Mujer de cristal
Por Luis Carranza Torres
Se
mueve como pez en el agua, de un lado a otro del escenario. Brama con su voz de
soprano, la canción de moda. Las luces sobre el inmenso escenario arrancan
brillo al vestido rojo de lentejuelas, cerrado y con el largo apropiado que
trae puesto.
No
necesita, a diferencia de otras, desvestirse o mostrar nada para ser escuchada.
Es un producto serio, cuidado. Tiene buena voz, no ha tomado atajos fáciles
para triunfar como lo está haciendo. La he cuidado para que sea de esa forma.
Gina
sacude las caderas, el cuerpo, la melena color tabaco de su cabello, en tanto
sigue cantando. Seduce a todos quienes la escuchan como si fuera un canto de
sirena.
Pasa
de un tema a otro, con idéntico suceso. Ella se entrega en cuerpo y alma con
cada canción. El público la aclama, devoto, sin solución de continuidad. Todo
el recital ha sido una ruidosa ovación, sin pausa. Al mismo estilo de los
Beatles cuando cantaban en público, hace mil años ya, en la historia de la
música. Una historia en la cual, si persiste y se cuida de seguir brillando,
ella va a estar por derecho propio.
Cuando
arranca con el siguiente tema, Gina se interrumpe por unos momentos luego de la
primera estrofa. Alarga hacia la multitud que colma el estadio mundialista el
micrófono de pie estilo vintage que usa. La banda por detrás suyo sigue con la
música. La masa, moviendo los celulares iluminados en la oscuridad de la noche,
entona la parte que sigue de la canción. Al unísono, pesada pero clarísima en
la entonación.
A
un lado del escenario, oculto tras bambalinas pero sin perderme detalle, no
puedo evitar una sonrisa de satisfacción. Todo está saliendo como debe. Una
presentación exitosa de la cantante del momento. La diva de la música que he
creado con toda paciencia desde hace tiempo.
Me
suena el celular. Veo quien es en el indicador de llamadas y sé, aun antes de
atender que no va a ser una conversación fácil. Es Nano de la disquera. Quiere
un álbum nuevo antes de fin de año, para largar en el mercado cerca de las
fiestas. Me tira una cifra, el doble de lo que ofertó la primera vez. Le digo
que no y le sigo pidiendo el triple. Me tilda de abusivo, soberbio y me corta.
Vuelvo
a concentrarme en el escenario. Gina termina la canción, saluda como si fuera a
irse y el público le corea que quiere un bis. Veo el reloj del celu. Una hora
cuarenta y cinco. Si los bises no se pagan aparte, como sucede en este recital,
tengo ese método. Hago como que corta quince antes, le piden más y tras una
fingida salida, vuelve para tocar dos temas más y cerrar en las dos horas que
se pactaron. Así, todos contentos.
Gina
viene hacia donde estoy, poniendo hacia el público carita de afligida. Algo así
como que lo lamenta mucho pero se tiene que ir. La multitud grita más y más por
un bis.
Sale
del escenario, llega a donde estoy. Ya no es la estrella carismática que se
come a todos en ese estadio a reventar. Solo se trata de una joven tímida,
buscando mi aprobación. Me pregunta que tal estuvo, sin disimular la ansiedad
en los ojos por la respuesta. Sonrío y le digo que fantástica, como siempre.
Una sonrisa le ilumina la cara. De improviso, se me echa encima y me besa,
rápido, profundo, antes que pueda hacer algo para impedirlo. Quedamos, muy
serios, mirándonos a un palmo de distancia. Como buscando saber lo que sintió
el otro.
No
se trata de la cantante ni del agente y productor, sino de un hombre y una
mujer. Al menos por los siete segundos que dura ese hechizo.
Luego
Gina se aleja, tan repentina como vino, con sonrisa traviesa. La diva vuelve a
posesionarse de ese cuerpo y esa piel.
A
mi alrededor, soy la envidia de los técnicos. De todos lo que están detrás del
escenario. Sé lo que dicen, que me acuesto con ella. Pensar en la trillaba idea
del productor manteniendo un romance con la estrella es demasiado irresistible
para algunos. Ha, incluso, salido en revistas y programas de chimentos. La
verdad es un poco más compleja. Como casi todo entre nosotros.
Gina
va hasta el borde del escenario. El público sigue pidiendo más de ella. Asoma
la cabeza y el estruendo es arrollador. Pone la mano en una oreja, haciendo
como que tiene que esforzarse para escucharlos. Les sonríe, el estadio se
sacude por el rugido de la multitud para que vuelva a cantar. Los músicos
siguen en sus puestos. Gina sale y arrancan de nuevo con el éxito del momento.
La gente aplaude y grita agradecida.
Otra
vez me suena el celular. Nano de nuevo. Esta vez, a la cifra de antes le suma
un bono de un cincuenta por ciento más si llega al triple platino. Sobre el
excedente a partir de ese número de reproducciones, claro. Me maravillo de cómo
olvida que está hablando con alguien que sabe del negocio de la música. Le
contesto que ella siempre ha llegado a esas ventas y me planto en lo que pedí
desde el inicio. Esta vez me putea antes de cortar.
Gina
sigue haciendo lo suyo en el escenario. Impecable como siempre. Es allí donde
brilla, está cómoda. Cuando baja y vuelve al día a día, es otro cantar.
Desprolija, descuidada, indolente con casi todo, soy el que debe poner orden en
su existencia. Contra sus remilgos, a pesar de sus reproches. Cumplo sin serlo,
el papel de padre y madre, quizás porque nunca los tuvo en realidad. Papá la
dejó a los dos años para irse con otra. Claro que ahora que la nena es famosa,
vuelve cada par de meses, pidiendo plata para algo. Algunas veces, amenazando
con ir a contar mentiras a las revistas. Es algo de lo que me encargo. En
ocasiones pago, otras lo mando al carajo. Depende como viene y como me
encuentra.
Mamá
tampoco existe. Aunque, por lo menos, hizo el intento de serlo. Pero tiene un
problema con el alcohol de siempre, que la llevó a ser algo violenta con ella.
Por eso le paso una mensualidad y rechazo todos los intentos por verla. Gina no
quiere saber nada con ella. Es todavía más dura que con su padre abandónico, al
que tampoco recibe. Supongo que la traición femenina es siempre peor que la de
un hombre.
A
su hermano Fede sí lo ve. Va de instituto en instituto de rehabilitación por el
tema de drogas que arrastra. Cuando no está dado vuelta por la merca se mete en
problemas aún mayores. Como ciertos robos de automotores que no pude atajar en
los noticieros. Pero el abogado que puse pronto lo sacó fuera de la luz. En el
fondo, el escándalo le sirvió a ella. No se es verdaderamente una estrella si
no se tiene una vida jodida por detrás.
Sé
por qué Gina lo cuida, aunque reincida mil veces en lo mismo. Lo va a ver en
rehabilitación, hasta lo visitó en la cárcel a pesar que sabía que la iban a
escrachar en todas las revistas. La tiene clara que esa vida miserable que
lleva es la que pudo tener ella, de no saber cantar o de no haberse cruzado
conmigo.
Por
eso, a pesar de su fama de rebelde, de no llevarle el apunte a nadie, a mí me
hace caso. Aun cuando le regulo todo. Sabe lo que puede pasarle de no tener esa
presencia que le equilibra las cosas.
Me
suena el celular. Nano, por tercera vez. Empieza diciéndome que soy un vampiro
chupasangre, que él me enseñó todo lo que sé y que así le pago. Acto seguido,
me acepta la cifra que pedí al principio. Por ella, no por mí. Solo porque le
tiene aprecio a Gina. Yo finjo creerle eso, le doy las gracias y corto.
Termina
su último tema, de verdad, saluda por un par de minutos y viene hasta donde
estoy. Me abraza, emocionada. Está contenta por el show. Me dice que fulano,
uno de los socios de la empresa que nos contrató, la invitó a ir a un boliche,
a festejar. La miro serio y le digo que prefiero que no vaya. Que es mejor que
se acueste porque mañana nos tenemos que levantar temprano para tomar el avión
hacia el siguiente punto de la gira.
A
ella no le gusta nada. No me discute y se va, pero echándome en cara que la
exploto por el camino. Que ella es grande y puede hacer lo que se le venga en
gana. A medio recorrido hasta el camarín, se vuelve para ver como reaccioné a
eso. Hago como que no la miro, que sigo en mis cosas. Percibo que vuelve la
cabeza, con cierta angustia y sé que va a hacer lo que le dije. Va a ir derecho
a acostarse, puteándome hasta que se duerma.
Sabe
que es lo mejor, aunque no le guste ni medio. Que son las pequeñas cosas que
separan ser un éxito rutilante de la canción de estar como Fede, su hermano. O
de hacerse pedazos la vida en la multiplicidad de formas que la sensibilidad
artística mal llevaba puede hacer con una cantante.
Gina
puede ser impulsiva y hasta anárquica pero no es tonta. Sabe lo que puede y lo
que no. Y, más todavía, quien puede suplirla en las falencias de carácter.
Para
todos, tiene la dureza de un diamante. Un espíritu libre, hasta destructivo.
Solo yo veo el delicado cristal de que está hecha. Soy también, el único que
parece importarle que no se raye o, directamente, se haga trizas con alguno de
esos eventos duros con que la vida ha sido prodiga con ella.
Gina
misma me lo dijo una vez: “Me encanta
todo esto. Pero lo cambiaría por haber tenido un hogar normal con papá y mamá,
con mi hermano. Ser una chica de barrio como las demás y no que todos nos
señalaran por los quilombos que teníamos”. Sé que lo dice con sinceridad.
Veo esa orfandad emocional que la lleva a relacionarse con los prospectos menos
adecuados del ambiente. En las publicaciones del corazón hablan que no hay
hombre que le venga bien por mucho tiempo. Yo sé la realidad: nadie ha podido
colmar esa necesidad terrible de sentir afecto que tiene.
Tampoco
yo tengo una relación seria. He salido, muy por encima, con una u otra.
Cuestiones que invariablemente terminan. Cosas de meses. Aun con tal brevedad,
son los períodos en que Gina se pone malhumorada, posesiva, me discute todo y
tengo que esforzarme el doble para convencerla. Luego, cuando se entera que
vuelvo a estar sin compromiso, viene a querer consolarme, en supuesto plan de
amiga, como tantas veces ella ha llorado sobre mi hombro por los insulsos con
los que usualmente sale e invariablemente la joden.
Yo
le doy el gusto y me dejo consolar. Eso sí, sin que cruce ningún límite.
Algún
día, cuando la fama pase, a lo mejor podemos permitirnos algo distinto. Pero,
por ahora, es todo lo que puede haber entre nosotros. Le guardo ese mismo raro
sentimiento que ella tiene conmigo.
Me
encantaría tener una oportunidad con ella. Pero temo que no resulte y ya no
pueda seguir a su lado. Que no pudiera reemplazarme por otro que le procure esa
estabilidad tan necesaria. No puedo amarla sin desprotegerla. Más allá de lo
invertido en ella, de la comisión que me llevo, prima el cariño. Creo que soy,
solo con ella, un poco sentimental. Sentirla a salvo es lo único que creo
correcto llevar a cabo. Aun contra lo que sienta ella o yo.
O,
a lo mejor, soy como dice Gina, un dominante con un ego inmenso, que solo me
amparo en una excusa para no llevar las cosas a un punto del que no pueda
volver. Tal vez, como hombre que soy, me intimida ella como mujer. De un
distinto modo a los demás, tal vez.
El
tiempo dirá.
NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.