Misión en el trópico 2: El camino hacia África

 






Capítulo anterior: Misión en el Trópico 1: Viejos Conocidos


7

En curso a tierras extrañas


No soy un hombre que sabe. He sido un hombre que busca, y aun lo soy; pero no busco ya en las estrellas ni en los libros, comienzo a escuchar la enseñanza que mi sangre murmura en mí. 

Herman Hesse


En un angosto recinto de menos de dos metros por poco más de siete de largo, unos cinco pasajeros se miraban a las caras, distribuido en las dos hileras, una a cada lado del fuselaje. Más allá de ellos, los asientos se habían plegado para dar espacio a la carga. Tres toneladas de alimentos, repuestos para aeronaves y electrónica varia, acomodados en cajones con rótulos de identificación.

La cabina no tenía aire acondicionado. Tampoco había ventanillas, salvo en la puerta lateral. Una lámina de metal era lo único los separaba allí dentro, del viento de doscientos nudos que aullaba a compás con las turbinas de los dos motores, ubicadas al extremo de las alas, que remataban en gruesas y largas hélices de tres palas, más parecidas a rotores de helicópteros que otra cosa. Volaban en medio de una tormenta a mil quinientos metros, y el aparato brincaba hacia arriba y abajo en saltos de treinta o cuarenta metros como un potro enloquecido en una doma.

No era raro atravesar por esas tormentas en los vuelos militares. Quizás por eso nadie allí parecía preocuparse demasiado por eso. Tampoco Cañones que iba sentado, en un asiento del lado de babor, contiguo al de una pelirroja bastante vistosa con uniforme caqui de servicio diario de la marina estadounidense, como todos los demás allí a excepción de él. Volaban en un Bell Boeing V-22 Osprey, asignado a una  misión de “transporte de entrega a bordo” o COD, como se les decía en la flota.  

Estaba ensimismado en la lectura de la actualización del informe de situación sobre la crisis en su Tablet, cuando escuchó decir:

—Es el avión más parecido a un helicóptero. O el helicóptero más semejante a un avión, dependiendo del punto de vista de quien lo diga.

Ese comentario, hecho con indisimulable y rítmico acento tejano procedía de la pelirroja a su lado. Al levantar la vista, Cañones observó que le había hablado a él.

No estaba desencaminada. Iban a bordo de un avión militar estadounidense de motor basculante, capacidades de despegue y aterrizaje tanto vertical con en espacios cortos, diseñado para combinar la funcionalidad de un helicóptero convencional con el rendimiento de crucero de largo alcance y alta velocidad de un avión turbohélice.

Tendría unos cuarenta años, a lo sumo, aunque podía pasar incluso por alguien de menor edad. Llevaba en el cuello abierto de su camisa las hojas de roble plateadas del rango de teniente comandante. Un teniente coronel entre los suyos, pensó Cañones. Notó que la mujer lo miraba, no realmente a él, sino a la nueva insignia que Cañones estrenaba en el brazo derecho de su buzo de vuelo, en donde se destacaban unas siglas: IHF. International Humanitarian Force. Fuerza internacional humanitaria. Era el rótulo que los especialistas en misiones de paz de la ONU le habían puesto al conjunto de fuerzas militares de media docena de países puestas bajo su comando. 

—¿Es usted de ese comando internacional nuevo?—le preguntó, sin dejar de ver la insignia. 

—Podría decirse. 

—Va a lidiar entonces con "Knocker". La nombraron como segunda allí.

— ¿Knocker?

—Es el call sings de la teniente comandante Joan McGregor—lo miró por primera vez al rostro y se acercó más hacia él, al parecer divertida, para decirle: —Es una mula tejana, con fama de brava. Por eso su call sing.

—Parece conocerla mucho.

—Digamos que he tenido que lidiar con ella desde hace tiempo.

—¿Y cómo le va con eso?  

—Gano algunas y pierdo otras, así que por ahora vamos empatadas. 

Se rió de su propio comentario. 

—Espero que no le desagraden las mujeres fuertes de carácter, general—prosiguió, observando las estrellas en el parche de Cañones, por debajo de las alas de piloto—. Es usted un general, ¿no? 

—Sí.

—Es todavía peor con los generales.

—No se preocupe. Me casé con una y tengo una hija igual. Estoy entrenado al respecto. 

—Quiere ser la primera mujer que dirija a la marina de Estados Unidos. ¿Qué piensa de eso?

—Me gustan las personas con grandes sueños. Mujeres u hombres. 

No pudieron charlar mucho más. El Osprey comenzó a elevar las hélices de sus motores para posarse en forma vertical en el USS Gerald R. Ford.

Una vez puestas las aspas en posición, la aeronave se mantuvo volando inmóvil brevemente frente al costado de babor del portaviones mientras el piloto observaba el sitio donde iba a aterrizar, el viento y las condiciones del mar. 

Notó Cañones que la isla era más pequeña y más desplazada hacia popa que aquella que había visto en los portaaviones anteriores, clase Nimitz. Se decía que eso hacía que fuera más rápido y fácil de repostar, rearmar y relanzar los aviones, además de tener el capitán tiene una posición más estratégica con respecto a lo que pasa en la pista.

No observó a través de esa ventanilla con forma de ojo de buey, la última en la parte de atrás de la aeronave, traza alguna de la tormenta que les había incordiado la mayor parte del viaje. 

Mantuvo el paralelo a la inmensa nave una velocidad constante de treinta nudos hacia adelante, para compensar la marcha del portaaviones. Luego, deslizó suavemente el aparato hacia la derecha, con la gracia de un helicóptero para posarse con delicadeza en medio del buque, por delante de la estructura de la isla y en el centro exacto de la cubierta de vuelo. De inmediato corrieron hacia el avión varios auxiliares de pista, tres de ellos llevaban pesadas calzas metálicas amarillas para inmovilizar a la aeronave sobre una cubierta que oscilaba levemente. 

El general oyó ciertos ruidos metálicos extraños mientras el avión terminaba de cortar motores. Eran las alas plegándose hacia arriba. Finalmente, una portezuela por delante de ellos se abrió.

Cañones se quitó el cinturón de seguridad y se incorporó rápidamente, casi golpeándose la cabeza contra el techo de la cabina. Descendió de la aeronave, encontrándose con una comisión de recepción esperándolo apenas traspasada la compuerta. La cubierta estaba humedecida por la lluvia. Una doble fila de marines en uniformes de combate y con sus fusiles M-16 al pecho, a modo de cordón de honor. Al inicio de ellos, un capitán en uniforme de servicio completo lo saludó militarmente. Cañones devolvió el saludo para luego girar sobre los tacos de sus botas hacia la parte trasera de la isla de vuelo, y saludar otra vez llevándose la palma abierta a la sien derecha. 

Era lo usual en el protocolo naval, pues allí se hallaba la bandera que enarbolaba el buque.

—Permiso para desembarcar, capitán—le dijo al oficial naval, que parecía sorprendido porque alguien de otra rama militar y otro país se supiera de forma tan puntillosa los vericuetos del protocolo naval. 

—Es un gusto, general—le dijo el oficial, en perfecto español—. El almirante lo está aguardando en su cabina. Si gusta acompañarme. 

   Con su maleta de lona abrazada contra el pecho siguió al oficial, en dirección a la estructura de la isla del buque. Caminó con paso firme, entre la hilera de marines formados, puestos en posición de firmes tras el sonido agudo de un silbato.

Entraron al interior de la nave por una compuerta de metal en la base de la isla. Se trataba de un mundo de corredores estrechos. Avanzaron por un laberinto naval de mamparos de acero y tuberías, todo pintado con el mismo color gris cavernoso. Las tuberías tenían algunas bandas de colores e inscripciones en siglas que probablemente significaran algo para los hombres que gobernaban el buque. 

Luego de llegar al final del tercer corredor, tras dar vuelta a la esquina bajaron por una escalerilla metálica empinada que los condujo a otro corredor y otra esquina prácticamente idéntica a la anterior. 

Arribaron entonces a una puerta de madera lustrada a un lado de la cual se hallaba de guardia un infante de marina. Se trataba de un cabo, impoluto sus pantalones azules, camisa y corbata color caqui y un cinturón con pistolera de un blanco inmaculado, al igual que la gorra que llevaba puesta. Les hizo un perfecto saludo militar antes de abrirles la puerta.

Cañones entró, sin poder dejar de impresionarse por el refinamiento de esa cámara del comandante. Parecía sacada de una mansión de Beverly Hills. Cielorraso de madera brillosa con luces circulares y blanquísimas empotradas, con paredes pintadas en azul grisáceo océano. Una de ellas, cubierta con un amplio mueble que era una biblioteca en su mayor parte. Las otras paredes estaban decoradas con diversos recuerdos enmarcados del fallecido presidente Gerald Ford. Alguien a quien la presidencia de Estados Unidos le había llegado tan imprevistamente como a Cañones el mando de esa fuerza multinacional que todavía no despegaba de los papeles. 

Cubría el piso una alfombra de estilo persa, con muchas figuras y colores. Sobre ella, en el centro de la habitación, se hallaba un escritorio corto de estilo clásico, de igual madera que el mueble. Había dos sillones Berger de cuero oscuro enfrente. 

El mobiliario era de estilo imperio americano: simple, con predominio de maderas oscuras de nogal y caoba, con curvas y ornamentación. 

Rompiendo el patrón, el sillón del comandante al otro lado del escritorio era una silla de oficina de estilo moderno, tipo ejecutivo con respaldo alto y apoyabrazos. Ergonómica y ajustable en altura, se asentada en el suelo en las cinco patas rematadas en rueditas que partían del tronco de su base. 

No pegaba, en lo absoluto, con el estilo del lugar. Pero Cañones lo entendió: era una silla mucho más cómoda para pasar largos periodos de tiempo allí. Las formas más útiles por lo general no eran las más estéticas. 

Por detrás del escritorio y la silla de estilo modernos, cubriendo casi todo el muro azul océano, se dejaba ver una gran bandera de los Estados Unidos, enmarcada como si se tratara de un cuadro. 

—El general Cañones, supongo —quien dijo eso era un hombre más o menos de su edad, en uniforme color caqui con la estrella de contraalmirante en el cuello de la camisa—. Nos avisaron que lo tendríamos de huésped por unos días. Veo que ya se ha conocido con su segunda.

Cañones reparó entonces que la mujer que lo había acompañado durante todo el viaje sin cambiar palabra y seguido tan silenciosa por los pasillos, no era otra que Joan McGregor, piloto naval y teniente comandante de la marina de Estados Unidos.

Entendió entonces como esa pelirroja había hablado con tanto desparpajo de un superior, sin siquiera mosquearse. Se trataba, a más de una mujer de carácter fuerte como le había dicho, alguien que gustaba de guardar reserva de casi todo, empezando por ella misma.     


8

Final de pista


“Siendo más desgraciados es como aprendemos a veces a serlo menos”. 

Sophie Soynonov


Estaba con el buzo de vuelo empapado, reseca la boca y los nervios en un precario equilibrio. El jefe de escuadrón en persona, Guillermo Montjuïc, la había sacado poco antes del amanecer en La versión biplaza del Dassault Rafale de dotación allí.

Había llegado hacía solo un día a esa base de Loma Linda. El asentamiento en tiempo de paz de un escuadrón mítico: el 702 de caza y ataque. No pensaba que fuera casualidad que el general Cañones la hubiera rescatado de un puesto administrativo para volverla al vuelo en la misma unidad aérea que él había servido durante la guerra. 

No había tenido la mejor de las recepciones. Los rumores habían llegado por delante de ella. Hablaban de una acomodada del Comando General que venía a incorporarse por fuera de los periodos y los trámites en que debía serlo cualquier otro.  

Tal vez por eso, no le habían dado ni tiempo de desempacar sus cosas, antes de subir a un avión para habilitarla. Se trataba de un examen que, como cualquier otro, de no ser pasado suponía ser devuelta al mismo lugar de donde había venido.

El Rafale biplaza que volaban tenía el mismo desempeño de vuelo de los cazas monoplazas, estando diseñada además de para entrenar en el sistema de armas, para acompañar a las demás en las misiones de combate como "guía de ataque" fungiendo como un avión radar Hawk-eye.

Llevaba ya cuatro horas sobre el espacio aéreo de entrenamiento, realizando todo género de maniobras para aspirar a ser habilitada. Guillermo Montjuïc, cuyo indicativo de vuelo era “Ciclón” tenía fama de duro y exigente. Le había hecho notar ambos rasgos durante toda la evaluación, que parecía no tener fin. 

Volvieron a la base con el combustible en el mínimo. Le hizo notificar la emergencia, al tiempo que se mantenía silencioso por primera vez en horas. Lo hacía apropósito, pensó Cata. La seguía de cerca y hablaría al primer error que cometiera. Pero ella no iba a darle ese gusto. 

El casco que llevaba puesto contaba con un sistema de visualización conectado a seis cámaras externas y diversos sensores del avión, por el cual información relevante, en forma de datos o imágenes de las cámaras le llegaba directamente al cristal del visor del casco, que además contaba con un dispositivo de visión nocturna integrado. 

Ciertas funciones podían incluso manejarse con comando de voz o movimientos de los ojos. 

Observó en el cristal del casco, los datos que el controlador enviaba desde la base respecto a la pista asignada para el aterrizaje. Transfirió los mismos a la computadora del avión. Un punto de visión verde apareció en el cristal. Entre los múltiples elementos que visualizaba, contaba con un giróscopo en la parte superior. Observó que el punto de visión, un rombo de luz verdosa, estaba fijo bajo la marcación de los ciento treinta y dos grados. Giró hacia allí la aeronave, para luego nivelarla a cuatro mil quinientos pies, reduciendo la potencia de ambos motores para economizar el combustible que empezaba a escasear. Ahora tenía el punto de visión directamente al frente, alineado con el morro del avión. Se hallaban a treinta millas de la base. En el lado derecho del visor la distancia se iba descontando en tanto en el izquierdo se mostraban los datos de la altitud y velocidad. 

El jefe de escuadrón no había vuelto a decir palabra. Del control de sector tampoco le llegaba sonido alguno. No hacía falta que hablaran en lo absoluto. Los seguían por los datos que la aeronave compartía con el sistema de sensores y radar. 

Miró un poco hacia arriba. La cubierta de la carlinga tipo cúpula, con un gran parabrisas de una sola pieza, diseñada para ofrecer una gran visibilidad al piloto en combates cerrados aire aire, le mostró el cielo estrellado de la noche en toda su inmensidad. Se sintió entonces como si fuera el único ser humano vivo en el planeta.

Tras unos minutos eternos, divisó la pista a la distancia. Notó entonces como su evaluador anulaba la aproximación por instrumentos, para volver a poner toda la conducción de la máquina en sus manos.  

—Nada de vuelo asistido, Bataglini. Aterriza manual por las luces de pista. Levántese la visera.

Implicaba relegar la utilidad del casco de vuelo a nada más que protegerle la cabeza de un impacto. Obedeció, a regañadientes. Desde antes de subir al avión, Ciclón había sido por demás riguroso con ella. Una prueba de eso era que nunca le había dicho por su indicativo de vuelo. Solo la nombraba por el apellido. Como ocurría en sus tiempos de cadete. 

Para su fortuna, venía bastante alienada a la pista. Efectuó alguna corrección en la palanca de mando. El Rafale integraba el doble sistema de palancas de mando, de control y de gases del motor, en una única palanca de mando tipo joystick.

Ciclón también le había anulado la posibilidad de usar el sistema de reconocimiento de voz, para poder acceder a ciertas funciones mediante órdenes verbales. Todo debía hacerlo ella. Aterrizaría al viejo estilo.

Fue algo extraño llevarlo a cabo sin el apoyo de ayuda electrónica alguna. Solo con la vista, los pies en los pedales y la mano en el mando de control. Pero lo hizo. Sin mayores detalles, atento el silencio de su evaluador. 

Luego salir de la pista por una de la calles de rodaje que conducían a la plataforma operativa, detuvo allí a la aeronave en el sitio que un señalero le indicó. Solo entonces, Cata se dejó caer en el respaldo del asiento. Un pesado silencio reinaba sobre la cabina. Pronto, se abrió sobre el costado derecho de la aeronave y los auxiliares colocaron la escalerilla, al tiempo que uno subió para asistirla. Se desenganchó del asiento y desconectó los sistemas que la unían a los sensores del avión y al oxígeno, antes de descender. 

El viento que soplaba en la pista de aterrizaje secó el sudor que cubría el cabello y el rostro. Las piernas le temblaban en tanto bajaba, despacio para que no se notara, uno a uno los peldaños. 

Cuando finalmente pisó tierra, notó que su jefe de escuadrón la había precedido y escribía algo en una tabla porta block con ayuda de una linterna que sostenía uno de los auxiliares. Luego, se fue hacia la sala de pilotos sin decirle nada.

El auxiliar vino a donde estaba Cata, mostrándole los papeles. 

—Felicitaciones, mi teniente. La habilitaron. 

Un tractor vino a enganchar el avión para hangararlo. Pronto, ella solo se quedó allí. Miró en derredor de la plataforma desierta y oscura, apenas iluminada por los focos al ras del suelo.

Solo entonces, Cata dejó que las lágrimas, de bronca y de triunfo, se le salieran de los ojos.  

Palmó uno de los bolsillos superiores del buzo húmedo, sacando de allí una tira de chicles. Quitó uno a presión y se lo puso en la boca, mascándolo casi con desesperación hasta ablandarlo. Notó ese picor característico, en tanto colocaba el chicle entre las encías y la mejilla. 

El humo del cigarrillo hacía que la nicotina pasare a la sangre casi en el mismo instante de aspirarlo, a través del revestimiento de los pulmones. El flujo sanguíneo lo conducía al cerebro en unos pocos segundos. Con ese chicle, era muy distinto. La nicotina que contenía tardaría varios minutos en llegar al cerebro, con un impacto más lento y suministrando mucha menos que con un cigarrillo.

Se suponía que eso debía ayudarle con los síntomas físicos de la abstinencia. Pero no era lo físico sino lo emocional en donde estaba lo principal de su batalla.

Su vida se hallaba de cabeza, y le dolía el alma a cada paso, con cada respiración. Pero al menos, había vuelto a volar. Eso era la única luz de esperanza que tenía en lo negro que parecía su existencia. Esperaba poder aferrarse a eso, que el volver a una de las pasiones de su vida pudiera volverla fuerte, poner sus cosas en orden, batir en retirada a todos los demonios que la azotaban de continuo, por dentro.   


9

Mensajes misteriosos


“Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer”. 

Antoine de Saint Exupéry


Rey se permitió respirar, luego que el Rafale de Cata finalmente detuviera el carreteo de aterrizaje por la pista principal. Sí que el jefe de escuadrón se la había puesto difícil a su antigua superior en el instituto. 

No llegó a relajarse en el asiento del jefe de turno de control, cuando vio entrar a Diego Cabriza con una expresión fúnebre. 

—Pensé que te habrías ido a descansar. 

—Vengo a relevarte—le contestó, alcanzándole un papel doblado. 

—Acabo de empezar mi turno.

—Pues tal parece que te han dado otro trabajo.

Rey leyó el papel, a la pálida luz de su mesa de trabajo en el Centro de Control de Vuelos.


Tipo de transmisión: ALTA PRIORIDAD

Clasificación de seguridad: SECRETO 

Emisor: CG

Destinatario: CA7

Texto: TS Rey, Mariana (2323828) en condición bravo según plan MINERVA a partir recepción del presente. 

  

“CG” era el indicativo del Comando General. “TS” la abreviatura de su grado, teniente segundo. También estaba, entre paréntesis, su número de identificación individual. “CA7”, se refería al comando de la Ala Aérea Siete en la que estaba destinada. Al menos, hasta leer eso. Conforme al texto, la estaban movilizando a un destino de combate, conforme un plan prefijado, el Minerva, que solo era activado en todo o en parte, frente a situaciones críticas. 

Situarla en condición bravo implicaba estar lista para ser transportada en menos de cuatro horas a donde fuera que se la hubiera asignado. La alfa, por su parte, era estar en preparación inmediata. 

“¿Estamos por entrar en guerra?” pensó. No era lógico. No había percibido ninguno de los indicios previos. Tampoco tenían un enemigo por delante fuera de las rivalidades normales entre naciones. 

—Espero tengas tu bolso y equipo de despliegue preparados. 

En eso justo estaba pensado Rey. Por suerte, había tenido a Laura Cayetano de cadete “madre” en el instituto. Aun dormía con ese largo bolso verde bajo la cama listo todas las noches, por tan estrictas enseñanzas. Sólo debía ir a la residencia de oficiales solteros de la base y alzarlo de allí.

—No hay problema con eso.

—Mejor que mejor. Está en vuelo un Atlas del Ala Uno para buscarte. Estima aterrizar en tres horas. 

El Airbus A400M Atlas era una aeronave de transporte medio de combate, con cuatro tripulantes. Eran también usadas en algunas ocasiones donde se precisaba de abastecer a una necesidad de transporte específica, como suponía podía ser su caso. Podía cargar hasta 37 toneladas de equipos o transportar 116 soldados completamente equipados.

—¿A mí y a quien más?

—Solo a vos. Tu nombre es el único en el manifiesto de vuelo para embarcar acá. Pero vienen con un auditor militar del comando general. Un teniente coronel, nada menos. 

Sorpresa tras sorpresa. Rey hizo unos cálculos mentales en la cabeza: sin otra carga, el alcance de ese aparato era de más de seis mil kilómetros con el combustible a pleno. Eso solo dejaba a la mitad del globo terráqueo como opciones a donde podía ser enviada.

—¿Qué está pasando, Mari?—le preguntó su compañero de turnos, muy serio.

Ella se encogió de hombros.

—Ojalá lo supiera. No tengo la menor idea.

Se despidió y salió por la puerta. No tenía mucho tiempo para tomar sus cosas y presentarse en la terminal de carga y transporte.

Cabriza la vio desaparecer por la puerta, para luego reflexionar: “estos de inteligencia siempre haciéndose los misteriosos”.

 


10

El inicio de una espera


“Esperar, bíblicamente hablando, es no suponer lo peor, no preocuparse, no enojarse, no exigir ni querer asumir el control. Tampoco es esperar inactividad. Esperar es un esfuerzo sostenido para estar enfocado en Dios mediante la oración y la confianza.”

Max Lucado



Candelaria cruzó el listón amarillo sobre una de las ramas bajas del único árbol que tenían en el patio de adelante. No era la primera vez que lo hacía pero esperaba, como todas las anteriores ocasiones, que se tratara de la última. 

A sus espaldas, una voz femenina juvenil no se privó de expresar su desacuerdo.

—No sé por qué siempre tenemos que poner esa tonta cinta.

Desistió de explicárselo. Ya lo sabía, tan bien como ella. No era la cinta, sino aquello que traía aparejado, lo que molestaba a su hija.

El color amarillo tenía desde siempre mucho simbolismo. Se lo asociaba a la energía y el optimismo, y en Oriente era considerado el color de la sabiduría y la cultura. En cuanto a ser atado al árbol, se vinculaba a un mensaje de solidaridad. Un símbolo de apoyo y cercanía a los que habían tenido que dejar su casa por las obligaciones del servicio.

Provenía de una tradición anglosajona, originado en una canción popular inglesa, “She wore a yellow ribbon”, que narra la espera de una mujer por su amado que se encuentra lejos de casa. Una costumbre que se difundió también en Estados Unidos, dando nombre incluso al himno de su caballería.  En otros países como Alemania, Canada, Dinamarca o Suecia también se lo utilizaba para representar el apoyo a las misiones de las tropas en el extranjero.

Paulina Cañones sabía todo eso. Su mamá se lo había contado de niña, en otra de esas partidas paternas. Había crecido con un padre a medias al que adoraba. 

Cande pasó por alto la afirmación. Todavía estaba molesta por la partida de Carlos. Era entendible que a una hija no le guste que su papá esté en África en lugar de su ceremonia de graduación.

Había que tomarse las cosas con calma por un tiempo. Hasta que el enojo atemperara. Para bien o para mal, la joven parecía haber sacado el carácter de su hermana Marta. La madre de Laura, que también había heredado lo suyo al respecto. Se sonrió para sus adentros. Estaba visto que los genes de ella eran mucho más influyentes que los suyos.

—¿De qué te reis mamá?

—Nada, una tontera.

Comprobó que el lazo estuviera bien sujeto, antes de volverse a su hija. Paulina se había sumergido en su celular.

—¿Seguís molesta con papá por lo tu egreso?

Ella se encogió de hombros, sin levantar la vista.

—Algo.

Lo dicho: igual a Marta, en eso de aislarse cuando algo le dolía. En la utópica esperanza que si no lo veía, desaparecería de la realidad.

—A él le molesta tanto como vos perdérsela.

—Sí, me lo dijo cuando hablamos antes de irse. No, no es eso… no ahora.

—¿Entonces, qué es?

Pauli levantó la vista. Lucía preocupada.

—Me da miedo lo que pueda pasarle. ¿Viste mamá a donde lo mandan? 

“Lamentablemente, sí” pensó Cande. Temía los mismos sentimientos de su hija al respecto.

—Todo va a ir bien.

Era más una expresión de deseos que una seguridad.

—No sé cómo lidias con eso. Digo, de tenerlo lejos, en lugares tan peligrosos.

—Cómo puedo, hija. He vivido con ese miedo tantos años que ya hasta me hace compañía. 

Era difícil de explicar: las noches esperando que volviese, dos embarazos vividos más en soledad que acompañada. Carlos volvió de una misión en extranjero tres días antes de nacer uno y una semana antes de que Paulina asomara por el mundo. Por no decir la soledad y la angustia vivida en los días eternos de la guerra sin tener la menor noticia. Solo se llevaba.

—Si hubiera querido un matrimonio fácil, con tu papá sería la última persona que lo habría hecho. 

Ella la miró, en tanto Cande terminaba de repasar una vez más que el listón estuviera bien colocado. Como si de esa pulcritud se derivara algún tipo de buenaventura para la espera.

—¿Por qué te casaste con él?—preguntó su hija.

Era algo que ella misma se había interrogado muchas veces. Y siempre, llegaba a lo mismo:

—Es el hombre más bueno y tierno del mundo. 


11

Conocer a un futuro aliado


“Sé consciente de que en este momento estás creando. Estás creando tu próximo momento basado en lo que sientes y piensas. Eso es lo que es real”.

Doc Childre



La teniente segundo Rey presentó su informe, en esa sala de situación en el USS Gerald Ford que el almirante le había cedido a la plana mayor de una Fuerza Internacional aun en los papeles. 

Habían pasado menos de doce horas desde que un avión Atlas de transporte la recogiera de su base en tiempo de paz, para desembarcarla en una estación militar estadunidense en una isla en el Atlántico, donde otra aeronave de menor porte la había depositado en ese gigantesco portaaviones en el medio del mar, rodeado de buques de guerra de escolta y naves de reabastecimiento. 

En derredor del portaviones, dentro de unas diez millas náuticas pudo observar las grises siluetas de un crucero Aegis  misilítico de la clase Ticonderoga, dos destructores de escolta, también misilísticos, de la clase Arleigh Burke. Llevaban también un gigantesco buque logístico de la Supply-class fast combat support ships, gigantes del mar destinados a proveer de combustible, agua, alimentos, municiones y repuestos a los demás buques. Aunque  no pudiera percibirlos, estaba segura que integraban también esa flota, bajo las aguas, un par de submarinos nucleares de ataque.

“Sí que estoy en una asignación operativa”, pensó mientras la aeronave descendía sobre la inmensa cubierta de vuelo del portaaviones. 

Solo había con ella otro pasajero: un teniente coronel del cuerpo jurídico aéreo, con quien no cambió palabra en todo el viaje. Detrás de sus lentes redondos, se la pasó leyendo. Mariana le echó una ojeada al grueso libro que lo mantenía concentrado: Derecho aplicable a las operaciones internacionales humanitarias. 

Ambos se presentaron, apenas bajados del avión, al general cañones y una teniente comandante estadounidense. Rey tuvo allí su primer encargo: llevar a cabo un perfil del presidente de Markani. El plazo de tres horas no le dio el menor tiempo a desempacar, ni cambiarse del uniforme de servicio interno por el de combate. Por lo menos, tenía un cuarto para ella sola, con una computadora portátil y un acceso a internet. Antes de siquiera prender la máquina, le colocó el módem de encriptación que traía con ella, de similar aspecto a un pen drive. Solo luego de asegurarse que estuviera funcionando, comenzó a buscar sobre la persona que debía averiguar. 

Dos horas cuarenta minutos después exponía sus hallazgos en una sala de reuniones con un marine armado de custodia, por fuera, en la puerta de acceso. Ni tiempo había tenido de cambiarse la camisa del uniforme con la que había hecho todo el viaje. 

Cañones, la oficial estadounidense y el abogado la observaban como si estuviera por dar un examen. En cierto sentido, no dejaba de ser eso.   

Si bien la resolución de Naciones Unidas por la que estaban allí en nada se refería a Markani, sino a su vecino, el mandatario de Kubatu Dada Oumee, en este estado de cosas era aún más esencial que el destinatario de la manda internacional de cesar la violencia política en su insular país: Mientras no tuviera una base en tierra, nada podía desplegar la fuerza multinacional para operar sobre esas islas. Ese país costero era el mejor situado, y acaso el único posible desde donde podían proyectarse las operaciones sobre Kubatu y dar así cumplimiento  a lo resuelto por el consejo de seguridad. Solo que el presidente de Markani parecía inmune a cualquier oferta para permitirles asentarse en su territorio. El único lugar desde donde podían, en caso de persistir el estado de caos en las islas de Kubatu, controlar el bloqueo de armas y permitir la llegada de ayuda humanitaria. 

Rey empezó su exposición, brindado los datos con las palabras de su antiguo director de instituto resonándole en la mente: “No quiero ninguno de esos típicos informes de inteligencia.  No quiero un perfil de su vida. Necesito conocer a esa persona como realmente es, no como se muestra. Todo aquí depende de eso. Es decir, depende de lo que usted pueda decirme”. 

Típico del general, pensó. Gentil, tranquilo...e implacable. Sabía cómo ponerte presión, sin levantar la voz. Mariana no había casi dormido en las últimas treinta horas,  buscando en redes, archivos de revistas y similares lo que pedía.    

—Mohamed Idriss Diawara— La pantalla por detrás de ella mostró la foto de un hombre de raza negra de mediana edad, rostro ovalado con anteojos redondos de marco metálico que observaba a la cámara con ojos escrutadores. Vestía de traje, camisa y corbata de estilo europeo e impecable factura—. Nació en una aldea en el norte del país. Fue el primero de su familia en ir a la única universidad en Kimpala. Allí inició sus contactos políticos, a la par de recibirse de médico. Luego estuvo dos años en España con una beca. Al volver, empezó a militar en la oposición al gobierno militar. Fue uno de los fundadores del Movimiento de salvación patriótica, una mezcla de ideas nacionalistas y socialistas. Debió exiliarse, tras sufrir un atentado dirigido desde del gobierno. Luego del golpe de Estado ocurrido hace siete años, volvió al país  para presentarse como candidato en las elecciones de julio de ese año, las cuales ganó. Asumió el cargo de presidente dos meses después. Reformó la constitución al siguiente año, instaurando la posibilidad de una reelección indefinida. Las últimas elecciones, que ganó por márgenes de más del setenta por ciento, han sido criticadas por fraudulentas por organizaciones de derechos humanos...

Se detuvo, ante el gesto del general que así lo hiciera.

—Puede saltearse esa parte, Rey. Wikipedia me es suficiente al respecto. Vaya a lo que le pedí. Las cuestiones personales.

  —¿Para qué tomarse el trabajo, sir? — dijo, sentada a su lado, teniente comandante de la US Navy Joan Mc Gregor, su segunda en la misión—. Es solo otro tirano africano de izquierdas.    

Mariana pudo advertir la molestia en el rostro de su jefe de misión.  Solo por un instante, antes de recuperar su rostro imperturbable. 

  —Una constante de la historiografía estadounidense ha sido dividir el mundo entre buenos y malos. La sociedad internacional actual es algo más complejo que eso, teniente comandante. Alguien con un título en Yale debería saberlo.

La analista de inteligencia observó cómo esa pelirroja de Texas tan pagada de sí misma, encajaba el golpe y se llamaba a silencio en su silla del auditorio, en el microcine en que se hallaban. 

—Lo que le pedí, Rey. Si es tan amable.

Mariana se apresuró a pasar a las imágenes que había dejado para el final de la presentación. 

Puso la primera de ellas, que mostraba a un Diawara muy joven, casi un niño, en guardapolvo blanco, al lado de una mujer también de blanco, con largas rastas hechas una especie de bola sobre su cabeza. 

—Cerró sus cuentas en las redes luego de ser electo presidente por primera vez. Pero cuando las usaba, esta es una de las pocas fotos personales que subió. Aparentemente fue por la muerte de esa mujer. Era algunas maestra suya en la escuela en la aldea donde creció. En el texto le daba las gracias por todo lo enseñado. 

La pantalla se centró en el texto por encima de la foto vieja, subida al facebook.

— Como puede ver aquí — Mariana envolvió con el puntero láser la parte del texto a que refería— "gracias por hacer crecer mis alas", fue una de las frases que dijo. Evidentemente existía una conexión emocional con esa persona, aun después de tanto tiempo. Nada dice respecto de haberse visto y cálculo que por la clase de foto y la edad de  Diawara al postearla, debían haber pasado no menos de veinte años.

Notó que el general estaba interesado en lo que decía. Seguía viendo la foto, con las manos unidas por los dedos, cerca del rostro, sin moverse un ápice en su asiento. Todos ellos, pensó Mariana, gestos corporales que denotaban que eso era lo que pretendía que ella le mostrara.

—Con dicha base—continuó Mariana—, concluyo que se trata de una persona emocional, con gran idea de sí mismo, pero respetuoso de aquellos que le han aportado a su vida. Las palabras, “crecer mis alas” hablan de su sentimiento de mando y de entenderse destinado a lograr ciertas cosas por encima del común. 

Pasó a otra imagen. Era un corto video de una fiesta, donde un grupo de personas estaba en derredor de una mesa, cantando el cumpleaños feliz en español, mientras un joven Diawara muy sonriente, soplaba una vela por encima del número 24. Luego de eso, todos lo aplaudían y una Morocha de piel muy blanca se abrazaba y besaba con él. Se llegaba a escuchar, entre el ruido del festejo, que le decía algo como "viste, finalmente pude hacerla sin quemarla".

—Este video no es de sus cuentas, lo etiquetaron desde el instagram de un contacto suyo. Es del tiempo que pasó en España, con una beca para estudiar cirugía.

 —¿De qué es la torta? — preguntó de repente el general. 

Ella se volvió para ver la imagen congelada. No estaba segura, pero tenía cierta experiencia en repostería. Un hobbie suyo, de los años pasados en el instituto militar. 

— Una especie de tarta baja, con glaseado—dedujo de lo que miraba. La pregunta la había sorprendido—. No sabría decirle más, mi general.

— Pues averígüelo. Y pronto.

Rey asintió, sin tener la mejor idea de cómo iba a lograrlo.  Satisfacer ese tipo de requerimientos de información no era algo que enseñaran en la escuela de inteligencia. 

—¿Es algo necesario, sir?—preguntó Mc Gregor, dirigiéndole una mirada muy seria. Lo trataba de señor, al uso de las normas estadounidenses en la marina.

—¿Entender a quién es la única persona que tiene que autorizar que nos instalemos con toda una fuerza internacional en su país? Alguien que se ha plantado antes el Consejo de Seguridad negando de plano esa posibilidad y que sólo a regañadientes aceptó una reunión, por la que insistí toda una semana. Sí, lo creo muy necesario, teniente comandante. 


12

Una corta salida


“El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos.” 

Marcel Proust



Necesitaba un consejo. Odiaba tener que pedirlos pero no tenía mucha alternativa. Desde ese beso en la sala de equipos, Leo parecía habérsele instalado en la mente. Así que se cambió de civil luego de la última actividad aérea del viernes y se tomó el ómnibus enfrente de la base de Escoviedo hacia la casa de sus tíos, en una ciudad cercana. Al llevar, se topó con una escena por demás clásica en esa casa: su tía Candelaria arreglando el jardín.

—Hola—saludó, tímida, al otro lado de la reja.

Su tía se alegró al verla, dejando a medio remover la tierra de un cantero con una pala pequeña de mano para ir a abrirle. 

—Lauri, no te esperábamos.

—No pensaba salir de la base el fin de semana. Si molesto…

—Claro que no.

—¿Está el tío? Necesitaba hablar con él.

—No, está de viaje.

—¿De viaje? ¿A dónde?

Cande la miró con cara de circunstancias. En no pocas cuestiones, la tía era mucho observante de las normas militares que ella misma.

—No me podés decir—le dijo, al ver la falta de respuesta.

—En realidad, no le pregunté qué tan reservado es el tema. Así que por las dudas…

—Sí, entiendo. Bueno, en ese caso…

—¿Por qué no te quedás a pasar el finde? A Paulina le encantaría tener a su heroína cerca.

Era bueno que alguien la sintiera de ese modo. Aceptó. No venía mal, con las ideas oscilantes que tenía, en pasar algo de tiempo en una casa que pareciera una familia. Todo lo opuesto a lo que era la suya. Una versión entre conocidos de una instalación militar.

Al mirar hacia la casa, observó el listón amarillo en uno de los árboles. También, la bandera nacional puesta en la ventana. Hablaban de un hogar donde alguien había partido por razones de un servicio de armas al país. 

—Ese chico con el que salías…—tanteó Cande.

Laura volvió a la realidad. Al parecer, su tía no se había apercibido de los ojos inmensos que no pudo evitar poner al descubrir la cinta y la bandera. O quizás, era precisamente por eso que le sacaba otro tema.

Como fuera, trató de no ser demasiado dura en la respuesta. 

—No quiero hablar de ese tema.

—Solo decía. — le dijo, quitándose lo guantes de jardinería—Vení, vamos adentro que te preparo algo. Estas flaquísima, nena.

Era uno de los efectos colaterales del beso de Leo. No tenía demasiada hambre y se pasaba la mayor parte de la noche pensando inverosimilitudes.

Los problemas parecían perseguirla. No sabía qué la inquietaba más. Si esa relación de atracción y rechazo con Leo o estar quizás por entrar en guerra. O situación similar de conflicto.  

Entraron a la cocina. Allí se cruzaron con Paulina que sacaba una jarra con agua de la heladera.

—Hola Lau, ¿qué onda?

—Todo bien Pauli.

—¿Y Leo, que tal?

Laura mostró una expresión de contrariedad. Al parecer, todos a su alrededor no hacían más que recordárselo. 

—Ningún tal.

—Lástima, era un bombonazo.

Era claro para qué arco pateaba su prima en la cuestión. 

—No todo es oro lo que reluce—se defendió. 

—¿Tenés el número de él a mano? Digo, si no te interesa. 

Sintió Laura como una explosión de celos se le desataba por dentro. Pero no llegó a contestarle nada. Su tía se adelantó. 

—Pauli, qué son esos modos—la retó Candelaria.

—Nada mamá, me parece simpático—se justificó la joven gesticulando con los brazos—. No es que vaya a tener ninguna historia con él. Escasean los chicos interesantes, hoy por hoy.

Laura iba a decir algo, pero sonó su celular. No era cualquier sonido, sino el que avisaba de los mensajes de la aplicación de la base. Lo revisó de inmediato. Aun cuando se trataba de una app diseñaba especialmente por los del mando de informática y ciberdefensa, con un nivel de seguridad más que aceptable, por norma los mensajes allí eran parcos, sin brindar demasiados detalles. Solo se usaba para comunicar cuestiones urgentes que no admitían llamar a cada uno por teléfono. Por lo general eran bastante crípticos y este no era la excepción. Solo decía: “Todos los permisos están cancelados. El personal debe retornar a base inmediatamente”.

—¿Pasa algo Lau?—le preguntó su tía, al observar cómo se quedaba mirando, muy seria la pantalla del celular.

—No sé. Tengo que volver al escuadrón. 

—¿Tan pronto?   

Laura iba a guardar el celular, cuando observó que los tres grupos de WhatsApp con gente de la base que integrada (de los oficiales, de los pilotos y el de su escuadrón) se poblaban de mensajes. Todos preguntaban si alguien estaba cerca de algún lado para alcanzarlo a la base.

Al parecer, estaban llamando a todo el mundo. Cancelar, de improviso, los permisos de fin de semana del personal militar no le olía nada bien.

Doce segundos después, llegó el de Leo. “Ando cerca, en la moto. ¿Necesitas que te busque?”.

Cómo sabía dónde estaba? Estaba por contestarle que no, cuando lo vio estacionarte en la vereda con la Kawasaki Ninja roja en que andaba. Al parecer, ni se tomó la prevención de esperar su respuesta. Repensó el mensaje y descubrió que parecía saber dónde estaba. Como lo sabía él, fue un misterio para ella hasta que recordó habérselo comentado a su compañera de cuarto en la residencia de oficiales solteros. Esa Chechu era una bocona. Y no sólo eso. También jugaba para él, supuso, como todo el mundo. 

Él le sonrió. La perspectiva de tener que volverse en ómnibus no le apetecía en lo absoluto. Se despidió de su tía y fue hacia donde estaba. La necesidad tiene cara de hereje, dicen. Observó cómo Paulina salía con ella, para saludarlo. Una actitud que no le hizo ninguna gracia. 

Su prima la miró con aire divertido, como cuando se pesque a alguien en falta.

—¿No era que habían terminado?

—Nos estamos dando un tiempo—dijo ella, enrojeciéndose las mejillas por la mentira. De pronto, delante de su prima, le surgía una súbita necesidad de afirmación sobre él. 

—Qué complicados que son, ustedes.

—Yo nada que ver, Pauli. Es él. Un histérico total, no sabe lo que quiere.

Acababa de decir eso, cuando cayó en la cuenta que, a lo mejor, no hablaba de Leo. Ni, tampoco, decía la verdad. Por algún motivo, no quería asumir la parte que tenía en la cuestión de la distancia entre ambos.  

Leo le tendió el casco cuando llegaron a donde estaba, haciendo pie sin bajarse de la moto. No le gustó la cara de alegría con la que su prima lo saludó. Ni que se abrazaran. Por lo menos pudo ponerse el casco y encaramarse atrás antes que Paulina le sacara el número de celular. Una pequeña victoria, en un campo de batalla extraño que no podía calificar de adverso. Ya que, en primer término, no tenía nada claro respecto a lo que buscaba hacer o no con Leo. 

  

13

La importancia de una torta


“Caminante: come, bebe y nada más te importe”.

Asurbanipal Sardanápalo 



Cañones observó su reloj. Había puesto en marcha el apresto para un despliegue transcontinental a no pocas unidades aéreas y de apoyo, sin tener todavía ninguna seguridad de que fueran recibidas en alguna parte. 

Observó como el teniente segundo Rey se le acercaba, con la misma cara que alguien en la inteligencia británica debía haber puesto el día en que rompieron los códigos alemanes de la máquina enigma, en la segunda guerra mundial.

—Espero traiga buenas noticias. Las necesito.  

—Es una torta baja de limón, con glaseado de limón encima, mi general. 

Le mostró una impresión de una foto, con la receta por debajo. Parecía un mensaje de instagram.  

—¿Está segura que es esta misma?

Rey asintió. 

—Segurísima, mi general.

Observó como el dato conformaba a su jefe. Era un alivio. Se había contactado con la mujer, mintiéndole que buscaba sorprender a un marido que no tenía con esa torta que se veía en el video. Para su sorpresa, le había dado hasta la receta. Habían chateado un rato. Era una médica de emergencias en Cádiz, casada con dos hijos según su perfil en facebook. "Era el cumpleaños de un buen amigo. Él la había probado en casas de mis padres y me pidió que la hiciera. Pero soy un desastre cocinando. Mi mamá terminó haciéndola luego que lo arruinara dos veces. Pero no le dije hada a él".

—Creo que fueron algo más que amigos con Diawara. Lo presentó ante sus padres y hasta accedió a hacerle esa torta por su cumpleaños. Lo besó, incluso, en esa fiesta. Pero no se vieron luego de terminar de estudiar. 

— ¿Cómo sabe eso?

—Chateamos un rato cuando me dio la receta de la torta.

No se había equivocado con ella, pensó Cañones. Tenía ese don para obtener informaciones sin seguir los procedimientos usuales. Esperaba que también fuera competente en otros campos. El general consultó su reloj, antes de decirle.

—¿Sigue siendo una buena cocinera, Rey, como en sus épocas de cadete?

—Cuando el tiempo me lo permite, mi general.

—Qué bueno. Porque tiene hasta las tres para hacer una igual a la de la foto.

Mariana parpadeó, sorprendida. Cada vez entendía menos. Siendo que, conforme su especialidad, era la que más claras debía tener las cosas.  

 —Necesitaría todos los ingredientes. Y una cocina.

—Tenemos una buena logística en esta especie de isla flotante en que nos hallamos. Me ocuparé que le den lo que pida.

—Nunca hice esa receta. 

 —Pues puede creerme que mucho de mi entrevista con el presidente Diawara depende de que tan bien le salga. Y como ya le dije, tiene hasta la tres. 

Ella sintió, otra vez, esa peculiar forma de presión.

Le asignaron a un marine como su chaperón o baqueano, a fin que no se perdiera en el interior de ese buque de cien mil toneladas de desplazamiento y 332 metros de eslora. Un laberinto de escaleras metálicas, escotillas de acero y pasillos que se distribuían en 11 distintos niveles. "4.5 acres de territorio soberano de Estados Unidos”, le había dicho con orgullo el chico con cara de rudo con las insignias de cabo del cuerpo de marines. Bajo, morrudo, de ojos marrones y cabello oscuro cortado al ras, a pesar de apellidarse Sánchez había nacido en San Diego, California.

No hablaba demasiado, no entendía los chistes de doble sentido, y solo contestaba a preguntas simples y directas. Aun así fue una ayuda invalorable para Mariana.

A más de sus funciones militares, con un grupo aéreo embarcado de 75 aviones, el USS Gerald Ford funcionaba como una pequeña ciudad: disponía de 4.000 camarotes, estancias, salas y demás compartimentos, una panadería, una carnicería, una peluquería, donde se daban más de 1.500 turnos a la semana para cortes de pelo, varias capillas de distintos credos, una lavandería, tintorería y sastrería, una clínica dental con 5 dentistas, un par de farmacias, una oficina de correos, otra de reparación de computadoras, y un hospital bien provisto de equipos con capacidad para 60 camas. Y, en lo que le interesaba a Rey, un pequeño centro comercial que incluía un mini-market. 

Allí buscó todo lo necesario para la torta. Sintió, como en los demás sitios, que todos la miraban como si fuera un bicho raro. Pero no quiso obsesionarse con lo que bien podía ser una imaginación suya, producto del cansancio del viaje y la tensión.

Cuando llegó a la línea de cajas con sus compras, cayó en la cuenta que no tenía dinero estadounidense para pagarlas. 

—¿Aceptan tarjeta?—preguntó en inglés, esperando que su Visa internacional también lo fuera a bordo de un buque de guerra de Estados Unidos. 

—¿Ensign Rey?—le preguntó la mujer afroamericana que atendía la caja, observando la placa del bolsillo izquierdo de su uniforme en donde tenía grabado su nombre. 

La había llamado por el grado equivalente, en la armada de EEUU, al suyo de teniente segundo. 

—Sí, soy yo.

—No es necesario que use su tarjeta. Tiene una cuenta abierta a su nombre por su CO.

“CO”. Comanding Officer. El oficial al mando de quien dependía en la terminología estadounidense. Cañones.

— ¿Cómo sabían que era yo? 

Como toda oficial de inteligencia, Mariana tendía a quitarse la placa con su nombre cada vez que podía. Sobre todo, cuando se hallaba en instalaciones militares de terceros países. La mujer solo sonrió.

—Usted es la única aquí con ese uniforme raro. 

Entendió entonces las miradas de extrañeza que todos le dirigían. Llevaba el buzo gris de servicio propio de su fuerza, que en nada se parecía a los uniformes navales que pululaban a su alrededor. 

Desechó ir a la cocina, encaminándose en cambio hacia la panadería. Descubrió, al entrar, que todos estaban advertidos de su tarea. Debió hacer la torta bajo las miradas indisimuladas del quienes trabajan allí. El cabo de los marines le dijo que alguien de arriba había mandado a detener toda operación allí hasta que ella terminara de hacer lo suyo.   

Se sintió como en uno de esos realities de cocina de la tele, horneando contra reloj para cumplir con el tiempo de entrega que el general le había fijado. Un cocinero de rasgos asiáticos le prestó un táper con las dimensiones adecuadas para poner la torta, una vez que le vertió el glaseado. No tenía tiempo de dejarla reposar, así que fueron con paso rápido por los pasillos del buque con el recipiente abierto, hasta llegar a donde suponía que debía estar Cañones y su grupo, cinco niveles por encima de ellos. 

Al llegar a la sala de reunión, el marine de guardia les indicó que acababan de irse hacia la cubierta de vuelo. Esa última parte fue, ante la mirada atónita de todos, al trote por los pasillos. Para tranquilidad de sus nervios, lo ubicó a mitad de un pasillo próximo. 

Le colocó la tapa transparente al recipiente antes de entregárselo. 

—No quise hacerlo muy ácido, no sé cómo le gusta con exactitud—le explicó al dárselo al general—. Supongo que si le gusta el limón, lo ácido también, pero no quise exagerar.

Su nerviosismo la hacía explicar de más.  Era la primera vez en su carrera que hacer una torta formaba parte de sus deberes militares.

—No se preocupe—le tranquilizó Cañones—. Va a estar bien. 

El general vestía ahora en lugar del buzo de vuelo, su uniforme de servicio completo, al igual que la circunspecta teniente comandante a su diestra. Por detrás, los seguían un enjambre de miembros del cuerpo jurídico de la marina y la fuerza aérea, del departamento de estado y el solitario auditor que había venido con ella. Ese de los tristes ojos verdes por detrás de sus lentes metálicos que a Mariana le habían llamado la atención durante todo el vuelo. 

Que no hubieran cruzado palabra no significaba que no lo conociera. El Cuerpo Jurídico Aéreo había mandado a una de sus estrellas en alza: Javier Gerin. Especialista en derecho internacional. Alguien que unía al dominio de la teoría legal, una astucia para lograrlo en la práctica. 

De hecho, uno de sus libros había sido el texto principal de estudio en la asignatura derecho militar en el Instituto: “Proyecciones castrenses del derecho”.   

Se encolumnó por detrás de él, siguiéndolos hasta el final del pasillo. Una ovalada compuerta con ojo de buey se abrió, dejando ver la cubierta de vuelo del portaaviones Gerald Ford. 

Al fin, tras abrir una compuerta el sol los iluminó de frente, cegándolos por un momento. Tras parpadear un par de veces, Rey  pudo observar allí, a corta distancia de donde estaban, un helicóptero Sikorsky SH-60 Seahawk gris mantenía encendidos sus dos motores turboeje. Llevaba en sus soportes laterales, grandes tanques suplementarios de combustible. 

Hacia proa, un centenar de metros más adelante, dos cazas se aprestaban a ser lanzados, colocados ya en el inicio del riel electromagnético.

—Serán nuestra escolta—le dijo la teniente comandante al general, al ver que observaba a los dos Super Hornet con misiles aire-aire bajo sus alas—.Van a brindarnos cobertura aérea mientras estemos en aguas internacionales. 

— ¿Lo cree necesario?

— No está en mis manos. Es el protocolo cuando se desplazan personalidades VIP

— Entonces, es por usted. 

Mc Gregor primero se sorprendió por el comentario. Luego, al entender el halago implícito, su ego no pudo evitar que sonriera. Ese general de aviación era exactamente como le habían dicho en el perfil informativo en el departamento de estado. Un hombre de recursos, con un extraño y sutil magnetismo en su carácter.

Subieron y un auxiliar les alcanzó sus cascos. Joan observó cómo Cañones, tras colocárselo, ajustaba el mecanismo de seguridad de su asiento sin problemas, ni requerir ayuda.

—Creo que debo pedirle disculpas—le dijo Joan—. Por esa chiquilinada de cuando estábamos en el Osprey. No suelo hacer esas cosas. 

—Está bien no hay problema.

—Quería saber que podía pensar de mí. No todos los hombres se avienen a trabajar con una mujer.

Fue el turno de Cañones de sonreírse.

—Despreocúpese al respecto. Las mujeres presiden mi vida.  

Ella le tendió la mano, sin entender demasiado hasta donde llegaban sus palabras, y él la estrechó. Había en ese gesto imprevisto algo más simple cortesía profesional. No era la primera vez que Cañones veía eso. Se trataba del momento en que una mujer independiente, de carácter, decide respetar al varón con el que podría colisionar. No dejaba de ser un buen signo. Sobre todo, de cara a los problemas que enfrentaban.    

Los motores rugieron, el rotor principal incrementó sus vueltas hasta parecer un giro infinito. Pronto ese pájaro alargado y gris que los transportaba se elevó casi en vertical, para luego poner curso hacia las costas de Markani. 


14

Reunión de vuelo


"No dejéis que el ruido de las opiniones de los demás ahogue vuestra propia voz interior”. 

Steve Jobs



 El escuadrón 702 de Caza y Ataque, en su base de Loma Linda había pasado a estar en igual condición de alistamiento que su similar de helicópteros de rescate, en la base de Escoviedo, a medio país de distancia. No eran las únicas, otras cuatro compartían estar en idéntica situación. 

 Guillermo Montjuïc era el comandante del escuadrón 702, donde Cata había llegado pocos días atrás. "Ciclón" era su indicativo de vuelo. No disimulaba el disgusto por tenerla allí. Los signos eran claros al respecto. La había recibido sin darle la bienvenida. Utilizaba su apellido en lugar del indicativo de vuelo para llamarla. 

Al entrar a la sala de pre vuelo, no la dejó llegar a su asiento sin llamarle la atención.

—Llega tarde, Bataglini.

—Nadie me avisó, mi comandante. Solo acabo de ver el cartel de advertencia en la puerta. 

—Porque no se avisa. Es la reunión diaria de escuadrón. Está en el orden del día de la unidad.

Montjuïc bajó entonces la vista, dando por terminada la conversación. Siguió pasando revista a las condiciones semanales de instrucción. Cata se quedó parada allí, a unos pocos pasos de la puerta, sin saber muy bien que hacer. No le habían dicho que se sentara. Debería haber buscado las órdenes del día en el comando de unidad. Era algo que se le había pasado, en buena parte por ocuparla su jefe de escuadrón con las tareas más disímiles que pudiera encargarle. Le dolió ser tomada con la guardia baja por un olvido de ese tipo, propio de un novato. 

Al fin, algo molesta por la indiferencia, fue hasta el asiento vacio más cercano y se dejó caer allí.

Sacó el anotador y la lapicera, en tanto se hacía la disimulada con un par de miradas serias de otros miembros del escuadrón. Al parecer, no se alegraban demasiado que estuviera entre ellos. 

—Una última cosa antes de terminar—dijo el comandante Montjuïc—. Pasamos a condición bravo. 

—¿A partir de cuándo, Ciclón?

La pregunta había partido de uno de los pilotos de la primera hilera.

—Efectivo a partir de este momento.

Hubo un murmullo en el recinto. Implicaba hacer caer cualquier permiso previo que se hubiera dado de días libres y el permanecer dentro de la base hasta nuevo aviso. Incluso, el personal casado. Así como estar listos para desplegar los medios aéreos con un aviso de cuatro horas de anticipación.

Condición Delta era la normal de tiempos de paz: un preaviso de doce horas. Condición Alfa era estar preparados para desplegar en forma inmediata. Implicaba estar en una situación de conflicto, efectivo o inminente. La bravo, de estar frente a una crisis de cierta magnitud. 

Algo se estaba caldeando en alguna parte. Era lo único en claro en esa sala de pre vuelo. 

—Si ya terminaron con el murmullo, tengo un par más de noticias para dar. En tanto nos avisen, pasaremos a entrenar con vistas a esa posibilidad. Del Ala Dos está viniendo un avión reabastecedor Boeing C-135FR para apoyarnos en el despliegue. Ocuparemos nuestro tiempo en practicar en el simulador con los distintos tipos de aeronaves cisternas. Si la espera se alarga, es probable que hagamos uno real también. 

—¿Distintos tipos de reabastecedores? Solo tenemos uno. 

—Está dentro de las posibilidades que el último tramo del desplazamiento nos reabastezcan aviones de otra nacionalidad.

—¿Se puede saber cuál, Ciclón?

Montjuïc les dirigió una mirada a los preguntones de la primera fila. Como para dejar en claro que se cerraba la posibilidad de plantear nuevas curiosidades. Normalmente era partidario de dar la menor información táctica hasta que los aviones estuvieran en vuelo, para prevenir filtraciones, pero no dejó de contestar a esa. No pasaría mucho antes que lo descubrieran al practicar en el simulador. 

—S-3 Viking, desde tanques de combustible externos bajo las alas. Tienen el mismo sistema de cesta que usamos nosotros.

Hubo un murmullo y miradas de sorpresa en la sala. Solo una nación y, dentro de ella, una sola rama de sus fuerzas armadas operaba ese modelo de avión: la marina de los Estados Unidos. Eran parte de las aeronaves que embarcaba en sus portaaviones.   

—Si creen que cancelar sus permisos y ponerlos a practicar en simulador son malas noticias, esperen a escuchar la penúltima—dijo el jefe de escuadrón, sin perder un ápice su expresión seria. 

Tras eso, sacó de detrás del mueble en que se apoyaba un paquete grande de plástico verde, pero ligero de peso que puso sobre el atril. Por su volumen, lo ocupó casi por completo. 

—Será un vuelo transcontinental de unas diez horas. Por lo que, en forma mandatoria, todo el personal que despliegue deberá usar pañales aeronáuticos durante la operación. 

Otra vez el murmullo. Expresiones de decepción y molestia, mezcladas con comentarios jocosos. Debían ponerse un pañal descartable, bastante similar al de adultos, pero con una mayor taza de retención y no tan estético en el acabado externo. Era algo vital para poder estar en el aire por el largo tiempo que insumiría el viaje, dentro de una estrecha cabina de avión que carecía de sanitario. 

      —Estamos esperando la recepción de la ATO de un momento a otro. El idioma de operación será el inglés bajo protocolos OTAN.

ATO. Air tasking order. En ella se especificaban los distintos empleos aéreos establecidos durante un período fijo de 24 horas para lo que fuera que se estuviera llevando a cabo. En realidad, no llegaba completa, sino solamente la parte que les incumbía. Por lo que también se la llamaba orden fragmentaria o "frag order".

—Por último—prosiguió el jefe de escuadrón, siempre detrás de su atril—, como ya se habrán dado cuenta, es un despliegue en el extranjero con fuerzas de terceros países. Como no es por un conflicto de nuestro país, se les requiere que firmen la declaración de aceptación voluntaria. Solo habrá designaciones si no se cubre el cupo. 

Cata notó que elevaba la vista, para mirarla a ella, perdida en la última fila.

—No es necesario en su caso, Bataglini. Ya sé que va a ofrecerse de voluntaria. A los demás, atentos a las órdenes que vayan llegando. Eso es todo, caballeros. 

Montjuïc se dirigió a la puerta. Todos allí se pusieron de pie, en posición de firmes. 

Cata esperó sentada a que los demás salieran, por detrás del jefe de escuadrón.  Decididamente no contaba con la simpatía de su superior. Acababa de dejarla en evidencia ante todos que ella sabía más que el resto, respecto de lo que estaba por ocurrir.

Suspiró hondo, para sus adentros. Volver a volar no iba serle nada fácil. Pero le había dado una palabra a su antiguo director y no la defraudaría. Tuviera lo que tuviera que soportar. 


15

Un encuentro tenso


“Tened el coraje de seguir a vuestro corazón y vuestra intuición”.

Steve Jobs

 

Cuando llegaron, a la casa de gobierno, nadie parecía saber al respecto de una reunión con el presidente. Fueron pasando de funcionario en funcionario, varios de los cuales apenas entendían el inglés. O simulaban no entenderlo. 

Tardaron por ello un poco en llegar a donde se suponía que debían ir. Los recibió, en la puerta del área presidencial del palacio de gobierno, que albergaba además a todos los ministerios, una mujer alta, delgada, de piel color ébano y rostro alargado. Llevaba su cabello crespo envuelto en un paño africano o guelé, de amarillo pálido con estampas de flores multicolores. Dicha prenda le cubría no sólo el cabello entero, sino también la mayor parte de las orejas, con la excepción de los lóbulos, de donde colgaban unos trabajados pendientes tribales. Vestía en el cuerpo, en el mismo tono y motivos de guelé, una pagne, una prenda de una única pieza que le cubría todo el cuerpo.

“Un hombre de costumbres tradicionales”, pensó Cañones. Tal como había aventurado Rey en su análisis de perfil.

—Esperen aquí. 

Desapareció la mujer tras una puerta. Al volver, iba a su lado un hombre de lentes cuadrangulares, cabello crespo y corto con una barba candado en que la asomaban unas pocas canas. Vestía un traje de tres piezas gris, hecho a medida por el diseñador nigeriano asentado en Gran Bretaña Alexander Amosu. La tela, creada con Lana Qiviut y vicuña mezcladas con pashmina, era también una exclusividad de ese diseñador. Se trataba de un vestuario con el estilo, carácter y exclusividad que solo mucho dinero acertadamente invertido podía lograr.

Cañones y Mc Gregor se adelantaron para presentar sus saludos, con los demás de la comitiva formados en línea, tal como marcaba el protocolo. Pero Diawara se quedó a unos veinte pasos de ellos, sin acercarse.

—Me temo que ha existido un error—dijo en perfecto inglés, esforzándose por parecer cordial—. No tengo ninguna audiencia prevista con ustedes.

—Sí, por supuesto— respondió Cañones, rápido de reflejos. Seguía un instinto, atento todo lo vivido en ese edificio. Actuaba como siempre que en el aire la había pasado algo que no aparecía en los manuales de vuelo: dejándose llevar por la intuición—. Lamentamos si le hemos hecho perder el tiempo.

Quiso dar la vuelta, pero la voz de Diawara, esta vez en español, lo atajó.

—Supongo que usted es el general Carlos Cañones.

El aludido abortó su giro y volvió a mirarlo a los ojos.

—Exacto. 

—Tal parece que no me expliqué bien. Acordé con su gente recibirlo, general. Pero solo a usted. 

—Pues más allá de esa descoordinación, señor presidente, solo quise no pasar por descortés. Entiendo que en este país, cuando uno va a encontrarse con un gran líder, debe ir con las personas más cercanas, para que él también lo conozca por ellas.

—Es una costumbre Uluni, es verdad—admitió Diawara—. Pero esta no es una entrevista oficial. Solo una invitación personal mía hacia usted, general. 

—Estaré encantado de aceptar lo que ofrezca como anfitrión, señor presidente. Solo le pido que, en tanto nosotros hablamos, mi gente esté cómoda y atendida. Como entiendo que marcan sus costumbres. 

Diawara hizo un gesto de asentimiento a la mujer. Aún más sorprendida que él por ese extranjero de uniforme impecable, que parecía conocer sus costumbres como ellos mismos. 

—Así será—le extendió a cañones una mano y, tras estrechársela, lo guió hacia el interior del área presidencial. 

Tras un pasillo recargado de molduras, llegaron a un gran despacho. El presidente fue hasta una pequeña biblioteca, a la mano de donde se sentaba. Sacó de allí un libro que le mostró. Era viejo, pero impecablemente forrado en plástico su cubierta. "Una guerra imposible", era su título. 

—He leído sobre sus hazañas en la guerra, general.  Los Cernícalos. Así le decían a su escuadrón, ¿verdad?

Cañones asintió.

—No creo haber hecho nada especialmente prodigioso. Solo traté, como los demás, de cumplir nuestro deber.  

—Siempre me ha gustado leer sobre su guerra. Contra una potencia colonial. Es algo importante para mí ese tipo de hechos. Todavía aquí, en el siglo XXI, luchamos contra eso: el colonialismo.

—Soy un soldado, señor presidente. Los meandros de la política se me escapan.

—No creo que sea solo eso, general. Que los grandes poderes del mundo hayan cedido el comando a un país como el suyo, en un hombre como usted, despierta mi curiosidad.

—¿Sobre qué?

— Si realmente es usted tan bueno como se dice o solo es un... ¿cómo decirlo sin ofender? Un títere de ellos. 

Cañones no pareció molestarse por esas palabras. Meditó por un instante sobre ellas, antes de responderle:

—Entiendo que usted ha leído algo sobre mí. Le pregunto entonces si le parece que admitiría ser manipulado por otros. 

—No, no creo. 

—Entonces, ya tiene la respuesta a esa pregunta, señor presidente. 

Diawara  asintió, al parecer conforme.

El presidente observó el recipiente de plástico con la torta que Cañones llevaba en las manos.

—¿Es lo que parece?—preguntó, con cierta curiosidad. 

El visitante abrió la tapa de plástico transparente, dejando apreciar mejor su contenido.

—Torta de limón con glaseado. 

—¿Me ha estado investigando, general Cañones?

—Me gusta saber con quién hablo. En todo caso, no ha sido más que usted a mí.

El líder africano sonrió.

—Tiene razón. Pero no va a cambiar mi opinión.

—Espero que no diga eso respecto a nuestro pedido de establecer una base de operaciones en su país.

—Me temo que sí. No quise ser desaprovechar la oportunidad de hablar con usted, luego de haber leído tanto. Pero las cuestiones políticas vas por otro lado. 

Le echó otra mirada  la torta de limón.

—Incluso con ese tipo de presentes tan particulares.

—No se me pasa por la cabeza que una torta o cualquier otro obsequio pueda hacer cambiar su parecer, señor presidente. Simplemente quise estar dentro de las costumbres de la tierra donde estoy invitado. Creo que aquí una visita que pide hospitalidad no puede venir con las manos vacías. Quise traerle algo que fuera realmente de su agrado en lugar de un tonto presente oficial. 

—Entiendo. Veo que conoce nuestras costumbres.

—Odiaría ser descortés por ignorar cómo se hacen las cosas en el suelo que piso. 

—Supongo que sabe también que ese pedido de hospitalidad que ha hecho tan sutilmente, me impide terminar esta conversación sin ofrecerle techo, comida o agua. 

—Sería un honor y le estaría más que agradecido de compartir cualquiera de ellas con usted. Creo que hay un dicho Uluni que dice: Un hombre sabio encuentra la huella. Especialmente en la oscuridad. 

Diawara no pudo evitar asombrarse. En todos sus años, ningún occidental había venido a verlo con esa perspectiva.

—Nunca me he considerado sabio, general. Ni cambio seguido de opinión.

—Quien habla desde el corazón tiene ya la mejor sabiduría. 

—Cierto. Veo que conoce nuestras costumbres más de lo que creía. Me recuerda a mi padre. Él siempre me las repetía. Como antes mi abuelo lo había hecho con él. Siendo ambos  analfabetos, era la única forma de instruirnos.

—Debe haber sido un buen hombre. 

El presidente se encogió de hombros.

—No lo sé con exactitud. Murió cuando tenía siete. Lo mataron los soldados del gobierno.

—Lo lamento. 

—No hay analfabetos hoy en este país, general. Creo que es mayor tributo que pude hacer a su memoria.

Cañones asintió, con un silencio cortés. Tampoco había prensa libre, ni partidos de oposición. Eran ciertos los avances en educación, salud e infraestructuras básicas. Pero corrían parejos con un gobierno autoritario, paternalista y con acusaciones de corrupción.       

El mandatario le hizo una seña, para que ingresara a una especie de jardín de invierno que se hallaba, puerta de por medio, más allá de donde estaban

—Es aquí donde vengo cuando quiero paz. A estar a solas, con mis cosas. Creo que es un buen lugar para tomar el té en lugar de una reunión formal.

Cañones estuvo de acuerdo en eso. Mandó a que les sirvieran té y tomaron asiento frente a una pared vidriada que daba al jardín del palacio presidencial. 

—No es con usted general. Simplemente no puedo permitir que tropas extranjeras se instalen en mi país. 

—No creo que seamos extranjeros, cuando venimos como parte de una organización internacional en la que su país también es miembro. 

Diawara se sonrió.

—Debería ser político, general.

—Prefiero volar, señor presidente. En tanto me dejen. Es mucho más divertido. 

—Sí, lo entiendo. A veces, preferiría ser médico en lugar de estar aquí.

Trajeron el servicio de té y el presidente despidió a quienes lo llevaron, para servirlo él mismo. Los deberes de un anfitrión, pensó Cañones. Decidió quemar el último cartucho para modificar ese no inconmovible que parecía tener Diawara. Alguien que distaba, en mucho, del tirano tercermundista que Mc Gregor pensaba. 

—Le pido que reconsidere su negativa, señor presidente. La situación de su vecino se está complicando. 

—Vivimos en una zona complicada general. Sin que eso le interese a nadie, salvo cuando pretenden nuestros recursos. 

—Ya existe una crisis humanitaria. Desembocará en una catástrofe si no intervenimos. Se perderán muchas vidas. Como médico, eso no puede serle indiferente. 

—¿Quien dice que puede impedir eso?

—Hay una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU al respecto. 

—¿Me habla de ese consejo formado para llevar la paz al mundo en donde sus únicos cinco miembros permanentes con derecho a veto son los mayores fabricantes y exportadores de armamento en el mundo?

—La gente está muriendo en Kubatu. Creo que no tengo que explicarle quien es Dada Oumee. 

—Eso no les da derecho a pretender instalarse aquí. 

 —Nunca he dicho que exista ese derecho. Espero estar aquí como invitados de este país. Y honrar esa invitación con nuestros actos. 

—He leído la resolución del Consejo de Seguridad, general. Habla de intervención humanitaria. Es una palabra peligrosa por estos lugares. Para mí, no es sino el rostro del colonialismo en estos tiempos. 

—Tiene mi garantía que solo estaremos en su país para poder operar sobre las islas de Kubatu.

—Pedir ser excluidos de todas nuestras leyes no es de un invitado muy amigable, general. Pretender tener inmunidad por cualquier cosa que lleven a cabo aquí me parece más una postura de conquistadores. 

—Tal vez no ha existido la suficiente claridad en ese punto. 

Diawara lo miró con curiosidad. Percibió la puerta abierta, de negociación sobre el asunto, que parecía brindarle ese piloto de impecable uniforme.

—Es lo que han pedido sus amigos estadounidenses. Muy claramente.

—Pues tiene suerte, señor presidente. Aquí solo estoy yo y esas fuerzas están bajo mi mando. 

—¿Qué quiere decir? 

Le sirvió te en la taza de Cañones antes de hacer lo propio en la suya. Se trataba de rooibos, el té rojo Africano. Pero su atención estaba fija no en llenar las tazas de porcelana, sino en la respuesta que ese militar pudiera darle a su pregunta.

—No necesito inmunidad de usted. Con ser su invitado me alcanza. Obedeceremos sus leyes, pero también tengo una misión que cumplir. Le agradecería que me apoyara en ello. Nuestras operaciones son en espacio aéreo internacional. Solo despegaríamos y aterrizaríamos desde aquí. Puede establecer los corredores aéreos que le resulten cómodos. No le incomodaremos en sus cuestiones internas en lo más mínimo.

—No creo que sus socios estadounidenses acepten eso. 

—En todo caso, es mi problema, señor. 

El presidente asintió. No parecía terminar de creer en lo que le decía. Cañones observó el tono rojizo del líquido en su taza. El rooibos provenía de Sudáfrica. Tenido usualmente por té por sus propiedades similares a las de éste, no lo eran realmente pues no contiene teína. Si bien poseía una gran cantidad de importantes minerales como hierro, flúor, potasio, zinc, sodio, cobre, magnesio, manganeso y calcio.

Ese líquido, en más de un sentido, era una metáfora de la persona con quien estaba hablando. La misma que lo veía sin decidirse a creer o no en lo que acababa de plantearle.

—¿Sin inmunidad?

—Exacto. Solo con dos compromisos: el nuestro de comportarnos como buenos huéspedes y el suyo de hacer lo mismo como buen anfitrión. A mí me basta con eso.

—En la aldea de dónde vengo, dirían que es muy loco o muy sabio para decir eso. Los hijos del Tío Sam nunca aceptarán venir aquí sin…un momento. Tal vez usted no los quiera aquí tanto como yo. Por eso pacta de esa forma.

—Ese dicho de su aldea es muy interesante, señor presidente—observó Cañones, sin expresar palabra respecto al último comentario del mandatario.   

Diawara se sonrió, antes de servirse una porción de la torta, hasta entonces sin tocar, al igual que el té en las tazas. Luego, pinchó con el tenedor de postre una buena porción para llevársela con gusto a la boca. 

—Esta torta está muy buena—luego de saborear el primer pedazo como si catara un vino—. Pero podría tener un poco más de limón. 

Fue el turno de Cañones de sonreír, tras tomar el primer sorbo de su té.

—Le prometo traerle la más ácida del mundo, luego de instalarnos.

Le tendió la mano entonces, mostrándole la palma abierta. Diawara la observó. Le ofrecía un trato conforme a la costumbre Uluni. Era raro estar hablando como lo haría con cualquiera de sus conocidos tribales con un perfecto desconocido del otro extremo del mundo. 

Miró esa palma abierta ante él. Como en tantas otras partes del mundo, Estados Unidos incluido, estrecharla equivalía a tener un acuerdo. 

Eso hizo, sin estar muy seguro de hacer lo correcto. Quería ver hasta donde ese general del que había leído tantas audacias de vuelo, podía llegar a hacer con todo cuanto había dicho. 



16

Amistades perdidas


“Tu desconfianza me inquieta y tu silencio me ofende”. 

Miguel de Unamuno


Tras terminar de colocarse los borcegos de vuelo acordonados de media caña, Laura se subió hasta la cintura la cremallera del buzo de vuelo. Sin colocarse las mangas, las ató a mitad del cuerpo para que no le estorbaran. Quedó con la remera blanca mangas cortas a la vista. Luego volvió a tomar la lista de chequeo que había dejado encima de su cama. 

Era un hecho que la orden de despliegue llegaría de un momento a otro. Se había ofrecido de voluntaria sin tener mucha idea de a dónde iría. Para su sorpresa, Leo había hecho lo mismo. Un instante después de ella. Buscó quitar todo rastro de pensamiento respecto si era algo que nacía de una convicción propia o por seguirla a ella. 

Tenía otras cuestiones mucho más acuciantes.  Como la más antigua de la escuadrilla de helicópteros que desplegaría al extranjero, estaba en la práctica a cargo de todo, hasta que al llegar a destino, cualquier fuera ese lugar, empalmara con los restantes medios aéreos. 

Volvió a controlar el listado, sentada a un lado de la cama, cuando vio salir a Chechu del baño. Descalza y en ropa interior, terminaba de secar su cabello húmedo con una toalla de baño.

Laura miró a esa subalterna suya, compañera de pieza además. Que fuera la designada para volar con Leo no le caía bien. Como no le hubiera caído bien ninguna otra mujer que lo hiciera. 

La observó en tanto terminaba con el pelo y agarraba el buzo de vuelo puesto sobre su cama, al lado de la de Laura, para introducir las piernas en él. Luchó contra sí misma para no decirle nada. Tenía buen cuerpo, era por demás atractiva con ese cabello rojizo y ojos traviesos. 

Y, por sobre todo eso, era la pareja designada para volar junto a Leo. Había estado a punto de ir con el jefe de escuadrón para pedir que lo cambiaran con ella, pero su orgullo de costumbre se lo había impedido. 

La ropa interior de Chechu se veía fina y bastante sexy. Una tanga y un corpiño con aro negros, con profusión de encaje en ambas.

—¿Piensa vestirse así?—le preguntó.

—¿Así como, mi teniente?

—Con esa ropa interior no autorizada. 

Chechu le dirigió una mirada que lo decía todo. Laura se dio cuenta que no le había caído en ninguna gracia el comentario. Aun cuando estuviera en lo cierto. 

Chechu maldijo para sus adentros por ser la oficial mujer con menos antigüedad militar en esa unidad de helicópteros de rescate de combate. Ser  la compañera de cuarto de Cayetano no era algo que deseara ninguna y hasta que llegara alguien de menor jerarquía que ella, se las tendría que arreglar allí. 

Debía convivir con alguien que no era mala persona, pero sí rígida y reglamentarista. Las luces se apagaban a las diez, hiciera lo que estuviera haciendo. Aun a mitad de un baño o de lavarse los dientes. En igual forma, el toque de diana a las seis, o cualquier otra cosa. Era una ilusa de pensar que con la ropa interior actuaría distinto. 

Renunció por ello a discutir nada al respecto y sin quitarse la mala cara del rostro, Chechu fue hasta su armario y sacó de ahí las prendas correspondientes, para luego colocárselas.   

Bombacha blanca de algodón, sostén táctico de igual color y material, similar a los de tipo deportivo y una remera blanca encima. Tal era como el reglamento marcaba que el personal femenino debía vestir por debajo de cualquier vestimenta operativa, fuera el uniforme de vuelo o el de combate.   

—Me hace cambiar porque vuelo con él. 

—Solo hago cumplir con el reglamento. 

—En el curso básico de vuelo nuestra encargada nos dejaba ponernos lo que quisiéramos.

Laura supo a quien se refería. Otra persona a la que había sido cercana en el pasado y que tampoco le caída en gracia en ese presente.

—Pues ahora su superior soy yo y no Bataglini.

Le sacudió nombrarla, por primera vez en mucho tiempo. Era paradójico como la vida alejaba a las personas. Habían sido rivales primero, y luego amigas cercanas durante la última parte del Instituto como cadetes. 

Quiso volver al listado, pero en cambio de eso, por alguna razón, sus pensamientos fueron al pasado. A la última vez en que cruzaron palabra. 

Habían terminado el ensayo general para la boda de Bataglini con Ruiz. El último, con vestidos y demás accesorios. Cata se desapareció y Lau, una de las damas de honor, fue a buscarla. La encontró en el cuarto que hacía de vestidor, mirando lánguidamente contra la ventana. Aún no se había quitado el vestido de novia. Sostenía un cigarrillo en una mano.   

—Es un buen tipo y lo voy a hacer mierda—se la veía afligida por eso. Tanto como por aquello otro que la tuviera así, sobre que no le decía ni una sílaba.

—Por qué llegaste a este punto.

Ella se encogió de hombros.

—Es muy lindo que te quieran de esa forma. 

Se llevó el cigarrillo a los labios y dio una pitada profunda. A Laura el olor al tabaco ya le estaba dando náuseas. 

—Es lindo—repitió Cata—. Pero no es suficiente. Por desgracia. 

—Es por Leo, ¿verdad?   

La joven vestida de novia no le dijo nada. Pero sus ojos fueron por demás reveladores.

Lau solo salió de allí, sin decirle nada. Se enteró después que habían cancelado la boda. Tomó eso como un sí. No volvió a hablarle después de eso. A veces los quiebres más drásticos surgen en los momentos menos pensados. Con pocas o ninguna palabra de por medio.

Cuando volvió al presente y levantó la vista, Chechu no solo estaba cambiada, sino que iba en dirección a la puerta.   

— ¿A dónde va? Tenemos que estar en apresto.

—Es algo corto, mi teniente. Para comprarle flores. 

—¿A mí?

—El teniente Aspell me lo encargó.

—No sé en que andan ustedes dos, ni me interesa. Pero no me parece que se use a un subalterno para cuestiones personales.

—Me lo pidió como favor y acepté. Él tenía que ir a otra parte.

—A despedirse de alguien, supongo—dijo Laura, sintiéndose súbitamente herida. 

Descubrió como la sacaba la posibilidad que Leo estuviera con alguien más.  

—Tenía que comprar unos anillos. Por lo de las flores.  

Lau se quedó atónita al escuchar eso. 

—Sabe, mi teniente, para no dejar pasar una con el reglamento, es bastante ciega de otras cosas que pasan a su alrededor. Y mala con quien no debe. 

—Si es porque la hice cambiar, le reitero, es como una debe vestirse, conforme el reglamento.

—No lo digo por mí. Es por Leo que lo digo.

Le molestó que lo refiriera por su nombre.  

—No discuto mis temas personales con subalternos.

—Sabe que no la entiendo—prosiguió Chechu, como si no la hubiera escuchado—. Está mal porque no está con él. Pero no hace nada para amigarse. Deja que el orgullo la mantenga apartada de alguien con quien le encantaría estar. Es de locos. 

Salió, sin esperar ninguna respuesta de su parte. Laura se quedó mirando la puerta por unos instantes. 

Se movía, esa joven, al límite de la irreverencia. Tenía alguna idea sobre quién podía haberla influido en su rebeldía. Demasiados vuelos con otro rebelde, al parecer.  

Claro que, más allá de todo eso, mal que le pesara, aun cuando no fuera a reconocérselo a nadie, aunque la enfureciera, Chechu tenía toda la razón del mundo en lo que había dicho. 


17

La hora hache


“Estamos pagando el tributo más alto que puede pagar a un hombre. Confiamos en que él haga lo correcto. Es así de simple”. 

Harper Lee



Cañones consultó su reloj. Un Breitling de muñeca, modelo especial, militar. Habían vuelto al USS Gerald Ford para cambiarse por el uniforme camuflado, en tanto su auditor daba forma en el palacio presidencial a los detalles del acuerdo. No envidiaba a Gerin. No era un Memorándum de Entendimiento nada fácil de dar forma. Se trataba de uno muy particular, y no solo por el contexto en que había logrado acordar con Diawara.

—Ningún SOFA lo es—le había replicado el oficial jefe del cuerpo jurídico aéreo. 

SOFA: abreviatura del inglés Status Of Forces Agreement. No tenía una traducción exacta al castellano. Se refería a los acuerdos entre el país anfitrión y una nación u organización internacional que colocaba fuerzas militares en su territorio. Allí se establecían los derechos y deberes de ambos en cuestiones tan delicadas como la aplicación de las leyes locales, en particular las penales, ingreso y egreso de personal, armas y equipos, medio ambiente, daños que se provocaran, entre otras. 

—Debe quedar claro que no se trata de ningún tipo de ocupación, ni nada parecido.  

Un SH-60F con depósitos externos de combustible los depositó, poco después de esa conversación, en esa instalación abandonada, contigua al modesto aeropuerto internacional de la capital de Markani. Junto a Joan revisó el lugar, escoltados por un grupo de cuatro marines con todo su equipo de protección individual y casco, armados con carabinas M-4.

Se trataba de una antigua base francesa, abandonada cuando el país lograra su independencia décadas atrás, construida un tanto antes de la segunda guerra mundial. 

No quedaba en pie demasiado. Ubicaba contra el mar, al otro lado del aeropuerto en operaciones, bastaba con reparar algunas calles de rodaje para poder usar la pista del aeropuerto. 

En el trayecto por aire, había puesto al tanto a su segunda, de los términos de la negociación. Un asunto tan delicado como haber pactado con Diawara.

—Mi país no va a aceptar desplegar fuerzas en este país sin inmunidad absoluta de jurisdicción.

—No tiene por qué tenerlas aquí. Pueden operar desde su flota.

Ella parpadeó un par de veces, antes de contestarle. Era una solución. Solo que no la involucraba a ella. 

—¿Quiere que también yo sea su segunda desde la flota?

—En el caso de los que integren el headquarters pueden ser agregados al listado del personal diplomático de su embajada. Tendrán iguales efectos que una inmunidad sin tener que pedirla. O ceder algo a Diawara a cambio de ella.  

Joan lo miró, como decidiendo si creerle o no.

—Tengo que creer que no quiere librarse de mí, entonces.

—¿Por qué querría hacerlo? Hacemos una buena dupla.

Ella se lo quedó mirando para luego, contra su voluntad, sonreírse. 

—Es usted todo un encantador de serpientes. Ya se lo he dicho: debería ser político. 

Él solo sonrió.

—Deje de desearme el mal, teniente comandante.

Revisaron un par de los barracones abandonados por los franceses. La mitad de los techos estaban volados y por dentro el estado de abandono era absoluto y de décadas. Ninguno se hacía muchas expectativas de poder emplearlos para algo. 

En suma, solo tenían un lugar. Todo lo demás, deberían hacerlo de cero.  

Llamaron a su celular.

—Cañones.

—Aquí Juez. 

Era el indicativo de su auditor, tal como el suyo era Tordo. En ambientes operacionales reemplazaban a los nombres y rangos. 

—Deme buenas noticias, abogado.

—Está consensuado el texto. 

Volvió a ver su reloj. Por increíble que pareciera, estaban dentro de los tiempos planeados.

—Felicitaciones, Juez.   

Luego de cortar, se volvió entonces a su segunda. 

—Venga, quiero mostrarle algo. 

Caminaron entre los restos de una calle antigua de la instalación militar, que la vegetación amenazaba con reclamar para ella. 

—¿De verdad quiere que nos instalemos aquí?

Cañones se detuvo, mirando hacia la pista del aeropuerto, no mucho más allá de unos cien metros. 

—Nunca he hablado más enserio.

No tardaron mucho en aparecer. Dos grandes aviones de transporte, de cuatro motores turbohélice, pintados con el gris de baja visibilidad. Por encima del techo la cabina se proyectaba hacia adelante una lanza de reaprovisionamiento en vuelo.

Aterrizaron, una por detrás de la otra, con solo la separación necesaria para que la anterior concluyera su carrera.    

Las cuatro hélices Hamilton Sundstrand de ocho curvas palas cada una, aun rugían y la aeronave todavía carreteaba en la fase final de la detención, cuando la compuerta trasera bajó. Comenzaron a salir por allí, lanzándose hacia la pista con agilidad, un grupo de hombres vestidos de combate y fuertemente armados que se dispersaron en derredor del Atlas, formando un anillo de protección, con los fusiles de asalto acunados en los brazos. 

Apenas detenido, una serie de vehículos salieron por la compuerta de atrás. Eran vehículos ligeros todo terreno, tácticos Dagor A1. Sin puertas ni ventanas, con solo una estructura tubular alrededor del habitáculo, montaban en su parte superior una ametralladora pesada. 

—No son míos, así que supongo que se trata de su gente—observó Joan, en tanto tres de esos vehículos cruzaban la pista a toda velocidad para dirigirse a donde estaba ellos.

—Un escuadrón de fuerzas especiales y otro de ingenieros aéreos. Son parte del escalón adelantado del despliegue para la base operativa.  

Notó la teniente comandante que de la segunda aeronave empezaban a descargarse un par de autoelevadores, otra dupla de pequeños tractores y varios palés cargados de implementos.   

—¿Cómo pudieron llegar tan pronto? Observó Joan, para luego sonreírse a sí mismo:—Estaban en vuelo cuando todavía discutía con Diawara.

El general solo asintió.

—¿Qué hubiera pasado si no lograba convencerlo?

—Confiaba en que las cosas irían bien.

Los vehículos se detuvieron a unos pocos pasos, menos de diez, de ellos. Del situado a la derecha bajó un hombre que se aproximó al general. Vestía, como los demás, un uniforme camuflaje y calzaba una boina bordó. Llevaba la cara tiznada con tonos negros y verdes. De su chaleco de protección balística asomaban toda clase de armas y accesorios. Desde cargadores para el fusil de asalto AK-12 que empuñaba con sus manos, hasta granadas, una pistola semiautomática y un cuchillo de combate. 

Se cuadró ante Cañones y lo saludó militarmente.

—En descanso, teniente coronel—le dijo, luego de devolver el saludo.

Se volvió entonces a Joan.

—Teniente comandante Mc Gregor, le presento al teniente coronel Medot. Será nuestro jefe de la fuerza de protección terrestre. 

—Señora, mi general—expresó, para dirigirse a los dos—. Tendremos asegurado el perímetro en menos de una hora. Los ingenieros empezaran a trabajar de inmediato. En doce horas estaremos funcionando. Preparados para recibir al ala aérea.

Cañones y Mc Gregor asintieron. Había iniciado la hora H. Aquel hito de tiempo que marcaba el inicio de la operación. 

—Tal vez por su formación clásica preferiría decir “alea jacta est”, en vez de hora H. Como Julio César—le dijo ella, procurando simular tranquilidad frente a los complicados días por venir. 

“Esperemos no terminar como él”, pensó Cañones. Recordó la conversación con el comandante general al encargarle esta misión: existen más posibilidades que vaya mal que bien.     

—Creo que un “ave César, los que vamos a morir te saludamos” sería algo más apropiado—murmuró. 


Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 3: Reencuentros forzados, corazones heridos

NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 


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