Misión en el trópico 1: Viejos conocidos

 


1
Visitas del pasado


“Añorar el pasado es correr tras el viento”.
Proverbio ruso 



Observó a ese edificio de acero y metal espejado azulino, enclavado en el medio de un parque bucólico y apacible. No podía ser mejor contraste para todo lo que ocurría allí dentro, tras de esos vidrios. 
Entusiasta de las unidades operativas, era esquivo a venir a la comandancia general. Pero no había remedio para eso. Era el propio número uno quien lo había convocado. 
Cata fue a recibirlo, apenas traspuso la puerta. Con paso apresurado y todavía con la sorpresa en la cara. Lo esperaban por la entrada de oficiales superiores y él en cambio ingresó por la del público general. Debería haber recordado, pensó la joven oficial, que trataba con un general que escapa a los protocolos del grado. 
Esa joven rubia, delgada, no demasiado alta, se cuadró ante él. Cañones la observó, como quien evoca al pasado. Un sentimiento interno de alegría le corrió a Cata por dentro, al ver que la había reconocido. Eran muchos, en el Instituto, cuando el general era su director. Pero, aun así, la recordaba. 
Vestía el uniforme blanco de verano inmaculado. Pantalones en vez de pollera, como era de estilo entre las mujeres con el vestuario de servicio interno. Una bandolera de cuero marrón, la que sostenía una pistolera de igual material y color, que revelaba estar como oficial de seguridad del edificio. 
Era algo más ceremonial que otra cosa. Como tantas cosas allí, solo se mostraba solo una parte de la cuestión y acaso la de menor incidencia en la seguridad. 
La guardia apostada era más que nada decorativa, destinada a ser un primer contacto con los problemas de menor entidad. El grueso de la protección radicaba en un complejo sistema de cámaras y alarmas, seguidas desde una sala de control ubicada, en el corazón del edificio, aislado de todo riesgo dentro de una especie de bóveda blindada. 
Tampoco se dejaban ver los tiradores de uniforme oscuro de combate con fusiles de precisión apostados en azoteas y otros ángulos del edificio. Si era necesario algo más que la indicación de uno de los pocos guardias apostados en los distintos ingresos, una sección de choque de fuerzas especiales se ubicaba en apresto en cada una de las oficinas contiguas a tales puestos, sin mayores signos exteriores en sus puertas que las identificaran. 
—Permiso mi general, buen día mi general. Se me ordenó acompañarlo hasta la comandancia.
—¿Temen que me pierda, teniente de vuelo?
—Que se desvíe, mi general.
Cañones no pudo evitar una sonrisa hacia dentro. Tal vez era la fama de hacer las cosas a su modo lo que había convocado a tomar ese tipo de precauciones. Llevaba un pequeño bolso en una de sus manos.
—Preparamos el cuarto de visitas para que se cambie, mi general. 
—No es necesario. Creo recordar que hay un vestidor más adelante. Me basta con eso. 
Cata asintió. Lo siguió hasta la puerta y debió esperar allí. El vestuario era solo para personal masculino. Lo último que oyó antes que la puerta se cerrase fue a una voz sorprendida gritando atención.
Parecía no haber pasado el tiempo para él. Estaba tal cual lo recordaba cuando se desempeñaba como director del Instituto. El cabello, apenas encanecido, arreglado conforme al corte de reglamento y un bigote impecable.  
Para matar el tiempo, Cata puso el cronómetro del reloj de vuelo que llevaba en la muñeca. Era algo que le recordaba donde quería estar en realidad, en lugar de ese destino burocrático. 
Seis minutos veinte segundos después, Cañones salió de allí, vistiendo un uniforme blanco similar al que ella tenía: pantalón con camisa mangas cortas y cuello abierto. Claro que, sobre los hombros, en lugar del par de barras de teniente de Cata,  brillaban las estrellas propias de los rangos del generalato. 
No era la única diferencia. La joven oficial se sintió amedrentada, al ver la insignia de piloto militar del general. A diferencia de la suya, en plata, la del visitante era en oro. El cambio de metal ocurría cuando se superaban las cuatro mil horas efectivas de vuelo. Pero además, tenía dos estrellas por sobre el conjunto, rodeadas por una media corona de laurel. Acreditaban haber volado misiones de combate por más de doscientas horas, cada una. 
Otro tanto pasaba con las barras. Cata solo tenía dos, por debajo de sus alas: del curso básico de vuelo y la especialidad de caza. Cañones exhibía quince distribuidas en cinco hileras de tres. Especializaciones y distinciones. Una, en solitario, se ubicada por encima de las demás. Fondo rojo con dos bandas verticales blancas, acreditaba haberle sido concedida la medalla al valor en combate. 
No hizo falta decirle nada. Cañones se encaminó a la zona de ascensores. Pero el lugar de tomar el de oficiales superiores, se quedó en la cola del común. 
—¿Cómo van sus cosas, Bataglini?
—Bien, mi general. 
Cañones notó algo en ese rostro serio que despertó su curiosidad pero no llegó a decir nada. Se abrieron entonces las puertas del ascensor y entraron, junto a otras diez personas. La joven oprimió el botón del anteúltimo piso, sin consultarle al respecto. Al parecer, pensó el general, alguien se había tomado el trabajo de no dejarle otra salida que ir a reunirse apenas entrara al edificio.
Cata notó que algunas lo saludaron con una sonrisa. El cubículo de metal se desocupó dos pisos antes del que iban. 
Durante todo ese tiempo, Cata lo había mirado de soslayo. Quizás el general no tuviera la menor idea de ello, pero era una persona de trascendencia en su vida. No sólo por haber sido director del instituto general cuando ella era cadete.  
—Esa respuesta no sonó muy convincente. 
Esas palabras, sin previa advertencia, la impactaron. La joven oficial se volvió a verlo, de forma abierta. Se trataba de una mirada que decidía si entraba en detalles o se quedaba en la mera formalidad militar. 
—Soy piloto, mi general. Me gustaría estar volando.
—Todas las funciones son importantes, aunque algunas sean más divertidas que otras. Estar destinada en el Comando General no es un mal destino. 
El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron.
—Preferiría estar en un escuadrón aéreo. 
Cañones notó que había en ella algo más que el deseo de volar que todo aviador llevaba en la sangre. Pero, de momento, desistió de indagar más al respecto. Quizás, después de su entrevista con el Comandante General podría preguntar a las personas indicadas por lo que esa joven rehuía contar respecto de sí. 
—Yo preferiría lo mismo—le dijo, un momento antes de salir—. Pero a diferencia suya, soy una persona mayor para ciertos divertimentos. Pero no usted, teniente. No pierda la esperanza.
—A veces…—empezó a decir, para luego llamarse a silencio—. Procuraré hacer eso, mi general.
Se trató de una respuesta formal, que nada relevaba de lo que realmente le corría por la mente. Cañones le echó una mirada más, sin terminar de creerle, antes de caminar por el pasillo alfombrado en azul, hacia el sector de la comandancia general.  
  
2
Canciones en el aire, arrebatos en la tierra

“Que la música sea el alimento del amor”.
Kurt Cobain

“Algo está por pasar”, pensó la teniente de vuelo María Laura Cayetano, en tanto iba, casco en mano, al helicóptero que le habían asignado para ejercitar. Tener que caminar hasta la pista misma, donde había aterrizado el aparato, era otro de los cambios que llamaban su atención. Ya no los  entraban a la plataforma y los recambios de tripulación y reamunicionamiento se hacían sobre la misma pista.
“Como si fuera tiempo de guerra”, reflexionó.
Su padre y su abuelo habían combatido. Tal vez ahora fuera su turno, pensó con sentimientos contrapuestos. Estaba en el vientre materno cuando su padre tuvo que hacerlo. Todos quienes lo conocían marcaban lo mismo: no había vuelto igual. Había una persona amable, risueña que había quedado allí, en donde se libraran los combates.
Quizás por eso, había tenido siempre un superior militar antes que un padre. Máxime, cuando ella misma, para pavor de su madre, eligió el mismo camino. 
No pudo seguir con esos pensamientos. Al llegar al aparato, notó que su compañero de vuelo ya estaba allí. Pero no era quien pensaba.
Observó a Leonardo Aspell como se mira a las cuestiones incómodas. Habían tenido un noviazgo, de cadetes. Contra todo lo esperable, ella abanderada y él, en el último puesto de la promoción habían tenido una atracción que aun ella no se explicaba. 
—¿Qué hacés acá, Leo?
Estaba particularmente apuesto ese día, con esos pequeños rulos dorados, llevados un tanto más largos de lo permitido por el reglamento. 
—Tengo que volar con vos.
—Estás equivocado. Mi pareja de vuelo es Chechu. Podrías consultar la planilla de salidas en el grupo aéreo de vez en cuando.
—Me parece que estás atrasada de noticias. La teniente segundo Espeleta tenía una comisión fuera. 
—¿Desde cuándo?
—Hace un rato. Fue un cambio de último momento. Por eso el jefe de escuadrón me asignó con vos.
—Qué conveniente. 
—Una casualidad, sí.
—Que salgan juntos a la ciudad, el jefe y vos, todos los fines de semana no tiene nada que ver con esto, supongo.
Leo, por supuesto, se hizo el desentendido al respecto.
—¿Por qué tendría? Somos solteros los dos, ¿no? Soy un hombre sin compromisos. Vos lo dejaste muy claro. 
—Sos un hombre que no quiere comprometerse, que es algo muy distinto.
—Lo haría si tuviera a la persona indicaba que me quisiera. 
—Pues a mí me parece que te quieren muchas. Siempre te veo con una incauta distinta.
Trató de no sonar celosa, sin conseguirlo demasiado. 
—Salgo con muchas, como decis, porque aquella con la que me gustaría hacerlo, me ladra cada vez que puede. 
Era obvio que se refería a ella. Laura dejó de verlo, embroncada. Siempre se las ingeniaba para llevar las cosas al mismo punto. Dejarla como responsable de todo. Ella nunca lo mandó a salir con otras. Si terminaron, fue por esa actitud infantil suya de no tomarse nada en serio. Empezando por la relación que tenían. Solo quería asegurarse de tener alguien responsable con el cual construir algo a futuro, no solo vivir la vida de momento a momento. 
Quitó esos pensamientos de la mente y se concentró en la preparación para el vuelo. 
Recorrió el aparato por fuera. La revisión externa arrojó que todo estaba en orden. Luego se subió y sentó en el asiento de comandante. Se puso el cinturón de seguridad y los arneses, comprobando que estuvieran bien sujetos. 
Comprobó que tuviera bien ajustado el trenzado del cabello, antes de colocarse el casco. Aprisionaba de esa forma, en la parte posterior de la cabeza, su largo cabello oscuro, para no infringir las reglamentaciones que mandaban que no sobresaliera pelo del casco. Se trataba de una cuestión de seguridad, destinada a que no se enredara en alguna maniobra con algún objeto dentro de la cabina, ni se encendiera en un incendio, llevando el fuego directamente hacia dentro de una cabeza rodeada por un casco ignífugo. 
Una vez con el casco colocado, lo conectó a los sistemas del aparato, en tanto uno de los auxiliares le cerraba la puerta. Comprobó que estuviera bien cerrada.
Hacía como si él no existiera. Pero para el chequeo prevuelo tuvo que dirigirle la palabra. Recorrieron el listado de comprobaciones de modo impersonal, sin decir una palabra de más de las necesarias. Check, check, check, era lo único Laura que le respondía a la lectura que Leo hacía de cada ítems de la planilla que mantenía entre sus piernas sobre los instrumentos de vuelo. Luego pasaron a la parte de los sistemas de apoyo y contramedidas electrónicas.
—Receptor de alerta radar.
Era uno especial que les informaba si un misil dispara contra ellos los había adquirido como blanco.
Laura pulsó un botón.
—Activado. 
—Perturbador de frecuencia de radar
Tal sistema complicaba a que los radares no propios los localizaran. 
—Activado. 
—Equipo de contramedidas por infrarrojos.
Servía para contrarrestar la amenaza de los misiles superficie-aire de guía infrarroja, anulándolos si todo salía como debía.
—Activado.
—Receptor de alerta láser.
Similar a la alerta radar, advertía que un sistema láser los había “pintado” como blanco desde tierra o aire.
—Activado.
—Dispensadores de señuelos.
Se trataba de un equipo que colgaba de los pilones externos, que incluía lanzadores de bengalas y dipolos antirradar o chaff para evadirse de los misiles que les fueran lanzados. 
—Armados. 
—Verificación completa, mi teniente de vuelo—dijo Leo. Habían terminado con el listado. Quedaba por comprobar el armamento, pero eso se hacía solo sobre el campo de prácticas. 
Pocas veces Leo la había tratado militarmente como acababa de hacer. Fue un modo que, a pesar de ser lo correcto en cuanto al reglamento, no dejó de molestar a Laura. Al parecer, todo lo que hiciera él hoy la molestaba. 
Pusieron en marcha los motores y luego de la autorización de la torre de control para el despegue, se elevaron de la pista sobre la base hasta lograr la altitud fijada en el plan de vuelo. Después, Laura viró hasta fijar el curso hacia el espacio aéreo de entrenamiento. 
No tardó en escuchar en los audífonos del casco, un tarareo desafinado.   

¿Sabes a dónde vas?
¿Te gustan las cosas que
te muestra la vida?
¿A dónde vas?
¿Lo sabes...?

¿Consigues
lo que esperas?
Cuando miras atrás
no hay puerta abierta.
¿Qué es lo que esperas?
¿Lo sabes...?

—¿Qué estás haciendo?—le preguntó por el micrófono sin dejar de tener la vista clavada hacia adelante.
—Canto.
—Podrías concentrarte en el vuelo.
—Puedo hacer las dos cosas. 

Una vez estuvimos parados en el tiempo
persiguiendo las fantasías
que llenaban nuestras mentes.
Tú sabías cuánto te amaba,
pero mi espíritu era libre,
y se reía de las preguntas
que una vez me hiciste.

Cantaba terriblemente, pero no era por eso. Seguía molesta con él, sin saber muy bien por qué. Para peor, la letra no dejaba de afectarla.
—Sos un antiguo. Esa canción ya la escuchaba mi mamá de joven.
—Los clásicos nunca pasan de moda.

Ahora, mirando atrás,
a todo lo que planeamos,
dejamos tantos sueños
caérsenos de las manos...
¿Por qué debemos esperar tanto
antes de comprender
lo triste que las respuestas
a esas preguntas pueden ser?
 
Observó en el radar táctico que estaban entrando al espacio aéreo del campo de ejercicios. 
—Si terminaste con la canción, Ricky Martín, hagamos nuestro trabajo.
Activaron el armamento que llevaban montado en dos estructuras alares en los laterales, cada una con dos pilones articulados inferiores y un punto de anclaje en el extremo. Ese día la configuración de misión era la versión Bravo, en la nomenclatura de la logística de apoyo: cuatro misiles guiados y tanque externo de 230 galones en la ala izquierda, en tanto un contenedor con 19 cohetes de 70 milímetros y un pod con un cañón de 30 milímetros ocupaban la de la derecha. Era la modalidad más usada en las asignaciones de CSAR. La abreviatura de Combat Search And Rescue. Los vuelos de rescate en ambientes de combate. 
Debían practicar tiro con todas las armas que cargaban. Hacía solo un par de días, habían cambiado la planificación anual previa, para ponerlos a entrenar de esa forma, con los helicópteros cargados de equipos de protección y armamento. Ejercicios con uso de armamento real.
Pasaba algo, era claro, pensó Laura, en tanto bajaba la mira monocular del casco. Un cristal verde claro, sostenido por un brazo metálico, que se colocaba sobre su ojo derecho. Además del sistema de puntería, tenía allí los principales datos del vuelo. En la noche, tenía la capacidad de proporcionar visión nocturna.
No le gustaba entrenar en esa incertidumbre y tampoco daba la situación con Leo como para comentárselo.  
Llevaron adelante la ejercitación y volvieron a la base, tan secos y profesionales como desde que Leo dejara de cantar.
Tras aterrizar, salieron del aparato, Laura notó como un grupo de cinco armeros con sus buzos azules, se encaminaba al helicóptero. Por delante de ellos, un tractor pequeño arrastraba un carro metálico cargado de coheteras y misiles. 
—Tenemos que hablar—dijo Leo a sus espaldas. 
—Creo que no—le dijo, encaminándose hacia las instalaciones del grupo aéreo. 
Él la siguió por detrás. En el camino, se cruzaron con otra pareja de pilotos que se encaminaban al helicóptero que acaban de dejar.
Le pidió que parara, no paró. Seguía enojaba con él y también, continuaba sin saber muy bien el por qué. Desde que rompiera con Leo, experimentaba sentimientos ambivalentes. Le atraía y lo rechazaba, casi a un mismo tiempo. 
—Claro que sé perfectamente a dónde voy—le echó en cara, hablando hacia atrás—. No hace falta que me lo canten.
Fue la primera impresionada de oírse decir eso. Como cuando eran cadetes, él seguía consiguiendo sacarla de eje.
—Qué suerte tenés—escuchó a sus espaldas—. A mí me gustaría saber a dónde vamos nosotros. 
—Eso es fácil. A ninguna parte.
Entró a la desierta sala de piloto para dejar el equipo. Acababa de depositar su casco en el estante cuando sintió como la tomaban por atrás.
Tenía una idea muy clara de quien podía ser, pero igual, se dejó llevar. La primera en extrañarse fue ella, cuando no opuso resistencia a Leo le diera la vuelta, para luego atraerla hacia él. 
El corazón pareció saltarle del pecho al comprender lo que él se proponía hacer. Siguió, tan pasiva como antes, cuando la boca de Leo se echó sobre la suya. 
Parecía inmovilizada, hasta que el roce de la carne en los labios, la estremeció sin previo aviso. Se descubrió excitada, deseando que él llegara a más, temiendo a la vez por hasta donde pretendía ir. La presión en sus labios era dura, abrazadora, lasciva. 
En tanto ella sentía como se le acaloraba el cuerpo, como las manos se le escapaban para abrazarlo, Leo le acarició con la lengua en sus labios, logrando que se abrieran de inmediato, al tiempo que cerraba los labios. A Laura el corazón le latía en las sienes, como si lo llevara en la misma cabeza, al tiempo que le estallaran los sentidos. Contra su voluntad y para su total sorpresa, dejó escapar de su boca un gemido apagado. Sentía que todo le daba vueltas y las piernas le temblaban. 
Es tan distinto de ella. Precisamente, en eso residía gran parte del atractivo que le provocaba. Leo era esa parte transgresora, despreocupaba, que nunca había sido Laura. Siempre metódica, responsable con todo, exigente hasta el hartazgo consigo misma, percibía esa conducta de Leo como algo indebido, inapropiado y reprobable. Y, por eso mismo, con el atractivo de aquello prohibido y hasta oscuro. 
Nunca iba a decírselo, pero en el fondo le fascinaba como era. Que Leo pudiera, tan suelto de cuerpo lograr lo que le viniera en gana, incluso contra las normas, cayendo parado la mayor parte de las veces. Le cautivaba como él podía hacer lo que ella jamás se atrevería. 
En el fondo, en tanto seguía besándole, se admitió que le gustaba que hiciera esas audacias con ella. Halagaba su vanidad que quebrara las normas a las que Laura consagraba su carrera por cuestiones tan mínimas como robarle un beso. Por eso, a pesar de la mala cara, lo deja hacer. 
Maldito hombre, pensó. Que la hacía sentir de esa forma. Él era el mayor riesgo para aquello que ella pretendía hacer de su vida. 
Cuando él, por fin, separó su boca, se hallaba tan sacudida por dentro que apenas podía sostenerse sobre sus piernas temblorosas. Aún aferrada a él, abrió los ojos para mirarle, agitada en la respiración. Todavía conmocionada por todo cuanto ese beso había despertado en su interior. También, sus ojos eran fuego. Se observó atónica en esos ojos claros de él. Ella, que no se rendía a nada, acababa de ser derrotada por alguna voluntad interna que no alcanzaba a precisar. 
—Claro que tenemos que hablar.
Él la miraba con ojos muy serios, al decir eso. Como retándola a aceptar lo que había sucedido. Ella se descubrió bajando la mirada por primera vez en mucho tiempo.    

3
Ofrecimientos peligrosos

“Solamente los que arriesgan llegar demasiado lejos son los que descubren hasta dónde pueden llegar.”
Thomas Stearns Eliot

El Comandante general lo esperaba no tras su escritorio en el despacho propiamente dicho, sino a un lado de unos sillones con una mesa baja en una estancia contigua.
Hacía un par de años que Cañones no lo veía, salvo de lejos en las formaciones. Había sido profesor suyo en la Escuela Aérea Superior de Guerra y luego comandante de Ala cuando él estaba a cargo del escuadrón 702. Lo notó envejecido. Se decía que ese tipo de cargos tenían, a fuerza de todas las presiones diarias, esa particularidad. 
 —Tanto tiempo, Tordo—lo saludó—. No pasa seguido a saludar por acá.
El comentario tenía cierto aire de reproche. Tanto, que Cañones juzgó prudente justificarse. 
—No quiero quitarle tiempo, mi general. 
—Más bien creo que piensa que si lo veo por acá, puedo darle un puesto de escritorio en lugar de uno operativo. 
Cañones solo sonrió. Estaba totalmente en lo cierto. 
—¿Un café?—preguntó el comandante, también sonriente. Sabía mejor que quien tenía enfrente cuan acertado estaba. 
—Sí, por supuesto.
Le hizo señas que se sentara en tanto iba a pedir el café. Volvió con dos tazas blancas en una bandeja. Ambas llevaban impreso el escudo de la comandancia general. 
Tenía esas cosas, como servir él mismo, que Cañones también hacía. Pocas pero importantes similitudes que los habían hecho compatibilizar en la mejor forma cada vez que les tocó trabajar juntos.  
—¿Qué sabe de la crisis de las islas Kubatu?—le preguntó, en tanto le alcanzaba una a Cañones.
—Lo que ha aparecido en la prensa. Hay una especie de guerra civil de baja intensidad allí. 
—El Consejo de Seguridad va a dictar una resolución conminando a observar derechos humanos básicos al gobierno del presidente Dada Oumee. Bajo amenaza de uso de la fuerza. Con el envío de una fuerza multinacional para asegurar que es en serio. 
—La propuesta supongo que parte de Estados Unidos.
El comandante asintió.
—Exacto. ¿Cómo lo supo?
—Ya han enviado una flota a la zona. Supongo que quieren legitimarla.
El número uno de la fuerza se sonrió.
—Me gusta esa perspicacia. Sí, están preocupados por la violencia allí. Hay ciudadanos estadounidenses en la isla.
—Entiendo que pertenecen a empresas de exploración petroleras. Se dice que existen grandes yacimientos de petróleo en las aguas circundantes.
La sonrisa del superior de Cañones se hizo más evidente. Revelaba una satisfacción que Cañones no alcanzaba a entender.
—Estados Unidos pidió a nuestro gobierno liderar esa fuerza. Supongo que quieren no ser tan evidentes en algunas cosas. 
Cañones se quedó mirándolo. No le decía todo. Aun no, por lo menos. 
—Una tarea difícil, las misiones de intervención internacional no siempre terminan bien.
—Casi nunca. Por eso lo llamé. ¿Cómo piensa que le quedaría el cargo de Force Commander? Una coalición de media docena de países bajo mandato del Consejo de Seguridad. Con usted al mando.
—¿A mí? Nunca he estado en una. 
—Tiene el mejor criterio de mando que conozco, Tordo. Puestos a tener que elegir a un general de los nuestros para estar a cargo, si alguien puede sacar adelante algo así es usted.
No era poco el halago que conferían tales palabras.  
—Le agradezco la confianza pero le reitero que no tengo experiencia en ese tipo de misiones. 
—Escribió como trabajo en la Escuela de Guerra un estudio sobre las operaciones de bloqueo insular. Esta es precisamente una de esas. La ONU amenaza con un bloqueo si no cesa la violencia política. 
—Fue hace quince años que lo escribí. Por insistencia de cierto profesor, que era usted. El mundo ha cambiado y mucho desde entonces. 
A diferencia de Cañones, que mayormente había transitado su carrera en destinos operativos, el Comandante provenía de lo que se denominaba la “intelligentsia”. Aquellos oficiales formados en universidades que luego completaban su formación en institutos castrenses. A diferencia de otros como Cañones, formados en institutos militares que luego proseguían estudios en las universidades y que recibían el nombre de “fierreros”. De hecho, quien tenía en frente era el primer oficial superior que llegaba al puesto más alto proviniendo de las aulas universitarias. 
—Lo básico sigue siendo lo mismo—apuntó el comandante.
—Hay más posibilidades que salga mal que bien. 
—También de ser ese el caso usted, Tordo, es el mejor calificado para eso. Con su hoja de servicios, podremos defenderlo mucho más fácilmente que a cualquier otro. Pero confío en que sacará adelante las cosas y no deberemos llegar a ese punto. 
—Para poder tener cierta perspectiva de éxito, mi general, necesito formar un buen equipo.  
—Sí, claro. Pida lo que sea. Esto tiene prioridad uno para nosotros. El Ministro me lo dejó muy claro. 
—Si voy a lidiar con algo tan dificultoso, quiero poder poner gente confiable en los puestos claves. 
—Habrá que repartir con las otras naciones, pero es algo implícito que la fuerza del comandante tiene cierta preferencia. En cuanto a nosotros y las cuestiones burocráticas, no me traiga ninguna lista. Directamente, haga los mensajes con mi indicativo y me los hace llegar. Voy a mandarlos tal cual me lo pide.  
—Le agradezco la confianza, mi general.
El comandante bebió su café antes de contestarle.
—No lo haga todavía. Es lo menos que puedo hacer. Me parece que lo estoy mandando a un buen lío. 
  
 4
Decisiones engorrosas

“Que tus decisiones reflejen tus esperanzas, no tus temores”.
Nelson Mandela 

De momento, solo debía esperar. Cata se quedó en la oficina que cada jefe de turno usaba durante su servicio de veinticuatro horas. De la ayudantía del Comandante le avisarían cuando el general se retirara. El protocolo mandaba que lo acompañara hasta dejar el edificio. 
Miró el reloj. Llevaba uno de muñeca, de aviación. Indispensable cuando volaba y completamente reemplazable en tierra por la funciones con que contaba en su celular. No quería quitárselo, aun cuanto no tuviera entre sus deberes la actividad de vuelo. Nada quería más que regresar a surcar los cielos. 
Buscó en los cajones del escritorio el paquete de cigarrillos que había escondido de sí misma y sacó uno junto con el encendedor. Luego fue hasta la ventana y lo encendió. Dio la primera pitada con esa mezcla de ansiedad, culpa y liberación que produce llevar a cabo algo prohibido. El edificio era un lugar libre de tabaco y las regulaciones para el personal de vuelo le vedaban hacerlo. No era bueno, a más de la salud, para los oídos y la recuperación del equilibro en maniobras de alta exigencia. De esas que se llevan a cabo con varias “g” encima. 
Dió una segunda pitada antes de tomar su celular del bolsillo. Al observar la pantalla observó los cuatro mensajes de texto de él. Suspiró, en tanto dejaba que el humo saliera de sus pulmones, pasando tras la ventana a un lugar indeterminado. 
Se preguntó cómo había dejado que las cosas llegar a ese punto. Estaba demorando lo inevitable. No era justo para él y no era saludable para su tranquilidad. Por primera vez en mucho tiempo había tenido que tomar algo para poder dormir la pasada noche.
Dejó el cigarrillo a medias, humeante, apoyado en el marco metálico de la ventana. Tomó entonces el celular con ambas manos y emoción creciente. Un toque del dedo índice en la pantalla la condujo hasta la aplicación del WhatsApp. Allí, tecleó con culpa en la pantalla: “No puedo seguir adelante con todo esto. Disculpá. Espero que puedas entenderlo”. Lo miró un par de veces, indecisa, antes de tocar en la flecha de la pantalla para enviarlo. 
Se quedó mirando hasta observar las dos tildes. Estaba hecho. Guardó el celular en el bolsillo del pantalón y volvió a tomar el cigarrillo. Se sentía la peor persona del mundo. Los ojos se le congestionaron. Lágrimas que buscaban salir, que ella se esmeraba por aprisionar.
Esperó que él no llamara. Que todo terminara así y ya. Miró el reloj. Faltaban seis horas para que terminara su turno. Iría a su departamento y tomaría un baño de espuma. Abriría una botella de vino, sin preocuparse por el día de mañana. Lo tendría libre, luego de estar por veinticuatro horas en ese edificio ocupándose de los asuntos más diversos. 
Probablemente tomaría lo suficiente como para poder dormir sin tomar otra vez esas pastillas. Fingiría que ese día no había pasado, que nada ocurrió nunca. 
Revisó el WhatsApp aun sabiendo que se trataba de una mala idea. Observó que las dos tildes eran ahora azules. Él lo había leído y no sabía muy bien que sentir respecto de eso. No había ninguna respuesta. Fue una constatación que la angustió por dentro, sin entender muy bien el por qué. Tal como no entendía muy bien casi nada de lo que hacía últimamente.   
Siguió allí, recostada contra esa ventana abierta, con el brazo que sostenía el cigarrillo echado hacia fuera. Miraba hacia ninguna parte, tratando de no pensar demasiado en nada. 
No pudo autocompadecerse respecto a su existencia desdichada por demasiado tiempo. Percibió que había alguien más estaba allí. Al volverse notó que Cañones la observaba, tras entrar sin que lo advirtiera demasiado.
Puteó para sus adentros. Esos buenos para nada de la ayudantía no le habían avisado la salida del general de la entrevista. 
Con un gesto reflejo, quiso ocultar el brazo que sostenía el objeto de su falta, pero él la atajó con un gesto de la mano. 
—Disfrútelo. Es el último.
Se quedó tiesa, sin saber bien que hacer. Dejó el brazo donde estaba.
— No entiendo, mi general.
—Se reportará al escuadrón de caza y ataque 702. Como le dije, los sueños se cumplen en ocasiones. 
A Cata pareció iluminársele el rostro. Una sonrisa ganó sus labios. Era de las mejores unidades. Tan o más buena que su anterior escuadrón. Y, para mejor, estaba equipado con el mismo tipo de avión de combate.
—Una vez que esté allí, se habilitará nuevamente en el sistema Rafale. Tal pronto sea posible, para que pueda ofrecerse de voluntaria para la misión internacional en África.  
La teniente de vuelo solo asintió. Se moría de ganas por preguntarle a ese superior convertido en inesperada hada de los deseos, el porqué de todo aquello que le estaba diciendo. Pero no lo hizo. Nadie que se preciara de ser disciplinado preguntaba eso. Los por qué eran la única pregunta que no gozada de estimado en ese ambiente, en cuando a los rangos bajos. Se obedecía y punto. 
Aun así, la curiosidad fue más fuerte que su reglamentarismo y trató de averiguar. 
—¿Voluntaria dijo, mi general?
—Es lo que queda mejor.
—¿Mejor para qué?
—Para no ser tan evidente el hecho que la elegí por sobre otros muchos más antiguos que usted. Integrará un escuadrón aéreo en una fuerza de aviación expedicionaria, Bataglini.
Tales palabras fueron para ella como si alguien abriera las puertas del paraíso por delante de ella.  No solo volvía a volar. Lo haría en una misión operativa, fuera de las fronteras del país.
—No sé cómo agradecerle, mi general.
Notó que el general volvía la vista a la única foto que tenía sobre el escritorio. Era una de ellos dos, con la bandera nacional por detrás, ambos con uniforme azul oscuro para actividades sociales. Ella llevaba un diploma aferrado con una mano y un sable con la otra. Era el día que Cata se había graduado como oficial.
No pudo evitar cierta timidez, el sentirse descubierta, al ver como su antiguo director observaba la foto. Pero no dijo nada al respecto.  
—Sólo  no me defraude, Bataglini. Estaré bien recompensado con eso.
Él seguía sin saber, pensó Cata al verlo irse. Era un alivio, pensó, que supiera tan poco sobre todo lo ocurrido desde que egresara del instituto. 

5
De vuelta en casa

“El hombre feliz es aquel que, siendo rey o 
campesino, encuentra paz en su hogar.”
Goethe

Era ya el atardecer, cuando Cañones regresó a su hogar. Abrió la puerta de la reja y cruzó el patio delantero, poblados de canteros de flores que reflejaban la pasión de Cande, su esposa, por la jardinería. En el patio trasero, tenía incluso un limonero y un naranjero, así como una pequeña huerta de vegetales y hortalizas. 
El jardín prometía ser muy alegre entrando la primavera. Los canteros, habían sido hechos para que estuviesen rebosantes de flores. Los pensamientos invernales cederían su lugar a los brillantes y perfumados jacintos, a las hechizantes fresias y a los solitarios narcisos. Cada bulbo se hallaba colocado en un lugar destacado. Compartían espacio con los tulipanes, que florecían junto a los invernales pensamientos. Cuando finalizaran su colorida floración darían el lugar a los jacintos, fresias y narcisos. 
La primavera vendría, en corto tiempo, cargada de fragancias. Otra más de las cosas que se perdería. 
Atravesó entre el verde pasto circundaba los canteros, un pasto de las cuatro estaciones. Un toque del que su esposa estaba particularmente orgullos por el destaque que el verde hacía respecto de las flores reinantes. 
Era también poco probable que pudiera estar cuando, al entrar el verano, se lucieran las históricas sprekelias. Más conocida como la flor de lis, objeto recurrente en blasones, escudos de armas y estandartes, en el estío brillarían con su rojo refulgente en  el pequeño jardín.
Entró a la casa. Todavía no sabía muy bien cómo iba a decírselo. Ella estaba corrigiendo una pila de exámenes en la mesa del comedor. Al verlo entrar, Cande no dejó de percibir que traía una bolsa de panadería. Aun antes que el general se acercara para saludarse con un beso rápido.
—¿Son magdalenas?
Cañones puso cara de circunstancias. 
—Sí. Rellenas.
La primera vez que él las había traído era para decirle, aun siendo novios, que lo movilizaban a una guerra. Siguió con la costumbre cada vez que le asignaban un encargo particularmente difícil. Cando esperó que esta vez no llegara a tanto la cosa. Pero distaba mucho de estar segura al respecto. 
Ella dejó la lapicera a un lado del examen que analizaba. 
—Debe ser algo importante. Supongo que tiene que ver con que te llamara el comandante general. 
Él solo asintió. Ella se levantó de su asiento. Forzó una sonrisa, para preguntar:
—Tengo que comentarte algo.
—Mejor, hago un café. ¿Tengo que preocuparme?
—No estoy muy seguro.
—Entonces, definitivamente tengo que hacerlo—le dijo en tanto iba a la cocina. El general la siguió por detrás.
Pocas cosas se le escapaban a Candelaria Pavone, luego de dos décadas y medias de matrimonio. La había conocido cuando cadete. Su hermana mayor noviaba con su jefe de pelotón y necesitaba alguien mediamente pasable para salir los cuatro. El flechazo fue casi instantáneo. Nunca se habían separado desde entonces. 
Cañones no solo la adoraba, sino que le estaba particularmente agradecido por ese silencioso apoyo que le había brindado en tres décadas de carrera. Profesora de inglés en colegios secundarios, había destacado hasta llegar a dirigir uno de ellos. Eso no le había impedido, durante treinta años conservar la pax doméstica mientras él cumplía con las exigencias de su condición militar, incluido ir a una guerra.
Cuando abrió la puerta de la casa, ella lo estaba esperando. Como casi siempre en tantos años juntos. Cande le alcanzó una taza de café humeante. Se sentaron en la mesa de la cocina, con el plato con las magdalenas en su centro. Era una especie de ritual. Siempre que lo llamaban para encargarle alguna tarea o cargo de importancia ella hacía eso.
—¿Qué quería el comandante?
—Que lidere una fuerza internacional. 
Le contó brevemente la entrevista. En la televisión encendida más allá de donde estaban, un reportero alto, espigado, de lentes hablaba a la cámara apresurado a la cámara con disturbios de fondo. Reportaba sobre una manifestación antigubernamental en Kubatu que la policía dispersaba a los bastonazos. Casualidades cósmicas. Las imágenes eran bastante crudas. Gente que corría por todas partes, perseguida por uniformados de boina con larguísimas varas. Varias personas se hallaban tiradas en plena calle, inconscientes, a corta distancia de donde estaba. 
—Te vas otra vez —dijo ella pausadamente. 
No había reproche en sus palabras. Solo la fría constatación de algo recurrente. Su matrimonio era una sucesión de mudanzas y partidas, siempre por cuestiones del servicio. En un cuarto de siglo de casados, habían cambiado diez veces de domicilio. Un tercio de los aniversarios de boda y la mitad de los cumpleaños de ambos, Cañones había estado fuera por las exigencias de la carrera de armas. 
—A Markani. 
Ella se mostró sorprendida. Cañones tomó una de las magdalenas del plato.
—Eso es en África, cerca del trópico, sobre el Indico—dijo Candelaria—, si la geografía no me falla.
—Es el país costero más cercano a las islas de Kubatu. Necesitamos que nos dejen instalar una base allí para poder operar sobre su vecino. 
—Es terrible lo que está pasando allí, por lo que muestra la televisión.
—Lo que se muestra es solo una parte. La situación real es todavía peor.
—Pobre gente.
—Sí, olvidada además.
Probó la magdalena luego de eso. Tenía relleno de frutos rojos por dentro. Exquisita. 
— ¿Qué tan riesgosa es?
—No lo sé con exactitud. Es una zona delicada. No es un paseo, ni una misión de paz normal. 
—Nunca supe si agradecer tu honestidad o preferir que me mintieras. ¿Por cuánto tiempo te irás?
—Oh, unos dos o tres días en Nueva York haciendo preparativos. Luego haré una escala en un portaaviones estadounidense para recoger a mi segundo e ir a Markani. El gobierno de ese sitio, aunque no se lleva con su vecino, quiere aún menos a los extranjeros. Si todo va bien, serán al menos seis meses. Un año tal vez.  
—Sabías que trópico, proviene en realidad del griego más que del latín. Significa "vuelta".
—No, no tenía idea.  
—Irse a donde sea, siempre supone una vuelta a algo. 
La primera parte de la frase no dejó de inquietarlo. Era de los que pensaba que la vida solo iba en un único sentido: hacia adelante. Regresar a cualquier parte no era demasiado de su gusto.  
—Esperemos que no sean tus deberes tan abrumadores como para que no puedas venir de vez en cuando.
—Espero lo mismo. No me gusta dejarlas por tanto tiempo. 
Ella lo palmeó con afecto. 
—No tiene mucho sentido lamentar aquello que no tiene remedio. No te preocupes por nosotras. Sabremos arreglárnoslas. ¿Telefonearás cuando puedas?
—Naturalmente. —Tras una pausa, él añadió—: Tal vez sea la última vez.
Ella sonrió, como si revelara una verdad autoevidente. 
—Carlos, siempre hay otra vez. Vamos, acabate la taza. Tengo una valija que prepararte.
—Puedo hacerla yo, no te preocupes.
—Eso ni pensarlo. Podes ser un excelente piloto, pero sos terrible en cuanto a valijas.
Cañones le miró. Pasados cuatro años de novios, un cuarto de siglo de casados, dos hijos, seguía enamorado de ella. No era el mismo amor arrebatado de los veinte, pero sí un sentimiento que nada debía envidiar en profundidad.
—No sé qué harías sin mí—le dijo, antes de levantarse para dejar su taza en la bacha de la cocina. Le salía mejor que a él parecer despreocupada.   
Cañones supo que tenía toda la razón del mundo. Como siempre, todavía no se iba y ya la estaba extrañando. 

6
Un turno con novedades

“Así es como se conoce realmente a las personas. 
En sus reacciones ante lo inesperado.”
Santiago Posteguillo

La teniente segundo Mariana Rey entró a su turno de oficial de control de sector con dos muffins de banana y avena en una bolsa de plástico transparente. Los había hecho de propia mano. Reemplazaba a Cabriza y bien sabía que le gustaban esas cosas. 
Lo encontró sentado en la silla del jefe de control, iluminada sólo con una pálida luz roja con la vista perdida en la pared opuesta a ellos donde una pantalla de dos metros de ancho por seis de largo, mostraba la ubicación de cada aeronave en vuelo en su sector. No había mucho en el aire ese día. 
Por delante de ellas, cuatro controladores, con auriculares en las orejas, atendían a las pantallas enfrente de ellos. Cada tanto, pulsaban algún botón de sus teclados. 
Una cortina negra que se encontraba tras ellos y la luz roja los hacía casi invisibles y daba un extraño resplandor a las letras amarillas.
—¿Alguna novedad? 
—Ciclón sigue lidiando con la nueva en el sector de entrenamiento.
—¿La teniente de vuelo Bataglini?
—Exacto. ¿La conoces?
Su compañero le pasó el audífono con micrófono, inalámbrico, tras desinfectarlo. Rey puso su clave en la computadora enfrente del sillón donde todavía Cabriza seguía sentado.  
—Fue mi encargada de compañía en el Instituto.
—Cierto que vos sos de escuela. 
Había dos formas de reclutar oficiales. Una que los formaba en un instituto militar para luego tener que seguir cursando estudios en universidades afines y que eran denominados de escuela y otros que eran formados en los programas universitarios de educación militar. Allí, estudiantes universitarios de carreras afines se formaban a la par de sus estudios en aspectos netamente militares. A cambio de cubrir los costos de su educación universitaria y la garantía de una carrera después de graduarse, se comprometían a servir en las Fuerzas Armadas por ciertos número de años después de graduarse.
Diego Cabriza tomó el muffins que le ofrecía con la bolsa abierta quien tenía que reemplazarlo. La pantalla de la computadora aceptó la clave de rey. Una leyenda surgió luego de eso: turno de control transferido.
—Espero que le vaya bien. Siempre fue muy buena con nosotras. Muy madre, como dicen. 
También, la más glamorosa de las cadetes femeninas. Todas buscaban copiarla cuando se arreglaba por fuera de los cánones de las ordenanzas castrenses. No podía ser más distinta de su encargada de cuerpo, Laura Cayetano. Más rígida y estricta, menos dada a pasar por alto las debilidades, aunque tampoco era una persona de mala leche. De noche, en los dormitorios de mujeres, bromeaban diciendo que Cata parecía una modelo con uniforme, en tanto Cayetano era lo más parecido a un ser humano que existía en el universo.    
—Pues el jefe se la está haciendo parir—le comentó Diego, tras darle un mordisco al muffin. Esas palabras le hicieron volver al presente desde sus recuerdos—. La ha paseado por todas las maniobras de combate avanzado. En vuelo nocturno, además. Humm, esto está realmente bueno.
Rey le echó una mirada al panel lateral de la gran pantalla delante de ellos. Recibía en directo la información generada por el sistema de instrumentación de maniobras de combate aéreo (AACMI) que llevaba colocado la aeronave. Un delgado cilindro rematado en punta que bien podía pasar para el observar distraído como algún tipo de cohete. En verdad, en lugar de una carga explosiva o de combustible sólido contenía por dentro delicados circuitos que permitían registrar y enviar en tiempo real al control la información respecto de todas las maniobras de vuelo que se llevaban a cabo y el uso de armamento de ejercicio, así como de guerra electrónica.
Sí, Cabriza tenía razón: no se la estaba haciendo nada fácil.  
Sintió entonces un leve zumbido en los oídos desde el micrófono. La gran pantalla cambió para mostrar una leyenda en rojo de emergencia. Uno de los controladores levantó el brazo. Todo significaba lo mismo: alguien en vuelo acababa de comunicar que tenía problemas.   
Rey no dijo nada. En cambio, fue hasta el sector adyacente al sillón de mando, en donde uno de los controladores de turno enfocaba un diminuto punto verde que se movía con lentitud hacia el centro de la pantalla del radar de estación de trabajo. El código de misión era Thor. Sobre él era que estaba impresa la leyenda parpadeante de emergencia. Luego de revisar en el mapa electrónico que abarcaba toda la pared en donde se hallaba, activó el micrófono.
—Thor, aquí centro control. Confirme emergencia e informe estado.
Era el procedimiento a seguir. Tantas veces ensayado, ahora era real pensó Rey. No tardó en oír la voz de Cata por el audífono. 
—Thor a control. Confirmo emergencia. En mínimo de combustible. Solicito prioridad de aterrizaje Charlie.
Alfa era el aterrizaje común. Bravo el que presentaba algún requerimiento particular. Charlie era el crítico. Debía aterrizarse la aeronave cuanto antes, tan pronto como estuviera a distancia de la pista para iniciar la secuencia. Desplazaba a toda otra operación aérea en ciernes.
—Control a Thor, confirme que es un pedido operativo y no parte de su estructura de ejercicio. 
Esta vez fue Ciclón quien habló. 
—Es operativo, Rey. Mueva las manos que estamos llegando con lo justo.  
—Control a Thor. Aterrizaje Charlie autorizado. Procedo enviar coordenadas por sistema de datos. 
—Copiado—oyó decir a Cata. 
—Thor a Control, Confirme frecuencia para aproximación manual—era la voz de Montjuïc otra vez. 
—Thor, pase a frecuencia tres para aproximación—observó los datos sobre el aeródromo, a un lado de la gran pantalla en la pared. Pista uno ocho cero autorizada. Corto.
Rey no terminaba de entender el pedido. El enlace de datos por canales seguros con el avión había dejado a las comunicaciones verbales casi en una cuestión del pasado. ¿Para qué pedir la confirmación de una frecuencia de radio que ya venía preestablecida por protocolo? Salvo, que la electrónica del avión estuviera dando problemas. 
En controlador del puesto tres comenzó a enviar los datos al sistema de la aeronave, sin que debieran decirle nada. 
Mariana miró a la pantalla. Concretamente, a ese triángulo diminuto de luz blanca llamado “Thor” que se dirigía veloz con rumbo a la cabecera de pista. No estaban, por suerte, demasiado lejos. Solo a unas treinta millas.
Rey respiró hondo e intentó tranquilizarse. Era su primera emergencia estando a cargo del control de área. Dijo una oración en silencio, porque todo saliera bien. 

Esta historia continua en: Misión en el Trópico 2: El camino hacia Africa

NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 

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