Una extraña salvación

 



Por Luis Carranza Torres


Era una noche oscura, cerrada y aún más fría, algo muy típico en esas islas de clima subantártico donde se libraba la guerra. A pesar de su campera de duvet israelí y un pullover, del pasamontaña debajo del casco, el frío le calaba los huesos. En esa madrugada del 12 de junio de 1982, el soldado argentino Tomás Rodríguez se hallaba apostado como centinela en el ingreso del antiguo gimnasio de la capital de las islas Malvinas, ubicado en el extremo de la bahía, convertido en un alojamiento de tropas especiales. 
Enfrente del gimnasio, se hallaba el edificio de dos pisos de la antigua policía británica, que luego del desembarco del 2 de abril alojaba al destacamento de inteligencia militar de Puerto Argentino. 
Solo esperaba terminar su turno para entrar a calentarse. 
La isla tenía, particularmente en invierno, amaneceres perezosos. Todavía no había aclarado del todo, cuando Tomás observó movimientos en el agua de la bahía cercana a la costa. Su voz de “¡alto quien vive!”, no fue contestada. Clareaba y pudo advertir que esos movimientos no cesaban. Se acercó a la playa con precaución, apuntado con su fusil de asalto FAL, viendo cada vez nítido ese ondear en el agua. Eso revelaba la presencia de alguien desplazándose por debajo del agua. Su mente se pobló de preguntas: ¿buzos ingleses, algo fenómeno de corrientes?  
Con sus borceguíes a dos pasos del agua, los responsables finalmente se dejaron ver. Emergieron medio cuerpo, para empezar a hacerle gracias y proferir sonidos guturales, como si buscaran tener su atención. 
Tomás gustaba de la biología animal, sobre todo la marina, desde la escuela secundaria que acababa de terminar antes de ir a cumplir con su servicio militar obligatorio. Las reconoció sin mayor dificultad: se trataba de una pareja de toninas overas, ese tipo de delfín patagónico se caracterizaba por el contraste de colores blanco y negro en cuerpo y por ser muy atrevidas a la hora de acercarse a embarcaciones. Debían medir poco más de un metro y solo se quedaban allí, lanzándole sonidos agudos.
Se trataba de animales que siempre lo habían apasionado. Se conjeturaba sobre ellos que poseían una inteligencia propia y hasta que tendrían una forma de lenguaje. Vivían en grupos, como los humanos, ayudándose entre sí. 
Pasado el momento de sorpresa y volviendo a respirar con tranquilidad por no tener que dispararle a nadie, se dio la media vuelta para regresar a su puesto de guardia. Retirarse más de diez pasos del lugar asignado constituida una falta militar y estaba a unos ciento cincuenta metros. Pero apenas dados dos pasos, los chillidos a su espalda se hicieron, de súbito, más intensos.  
Se volvió hacia ellas, tratando de entender qué ocurría. No llegó a terminar de darse vuelta. Una explosión poderosa procedente de los edificios lo echó de bruces, arrojándolo con violencia contra la graba de la playa. Al incorporarse, observó que el techo del antiguo edificio de policía se hallaba en llamas y prácticamente destruido con un impacto directo en su frente. La onda expansiva había llenado de escombros y pedazos de la construcción, justo en el lugar dónde él se hallaba apostado minutos antes. 
Luego se enteraría que se trató del ataque de un helicóptero inglés Wessex a distancia, disparando misiles aire-superficie AS12, letales. 
¿Pudieron esos animales advertir algo del inminente ataque, y buscar atraerlo desde su puesto de centinela para salvarle la vida? La pregunta lo acompañó el resto de la guerra. 
Recordó las historias marinas en la Antigua Grecia, sobre delfines que salvaban a los náufragos de ahogarse en el mar o los defendían del ataque de los tiburones. Sabía que los perros llevados a Malvinas para custodia de lugares militares, percibían los ataques aéreos con mayor anticipación a los humanos. No le pareció raro que un ser con tanta sensibilidad para detectar objetos en el lecho marino como las toninas, pudieran hacer igual con los cambios en la superficie del mar de un helicóptero desplazándose a baja altura. 
Como fuera, era claro que al dejar su puesto de guardia para ir a investigar los sonidos que producían dichos cetáceos le había salvado la vida. Nada le sacaba de su cabeza que, por algún motivo, ellos lo habían atraído allí adrede. 
Terminada la guerra, Tomás prosiguió sus estudios universitarios y se recibió de biólogo marino. Entró a trabajar en un centro de estudios del mar en la provincia de Buenos Aires, y se especializó en cetáceos. Lo pasado en la guerra le ayudó a terminar de decidir qué estudiar en la universidad y a qué dedicarse en la vida. 
Se casó con su novia de la facultad y tuvieron dos hijos. Diez años después de la guerra, yendo a una playa apartada, notó allí algo fuera de lugar. Sin poder dar crédito a sus ojos, se acercó a esa mole. Al llegar, observó como una tonina agonizaba, con un silbido quejoso, encallada en la playa. Al parecer, por una mala pasada de las mareas. Pidió ayuda, que trajeran baldes y palas. Excavó en la arena en tanto le mojaban el lomo con agua de mar. Fueron tres horas de esfuerzo y ansiedad, hasta finalmente poder devolverla al mar. 
Cuando el animal regresó al agua y pareció reaccionar, Tomás lloró. Observó como la tonina detenía su nado, para ondear el agua y hacer ese silbido que una vez le había salvado la vida. Luego, se sumergió para alejarse de la costa. 
Al perderla de vista en el mar, Tomás entendió que todo está conectado, cualquier cosa que sucede determina a otra. Cuando salvas una vida, encauzas no pocas cosas en el universo. Cuando se pierde, es mucho lo que se daña, especialmente en aquello no nunca vas a llegar a conocer.
También sintió, por dentro, al pensar en la vida que había podido tener luego de la guerra que, fuera o no fuera ese animal, había pagado la deuda más increíble que jamás soñó tener.   

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