Los temblores de Leda
Por Luis Carranza Torres
Ella se estremecía contra mi cuerpo,
aferrándose con firmeza a mi brazo con el suyo. Tal como había pasado en la
mayor parte del día, en el grueso del viaje.
Sentados lado a lado en el avión, volvíamos
a su hogar, que era también el mío, en el norte de Suecia, luego de pasar un
día intenso en la febril Estocolmo.
Leda se acurrucó contra mí apenas
embarcamos en el avión de Nordica y mantuvo la mano aferrada a la mía. Permaneció
con la vista fija hacia adelante, sin pretender ver nada en realidad. Ni una
vez miró por la ventana a su lado, cuya ventanilla debía permanecer arriba.
Podía sentir cierta inquietud en ella, como durante todo el día, y el previo,
desde salir de Arvidsjaur.
Luego del despegue, apoyó su cabeza
en mi hombro, tras bajar la ventanilla. No tardó en dormirse, exhausta. No
había dicho palabra desde que llegamos al aeropuerto, como no había hablado
casi nada durante todo nuestro tiempo en la ciudad capital.
Me quedé observándola. Los párpados
pesados ocultaban esos ojos tan particulares suyos, de una tonalidad indefinida
entre el azul y el turquesa. Que destacan, en la palidez de su piel, enmarcada
por el color entre rubio y cobrizo de su cabello. Rasgos reveladores de la
sangre Saami que la recorre por dentro.
No pude evitar acariciarla. Fue algo
muy tenue, buscando no incomodarle el sueño. Apenas un roce, con los dedos, en
la mejilla. Ella afirmó aún más la cabeza sobre mi hombro. Por primera vez en
mucho tiempo, parecía tranquila, sosegada, en paz. Lejos de ese estado de
aprehensión, a la defensiva de todo cuando cruzábamos por delante, hasta de
cierto temor que le había observado durante toda la jornada.
Era una mujer extraña, fuera de lo
común, que provoca cosas fabulosas en mí. Me gustaba estar con ella, y por eso
había insistido en que viniera conmigo a Estocolmo y planeado todo un día de
actividades para que disfrutara la ciudad. Aceptó a regañadientes lo primero y
creo que logré muy poco de lo segundo.
Anduvimos por el casco antiguo de la ciudad,
en la animada isla de Gamla. Con un gentío que colmaba las calles adoquinadas,
flaqueadas por edificios coloridos de mucho tiempo atrás, descubrí que Lena
experimentaba una incomodidad que se esforzaba por disimular. Apenas si prestó
atención a la catedral Storkyrkan o al Palacio Real, como si le fueran cosas
extrañas por completo. Anidaba dentro de ella una incomodidad que bordeaba la
náusea, el desagrado o el espanto.
La noté aún más crispada cuando
fuimos a la plaza de Östermalms y entramos en el mercado de Saluhall. Largos y
estrechos pasillos a rebosar de gente, con multitud de olores y una infinidad
de puestos con las especialidades más diversas y tradicionales de Suecia.
Sí percibí que dejaba a un lado su
tensión al ir a Skansen, un museo al aire libre y un parque zoológico, situado
en la isla de Djurgården. No había demasiada gente aquel día y ciertos espacios
eran una réplica de la vida rural en el país en distintas épocas.
Paseamos entre casas y huertas típicas
de épocas pretéritas, atendidas por personas con vestimentas típicas antes de
enfilar hacia el acuario y el recinto Vårt Afrika, que albergaba animales
exóticos como monos, aves, reptiles e insectos del continente africano.
Vestida con campera de jean y una
bufanda coqueta al cuello, no desentonaba con ninguna de las otras jóvenes que
se sorprendían ante el recinto de los monos. Hasta se quedó boquiabierta, como
lo demás, con las ocurrencias de esos animales. Pero no podía ser más distinta.
Dudo mucho que cualquiera de las
otras jóvenes, svenskar todas, suecas étnicas, se hubieran criado pastoreando
renos en la tundra, cerca del círculo ártico, antes de ir al sur del norte para
estudiar.
Lo distinto en ella era parte de su
encanto. Sus primeros años pertenecían a Harrå, una aldea aún más al norte que
Arvidsjaur donde ahora vivía y a la que no se podía acceder por carretera sino
en tren. De hecho, no tienen ninguna carretera sino un único camino de tierra,
sepultado de nieve la mayor parte del año, que los comunica con Håmojåkk y
Gällivare en el sur.
Una vez Leda había dejado de lado su
tradicional reserva para confesarse que allí había sido, pese a todos los
rigores y las rusticidades, el tiempo más feliz de toda su existencia. Ella no
solo era saami por sangre, sino también por cultura y propia decisión. Solo por
trabajo disimulaba que vivía en un mundo que no era el suyo.
Todo eso ahora ya era recuerdo.
Volvíamos de donde habíamos salido. Leda y sus misterios, se despertó casi al tener
que aterrizar. Esta vez no percibí esa inquietud. Más bien, estaba expectante.
Una actitud que no dejaba de tener cierto atractivo para mí. Para mi alivio,
ella volvía a ser la de siempre. Sentí como le cambiaba el humor al descender
del avión en el pequeño aeropuerto de Arvidsjaur. Estábamos a unos cuarenta
kilómetros de la esa población pero a menos de diez de la casa de Leda, situada
a corta distancia, bosque adentro, de la carretera que conectaba a ambos.
Cuando llegamos a su casa, que
también era la mía, me abrazó con fuerza, sin decir palabra. No habla mucho.
Tampoco yo. No lo necesitamos. Nos entendemos muy bien sin hablar. Como si
estuviéramos coordinados hasta en las actividades más rutinarias.
Me besó, con fuerza, con
desesperación. Le pasaba algo que no alcanzaba a entender. Luego fue hasta el
dormitorio y se echó en la cama vestida como estaba. Se acurrucó allí, en
posición fetal, aferrada a una almohada, cerrando los ojos al instante. Como si
buscara dejar algo atrás, como si finalmente se librara de una pesada carga.
Volvíamos a estar en nuestro lugar en
el mundo. Un mundo que dejaba fuera, casi por completo, al otro. Desde siempre
lidié con mi soledad como una carga. Pero desde que tenía lo que fuera que
tuviera con ella, había descubierto que poder ser solitarios de a dos era algo
hermoso.
Era la única persona con la que había
podido compartir mi soledad. Ella era tan maravillosa en sus modos, en sus
miradas, en sus gestos simples, que convertía el estar solos en un momento
mágico. A Leda la soledad no solo le no le pesaba, sino que era una compañera
de vida muy apreciada.
Fui a la cocina y me preparé un café.
El viaje, pensado para ella, había resultado un fiasco total por razones que no
podía entender, ni Leda me diría.
Solo un par de días después, cuando
su madre vino a verla, pude comprender lo que había sucedido.
Me contó que padecía de enoclofobia,
una fobia a estar entre multitudes. Por eso vivía en el campo y no con ellos en
el pueblo.
Una áspera sensación de culpa me
invadió de súbito.
La madre le dejó unas compras, porque
sabía que no le gustaba ir al mercado, y partió luego de decirme que no
entendía el por qué ella había hecho ese viaje. Nunca antes había aceptado
salir de
Comprendí entonces el porqué de esa
constante ansiedad y nervios, de estar a la defensiva en Estocolmo. No podía ni
imaginar el gran malestar y la sensación de miedo con que debía lidiar por
dentro. Ahora tenía por demás en claro la causa de sus temblores. Esperé el
momento para hablar con ella del asunto y disculparme. A veces dañamos sin
siquiera saberlo a quienes más amamos.
Pero ella se me adelantó. En el
desayuno del siguiente día me dijo que lo que más le había gustado del viaje
era verme sonreír tanto tiempo en tantos sitios. A diferencia de ella, que ama
estar en su casa, yo soy un andariego por naturaleza.
Por alguien razón que no me diría,
ese día había preparado un típico desayuno saami a base de carne curada de
reno, pan hecho en casa y café, aún más extraño para mi mentalidad argentina
que el ya de por sí extraño desayuno sueco.
Solo entonces, supe por qué había
hecho ese viaje, sabiendo que iba a estar aterrorizada la mayor parte del
tiempo.
No solo desconocía su fobia, como
tampoco sabría tantas cosas de ellas, reservada en casi todo al extremo.
No fue hasta ese momento que entendí
cuan profundamente Leda Skaltje se había enamorado de mí. Al punto de convivir
con sus propios demonios internos para darme con el gusto y poder verme feliz.
NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires.