Misión en el trópico 3: Reencuentros forzados, corazones heridos
18
Un evento inesperado
“Si no te ha sorprendido nada extraño durante el día, es que no ha habido día”.
John Archibald Wheeler
Estaban alrededor de una mesa, definiendo en la pizarra electrónica enfrente, el detalle de las fases de la operación, cuando Rey pidió permiso para entrar en la sala donde se hallaba Cañones, Mc Gregor y el auditor de la fuerza.
—El comandante del Hermes pide hablar con usted, mi general.
—Comuníquelo
Hermes era el dios helénico de los viajes. Se trataba del nombre de misión que se le había asignado a uno de los vuelos que transportaba a parte del contingente internacional. Aquella que traía a todo el personal y medios de la sección de helicópteros de rescate.
Eso se apresuró a llevar a cabo Rey.
—Deben estar ya en vuelo, ¿verdad teniente?—le dijo Joan.
—Sobre el atlántico en aguas internacionales, mam. A diez horas de aterrizar aquí
Mc Gregor notó que se dirigía a ella como usualmente se hacía en la U.S. Navy con una superior mujer. Mam por madam, como a los varones se les decía “sir”, señor. Al parecer, Cañones los tenía bien entrenados en cuestiones de protocolo militar.
Luego de un par de toques a los botones del micrófono de conferencias en el centro de la mesa, surgió por allí la voz del comandante de la aeronave.
—Aquí el general Cañones. Dijeron que quería hablar conmigo, comandante.
—Mi general, tengo una novedad en el vuelo—había un tono precavido del piloto a cargo del Antónov An-124 Ruslán, que traía en su bodega a parte del escuadrón expedicionario de helicópteros de transporte táctico NH90 con sus repuestos, equipos y tripulaciones.
—¿Algún problema con la máquina?
—No, mi general. Todo está correcto y con los tiempos dentro de lo planeado. Es sobre dos oficiales que transportamos. Los tenientes de vuelo Cayetano y Aspell.
Rey no pudo evitar un cierto sobresalto. Los conocía a ambos del Instituto. Habían sido la pareja que nadie hubiera podido predecir: ella, la abandera del instituto, una acérrima reglamentarista, con el último en el orden de mérito de su misma promoción, alguien que precisamente no se privaba de quebrar las normas cada vez que podía.
Notó que Cañones también se sorprendía de escuchar esos nombres.
—¿Qué pasa con ellos?
—Me han pedido que los case.
—¿Ahí, en el avión?
—Exactamente, mi general. Por eso le consulto. Desde que despegamos estamos bajo su mando.
Rey tuvo que morderse la lengua para no sonreír. Que un tiro al aire como Leonardo Aspell estuviera solicitando matrimonio era algo por demás insólito. Por no decir de Cayetano, que siempre había puesto su carrera militar por delante de todo, incluso de sus propias cuestiones de vida.
—Deme un minuto, comandante—Cañones pulsó un botón en el redondo y negro micrófono de mesa para videoconferencias que tenían en medio de todos y puso en espera a la comunicación.
Se volvió entonces al único de allí que no vestía buzo de vuelo, sino un uniforme de combate sin más insignias que las tácticas. Se dejaban ver sobre sus hombros las insignias de teniente coronel del aire. En el cuello de la guerrera, mostraba una balanza alada, sostenida sobre el filo de un gladio romano con su punta vuelta hacia arriba.
—Supongo que como auditor de campaña, estimado, podrá orientar a su comandante con esto.
Gerin limpió sus anteojos con una felpa roja mientras hablaba:
—El Código Aeronáutico contempla esa posibilidad. De hecho, está expresamente entre las facultades del comandante de la aeronave. Existe un libro de a bordo donde deben registrarse esos actos de estado civil, como los nacimientos o defunciones que se produzcan en vuelo. Luego debe sacarse una copia y tramitarla en el registro del caso o en un consulado si ocurre, como aquí, en el extranjero.
—¿Me está diciendo que puede hacerse?—le preguntó Joan, sin salir de su asombro.
—Bajo nuestras leyes sí. Están volando en espacio aéreo internacional en una aeronave militar nuestra en donde son esas las normas que aplican. Al parecer, alguno de ellos estudió el tema antes de poner un pie en ese avión.
—Puedo imaginar quien—reflexionó Cañones—. Nadie conoce la ley mejor que aquel que está habituado a quebrar las normas.
—Lo mejor sería decirle que dejen sus ganas para cuando terminemos aquí—expresó la teniente comandante.
—Todavía no están aquí, es decir en la fuerza internacional—replicó el abogado militar—. Es una situación paradójica. Se encuentran bajo el mando del general, pero no pertenecen todavía a la fuerza internacional. No hasta que sean recibidos aquí.
—En ese caso, creo que me corresponde decidir—Cañones volvió a pulsar el mismo botón que antes—. ¿Sigue allí, comandante?
—Sí, mi general.
—Cáselos.
—¿En medio de un vuelo?
—Exacto. Consulté con nuestro auditor. Es perfectamente válido lo que piden. Hágalo y dele de paso mis mejores deseos a los dos.
Rey pensó en las muchas que iban a desayunarse ese día con la noticia desafortunada de que Leo ya no estaba en el lote de hombres disponibles. Pensó en Cata y no pudo evitar entristecerse. Ella tenía ciertos sentimientos con él que iban a ser defraudados en breve.
—Entendido, mi general.
Cañones se volvió a Joan, que no disimulaba la mala cara por no haberse seguido su opinión.
—El contraer matrimonio libremente en un derecho humano básico, ¿verdad Juez?
Joan notó que se había referido al abogado por su indicativo. Tenía uno bastante común: “Juez”. En la marina y la fuerza aérea de Estados Unidos muchos llevaban el mismo. Saltaba a la vista que algunas cosas no cambiaban en esa profesión, cualquiera fuera el país al que sirvieran.
— Artículo 16 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, mi general. Con los desarrollos que luego lo han afirmado en otros instrumentos como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y los Convenios internacionales que protegen a mujeres, personas con discapacidad y a los trabajadores migrantes.
Saltaba a la vista que Gerin era especialista en derecho internacional. Uno muy bueno. Pero, además, con ese rasgo típico de la gente que conoce algo a la perfección: podía analizar un tema complejo en pocas y simples palabras. Por eso lo tenía allí Cañones, desde el mismo inicio de la operación. Aun antes que el grueso del contingente fuera reunido.
Por lo mismo, en tanto no terminara la misión, no iba a dejar que moviera a más de dos pasos de su vista.
—¿Qué clase de fuerza internacional de ONU seríamos— preguntó al aire, a nadie en particular Cañones— si no aseguráramos los derechos humanos de nuestra propia gente?
Joan tuvo toda la intrusión que en realidad era a ella a la que hablaba. Todavía seguía sorprendiéndose de con quién debía trabajar. Era un general tan particular como todo lo que había podido leer sobre él.
19
Viejos sentimientos en nuevos lugares
“El pasado ya no es y el futuro no es todavía”.
San Agustín
Aspell miró en derredor de la pista a donde habían aterrizado. No encontró nada que despertara especialmente su interés. El ambiente era caluroso y húmedo hasta lo insoportable.
Por detrás de él un equipo de técnicos bajaba por la compuerta trasera abierta del avión de carga, uno de los helicópteros que, desmontados de rotores, habían sido transportados junto con ellos en esa inmensa bodega.
Se colocó los lentes de aviador. Era un intento de esconder lo mucho que le desagrada sus primeras impresiones respecto de ese recóndito lugar.
—Buen día, mi teniente.
Era una voz conocía, la que saludó a sus espaldas. Tenía una idea sobre quien se trataba que, al darse vuelta, confirmó.
Rey llevaba, además del galón de segundo teniente sobre los hombros de su uniforme de combate, el cabello castaño tan corto como en el instituto. Su sonrisa afectuosa también permanecía igual.
De su pecho colgaban de negras correas dos artefactos por demás singulares: una se trataba de una compacta Phase One IQ180 Digital Back. Un dispositivo que, más que una cámara fotográfica, algunos definían como un multisistema de alta definición y gran capacidad para captar imágenes, así como para luego traspasarlas a otros dispositivos por varios puertos potentes.
La otra era una Hasselblad H4D-50MS, una cámara de alta definición, sobre todo respecto de las imágenes en movimiento.
—Hola Mariana. Gusto de verte en este agujero. Y, por favor, no me digas así. Solo Leo.
—Como usted diga, mi teniente.
—Veo que no vas a hacerme caso.
Ella sonrió, cómplice.
—¿En un Headquarters multinacional bajo mandato de Naciones Unidas, con tipos de media docena de nacionalidades observando? No way, como dicen los primos estadounidenses.
Leo solo asintió, devolviéndole la sonrisa y rindiéndose a lo evidente. Tal vez fuera por la compañía de los chicos del norte. Los yanquis tenían fama de inaguantables en el trabajo. Eran extremadamente rígidos en que las cosas se hicieran a su modo y con sus tiempos. La enorme ventaja tecnológica y de medios que aportaban a la coalición los hacía comportarse como niños mimados y caprichosos. Pero sin perder nunca la sonrisa ni las formas. Pero sin ceder nunca ni un centímetro de aquello que tenían en mente. La denominación era un modo algo cáustico de hacer notar que estaban en esto pero no a la par de nosotros. Nada de hermandad de combate, estilo Band of Brothers u otro similar. Solo primos.
—¿En qué parte de esta babel armada estás?
—Oficial de actualización de situación en la sala de current operations.
Era lo que siempre había querido: dedicarse a algo que tuviera que ver con la estrategia. Por eso, había elegido estar en la rama de reconocimiento satelital. Al parecer, todos estaban logrando lo que se habían propuesto cuando cadetes. Salvo por él, claro. Había estado a punto de aceptar una oferta en el medio civil cuando surgió la posibilidad de áfrica.
—Me alegro mucho.
Leo la apreciaba, siendo que no quería a demasiadas personas. El mundo que lo rodeaba le era en general, indiferente. Se trataba de una joven callada, no muy dada a socializar pero siempre de buen humor.
—Está genial—le contó, entusiasmada—. Control satelital en tiempo real, con datalink a las aeronaves empeñadas en cada operación. Con capacidad para seguir más de diez a un mismo tiempo. Es la guerra aérea en paralelo que nos mencionaban en el instituto. Nada de fase como era antes. Superioridad aérea, interdicción aérea, apoyo aéreo cercano. Todo eso se hace junto ahora.
Leo procuró no demostrar demasiado mi desinterés en el tema. Para su pesar, también había tenido que estudiar esos conceptos. Superioridad aérea era barrer el cielo de oponentes para poder usarlo como se necesitara. La noción de interdicción provenía de la jerga legal y hacía referencia a la capacidad para inhabilitar a terceros. Antes eran vías férreas o rutas, puentes y puertos. Ahora, redes de comunicaciones, internet o centros de mando y control. El apoyo aéreo cercano, por su parte, eran acciones aéreas contra objetivos hostiles que se encuentran en las proximidades de fuerzas amigas. Eran las acciones que mayor integración y coordinación requerían entre las fuerzas terrestres y aéreas, hasta los más bajos niveles.
—Además— dijo muy sonriente, orgullosa—, soy PIA de nuestro contingente.
En el mundo de las siglas militares que exasperaban a Leo, eso significaba: Public Information Officer. Era quien transmitía, hacia fuera, la información que se brindaba oficialmente. O dejaba correr, de modo discreta, aquella que se proporcionaba off de record.
Se lo había dicho con un entusiasmo casi infantil frente a una especie de regalo navideño. Leo se alegró que allí alguien estuviera conforme con algo.
—Se ve que el Viejo te tiene en alta estima.
Se refería a su antiguo director.
—¿Celoso?—le preguntó, sin caérsele la sonrisa. A Leo le maravilló, con el calor que lo estaba achicharrando, que alguien mantuviera ese humor, aún bajo el inclemente sol africano—. No te hacía venir de voluntario a uno de estos sitios.
—Ha sido muy a mi pesar. Junto horas de vuelo y me voy. En los destinos operativos se vuela mucho más que en una base. Además, sirve para el curriculum en la vida civil. Les apasiona tener pilotos que han pasado… por lo que sea que sea esto.
Mariana asintió, no muy convencida.
—¿Es por eso nada más?
—¿Qué otra cosa podría haber?
—Veo una alianza en tu dedo que no estaba antes, Leonardo Aspell.
Él no dijo nada a eso. Solo sonrió, bajando por primera vez las defensas. Una sonrisa de enamorado. Estaba claro, pensó Mariana, que la amaba con locura. Mucho, mucho más de lo que le resultaba cómodo para sus planes de abandonar la aviación militar y conseguir volar mucho más lucrativamente en el medio civil.
Ojalá, pensó, le sirviera para bajar un poco esa máscara de persona despreocupada de todo, centrada solo en sus cosas. En el Instituto, no pocos lo habían cruzado por eso. Pero Mariana había podido ver, en las pocas ocasiones que se permitía ser él, a otra persona: un chico amoroso pero receloso de dar ese afecto del que era capaz. Alguien inseguro para confiar en los demás, de aceptar lo que le brindaban sin sospechas y de entregarse sin verificar primero si era algo seguro.
Un sonido conocido, desde lejos y muy por encima de sus cabezas, dejó la conversación a medias y subir los ojos hacia lo alto.
Aparecieron como surgiendo de la nada en el cielo. Puntos diminutos que se agigantaron en cortísimo tiempo, para tomar forma de aviones de combate.
Los cuatro Rafale pintados con el color gris de baja visibilidad y tanques suplementarios bajo sus alas cruzaron raudos la pista a solo cien metros del suelo. Irrumpieron con el rugir de sus motores, rompiendo el silencio de la mañana.
—Un poco ostentosa la entrada—dijo Leo.
Mariana sonrió, enfocando la cámara de mayores dimensiones para lograr un par de fotos de los aviones en aproximación a la pista.
—El general lo pidió. Que empezáramos a marcar cierta presencia.
—¿Presencia a que fines?
—¿No has visto la gente con celular al otro lado de la cerca, en el aeropuerto de enfrente? No todos son curiosos. Hay gente dedicada a no perdernos pisada.
Leo observó al otro lado de donde estaban. Pista de por medio, el aeropuerto internacional parecía un aeródromo al lado de las instalaciones desplegadas a lo largo de toda la antigua base militar francesa. Eran más de doscientos metros, por lo que solo pudo ver el contorno de figuras tras el alambre en la parte que no había edificios.
—No lo hubiera notado. ¿Y quiénes son?
—Probablemente algunos sean de este país. Pero otros, responden al responsable que estemos acá. Y Cañones quiere empezar a mostrarle desde el principio, que la cosa va enserio.
Otra vez el mismo sonido. Los Rafale hicieron otra pasada similar, en sentido contrario. A mucha menos altura que la anterior. Luego viraron para alinearse con la pista. Aterrizaron por pares, tal como se hacía en los procedimientos de combate. Mariana disparó su cámara una veintena de veces, en todo ese tiempo.
—Pues veo que se han tomado la orden muy a pecho.
—Les encanta hacerse ver—comentó Mariana divertida—. Como alguien que conozco. Fue un gusto Leo. Tengo que ir a pasarles estas fotos a prensa de nuestra comandancia general. Como verás, estamos en la vidriera.
—Me estoy dando cuenta.
Ella se acercó un poco, mirándolo con ojos atentos a pesar de la sonrisa.
—Te lo digo para que te portes bien. Puede parecer un lugar muy lejano donde estamos, pero te aseguro que muchos ojos nos miran. Y no solo los de esa gente tras la cerca de alambre.
Se trataba de una nada velada advertencia. De esas que se hacen en función de la amistad. Por eso Leo, a pesar de no gustarle demasiado, se esforzó por sonreír y parecer divertido.
—Entendí, mamá.
Mariana se encaminó a los módulos que albergaban al alto mando de la misión y Leo quedó allí, en tanto los Rafale comenzaban a estacionarse sobre la plataforma operativa, luego de los helicópteros con los que había venido él.
Iba a volver con los suyos, cuando alguien llamó su atención. Se trataba de una piloto que acababa de salir de la cabina de su Rafale y bajaba del avión por la escalerilla metálica. Aun con el casco y el traje anti-exposición puesto sobre el mono de vuelo, se notaba que se trataba de una mujer. Al quitárselo, el cabello rubio que llevaba atado en una trenza, hasta entonces oculto por el casco, brilló al sol.
No podía ser, pensó Leo. Hasta donde sabía, estaba destinada en la Comandancia General en un puesto importante aunque administrativo.
Sin saber muy bien qué hacer, Cata lo decidió por él. Aun con el casco en la mano, con el equipo anti exposición y el chaleco salvavidas colocado, fue a donde estaba parado, apenas advirtió su presencia.
—Hola Leo.
Su cara no era risueña, como antes cuando se encontraban. Lo miraba con recelo y, tuvo que admitir él, tenía toda la razón en ello.
Procuró parecer casual. Pero, por más que se esforzó, ninguna sonrisa compradora pudo salir de su boca.
—Hola. ¿Cómo estás?
—Ando muy bien. ¿Vos?
—Igual.
Era una conversación incómoda. Personas que se medían para ver donde había quedado cada cual con el otro. Habían sentido demasiado el uno por el otro como para que fuera fácil hablar de otra forma que con palabras casuales.
Leo la miró como ella lo observaba a él. Repasando en el cuerpo del otro, aquellos territorios de placer del pasado. Después que Laura rompiera con él, tuvieron un encuentro corto. Aun cuando se trató del mejor sexo de su vida, ninguno de los dos era de mentirse en esas cosas: no encajaban en la vida, aun cuando se llevaran tan bien en la cama. O los lugares que la sustituían.
—Supongo que tengo que felicitarte—le dijo, tratando de mostrarse estoica al señalar la alianza en su dedo.
—Gracias.
—Dejame adivinar, es Laura la afortunada, ¿no?
Leo solo asintió.
—Claro, quien más podía ser—se la percibía emocionada, pero por alguna razón no quería dejar de decir ciertas cosas. Campeaba el reproche, la desilusión y otra muchas emociones en esa frase.
Ella dijo algo sobre tener que ir a presentarse. Era cierto, pensó Leo. Se trataba de la primera actividad tras la llegada. Asintió.
—Sí, nosotros también.
—No vemos—dijo Cata. Él solo repitió lo mismo, a modo de concluir la charla.
Leo se apresuró a seguir su camino, en tanto ella se quedo inmóvil por unos segundos. Tenía la vista fija en esa espalada que se alejaba, consciente de todo lo que no se habían dicho. Luego se apresuró a ir a formar con el resto de su escuadrón, por delante de la fila de aviones estacionados.
Acababa de colocarse en su sitio y de terminar de alinearse, cuando posó la vista en el escalón técnico que formaba a un lado de ellos. Una figura conocida, de expresión recia y cabello cortado al ras, hizo que la respiración se le detuviera por un instante.
Al verlo allí, al mando de todos los demás técnicos y no pudo evitar maldecir su suerte. No solo estaban en el mismo contingente. Debería tratar con él a diario.
—¡Vista al fren…te!—ordenó Montjuïc y ya no pudo seguir observándolo.
Al parecer, no había reparado en su presencia. O no quiso hacerlo.
Percibió que Cañones se acercaba por uno de los laterales de la larga formación y no pudo evitar preguntarse si él deliberadamente la había puesto allí, en medio de las personas con quienes más incómoda podía estar.
20
Novedades inesperadas
“La vida se encoge o se expande proporcionalmente a la valentía de uno”.
Anaïs Ninn
Casi todo en esa formación era distinto: uniformes, nacionalidades, idiomas, culturas y hasta las formas militares de agruparse y presentarse. Lo único en común era el parche sobre el hombro derecho. En ese verde oscuro y pálido de baja intensidad, podía verse unas siglas, “IHF” y luego su aclaración en bakutu: Imikhosi Yoncedo. Una expresión que no se correspondía exactamente con el nombre en inglés de International Humanitarian Force. Fuerza internacional de humanitaria. En una traducción literal, significaba: “fuerzas de socorro”. Era lo más próximo que había podido conseguirse en el idioma local al sentido del nombre que le habían puesto en la sede de Nueva York, los especialistas en misiones de paz de la ONU, al conjunto de fuerzas militares de media docena de países puestas bajo su comando.
Cuando Cañones, con Mc Gregor a un lado, un toque de clarín llamó atención. Cada oficial a cargo de la respectiva sección, mandó a ejecutar las formalidades del caso para la entrega un comandante.
—Terminado. ¡Firm…mes!
—¡Al Force Commander de la misión, vista dere…cha!
La misma orden se repitió, a los modos de cada cual, en media docena de idiomas distintos.
Cañones pasó revista a las distintas secciones, deteniéndose para saludar y hablar brevemente con los jefes de cada una. A más de los suyos, dos tercios de la formación, pequeños aportes de Sirios, dinamarqueses, holandeses, nepaleses y dos de Belice. Se trata de una intervención humanitaria en la que tiene especial interés en meterse. De esos asuntos en que no hay nada por ganar y quizás mucho para perder.
Al llegar a la sección de los helicópteros de rescate en combate, una conocida joven oficial era quien la dirigía. Morocha de ojos marrones oscuros, con rasgos finos y armónicos que no pasaba desapercibida con nadie. Su postura y actitud castrense, como cuando fuera cadete, eran impecables. Alguien dedicado a su deber no solo con esmero, sino hasta la obsesión.
No dejó de observar la alianza en el dedo anular de la mano que se llevó, abierta la palma, a la sien en el gesto típico del saludo militar.
—Permiso, mi general. Buen día, mi general. Sección aérea de rescate sin novedad.
—Buen día, teniente Cayetano. ¿Cómo le sienta la vida de casada?— le preguntó con una sonrisa enigmática.
Notó como a Laura la sorprendía la pregunta. No era algo que estuviera en el protocolo castrense para esas situaciones. Tal vez por eso mismo la hubiera hecho. En la primera línea de la sección formada, la expresión de Aspell pareció dibujar una sonrisa en los labios, al escuchar tal pregunta.
—No lo sé, mi general—dijo la joven, luego de pensarlo por unos instantes—. Todavía trato de averiguarlo.
Cañones le devolvió el saludo, antes de seguir con su recorrido.
—No se preocupe. La mayoría del tiempo es lo que hago. Usted y su marido me vienen a ver luego del término de la presentación.
—Entendido, mi general.
Dicho lo cual, siguió con el saludo a los restantes países.
Laura se quedó sobre ascuas con el pedido. Ni bien terminó la formación, literalmente empujó a Leo a que fueran a verlo.
—¿Para qué querrá que lo vayamos a ver?
Su novel esposo se encogió de hombros.
—¿Para darmos el regalo de bodas?
Laura lo miró como si hubiera dicho una soberana estupidez.
—Espero no sea nada demasiado malo.
—¿Qué puede ser peor que estar acá?—dijo Leo—. Todo esto me parece deprimente.
Caminaban por la base aún en construcción. La unidad de ingenieros de tierra había reparado ya calles de rodaje y quitado los yuyos crecidos en las juntas entre los distintos bloques de cemento de la plataforma operativa. En el borde, ya se habían levantados hangares metálicos semicirculares y al final de estos, una torre de control móvil, puesta sobre una plataforma metálica rodante.
Por fuera de esas construcciones, hacia el otro lado se levantaba un pequeño aeropuerto civil, de mucha menor dimensión que las construcciones modulares donde estaban. A excepción de eso, por donde se mirara, solo existía una selva cerrada.
—No acabamos de llegar y ya te estás quejando—le recriminó, veladamente, Laura. Sin dejar de apurar el paso para ir a la comandancia de Cañones.
—Digamos que la realidad ha superado incluso mis peores expectativas.
—Nadie te obligó a venir acá. Te ofreciste de voluntario.
—Pensé que iba a ser otra cosa.
Ella meneó la cabeza, sin dejar de caminar.
—No te hagas conmigo. Te encanta estar acá. Un lugar lo suficientemente lejano e imprevisible donde puedas moverte a tus anchas.
Leo solo sonrió a eso. Luego, se le puso delante y le cerró el paso. Mostraba esa sonrisa a medias, esa mirada que conseguía siempre inquietarla por dentro. Ella trató de esquivarla, pero él se corrió y volvió a cerrárselo.
—Basta, Leo—dijo ella, sonriendo por primera vez desde que había bajado del avión—. No me mires de esa forma. Me desconcentrás.
—No podes ponerte así simplemente porque Cañones diga que vayamos a verlo.
—Un general no llama a dos tenientes de vuelo, de forma inmediata si no es por algo malo.
Se la notaba preocupada. La sola posibilidad de estar en falta en algo la alteraba. No era algo que se llevara muy bien con su espíritu perfeccionista.
La mano de él jugueteó, discreta, con la de Laura. Sintió como as yemas de los dedos de Leo acariciaban los suyos. Se sorprendió primero, lo disfrutó brevemente después, antes de empezar a mirar a su alrededor, culposa, para descubrir si alguien los estaba viendo.
—Lo que sea, vamos a pasarlo juntos—le dijo él.
Laura sintió una emoción extraña recorriéndole por dentro. Un inexplicable sentimiento de seguridad que agradeció.
Lo besó, rápido y con culpa en los labios, antes de tomarlo por la mano y proseguir el recorrido hacia donde se hallaba el comandante de ambos.
—Sos el apacible ying que equilibra mi colérico yang—le dijo, en tanto caminaban uno al lado del otro, mirándolo de reojo para ver qué reacción tenía en él tales palabras.
Por alguna razón, las filosofías y religiones orientales eran parte de los estudios de los cadetes en el Instituto, así que Leo entendía, muy por encima, a qué se refería.
El yin y el yang eran, hasta donde recordaba, dos conceptos del taoísmo usados para representar o referirse a la dualidad que esta filosofía atribuye a todo lo existente en el universo. Se trataba de dos fuerzas fundamentales opuestas y complementarias, que se hallan en todas las cosas. El yin era el principio femenino, la tierra, la oscuridad, la pasividad y la absorción. El yang, el masculino, el cielo, la luz, la actividad y la penetración.
Antes de entrar a la comandancia, se dio cuenta que Laura se había autoadjudicado el principio masculino, en tanto le había endilgado el femenino.
No supo muy bien qué pensar sobre eso, ni tuvo tiempo para hacerlo. Deambularon por un par de corredores antes de dar con el sector donde estaba, luego de una pequeña área de reunión, el despacho de Cañones. Los diversos módulos, con forma externa de contenedores con ventanas, que componían el centro comunicaciones y control se hallaban unidos por mangas de conexión, unos ortoedros metálicos sobre elevados con ruedas y que podían extenderse o contraerse conforme demandara la distancia a cubrir.
Una de las buenas cosas de estar allí, era que tenían aire acondicionado. Era el discreto y continuo zumbido que habían escuchado antes de entrar. Procedente de varios grandes equipos sobre plataformas rodantes, que conectaban gruesas mangueras estriadas, a intervalos, por el techo de varios de los módulos.
Hallaron al general junto a una mujer pelirroja que llevaba el cabello pulcramente recogido en un rodete por detrás de la cabeza. Exactamente igual al estilo de Laura. Vestía un Navy Working Uniform, pixelado en distintos tonos de verde y negro, con una hoja de roble blanca en el centro del pecho, a la altura de ambos bolsillo y entre la línea de botones ocultos. Era el símbolo del rango equivalente a un teniente coronel de ellos. Le mostraba unos papeles a su antiguo director de Instituto.
—Parte para el Force Commander—dijo Laura con voz enérgica cuando se pusieron firmes junto a la puerta abierta.
Cañones les hizo señas que pasaran. Eso hicieron, bajo la mirada severa de la estadounidense. Percibieron la mala onda casi desde antes de poner un pie en la pequeña oficina. Por eso mismo, fueron escrupulosos sobre guardar todas las formas habidas y por haber del protocolo militar. Siguieron tan firmes dentro, como habían esperado fuera a que se los autorizara a pasar.
—Son los recién casado, supongo—dijo Joan.
Cañones le dedico una mirada inexpresiva a esa velada forma de preguntar.
—Los mismos.
—Sabe lo que pienso al respecto. De ser por mí, no sólo seguirían solteros, sino que estarían arrestados por traer complicaciones al despliegue.
—En nuestra fuerza tenemos otra mirada más flexible sobre el asunto, teniente comandante—le dijo Cañones para luego volver a mirar a los dos jóvenes oficiales que permanecían firmes delante suyo—. Por fortuna para algunos.
Mc Gregor les dirigió una mirada severa.
—Pues empezaron mal conmigo. Los voy a estar observando muy de cerca. A los dos.
Salió luego de eso, por la puerta abierta. Cañones fue a cerrarla antes de volver a donde estaban los dos.
—Como verán, no todos juzgan algo romántico lo que hicieron. En descanso.
Laura y Leo abrieron las piernas con el ancho de hombros, al tiempo que llevaron los brazos por detrás. Dejaron de ver al frente para enfocar la mirada hacia su general.
—Solo espero que no lo hayan tomado a la ligera la cuestión del matrimonio. Soy un poco clásico respecto de esas cosas.
— ¿Sobre casarse?—preguntó Aspell.
—Ser irreflexivo o superficial con los compromisos que se asumen.
Ninguno de los dos se aventuró a decir nada. Sobre todo, porque lo sucedido se trataba de lo más impulso que habían llevado a cabo en sus vidas, a la fecha.
Cañones los miró por unos momentos, antes de hablar.
—Veo también que nadie se tomó el tiempo de pensar que ahora están en infracción de las normas que prohíben a familiares volar en el mismo escuadrón.
Observó como Laura se mostraba como si hubiera cometido una falta terrible. Leo, en cambio, solo se lo quedó mirando, como sin entender el por qué les decía esto. Era lo típico: una preocupada hasta el exceso y el otro sin el menor asomo de tal sentimiento.
Decididamente, pensó Cañones, era para un sicólogo el por qué estaban juntos, siendo tan diferentes.
—Lo cual nos deja con dos opciones—prosiguió—: la primera, que uno de los dos regrese.
A ninguno les gustó eso. Mejor que mejor.
—En tal hipótesis, no me queda otra opción que repatriarlo Aspell. Es el más moderno de los dos. Y Cayetano la mejor de mis helicopteristas.
Laura intervino entonces. Antes que Leo dijera algo impulsivo que complicara la situación.
—Usted habló de otra opción, mi general.
—Cierto. Podría quedarse, de estar en otro puesto.
—No sé qué haya otros—intervino Leo—. He visto gente por todas partes. Supongo que todos los lugares con cierta importancia estarán ocupados.
—Creo tener con la suficiente importancia para su grado. Como Force Commander tengo la atribución de nombrar un ayudante de campo. Cosa que no he hecho aun.
—No volaría.
—Hay un helicóptero para el Comandante. Lo dejaría volarlo. Tanto como se pueda, siempre que cumpliera con sus otros deberes.
Notó que Leo lo miraba, como un ratón ve cerrarse la trampa. Había una inequívoca molestia en sus ojos, que no tardó en expresar.
—¿Lo tenía todo pensado, verdad? Desde antes de poner un pie acá.
—Teniente Aspell—dijo Laura, tratándolo como marcaba el reglamento—. El general es muy generoso con esa oferta. Podríamos permanecer juntos y eso es lo importante.
Era claro que no le había gustado la reacción de su novel esposo. A límite de la insubordinación. Fue el Force Commander quien puso paños fríos en la situación.
—No hay problema, Cayetano. Me gusta la gente franca—dijo Cañones, sin quitarle la vista a Leo—Me hace ver, Aspell, como si fuera una suerte de ajedrecista maquiavélico.
—Lo es, mi general. Sé lo que quiere conmigo. Pero no va a lograrlo.
—¿Qué cosa?
Lo notó un tanto más aplacado. Ahora, por lo menos, pensaba un instante las cosas antes de que le salieran de la boca.
—Reformarme, por así decirlo.
—No creo que haya que reformarlo de nada, Aspell.
—Tengo otros planes que pasarme la vida vistiendo un uniforme.
—Bien por usted. Aunque no sé qué obtendría fuera que no tenga aquí. No creo que el dinero sea algo que le importe demasiado.
—Es mi vida, en todo caso.
—Pensándolo mejor, quizás un cambio de actitud no le vendría mal.
—No me diga, creo que puedo adivinarlo: ¿Ser más militar?
—Empezar a pensar en otros, además de sí mismo. Expresar sus pensamientos sin caer en la falta de cortesía, para seguir.
Cañones tomó su birrete de encima del escritorio, sin esperar réplica a eso.
—Lo dejo para que lo hable con su esposa—se volvió a Laura—. De paso, Cayetano, puede usar ese teléfono que está arriba del mueble, para llamar a su casa y explicarles sobre todo esto. Tengo a un general y una cuñada preguntando si es cierto el rumor que su hija mayor se casó en un avión.
Era lo que Laura había tenido. Eso mismo que había buscado evitar, manteniendo apagado su celular.
Era claro que sentía cosas por Leo. No podía ya esconderse eso. Tal vez casarse así de improviso no hubiera sido la mejor de las ideas. Pero, por una vez en la vida, había seguido lo que sentía en lugar de lo apropiado. Esperaba no tener que arrepentirse de eso.