba en soledad frente al panteón familiar donde habían ingresado el féretro.

La posibilidad de volver a estar con ella de nuevo, luego de tanto tiempo, fue más fuerte que todas mis prevenciones. Llegué hasta donde estaba, poniéndome en riesgo mucho más de la cuenta.

Ludovica Renzi me miró como quien ve a un fantasma. Vestía de riguroso luto negro su curvilínea figura, con sombrero en la cabeza al tono y velo de red cayéndole sobre la parte superior del rostro. Su cabello permanece oscuro, tiene los ojos igual de implacables que siempre. Ha pasado mucho tiempo aunque a ella no se le note. Casi en el medio siglo, sigue siendo una mujer hermosa.

Por un momento, nuestras miradas se cruzaron. No se sorprendió de verme y de mi parte esperé que no se notara la conmoción que experimentaba por dentro. Nunca he deseado a nadie como a ella. Y pesar de todo ese tiempo fuera, tal sentimiento persistía.

Luego del cruce de miradas, Ludo pareció perder todo interés en mí. Me volvió la espalda, sin decirme palabra. La seguí unos pocos pasos, por las callejuelas del cementerios sintiendo en los huesos que algo andaba mal. Entonces lo entendí: no cuadraba que una viuda de un capo mafia anduviera por ahí, sin protección.


Llegué hasta donde estaba, poniéndome en riesgo mucho más de la cuenta. Ludovica Renzi me miró como quien ve a un fantasma.


Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para dejar de seguirla y empezar mi propio camino para salir de allí, en sentido exactamente opuesto.

Doblé por una senda lateral, al tiempo que sentía los pasos a mi espalda. Apresuré los míos, confiando en que buscarían un lugar más apartado para matarme. Esa era su limitación y mi única oportunidad.

Noté que dejaban distancia conmigo, un reaseguro para poder tener tiempo de reacción. Ese fue su segundo error. El que los perdió.

Los esperé a la vuelta de la siguiente esquina. Desenfundé mi arma y la apunté a la altura de la cabeza. Disparé apenas mi perseguidor se asomó, cauto, para ver. Al rostro, donde no tengo que preocuparme por si lleva o no chaleco antibalas. Dos veces, para asegurarme. Un doble tap o par controlado. Una técnica a la que le debo seguir vivo en el mundo de sicarios en que me muevo.

Apenas le había disparado, salté hacia él. Se iba hacia atrás, pero lo aferré para cubrirme con él, respecto del otro que quedaba. Pasé la mando con la pistola por dejado del brazo, y disparé otras dos veces al asombrado compañero del primero. Luego, lo dejé caer al cuerpo. Quedó no lejos del otro.

Les eché una mirada rápida. Ursos de cuerpos inmenso y pocas neuronas, salvo para matar. Vestidos de impecable traje negro, camisa clara, corbata oscura, con lentes de sol caros en el rostro. Rotos ahora, por mis disparos o la caída.

Al parecer, poco había cambiado en el estilo con que la familia Renzi uniformaba a sus sicarios. No pude evitar un dejo, muy mínimo, cortísimo, de compasión profesional. Hace un buen tiempo, yo era uno de ellos.

Salí de allí y me perdí en el tráfico, en tanto dos patrulleros de los Carabinieri y otro de la Polizia di Stato se desplazaban con sus sirenas aullando en dirección contraria a mi andar. Se dirigían al lugar de donde había escapado.

Era hora de cambiar. Dejé el saco colgado en la silla del primer bar con dos salidas que ubiqué. Pregunté por el baño y salí de allí por la otra puerta, tras amagar de haber ido donde averigüé. No tenía nada en sus bolsillos que pudiera darles la menor información de mí. Luego, ya a un par de cuadras, dejé en el primer cesto de residuos que divisé a la corbata que me había quitado al salir.

Compré una gorra y una campera en un negocio para turistas, que me puse antes de salir. No creí que me hubiera alcanzado a ver nadie, pero cualquier descripción de mi aspecto que pudieran dar, ya no les serviría de nada. Las identificaciones de personas a cierta distancia, se basan más en la ropa que en sus rasgos. Yo ya era otro.

Debería haberme convencido que mi madre tenía mucha más razón de la que nunca había pensado al decir “ahí no es”, cuando señalaba a Ludo. Para ella, esa belleza angelical que tenía no era tal y en realidad se trataba de un demonio. Nunca le hice caso.

“Ahí no es”, me resonó otra vez por dentro, en tanto dirigía mis pasos a una agencia de autos de alquiler, para rentar uno bajo un falso nombre. También compre un traje nuevo y lo llevé puesto. Quería ir bien vestido. Había dejado, en mi huía, un Brioni hecho a medida. No había tiempo para hacerme otro similar e implaría aún más riesgo. No preocupó la suma que tuve que pagar. Era un traje caro, pero impecable. A diferencia de cuando niño, que apenas teníamos para vivir, ahora lo económico no es ninguna preocupación. Debo mirar dos veces a cada lado, cada vez que me aventuro fuera de mis escondites, pero no tengo estrecheces económicas. No sé qué diría mi madre, sobre lo uno y lo otro.

Pobre mamá. Una joven demasiado incauta como para entender que las promesas de amor de un terrateniente no eran tales en realidad. Demasiado católica para deshacerme de mí y proseguir la vida, debió abandonar su tierra con un bebé en brazos por la hipocresía de todos en ese pueblo. En Palermo hizo todo tipo de trabajos esforzados, para darme lo básico. Se enorgulleció de mí al verme crecer tan piadoso, hasta monaguillo llegué a ser. Fue un orgullo que desapareció al verme orientar mis pasos hacia las familias de la Cosa Nostra. Encandilado por todo lo que tuviera que ver con Ludo.

“Ahí no es”, me dijo una y mil veces, con ese hablar atravesado que era tan suyo. Mia Mamma no hablaba bien. Su boca no decía las palabras en orden o como las pensaba. Una suerte de dislexia mental. Ni siquiera supe cómo se llamaba eso que tenía. Relegados como éramos, en el último de los eslabones de una cadena social anquilosada en el tiempo, tratar eso estaba por fuera de toda posibilidad. Sobrevivíamos con lo puesto.

Conduje fuera de la ciudad, por la carretera de la costa. Caía la tarde cuando divisé, a lo lejos, allí donde me proponía llegar.

Los Renzi vivían en un pallazzo cerca de Burgio, en un acantilado contra el mar. Era una antigua fortaleza convertida luego al estilo renacentista y reformada luego con las comodidades del siglo XX primero y del XXI luego. En Sicilia todo cambia de continuo para que todo siga igual.

“Ahí no es”, me dijo la voz de la Mia Mamma en mis adentros. Me empeñaba en ir tras un mujer que había sido solo un recuerdo por dos décadas. Entraba a un lugar terrible donde nunca había existido la misericordia para mí. Nada bueno me esperaba ni jamás arreglaría las cuentas pendientes. Pero mi curiosidad por ella, luego de verla en el entierro, pudo más.

Antes de bajar del auto controlé que todo estuviera en orden con mi arma. Estaba por llevar a cabo el acto más riesgoso, osado y estúpido de toda mi existencia.

Pensé que iba a tener problemas para entrar, pero halle todo desierto. Al principio, pensé que se trataba de una trampa. Pero nada sucedía, conforme me adentraba allí. Alguien había retirado los guardias y desactivado las alarmas. Ni siquiera se veía a personal de servicio. Entendí entonces que me estaban aguardando.

Tenía en mente lo ocurrido en el cementerio. Alguien estaba jugando a ser destino para perderme. Podían ser varios.

No lo averiguaría sin exponerme. Pero en ocasiones en la vida uno lo apuesta todo, empezando por la propia existencia, para poder quitarse ciertas dudas existenciales de la cabeza. Ese era uno de ellos, pensé mientras entraba, discreto, en uno de los baños. Allí hice lo que tenía que hacer, dejándome totalmente expuesto. Pago por ver, dicen los estadounidenses en la póker. Era exactamente así: ponía, con lo que había hecho, mi vida por apuesta en esa mesa de juego.

Hallé a Ludo en el balcón contiguo a su cuarto. A medio terminar su vaso de whisky, vestida con una delgadísima bata, casi translúcida, que dejaba ver las formas de su cuerpo. Estaba apoyada en el balcón, con el cuerpo vuelto hacia la puerta por la que entré. En la mesa a pocos pasos de ella, había otro vaso junto a una botella abierta de Johnnie Walker Blue Label.

No era el común, ya de por sí distinguido y costoso, sino un special blend. “Ghost and Rare”, nada menos. No dejaba de ser una paradoja. Así me sentía y de la misma forma la veía a ella. Un fantasma raro.

Era claro que Ludo sabía mejor que yo que iba a ir a verla. De lo que no estaba tan seguro, es que yo, pese a todas mis ansias, estuviera preparado para encontrarla.

—Hermosa vista—le dije, a modo de saludo. No hablaba de las rocas que precedían al mar oscuro, por detrás de ella.

Ella tampoco me saludó. Se me quedó viendo al principio, como si tuviera curiosidad por adivinar algo en mí, antes de afirmar:

—Fuiste el que lo mataste, ¿verdad?

—Era un asesino. Como yo.

Me abofeteó en el rostro. Un cachetazo seco, súbito. Dejé pasar, de momento, tal actitud.

—Lo hice personalmente, Ludo. Sin dañar a nadie más. Sin que nadie de sus afectos lo viera. Como hombre de honor.

—Me dejaste viuda.

—Estás mucho mejor sin él. Aun en mi exilio me llegan las noticias. Ocuparás su lugar en la familia, esa que realmente importa. Por no decir que nunca lo quisiste demasiado. La primera “capa”—me serví en el vaso de la botella sin preguntar y levanté mi vaso—. Todo un logro para la mujer en el machista mundo de la Cosa Nostra. Felicidades Ludo.

Bebimos en silencio. Ella no dejaba de mirarme, ni yo a ella. Existían demasiados sentimientos de por medio entre ambos como para no remover muchas cosas el volver a estar juntos, a solas, en un mismo lugar.

—Pronto se sabrá que has vuelto. Hay muchos que buscarán matarte.

—Tenemos tiempo para otro trago, supongo.

Me entregó su vaso, antes de dejar el balcón. La vi irse, con ese bamboleo de caderas que me perdía. No tardé en seguirla, luego de refrescar ambos vasos con más whisky. No importa el tiempo que hubiera pasado y todo lo que había sufrido sin tener la menor noticia de ella. Ludo era un fantasma que me seguía inquietando.

“Ahí no es”. Esa críptica frase de mi madre seguía advirtiéndome por dentro. No podía dejar de sentirla como tampoco podía hacerle caso e irme lo más rápido posible de allí. Si algo me había mantenido con vida todo ese tiempo, luego que el padre de Ludo me deshonrara por acostarme con ella y pusiera luego precio a mi cabeza, era mi prudencia. La había tenido siempre y eso me hizo escapar de los sucesivos ataques de don Paolo primero y del imbécil marido de Ludo luego.

Si supieran la verdad. Yo estaba enamorado de ella, sí, pero con esa distancia y respeto de las cosas que uno juzga inaccesibles. Tenía claro que todo lo que pasó entre nosotros, fue por ella y no por mí.

Caminé hacia Ludo, que arrastraba perezosamente una mano sobre las sábanas de seda de esa cama estilo imperio con un dosel por encima. La muy maldita sabía cómo llevarme de las narices para que hiciera lo que a ella le viniera en gana.

—Carlo estaba obsesionado con matarte. Pasaba más tiempo dedicado a eso que conmigo.

No supe si creerle o no. Siempre sabía acomodar las palabras a sus conveniencias.

—Consiguió finalmente enojarme.

Ella se dio vuelta para mirarme a los ojos, muy seria.

—Era mi esposo. Sabías que me lastimarías al matarlo.

—Le respeté la vida por eso durante mucho tiempo, Ludo. Pero no podía aceptarle más esa mala actitud conmigo. No luego del tercer intento. Alguna vez iba a tener éxito.

Ella no dijo nada. Solo me miró, se acercó y me besó. Sentí como una mano suya recorría mi entrepierna, para luego aferrarla con fuerza.



Hicimos el amor ahí mismo, como dos animales salvajes. Trombare, en ese italiano coloquial que hacía tiempo no empleaba. Volví a recordar, como un espejismo que cobra forma, a esa piel, a ese aroma, los besos y las caricias. Las uñas arando mi carne. Sus blancos dientes mordiéndome por todas partes.

“Es divertido ser mala”, dijo encima de mí, a medio exhalar un jadeo. Nunca tuve la menor oportunidad de resistir sus deseos. No, siendo como era un buen chico de Noto, un pueblo mínimo, enclavado en otro valle mínimo entre las montañas, venido a Palermo con su madre soltera huyendo de quienes los señalaban con el dedo y condenaban a la miseria. La había deseado desde que tenía memoria. Me la quedaba contemplando en la misa dominical, a un lado del sacerdote oficiante. Por eso era que un joven que había sido hijo ejemplar y hasta monaguillo de niño, entró como soldado a una de las familias más terribles de la mafia. Por ella.

Ser su custodio había sido tocar el cielo con las manos. Intimar con ella, aun más. Nunca supe quien fue el que nos denunció con don Paolo. Había sido por demás cuidadoso.

Terminamos, exhausto yo, apenas agitada ella. Mirándome desde arriba con la misma expresión de suficiencia de siempre. Los años pasados parecían no haberle hecho mella a su apasionamiento, como tampoco en su belleza. Era un recuerdo hecho realidad.

—Quizás quieras tomar una ducha.

Asentí. Fui al baño y me desnudé allí, dejando todo encima del inodoro con la tapa baja. Realmente necesitaba estar bajo el agua un rato. Ludo preguntó desde la puerta si necesitaba algo. Le dije que no.

Al salir y vestirme de nuevo, advertí que faltaba de la funda mi pistola FN Five-seveN Tactical. Ergonómica, ligera y fácil de maniobrar, con estructura de polímero, lleva un cargador de veinte municiones de calibre especial, de 5,7 mm. Con bajo retroceso, es muy precisa y puede penetrar hasta ciertos chalecos antibalas. Todo en ello la hacía ideal para mi seguridad. Por razones obvias, nunca iba a ninguna parte sin ella.

Volví al dormitorio para buscarla, cuando al cruzar por la puerta observé como Ludo me estaba apuntado con ella.

Mi antiguo amor me miró con una sonrisa condescendiente.

—Es toda una paradoja. Que te maten con tu propia arma.

Me encogí de hombros. Procuraba fingir desinterés, que no se notara le furia que empezaba a germinarme por dentro.

—Hay peores cosas—dije, tratando de permanecer tranquilo.

—No se me ocurre ninguna.

—Estar enamorado de la persona incorrecta.

—Si crees que vas a ablandarme con recuerdos sentimentales, Gio, estás muy equivocado.

—Si estuviera en tu lugar, Ludo, bajaría esa arma y permitiría que me fuera. Te ofrezco esa oportunidad.

Ella se rió con ganas de lo que le dije.

—Vas a decirme que el arma no está cargada o algo así.

Abrí un poco las manos, en un gesto tan condescendiente como su sonrisa.

—Algo así.

Su expresión se endureció.

—No soy estúpida, Gio. Me aseguré de revisar el cargador mientras estabas bañándote.

Me decía Gio, por Giovanni. Hacía tiempo que nadie me llamaba de esa forma. Aun en esas circunstancias, no dejó de conmoverme en algo escucharlo de sus labios. Eso no hacía sino confirmar el tremendo imbécil que era. Si es que hacía falta, en vista de todas las circunstancias.

Precisamente por ser eso, tendí hacia ella una posibilidad de redención.

—Te estoy dando una única oportunidad de salvarte, Ludo—el tono de mi voz era mucho más serio ahora. Prácticamente, amenazador—. Es mucho más de como he tratado a muchos.

—Siempre el mismo creído. Voy a disfrutar de matarte.

Su mirada, sus palabras, su actitud eran ahora de puro odio. Me pregunté cómo podía haberla querido tanto, guardado su recuerdo en mi cabeza por tanto tiempo como algo tierno. No era agradable darse cuenta, de buenas a primeras, que uno ha estado tan equivocado por tanto tiempo.

—Hasta mi desamorado padre no pudo negarme nada, luego que le dije que me habías violado. No tuve otra opción, tras quedar embarazada. Me dio, sin reparos, todo cuanto le pedí. No se opuso a que abortase, ni tampoco que me casara con Carlo. Alguien lo suficientemente dependiente como para poder manejarlo cuando él muriera.

Advertí que había tenido un hijo con Ludo del que nunca supe y que no había llegado ni a nacer. Era difícil guardar la calma y no arrojarme sobre ella. Pero debía contenerme.

—Otro imbécil, como yo.

Ella se sonrió, malévola. En verdad, le gustaba ser cruel.

—Uno con el abolengo necesario para ser un capo. A ti nunca te habrían aceptado. Eras un hijo de nadie. Aun lo eres.

Incluso decidido como estaba a no perder los estribos, no pude evitar una mueca de orgullo herido al escucharle eso último.

—Nunca pensé que pudieras sobrevivir como lo has hecho. Ni mi padre ni mi esposo pudieron darme el gusto de tener tu cabeza.

Todo encajaba finalmente. No era don Paolo o Carlo. Se trataba, en todos los casos, de ella. Se me estaba revelando un mundo que siempre había temido, una posibilidad que de modo invariable busqué borrar de mi mente.

—Eres una presencia incómoda Gio. Siempre has sido el único que podía descubrir mi juego. Por eso no puedo dejar que salgas de aquí como si nada. Está visto que si uno quiere hacer algo bien hecho, debe hacerlo en persona.

—Si aprietas ese gatillo, todo habrá terminado entre nosotros. No voy a tenerte contemplación alguna, Ludo. Quiero que tengas eso en claro.

Non voglio più parlare con te, vaffanculo! Sei proprio un coglione!

No quería hablar más conmigo. Era asimismo un imbécil y otras yerbas más. Sí, quizás fuera así. Al menos, teniéndola delante de mí apuntándome con mi propia arma que me había quitado, así me sentía. Por no decir todo lo que había hecho, engañado por sus cantos de sirena. Los años que le guardé fidelidad a su recuerdo, creyendo que seguía sintiendo algo por mí. Definitivamente, tenía razón en eso.

Apretó el gatillo con fuerza, sin que se produjera disparo alguno. Una, dos, tres veces. Cada vez con menos odio y más sorpresa. El miedo reemplazó a su posición de superioridad, cuando fui hasta ella y le quité el arma. Intentó escapar pero fui más rápido y la estrellé contra la pared espejada.

—No…entiendo. Tenía las municiones, saqué el seguro. Lo comprobé todo.

Sonreí con un aire tan superior como ella antes, se trataba de un asunto de pura física. Para poder disparar, al accionar el gatillo la aguja percutora del arma debe detonar el fulminante en la base del proyectil. Yo la había quitado antes de entrar a la casa. Por ser de pequeñas dimensiones, poco peso y estar en la parte interna del mecanismo, solo contados expertos podían darse cuenta de esa falta. Ludovica sabía de armas y tenía puntería, pero distaba mucho de ser eso.

Claro que no le dije nada al respecto. Que se quedara con la fatal duda, de en qué se había equivocado. Una forma de retribuirle, por todo aquello que me había ocultado por tanto tiempo. Me limité a verla con ojos terribles, y dejé que siguiera en su ignorancia.

Guardé el arma, en tanto la mantenía contra la pared con el antebrazo izquierdo apretando su cuello. El mismo lugar donde, luego de enfundar mi semiautomática FN Five-seveN Tactical, puse mis dos manos. Levanté un tanto la pierna izquierda, afirmando con fuerza mi rodilla en su estómago. Para evitar sorpresas.

—Todo lo que dije… fue por despecho, Gio. No era cierto, solo estaba dolida. Siempre te quise. Nunca te olvidé, te a…

No le creí. Por primera vez en mi existencia dejé de creerle. Tampoco hubiera podido. Ya no era yo. No pensaba demasiado en esos momentos. Actuaba como el Otelo de Shakespeare. Cumplía aquello que le había prometido hacer. Solo ella era la culpable de haber llegado las cosas a este punto, aunque entonces no me detuve a pensarlo. Solo buscaba sacarle la vida del cuerpo, tal como ella me había arrebatado muchas otras cosas. El alma, para empezar.

Apreté con fuerza, hasta estar seguro de haber logrado el objetivo. No tuve piedad, como con cualquier otro. Pero, a diferencia de los demás, un simple trabajo, con ella fue personal. Me lo había quitado todo. Me había convertido en lo que era. No tuve compasión. La asfixié con premeditada lentitud.

Je ne regrette rien—le dije. Era así. No me arrepentía de nada. Mi vuelta a Sicilia me había hecho darme cuenta cuanto me costaba hablar el italiano, a pesar de ser mi lengua natal. El francés se me daba mucho mejor.

Había tenido los sentimientos equivocados con la persona menos indicada y eso se pagaba caro. Lo había hecho, por dos décadas. Me desesperaba todo cuando había dejado, había perdido por haberla amado tanto.

Me fui de allí, luego de meterle un papel escrito con su propia pluma fuente en la boca. “Por traidora”, decía. No me bastaba con matarla. Quería que todos tuvieran en claro por qué había sido.

Deposité una flor en la tumba de mi madre, antes de salir de la isla tan sigilosamente como había ingresado. No pude dejar de derramar una lágrima allí. De haberla escuchado en su momento, como en tantas otras cosas, mi vida hubiera sido por entero distinta.

Mal que me pesara, mamá tenía toda la razón respecto de Ludo.

De una forma u otra, pensé mientras volvía a ser un fantasma, viviendo esa vida mía en constante huida, las madres siempre terminan estando en lo correcto.

“Ahí no es”. Mia Mamma tenía toda la razón en decir eso.




Reflexión sobre el texto de Luis Carranza Torres de Carlos Vidal Aguirrebengoa: Todos vivimos en el tramo de algún tipo de ciclo, somos: esperanza, desoír, sicarios de algo, verdugo y víctima, caricias y dagas, piel y pellejo, amores pendientes, una imágenes construida por terceros, asesinos por opción, somos las creencias que nos atraviesan, inocentes por opción pero sobre todos, a veces amados y otras amantes pero nunca los dos a la misma vez. La obra muestra un escenario complejo, un ciclo que recorre un camino que atraviesa un fondo de un interior de un templo, sobre el cual se monta una especie de cementerio sucumbiendo este en una pareja entrelazada por distintas circunstancias...

Cuento realizado en el marco de la edición virtual de InspirARTE el finde el 19 de setiembre de 2020. Obra Plástica a cargo de Arq Carlos Vidal Aguirrebengoa Frase elegida: Ahí no es.




NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires.

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