Misión en el trópico 4: Una incomodidad creciente
21
Diálogos tecnológicos
“La sorpresa es el móvil de cada descubrimiento”.
Cesare Pavese
Uno de los momentos
más esperados de su día era cuando la actividad, al morir la tarde se aquietaba
y poder llamar a su casa. Por fortuna, al estar en misión en el extranjero, se
permitía el uso de una aplicación de llamadas y videoconferencia al efecto que
podía incluso tenerse en el celular oficial. Todo miembro del contingente tenía
un cupo de minutos al día y de gigas para poder llevarla a cabo.
No tardo en
conectar. Poco después, Cande lo atendió en el living de la casa. Por fortuna,
la señal era buena, lo que permitía una imagen que no pareciera en cámara lenta
y hablar sin el efecto de delay.
Nada que ver a
cuando, décadas atrás había ido a una guerra. Por entonces, debían llamar desde
un teléfono público en la base de despliegue, libre de todo pago pero con un temporizador
de cinco minutos. Las colas siempre eran eternas. Si es que la línea telefónica
se hallaba en condiciones.
Cande, por
supuesto, lo tenía tan en mente como él. Hablaron al respecto brevemente,
evocando esos difíciles días.
—Tempora mutantur, et nos mutamur in illis—
dijo Cañones al respecto—. Los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos.
—Ya me extrañaba
que no vinieras con algunos de tus latines. Una costumbre extraña para quien
nunca estudió latín.
—Recuerdo que tenía
que impresionar a cierta joven que estudiaba lenguas clásicas.
Cande se sonrió por
el recuerdo.
—Lo que no lograste
mucho. Tu pronunciación era terrible. Pero ganaste puntos por el esfuerzo.
—Aprendí mucho también.
Son buenas máximas. Ayudan para entender el mundo. No por nada, se repiten
desde hace siglos.
—¿Cómo fue tu
día?—preguntó, con interés—. Lo que puedas contarme.
—Supongo que las
cosas van marchando—consultó su reloj en tanto miraba por la ventana con la
persiana americana subida—. Tengo aun un par de cosas por delante, pero no
quería llamarte tarde con la diferencia horaria. ¿Qué tal el frente doméstico?
Era la forma en que
ambos referían a las cosas de la familia. Observó como la expresión de Cande se
volvía algo más seria.
—Algo revuelto, a
decir verdad. Eso justo te quería preguntar algo: ¿Es verdad que Laura se casó
con ese chico? ¿En un avión?
—Sí, tuve a
Mauricio llamando al respecto. No le gustó nada enterarse. Al parecer ella no
le había dicho nada. Y tenía apagado el celular.
Mauricio Cayetano.
Padre de Laura. Y un general por encima en la jerarquía de Cañones. Casado con
la hermana de Cande, para más vinculación. Habían servido en el mismo escuadrón
durante el conflicto. El mismo que Cañones había escogido para llevar adelante
esa misión.
—Pues por el lado
de Marta estaba sacada también. Llamó a casa para saber si tenía alguna noticia
al respecto. Le dije que te iba a preguntar cuando hablaras.
—Suerte con la
transmisión de la noticia, aunque supongo que ya lo sabe por Mauricio.
Cande y Marta no
parecían hermanas. Eran como el día y la noche en casi todo, empezando por el
carácter, pensó él. Lo que su esposa lo tenía de amable, la otra lo poseía de
ácida.
—Espero no hayas
sido muy duro con ellos. Me parece algo muy romántico.
—El romance casi
nunca se lleva con los deberes en el extranjero, Cande.
—¿Te acordás que
nosotros pensamos en hacer lo mismo?
¿Cómo olvidarse?,
pensó Cañones. Novios por varios años, ya salido del curso de caza en la base
de San Felipe y llegado a la de Loma Linda para ser habilitado en el sistema de
armas Tornado, la guerra los sorprendió a ambos con los planes de casamiento ya
lanzados, a medio camino de concretar la ceremonia.
Cande no tenía
problemas en apurar los tiempos y casarse del modo más sencillo que fuere. El
que no estuvo de acuerdo fue él. “No puedo jurar estar juntos toda la vida si
mi vida puede durar cinco minutos”, le dijo. “No me importaría ser tu esposa
aunque fuera por cinco minutos”, le contestó Cande. Pero él se mantuvo firme:
“Nunca se vuelve siendo el mismo, cuando se regresa de esas cosas. Si es que se
vuelve”. Sentía que casarse en ese momento, aun cuando lo deseaba, era
posiblemente hipotecarle la vida a Cande. Fue una de las charlas más difíciles,
más emocionales que tuvieron. Una que terminó abrazados, casi al borde de las
lágrimas los dos.
—Lo tuve en mente
al decidir sobre ellos—se limitó a decir, al volver de los recuerdos.
Se casaron cuando
él volvió de luchar. Pero no de forma inmediata. Cande entendió muchas cosas,
por esos tiempos. No traía ninguna herida en el cuerpo pero si varias en el
alma. Supo esperar, a que sanara. A que pudiera lidiar con esos recuerdos
terribles.
—Me asombra de
Laura—opinó Cande, salvando el silencio de él. Sabía a donde había ido con la
mente—. Siempre tan medida, tan cerebral. Debe haberle llegado al alma ese
chico.
—Pues espero que le
haga reflexionar sobre ciertas cosas y ser más empática con quienes la rodean.
—A mi ese chico no
me cae mal, como a Marta.
—Aspell es un caso
por demás extraño. Ni él sabe de lo que es capaz. Tampoco tiene mucha idea de
lo que quiere. Salvo por Laura, claro está.
—Pues mi hermana le
tiene hecha la cruz.
Cañones pensó en el
general Cayetano.
—No es la única,
creeme.
—Le dijo de todo.
Impresentable, fue lo menos.
Él observó por la pequeña
ventana a un lado de su escritorio. Un grupo de ingenieros del aire, con sus
monos azules y cascos de visera blancos, se ufanaban en derredor de una máquina
asfaltadora, para reparar los baches de tres décadas de falta de uso, en una de
las calles internas de la antigua base.
—Voy a pensar que
son terribles en tu familia en este tipo de asuntos.
Por fortuna, Cande
comprobó que recobraba ese particular sentido del humor para los comentarios.
Tenía un aspecto cansado que no dejaba de preocuparla.
—No siempre. En tu
caso te adoraban.
—Cierto. Creo que
se equivocan con Aspell.
—No sé. El chico es
encantador, pero no sé si me sentiría cómoda por ejemplo que anduviera con
Pauli. Me parece medio tiro al aire.
—Tiene sus valores.
—Pues Martita no le
encuentra ninguno.
Él no contestó de
inmediato a eso. No esperaba al Aspell contestatario que observó al tener la
conversación con ambos. Pensaba que el tiempo le habría hecho arreglar sus
conflictos, respecto de lo que era. Pero, más aun, con relación a todo cuanto
podía lograr. El tono de esa conversación le hizo constatar que distaba mucho
de eso.
Era claro que Leonardo
Aspell sumaba años, pero seguía siendo el mismo de cuando cadete. Una persona peleada
consigo misma. Un desconocido sobre lo que era. Alguien que temía descubrirse
por lo que podía lograr.
—Te acepto a que él
ayuda a que tengan esa idea—le aclaró—. No puede dejar ese papel de rebelde
para realmente comprometerse en serio. Persigue espejismos.
—Eso no es algo
bueno.
—No.
“La gente así solo acaba estrellando el espíritu en
algún momento. Dejándolo hecho trizas. A veces, con los de otros que confiaron
en él”, pensó Cañones. Pero no lo dijo.
22
Redescubriéndose
“La vida es una aventura
atrevida o no es nada”.
Helen Keller
En atención a su
nuevo estado civil, se los había dejado compartir un módulo. En tanto decidían
cómo lidiar con eso. Eran los únicos con ese tipo de lazo en todo el
contingente.
Hicieron el camino al módulo con una
expectación y ansiedad creciente. Corría pareja en ambos, la ilusión por
encontrarse. Redescubrir aquello que habían tenido en el pasado.
Desmontaron las dos
camas plegables de los extremos para hacer un único lecho sobre el suelo. A
solas por primera vez, Laura lo había sorprendido. Leo venía aguantándose desde
que Cañones los despidiera, pensando en cómo no ser tan obvio en buscar algo de
intimidad. Apenas traspuesta la puerta, no tuvo que pensar demasiado en el
tema. Laura se había desnudado, sin ninguna inhibición ni demora, delante de
él. Eso sí, colgó prolijamente el buzo de vuelo en una percha antes de echarle
los brazos alrededor del cuello.
Ella nunca se lo
admitiría, prisionera de ese sentido de contracción a toda formalidad que
anduviera dando vueltas que tenía. Pero desde ese increíble enlace en vuelo,
había estado tan inquieta como él.
En las miradas, en
los roces, era evidente la tensión sexual que existía entre ellos aunque ella
se esforzara por disimularlo. Era algo que lo había llevado incluso a Leo a comportarse
rudo con el general y habría podido costarle caro. Pero a él, tenerla tan cerca
y no poder estar finalmente con ella, lo sacaba de eje.
Ella lo arrebató
con un ardor que lo sorprendió. Pronto, su boca húmeda le mordía en la nuca.
Algo gentil, pero firme, Clavaba sin herir, a un tris de llegar al mordisco.
Leo se descubrió ansioso de besarla y le hizo levantar la cabeza por el mentón.
Al mirarla, descubrió en esos ojos un ansia de poseerlo que lo encendió aún
más. La aferró por detrás de la cabeza para atraerla hacia él y la besó con
fuerza, sintiendo como Laura le deslizaba sus brazos por detrás, hasta clavar
las manos en sus glúteos.
Sus feromonas
estaban al ciento diez por ciento. Ambos se sentían abrasadores, con una extraña
fiebre en los cuerpos. Un fuego de deseo que les movía la carne y les calaba,
agudo, en los sentimientos.
Se adentró en ella,
teniendo que contenerse para no explosionar antes de tiempo. Lau se erigió
sobre él y eso lo aprovechó para tomarla por las caderas. Embriagado de ella y
su cuerpo, sus pulgares llegaron a tocar ese cabello mínimo, crespo, del monte
de venus. Fue una aspereza al tacto que lo elevó aún más. Laura arqueó hacia
atrás la espalda, para luego caerle con fuerza. Leo entonces rodó para quedar
arriba, empujando fortísimo, como un poseído. Por un instante, abrió los ojos
para verla, avisado por cierto sonido susurrante. Laura jadeaba por debajo
suyo, hundida la cabeza hacia atrás en la almohada. Aferrada tanto a él, que
las uñas, cortas por fortuna, se clavaban en la espalda. Lo hacía con tanta
fuerza que debía esforzarse para respirar.
Se disfrutaron con
apasionamiento, con cierta ansia de más siempre presente, hasta quedar
extenuados. Luego de concluir, Laura quiso estar encima de él, con el cabello
húmedo y revuelto por sudor, el cuerpo levemente acalambrado, feliz hasta el
exceso. Ese Leo al parecer inagotable, de los buenos tiempos en el instituto,
al parecer seguía gozando de buena salud y había podido rendirla de nuevo a total conformidad.
Se acomodó sin
dejar de abrazarlo, sintiendo con placer la respiración pesada de él. Una
constatación, como sus miradas, que ella lo movilizaba. Algo a Lau le daba
tranquilidad, dentro de las inseguridades que siempre mantenía respecto de esa relación.
Esperaba seguir
estando juntos como esa noche. Todavía no entendía demasiado cómo era que se
habían separado. Gozando de esas últimas sensaciones del éxtasis antes que
finalmente se esfumara, se sintió culpable por ese tiempo en que rompieron.
Mejor no pensar en
ciertas cosas, pensó. Aliviada, descubría que todo ese amor que había sentido
por él, que había negado en el tiempo que estuvieron distanciados, seguía allí,
al parecer inalterado. Recordó unas palabras de su tía: “Cuantas parejas se
separan, sin saber que siguen en el fondo enamoradas...” Era extraño y raro,
pero no dejaba de ser cierto, al menos respecto de ellos.
Había estado muy
cerca de perderlo. Incluso más, había hecho todo lo posible por dejarlo atrás,
como comprometerse con alguien que no terminaba de encontrarse. Todo mal. Se
alegraba de haberlo recuperado, a sabiendas que eso era más mérito de Leo que
suyo. Pero también, en tanto se deslizaba sobre su pecho, experimentaba el
miedo creciente de perderlo.
Leo era un imán
para las mujeres. Aun sin hacerlo adrede la mayoría de las veces, tenía una
forma de ser que las atraía y que a ella la sacaba de quicio advertir. De hecho, sus idas y vueltas con Cata eran por
dicha causa. En el fondo, aunque lo odiara, la entendía por aquello que sentía
por quien ahora era su esposo. Era, con todas sus manías y poses, un ser
terriblemente encantador, amoroso y pasional.
Por lo mismo, no
podía hacer como si nada hubiera sucedido. Cata la había querido contactar un
par de veces, sin que le contestara las llamadas. Le hubiera gustado poder dar
vuelta la página, sentía que algo se había roto irremediablemente entre ellas.
Era algo que le
dolía, y mucho. Ella había sido lo más parecido a una amiga de verdad que había
tenido nunca, en ese mundo de distancias personales que había sido primero su
familia, y luego su vida como cadete en el instituto.
Sabía que estaba
allí, la vio de lejos un par de veces. Por suerte ella no se acercó. No le
nacía decirle nada. Ni quería hacerlo.
Sintió que le
acariciaban el cabello. Cerró los ojos y disfrutó de esa mano y esa caricia
conocida.
—¿En qué pensas?
Ella siguió con los
ojos cerrados
—En nada y en todo.
Es muy loco todo lo que nos ha pasado.
—Es como somos
nosotros. Por una maldita vez hemos hecho lo que hemos sentido. No me
arrepiento de nada.
—Tampoco yo—se
apresuró a decir ella. Más para sí que para él—. Pero sigue siendo muy loco.
Nunca se me pasó por la cabeza hacer nada de esto.
Laura intentó no
recordar la tirante charla con su madre. Como la veía venir, le echó en cara el
secreto, todo lo hecho sin participarlos ni anticiparlos. Laura suspiró. Como
si ella hubiera podido anticipar que iba a aceptar esa locura, por más que
Chechu le había dado algún indicio mínimo. Es más, iba determinada a decir que
no, pero él había sido embriagadoramente convincente.
—Tampoco yo creí
que iba a aceptar ciertas cosas. Por vos.
Laura levantó un
poco la cabeza ante esas palabras de Leo. Apoyó el codo a un lado de él para
colocar la mano por debajo del mentón. Lo observó por unos momentos. Leo tenía
la cara de quien había asistido a su propio entierro. Y, por una vez, estaba
segura que no era por ella.
Siempre el mismo.
Victimizándose de haber ganado la grande.
—Pobrecito. Deberás
quedarte en tierra.
Sonreía con iguales
dosis de afecto y crueldad cuando lo decía. Le tocó incluso la nariz con un
dedo luego de pronunciar esas palabras.
Lo estaba gastando.
Leo la observó, sin poder dejar de sonreír. Ella era su paraíso y su infierno,
tal como me había cantado alguna vez. Y para su dicha, quien tenía delante, tan
desnuda en el alma como de cuerpo, era la Laura que prefería: sonriente,
divertida y osada.
—No seas malita,
Lau.
Ella lo miró, desnuda
por encima de su cuerpo desnudo. Leo no quería dejar de abrazarla, sentía el
temor de perderla otra vez. Hacía menos de un día, nos hablaban con monosílabos
cuando no se ladraban. Ahora estaban casados. Lo dicho: todo era muy loco entre
ellos.
—Mala nada, que es
una noticia estupenda. Te tomo el pelo porque te ha caído una buena, te sacaste la grande y ni lo notás.
Tenía razón. Era un
cargo más que ambicionado. Pero Leo no se sentía afortunado en lo absoluto. Más
bien, todo lo contrario. No podría volar como era su intensión al venir a ese
sitio. Si se daba, lo haría a cuentagotas. Ella se irguió sobre él. Asentó
su desnudo traste entre el estómago y lo que venía después. Comprobó que el
bajo vientre de él seguía tan firme como recordaba. También le gustó ver como
ese cambio de postura, despertaba la excitación de su marido. Leo no disimulaba
querer volver sobre lo que estaban haciendo hasta no hace mucho.
—Deberíamos dormir
un poco si vamos a volar mañana.
Ella lo miró con
cara traviesa al decirlo. Sin demasiadas ganas de llevarlo a cabo. Cuando Laura
se despojaba de todos esos mandatos reglamentarios, era un agradable ser
humano, pensó Leo.
—No creo que lo
haga. Ahora soy un ayudante de campo, ¿recordas?— le dijo, acariciándole en la
cintura. Buscaba, hacia abajo, esa delicada línea que se hundía por detrás.
—Maldito afortunado—se
le echó encima, feliz y envidiosa.
Tras eso bajó, decidida,
hacia sus labios.
Tenía razón, pensó él
mientras volvía a tenerla en sus brazos. Lo era, pero no por ese imprevisto
cargo. Su mayor fortuna era estar allí con ella, así prendada, de feliz y
decidida por estar finalmente juntos. Se gozaron de nuevo, un poco más
tranquilos esta vez.
—Es lindo que se
haya quitado de la cabeza eso de irte a la aviación civil—murmuró tras culminar,
buscando acomodar la cabeza en su pecho para dormir allí.
Leo sintió cierto
sobresalto al escuchar eso. Cayó en la cuenta que no había tenido la
oportunidad de comentarle sus últimos planes. Tampoco estaba muy seguro de que
entonces fuera el momento. Laura, pronto se durmió, abrazada a él, liberándolo de
momento de tener que aclararle sobre el tema.
23
Ejercicios nocturnos
“En toda empresa,
hay dos ingredientes:
el apetito de
ejecutarla y el temor del peligro que ocasiona”.
José Ortega y Gasset
Aun en las capas de
oscuridad de la noche, los escuchaba venir, encolumnados por la calle de
rodaje. Confirmó, por las luces rojas anticolisión que llevaban encendidas, que
cada aparato avanzaba a una veintena de metros del siguiente. Doce Rafale se
encaminaron hacia el inicio de pista, presurosos, sobre esa estrecha cinta de
cemento flanqueada de luces.
Un viejo
sentimiento se despertó en Cañones. Ahora controlaba lo que cien veces había
hecho antes, solo que con los viejos Tornado. Podía ser su mismo escuadrón,
pero hasta allí llegaban las semejanzas. Eran otros tiempos, otras máquinas de
guerra y otros quienes las piloteaban.
No tenía enfrente a
cualquier escuadrón aéreo, sino al que había sido el suyo. Allí se había
formado de oficial subalterno y luego dirigido como oficial jefe. Era también
la unidad con la que había peleado en la guerra.
Tenían por ave de
referencia al cernícalo. Una de las aves de presa más pequeñas, pero sin nada
que envidiar en cuanto a letalidad a cóndores y halcones. Sobre todo, por su
capacidad de permanecer en el aire orbitando sin ser advertido, así como la
capacidad de caer en vertical y absoluto silencio sobre su presa.
En la pasada
guerra, la formación que ahora supervisaba había hecho acabada justicia a eso.
El escuadrón 702 se trataba de una unidad aérea con ribetes de leyenda. Durante
la guerra se habían destacado, entre muchas otras igual de capaces, por un
arrojo que rayaba en la temeridad. Muchas de las misiones más audaces y
riesgosas del conflicto fueron llevadas a cabo por ese escuadrón. También por
lo mismo, las bajas sufridas se contaban entre las más altas de quienes intervinieron en la guerra.
Parte de esa
historia lo había tenido por protagonista al propio general, cuando todavía era
un joven teniente. Aun llevaba en sí las marcas de eso en la memoria y el
espíritu.
Volvió de esos
sentimientos de orgullo y pérdida en tanto los primeros cuatro Rafale se acomodaban
en el inicio de la pista, lado a lado por parejas, en tanto los restantes
esperan el turno para ingresar. Apenas situados esos cuatro, la primera pareja
comenzó a carretear.
El general prestó
atención a su reloj, que tenía el cronómetro activado. Se hallaba al otro
extremo de la pista, con la única compañía de Guillermo Montjuïc, el jefe del
escuadrón aéreo expedicionario que supervisaba.
Sendos rugidos
rasgaron la quietud de la noche africana. A menos de la mitad de la pista, las
dos aves metálicas se elevaron presurosas. Apenas visibles en la noche,
dos destellos naranja se dejaban por
detrás, iluminando levemente sus toberas.
Despegaban con los
postquemadores encendidos, para comprimir los tiempos lo más posible.
Cañones pulsó el
botón apenas las ruedas dejaron la pista, en tanto la segunda pareja iniciaba
el carreteo y otros aviones se movían de la calle de rodaje al inicio de pista,
en una danza de luces rojas en medio de la oscuridad reinante.
Hizo lo mismo con
todos los demás, hasta que el escuadrón al completo se halló en el aire. Solo
entonces se volvió hacia el jefe de todos ellos, impasible a su lado.
—Doce segundos de
promedio entre despegue y despegue. Felicitaciones, mayor.
Montjuïc lo miró
serio, en tanto volvían al vehículo JLTV que alumbraba con sus luces hacia el
final de la pista. Dentro, lo esperaba en solitario el conductor. No había
querido traer a Aspell, como hubiera correspondido, en consideración a resultar
su noche de bodas. “En el fondo, sos un romántico”, le hubiera dicho Cande.
—Hago lo que puedo
con lo que tengo asignado—respondió el mayor—. Dirijo un escuadrón que usted ha
elegido, mi general.
Cañones percibió el
leve aire de reproche en esas palabras. Como siempre en el ambiente castrense,
el tono como se decía algo valía tanto o más que las mismas palabras.
—Si tiene algo para
decir, lo escucho Ciclón.
—Hubiera preferido
escoger a mi gente y no que me viniera impuesta en un mensaje.
—¿Su gente, mayor?
A mí me parece que no es ni suya ni mía, ni de nadie más que la fuerza a la que
pertenecemos todos.
—Usted me entiende,
mi general, lo que quiero decir.
—Sí, perfectamente.
Pero es mi mando y mi responsabilidad, mayor. Por eso yo elijo a la gente. Va a
ser mi cabeza la que ruede por lo que hagan o dejen de hacer esos pilotos. O el
restante personal de este contingente. De hecho, ¿usted lo haría distinto, de
estar en mi lugar?
El jefe de
escuadrón no contestó nada a eso.
—Entonces, creo que
hemos dejado las cosas claras.
—Tengo dudas
respecto de cierta gente—terminó por sincerarse Ciclón.
No era solo la
charla entre superior y subalterno, entre un oficial jefe y un oficial
superior. Cañones había ocupado ese puesto de jefe de escuadrón que Montjuïc
desempeñaba ahora, cuando éste fue destinado a la unidad. De hecho, era el
general quien lo había bautizado con el indicativo de vuelo que tenía.
— ¿Cierta gente? O
es una persona en particular, Ciclón.
—Usted sabe de
quién hablo. No me parece que tenga la antigüedad en el escuadrón para estar
acá. Voluntaria o no.
—Pienso distinto,
Ciclón. Ya me enteré de cómo la habilitó. La hizo recorrer todo el manual de
procedimientos y aterrizar en emergencia, manual, con combustible bajo. Buscaba
que errara. Le pregunto: ¿Falló?
El jefe de
escuadrón se mostró incómodo al tener que responder a esa pregunta.
—No.
—Entonces tiene una
buena pilota en su escuadrón. Aprovéchela. El responsable que esté acá soy yo,
no ella.
El oficial jefe
aludido solo asintió, antes que entraran al vehículo. No conversaron más, en el
regreso a la base. Cañones supo que esa última asunción de responsabilidad
suya, distaba mucho de haberlo conformado.
Fiel a su carácter
pétreo, sabía que Montjuïc no había modificado un ápice su postura.
Sabía también que no sería
la última vez que tendrían que abordar el tema.
24
Primer encuentro
“El liderazgo requiere cinco ingredientes: inteligencia, energía,
determinación, confianza y ética. El desafío clave hoy en día es el ejercicio
de los dos últimos: confianza y ética”
Fred Hilmer
Era una mezcla
entre un auditorio y un aula de clases, pero en versión aeronáutica. La sala de
vuelo no era otra cosa que un recinto para reuniones, pero con pizarras y
pantallas electrónicas en la pared central, más una tarina a un lado, enfrente
de lo cual estaban dispuestas cuatro filas de sillas de diez asientos.
Cata se sentó en
una de los asientos plegables, en el lugar que le correspondía por la
antigüedad en el grado, no lejos de Laura y Leo.
Se trataba de una
sala de vuelo mucho más pequeña y despojada que aquellas que podían hallarse en
cualquier base aérea de tiempo de paz. No contaba con los sillones en gradas
estilo auditorio. Pero a nivel de los recursos de presentación e datos e
imágenes nada le faltaba.
Se sumergió en su
asiento. A pesar de estar lleno el lugar, parecía invisible. En particular,
para su propio escuadrón.
Montjuïc, en el
primer asiento de la primera hilera, gritó atención cuando ingresó el Force Commander seguido de su Executive
Officer y otros miembros de su plana. Todos se pusieron de pie, en posición de
firmes. Cañones los hizo sentar con un gesto.
—Quise reunirme con
todos ustedes para hacer una suerte de presentación en comunidad—les habló en
inglés, que era el idioma operativo de la misión—. Que conozcan, cara a cara, a
quienes daremos las órdenes para sus misiones de vuelo. Soy el general Cañones,
Force Commander. A mi derecha, la
teniente comandante Joan McGregor de la marina de Estados Unidos es mi segunda.
El teniente coronel Medot es el encargado de la protección terrestre y el mayor
Montjuïc de la unidad aérea. Se trata, como ya saben, de una fuerza
internacional un tanto particular. Predominantemente aérea, pero no en
exclusiva. Nuestra actuación también será en el mar y en tierra proyectándonos
desde ese entorno. Sin estar previstas operaciones independientes en ninguno de
esos dos ámbitos.
No dijo mucho más que un breve pantallazo a la situación. La violencia
política en las islas de Kubatu seguía en aumento. Se le había dado un
ultimátum de cesar las acciones de tres días al presidente Dada Oumee y de
permitir el ingreso de la ayuda internacional. Caso contrario, al congelamiento
de los activos fuera del país, ya en vigor, y las sanciones económicas,
seguiría un bloqueo por mar y aire que precisamente ellos deberían hacer
cumplir.
A las palabras del general le siguieron algunas cuestiones operativas
dadas por la teniente comandante McGregor. En general, medidas de coordinación
con los aviones del ala aérea embarcada del portaaviones USS Gerald R. Ford. Luego
Medot habló de las medidas de seguridad del personal, dentro de la base de
despliegue y fuera de ella.
—Hasta nuevo aviso, los pases de
salida no están permitidos.
Fueron palabras que hicieron que
todos allí se miraran las caras. Delataba dos cosas: una, que la vida sería en
el tiempo próximo, dentro de ese perímetro militar. La segunda, que a nadie tampoco
se le escapó, es que existía algún riesgo en la seguridad para actuar de esa
forma, sin dejarlos salir fuera.
La subsiguiente charla legal del
auditor destacado con ellos, respecto de las normas que se aplicaban dentro, en
lo militar, y las susceptibles de aplicárseles fuera, por parte del derecho de Markani,
no les llevaron más tranquilidad.
—Recuerden que somos huéspedes en
este país—dijo a modo de conclusión el teniente coronel Gerin—, sin inmunidad
alguna respecto de sus leyes que son bastante distintas a las nuestras. Por
eso, en cualquier salida operativa fuera del perímetro de la base, deberán
extremar los cuidados al respecto. Recibirán por lo mismo, cada uno, reglas
adiciones de comportamiento a las operativas, que deberán observar de forma
escrupulosa.
Cata pensó que tal vez no los dejaban salir precisamente por carecer de
esa inmunidad. También notó, en el rostro de la teniente comandante, que no le
hacía ninguna gracia esa cuestión.
Luego Mariana dio una brevísima exposición respecto de los aspectos más
administrativos: comunicaciones con los hogares, tiempo autorizado para el uso
particular de internet y posibilidad de llamadas personales. Había también un
circuito cerrado de películas. Brindó las claves para el wifi, los horarios de
comedor, de lavandería, el deber de hidratarse y dar la novedad inmediata de
cualquier tipo de malestar, así como especificó las obligaciones de limpieza de
espacios personales y comunes.
El general entonces tomó la palabra, para cerrar. Pidió a todos,
profesionalismo y una acendrada dedicación.
—Nos hallamos en un
lugar donde una sola decisión puede modificar enormemente el mundo—les dijo,
muy serio—. Y no solo el de ustedes, también el de la gente que dependen de
ustedes. Todo aquí cambia en un instante. No subestimen eso. No estamos en
nuestro elemento habitual. Estamos en un lugar muy especial por lo inestable con
una tarea particular por cumplir. Deberemos conducir y conducirnos, obedecer y
mandar en un ambiente distinto que seguramente no terminamos de entender, y que
ciertamente no funciona como acostumbramos a que funcione, lleno de
dificultades y hasta caos. Eso es una crisis y estamos aquí precisamente para
enfrentarla. Una buena decisión salva las cosas y una mala lo arruina todo.
Están entrenados para decidir. Apliquen eso. Y confíen en esa intuición, esa
voz interna que los alerta de algo, que los sitúa sobre algo específico de la
situación. No importa que tan menor puede ser. Por algo han reparado en eso. Y
lo que es más importante: manténganse enfocados en lo que deben hacer, no tomen
riesgos innecesarios y no dejen de dar el mejor esfuerzo aun en las cosas que
pueden parecer menores. Todos hemos venido aquí juntos y todos vamos a irnos de
la misma forma cuando terminemos con nuestra tarea. Eso es todo.
Dejó su lugar al
frente y todos en la sala se pararon de sus asientos. Fue por las filas
saludando a los oficiales. No tardó en llegar a donde se hallaba Cata. Dos
pasos por detrás, Montjuïc no le perdía pisada.
— ¿Cómo anda, Gringa?
Cata miró a su antiguo director. Aun cuando pudiera
parecer algo increíble, oír su indicativo de vuelo le sonó raro. Era el primero
en mucho tiempo que la llamaba de esa forma. Tal como era costumbre que se
trataran entre los pilotos, más allá del rango.
—Bien, mi general.
Era de esos bien que se decían a falta de otra
palabra mejor. Cañones la había vuelto al vuelo. Sentía que no resultaba
correcto hacer observación alguna respecto de todas las cosas que le pasaban.
Ella sola era responsable de aquellas que concernían a su vida personal. Y
respecto de su vida en el escuadrón, también entendía que era solo cuestión
suya persistir.
Cañones la observó, como si fuera a preguntarle
algo más. Pero en cambio de eso, dirigió la mirada hacia la manga derecha del
buzo de vuelo de Cata, en donde lucía la mitad "peluda" de un velcro,
sin estar fijado allí el parche correspondiente.
—¿Dónde está su insignia de escuadrón?
—No he podido conseguir una, mi general.
Cañones se la quedó mirando por unos momentos. Era
una de las tradiciones no escritas entre los Cernícalos, de ese tiempo que ya
no era el suyo. Los nuevos no lucían el parche con el escudo del escuadrón
hasta dejar de ser considerados novatos.
Cata observó entonces, para su total sorpresa, como
el general bajó el cierre metálico de uno de los bolsillos en las mangas de su
buzo de vuelo y, tras sacar de allí viejo un parche de los Cernícalos, se lo
colocó sobre el velcro debajo de su hombro.
—Use el mío entonces, hasta que lo consiga. Por
suerte todavía lo llevo encima.
A Cata se le atragantaron las palabras de
agradecimiento. Las balbuceó como pudo, antes de descubrir, por detrás del
general, a su jefe de escuadrón que la miraba con ojos de fuego.
25
Fotos de familia
“La fotografía es, antes que nada, una manera de mirar. No es la mirada
misma”.
Susan Sontag
Paulina entró con
el morral al hombro, que dejó en el perchero atrás de la puerta. Se quitó también
la gomita que aprisionaba su cabello castaño hacia atrás, en una cola de
caballo, y se sacó las zapatillas.
Iba derecho a la
cocina a ver qué podía comer que tuviera algo de gusto y no trajera aparejado
incorporar mil calorías, cuando encontró a su mamá en el living, sentada en el
sillón de tres cuerpos, revisando un par de gruesos álbumes.
—¿Qué estás
haciendo, mamá?
—Acomodando fotos
viejas.
—Tendrías que
escanear todo eso y pasarlo a la compu.
Cande le sonrió,
sin dejar de observar una fotografía
—Soy de la vieja
escuela, digamos. Me gusta mantenerlas así.
Ella fue a sentarse
a su lado.
—¿De qué te reís?
Lo mostró la
imagen. Pauli pudo reconocer a su papá, muy joven, con un uniforme de cuello
alto y a su mamá con un vestido azul de fiesta. En lugar del pelo lacio con corte carré que siempre le conocía, Cande
tenía el pelo largo y muy, muy enrulado.
—Esta es del primer
baile con tu papá. Todavía era cadete.
—Que rígidos.
—En esa época era
todo un poco más formal que ahora. Pero nos divertíamos igual.
La joven sonrió,
apuntado con el dedo al rostro de Cande en esa vieja imagen en blanco y negro.
—No puedo creerlo,
mamá. Ese maquillaje. Y el pelo.
—Así se usaba,
Pauli. Eso era estar en la onda. Ni sé cómo le dirán ahora.
La joven sonrió. Pasaron
juntas más páginas. Comentaron, sobre todo, las que mostraban en casamiento.
Seis hojas después, Paulina se detuvo en otra foto que mostraba a Cande,
también de vestido largo y collar de perlas de dos vueltas, sentada en el mismo
sillón en que estaban mostrando un bebé sonriente a la cámara.
—¿Esa sos vos?
¿Cuál de nosotros es el bebé?
—En realidad,
ninguno. Es Laura el día que la bautizamos. Por eso tiene ese vestidito con
voladitos.
—Muy lindo.
A Cande no se le
escapaba la admiración de su hija por esa prima que siempre había destacado en
todo.
Vieron un par más
de páginas. Ya en las fotos aparecían los cuatro. Pauli observó la inevitable
foto para los hijos de un piloto: los chicos con papá y los aviones.
—¿Esto ya es Loma Linda?—preguntó
Pauli—¿pensé que habíamos ido de más grandes?
—No, es antes: Cerro
Bernardo, con el Ala ocho. Tu papá no era todavía jefe de escuadrón. Mirá las
insignias en el buzo. Era capitán segundo nada más.
Cande se sabía
lugares, unidades, cargos e insignias tanto como cualquier militar. Su hija, en
cambio, siempre había procurado entender lo menos posible del tema.
Ninguna de las dos
dijo nada respecto de Carlitos, el otro chico en la foto, el hermano mayor de
Pauli. Estaba, como ella, sentado y sonriente sobre el ala de un avión Tornado.
Fallecido de joven en un accidente, pasaban los años pero todavía dolía. Lo
suficiente como para que todos evitaran hablar al respecto.
Cande pasó a otras
fotos. Un grupo de jóvenes, todos de uniforme con las respectivas esposas de
vestido largo, sentados en una mesa redonda de mantel blanco, con otras iguales
en una especie de salón grande.
—Fiesta de fin de
año de la unidad. Esta sí ya en Loma Linda.
Se veían tan
encantadores con esos uniformes impecables. Pero la foto no mostraba los
esfuerzos que esa vida conllevaba por detrás, particularmente a nivel familiar.
—Un plomo esas
fiestas, mamá.
Cande sonrió. A Paulina
nunca le había gustado demasiado compartir sus padres con las obligaciones
sociales propias del medio castrense. Aun cuando había nacido en un hospital
militar y crecido en distintas bases a lo largo de sus poco menos de dos
décadas de vida.
Muchas veces su
vida había cambiado y mucho, al escuchar la frase, "nos vamos de
pase". Se trataba de una expresión que implicaba muchas cosas. Otro lugar
donde vivir el siguiente año, amigos que se perdían, otros de destinos
anteriores que se recuperaban. Una distinta escuela a la que asistir, otra casa
más o menos como la anterior, en un barrio de oficiales donde las costumbres
eran idénticas. Hogares sin llave en la puerta, poder estar en la vereda tan
seguro como en tu casa. Un sitio donde todos los chicos de una misma edad
terminaban por moverse en conjunto. Hacías amigos rápido y tu vida era bastante
en grupo. De pronto, uno terminaba merendando con todos los hijos de los
vecinos, en la propia casa o en la de ellos. Era habitual que la llamaran más
por el apellido que por el nombre, o por el diminutivo del apellido, o por el
diminutivo del indicativo de vuelo de papá.
Implicaba asimismo,
tener además de los tíos por parentesco todos esos otros que lo eran por ser
compañeros de la promoción de su papá. Tener que ir de punta en blanco a todo
el calendario de eventos de la base, concurrir al mismo colegio que los hijos
de los demás en la base, comer la fruta con cubiertos o poder sacar de las
tiendas de la base al fiado con la cuenta de papá eran otras de las
particularidades de esa vida. Su certificado de estudios no era de una o dos
escuelas, sino de siete distintas, por los varios destinos entre el primario y
secundario.
Como decía Pauli en
ocasiones: “la única que no entró
voluntaria a la aviación, soy yo”. Al revés de lo habitual, de chica había
sido huraña a esas cosas para volverse mucho más compañera al entrar a la
adolescencia.
—Hablando de cuestiones
familiares, Pauli: ¿Cuándo pensás conversar con tu papá?
Ella se encogió de
hombros.
—No sé. No me
gustaría que lo tome mal.
—Creo que siempre
has podido hablar con él, ¿no?
—Sí, pero tampoco nunca
tuve nada tan importante para decirle.
—No me parece que
sea tan grave. Es tu papá, Pauli. Tiene que saberlo.
—¿No puedo esperar
a que vuelva?
—Me parece que va a
ser un poco tarde para entonces.
Paulina suspiró,
tal como era su costumbre cuando se hallaba frente a algo que no tenía
demasiado interés en llevar a cabo. Su mamá tenía razón. No le quedaba otra que
juntar ánimo y hablarle al respecto.
26
Una fogata en la playa
“Tómate un tiempo en escoger a un amigo. Pero sé más lento aún en
cambiarlo”.
Benjamin Franklin
Icebreaker party le decían en la costumbre de las
fuerzas armadas estadounidenses. Una reunión informal, antes de iniciar las
operaciones, para distender el ambiente y acercar a quienes debían trabajar en
equipo.
La antigua base francesa tenía salida al mar. Más
precisamente, a una playa de arena pasable bañada por aguas de color entre azul
y esmeralda. Medot había hecho extender hasta allí el alambrado perimetral
reforzado por sacos de tierra y vigas de acero, colocando un par de torres de vigilancia
en los extremos de esa lonja arenosa de unos quinientos metros de ancho.
Dos parrillas a gas proveían de hamburguesas. Una
de carne y las otras vegetarianas. Chechu aguantó pacientemente la larga cola,
poniendo freno a su tradicional ansiedad para casi todo, hasta lograr hacerse
con una doble a la que puso todo lo que había en la mesa contigua de elementos:
todas las verduras, todos los aderezos y doble queso.
Todavía luchaba por aplastar entre el pan todo eso,
cuando vio venir a Mariana de la otra parrilla, a la cual no no existía cola:
la que servía las hamburguesas de soja.
—Sos rara—le dijo.
—Mucha grasa—le contestó ella.
Chechu miró más allá de donde estaban, a la torre
de vigilancia en el extremo de la playa.
—Esto parece una prisión, más que una playa. ¿Es
necesaria tanta seguridad?
Mariana le dio un mordisco al pan, sin contestar
nada.
Ella se la quedó mirando, demandando una respuesta
desde el silencio. Pero no por mucho tiempo. Cañones se apareció como de la
nada y le pidió que buscara a Laura, Leo, Cata y Tebi. Lo que se apresuró a
llevar a cabo.
Una vez todos reunidos, el general les habló.
Estaban bastante retirados como para que no escucharan los demás.
—Vamos a solucionar un par cuestiones de forma
rápida. Sé que algunos de ustedes han tenido ciertos desencuentros a nivel
personal. Eso se acabó ahora. Es mucho lo que está en juego en esta misión como
para entorpecerla con aspectos personales. No les digo que salden nada, si no
quieren. Solo que pongan en un aparte esos asuntos hasta que terminemos aquí.
Si se invitan o no a la fiesta de cumpleaños o se saludan o no para navidad, me
tiene sin cuidado. Pero aquí vamos a trabajar en equipo y apoyarnos
incondicionalmente entre todos. ¿Estamos en claro?
—En claro, mi general—dijeron todos.
—Qué bueno que nos entendamos. Ahora, a comer.
Disfruten la velada. En dos días, nuestro mundo puede ser muy distinto de esto.
Mariana no pudo evitar maravillarse de la muñeca
que tenía para tratar ciertos temas de un modo al parecer tan casual. De haberlos
hecho quedar en la reunión, todos se habrían apercibido que algo pasaba entre
ellos. En cambio así, hablando a un grupo como luego fue por los demás, todo
había quedado por demás desapercibido a los ojos de cualquier extraño.
Terminó su hamburguesa de soja con tomate y
lechuga, sin aderezo alguno, antes de pedirle autorización al general para lo
que tenía en mente hacer esa noche. La obtuvo, como suponía, sin problemas.
Para ese entonces, el grupo se había desperdigado
por varios lados. Cata quedó sola, sin buscar la compañía de nadie. Notó que
Mariana se iba, Laura y Leo andaban muy juntitos, acarreando unos equipos y
Chechu charlaba más que animaba con Ticho. No daba para ir con ninguno.
No tenía hambre y tampoco le gustaba estar tomando una
gaseosa sin azúcar. Pero no quería beber nada más fuerte, aunque no le faltaban
ganas. Vulnerable como estaba, probablemente descarrilaría. Ese no era un buen
lugar, ni la mejor audiencia para hacerlo.
Caminó, sola por la playa al borde de donde llegaba
la marea. Deseó que el mundo a su alrededor desapareciera, estar sola para
poder quitarse el calzado de vuelo y poder mojar los pies. Pero tampoco, esa
reunión, daba para eso.
Le llegó cierta música a sus oídos. Se volvió hacia
donde se originaban los sonidos. Leo había traído una computadora portátil, que
usaba como mesa de mezclas de canciones y unos parlantes, pequeños pero
potentes. Con un auricular inalámbrico, sospechosamente parecido a los que
usaban en el CIC, escuchaba otro tema distinto del que sonaba, para decidir el
punto exacto en que llevaría a cabo el empalme.
El repertorio puesto era típico de él: Sex on fire de Kings Of Leon, More Than A
Feeling de Boston, Blinding Lights sonando por The Weeknd. Se notaba que estaba
enamorado, pensó ella. Eran, más que nunca, las canciones de un tipo super
enganchado en cuanto al amor.
De hecho era mutuo, a todas luces. Laura estaba al
lado suyo. Tenía una mano puesta en el hombro de Leo y tomaba un vaso con la
otra. Estaban cariñosos el uno con el otro como no los había visto antes. Ella,
en especial.
Parecían muy felices y esa constatación la afligió.
Se sintió, además, culpable por eso. Los quería a ambos pero no podía evitar
ese sentimiento al verlos juntos.
No era que siguiera enganchada con Leo. Continuaba
sin poder desprenderse de la ilusión de aquello que
hubiera podido ser. Sabía que persistía en algo que era más bien una
construcción de su mente que algo con raíces en la realidad. Pero aun así, por
alguna extraña razón, no quería desprenderse de eso. Tal como uno atesora cosas
que sabe ya no funcionan, porque le apena prescindir de ellas.
A veces, tenemos que enfrentarnos al
hecho de que nuestras buenas intenciones han ido mal. Que solo habíamos querido
ser felices y obtuvimos todo lo contrario. Que sin querer dañar a nadie, hemos
terminado por lastimarlos. Empezando por uno mismo.
Pero los recuerdos podían ser tan
tentadores. Sobre todo, respecto de aquello que se había querido y no había
podido ser.
Extrañaba lo que no había sido. Por
el encanto de lo intenso, por la melancolía de ese placer fugaz.
Cuando levantó la vista, tenía a una
persona por delante de ella. Justo en medio de su camino. Se trataba de
Esteban, mirándola sin ninguna posibilidad que pudiera hacerse la desentendida.
Tenía una lata de cerveza en la mano, que le envidió.
No había muy bien que decirle. Pero
él se le adelanto. Ni hola ni nada. Fue directo al punto.
—¿Así va a ser? ¿Terminar por un mensaje?
Cata bajó la vista, sintiéndose mal.
No era un mal tipo, para nada. Tenía eso tan en claro como que él la quería.
Mucho. No, él no era el problema. Se trataba de ella y de ese tifón de
sentimientos en que vivía últimamente.
—No supe qué otra cosa hacer.
Sus propias palabras le sonaron a
nada. Pura excusa para no decir lo evidente: los sentimientos la habían
sobrepasado en toda la cuestión hasta el punto de anularla. No era fría ni
desalmada con él. Simplemente, no había sabido qué otra cosa hacer. Tal como le
había dicho.
—Solo...solo trato de unir mis
pedazos y seguir adelante— se sinceró.
Notó que la expresión de Esteban se
relajaba un poco luego de eso. Seguía muy serio, pero ya no era hostil. Buscaba
comprenderla.
—Lo lamento. Sé que ya no tengo
derecho a meterme en tus cosas.
Fue el turno de Cata de mostrar la
misma expresión culposa.
—No, pero te reconozco algo. A
diferencia de los demás, vos nunca me lastimaste.
Hizo una pausa.
—Fui yo la que lo hizo.
Pudo ver el asombro en su mirada.
Nunca había pensado que pudiera decirle eso, supuso.
—No digas nada más.
Solo dejémoslo ahí.
—Tal vez debiéramos
charlarlo—aceptó ella.
—A estas alturas, las
palabras no solo son muy innecesarias: únicamente van a producir más daño.
Ella lo miró, sin
aceptarlo demasiado.
—Nunca quise que
fuera así, Esteban.
—Por favor no me
expliques nada. No necesito tus razones.
Cata observó los
ojos de Esteban. Había pena y no bronca en ellos. Eso la hizo sentir aun peor. Se
habría sentido aliviada de saber que la odiaba. Pero no era así.
—Todo está
terminando—agregó él.
— ¿No podríamos al
menos ser amigos?
Él rechazó de plano
esa posibilidad.
—Nunca te vi como una
amiga y no voy a empezar ahora.
Se alejó, para no
decir otra cosa de la que se arrepintiera luego.
Había sido injusta
con él y lo sabía. Pero lo peor de todo es que no tenía idea de cómo podía
reparar eso.
27
Noche de ópera
“La ópera es la verdad de la mentira; el cine es la mentira de la verdad”.
Ramón Gómez De La
Serna
Mariana se retiró
tan pronto pudo de la reunión en la playa, para volver al módulo de comando en
donde estaba su cubículo de trabajo. No había nadie allí, como era de esperar. Accedió
a su computadora con la clave personal y se aseguró que no hubiera nada abierto
respecto de la nube militar de datos que utilizaban para la operación. Luego
desenchufó el cable que la unía en red a las otras. También se aseguró de no
haber dejado archivos guardados en la máquina, referentes a lo que estaban
haciendo. Solo entonces, se conectó a la red de internet común, a través de
google crome. Tecleó en el buscador el link del teatro Colón de Buenos Aires.
Una vez allí, fue hasta la parte en que permitían reproducir las obras.
Era una persona de
gustos poco comunes entre sus compañeros, por eso prefería aislarse para
llevarlos a cabo. Escuchar y ver ópera era uno de sus grandes placeres luego de
un día de trabajo. Por eso se había animado a pedirle al general poder verlo
desde allí, donde el internet corría mejor.
Se alegró al hallar
Tristán e Isolda, de Richard Wagner. Todos decían que se trataba de una
representación soberbia, llevada a cabo en la espectacular sala de ese teatro,
que no pocos entendían como aquella con la mejor acústica para ópera en el
mundo. Conectó sus viejos auriculares a uno de los puertos USB. Eran del tipo
con cable, pero la calidad de sonido que tenían era superior a la de los
inalámbricos, a su entender. Apretó con
el mousse en la parte de la página para reproducir y se echó atrás en el
asiento, dispuesta a disfrutar de la función.
—¿Trabajando hasta
tarde, Rey?
Escuchó un ruido a
sus espaldas que la sobresaltó. Al darse vuelta, observó que se trataba del
auditor. Llevaba, como siempre, una carpeta con papeles en una de sus manos.
Intentó pararse
para ponerse firme, pero este le hizo señas que siguiera sentada.
—No en realidad, mi
teniente coronel.
Gerin se acercó a
la pantalla congelada. Ella sintió como comenzaba a subírsele la temperatura en
la cara.
—No hay buena señal
de internet en el módulo. El general me autorizó a poder verlo acá.
— Tristán e Isolda
de Vagner, si no me equivoco—lo dijo sin quitar la mirada de la imagen.
—Exactamente, mi
teniente coronel. Me gusta la opera.
—Somos dos.
¿Quiénes la representan?
—Es una producción de
Julio de 2018 de la Staatsoper Unter den Linden de Berlín, con Daniel Barenboim
al frente de la orquesta Staatskapelle Berlin. Anja Kampe es Isolda y Peter
Seiffert canta el rol de Tristán.
La dirección de
escena era de Harry Kupfer y la escenografía de Hans Schavernoch, pero no lo
dijo. Ya parecía una publicidad con tantos datos. Por algún motivo, su pasión
por presentar toda la información posible se exacerbaba cuando tenía cerca a
ciertas figuras de autoridad. Tal como el auditor al frente suyo.
—Seiffert, además
de un muy buen tenor, es un especialista en el repertorio wagneriano. Y Kampe
resulta una soprano soberbia.
Al parecer, sabía
de lo que hablaba. A Mariana le agradó saber eso. Por lo general, la miraban
como alguien raro al comentar sobre esos temas.
—Puedo entender por
qué no quería perdérsela. ¿Le molesta si lo veo también?
Ella parpadeó, algo
sorprendida.
—No, para nada.
El abogado trajo
una silla y tomó asiento a un lado. Mariana notó entonces que no tenía
auriculares y le pasó uno de los auriculares suyos.
—Son del viejo
estilo, con cable. El general mi pidió que fuera discreta con la música.
—Entiendo. No hay
problema.
Mariana pensó si
alguna vez perdía esa corrección en los modos. Lado a lado, uno con cada
auricular, a la mayor distancia que el cable permitía, siguieron la
representación.
No era cualquier
ópera. Su autor la había compuesto hacia 1857, como un descanso de la extensa y
compleja creación de El anillo del
Nibelungo. Buscaba escribir una obra más accesible, de dimensiones mucho más modestas.
Terminó, como paradójico resultado, creando una ópera con más de cuatro horas
de duración, tan exigente para los cantantes de interpretar, como para los oyentes.
La historia derivaba
de una leyenda medieval, que más tarde vinculó con las referentes al legendario
rey Arturo. Una princesa irlandesa, destinada a casarse con el rey Marc, se
enamora del sobrino y vasallo del rey, el caballero Tristán: un amor tan
culpable como irresistible que da inicio a una relación clandestina que acaba
con la muerte de ambos enamorados.
Fue una
interpretación soberbia, que como era usual en ella, la emocionó. Al punto de
escapársele un par de lágrimas silentes.
Muchas veces pensó
que aun teniendo como instancia final la muerte, no era algo que le desagradara
como precio por vivir una pasión de esas características. Por eso, no podía
evitar emocionarse y terminar usualmente, como esa vez, con un par de lágrimas
en los ojos.
Se apresuró a
quitársela de la mejilla, avergonzada por lo que su compañero de función y
superior militar pudiera pensar.
Pero para su
sorpresa, el ver de reojo si se había dado cuenta o no, notó que él también
tenía una lágrima a medio salir de los ojos.
28
Desvelada
“Todos los días haz algo que te de miedo”. Eleanor Roosevelt
Cata volvió al
sector donde tenía su habitáculo. Tres metros por tres, con aires de
contenedor. La cama era una tabla de material compuesto de alta resistencia que
se bajada de la propia pared, como una suerte de gran repisa plegable.
La tendió con los
elementos que alguien había dejado, embolsados al vacío, en el piso. Acomodó
sus cosas en uno de los dos rectángulos fijo a la pared con una varilla de
medio metro a la izquierda y tres repisas a la derecha. Estaban contiguos a la
cama.
Tomó sus elementos
de aseo y fue hasta los sanitarios de mujeres, tres contenedores más allá del
suyo, para lavarse los dientes. Fue la única allí. Todo el mundo parecía estar
dormido o seguir en el icebrake party.
Se miró al espejo.
Lo devolvió una imagen penosa de sí misma: con la aflicción campeándole en el
rostro, de ojos tristísimos. Supo que contemplaba su versión más oscura. Fue
algo que, no la preocupó tanto por cuanto había caído en la desesperanza como
por la idea inquietante de que no volvería nunca a sonreír. Un miedo
irracional, pero que le caló hondo como pocas cosas.
Volvió al
contenedor y se acostó tras desvestirse, solo para seguir viendo el techo. No
podía conciliar el sueño y luego de un rato compadeciéndose por su suerte, se
sintió tentada de tomar algo que la condujera al sueño. Pero debía volar mañana
y no quería tomar ese riesgo. Estaba en una disyuntiva que se le antojó atroz:
debía dormir para volar y no podía hacerlo, pero si tomaba algo tampoco estaría
en condiciones.
Se sintió una
tonta, una inútil, alguien incapaz de llevar adelante las cuestiones más
básicas de su existencia. Fue un sentimiento de impotencia que le dolió aún más
de todo cuanto venía sufriendo. Por suerte, el sueño se apiadó de ella y cayó
en algún momento en la inconciencia.
Chechu la despertó
sobre las cinco de la mañana. No por querer hacerlo, sino al tropezar en la
oscuridad, luego de abrir torpemente la puerta, supo que no podía hacerse la
disimulada por más tiempo y debía ayudarla.
Prendió la luz.
Ella se quedó allí, parada, sonriéndole con un dejo de culpa. Se lamentó que la
hubiera despertado. Cata le respondió que no se preocupara y bajó de la pared
metálica su litera para empujarla hacia allí.
La ayudaba como
hubiera querido que lo hicieran con ella. Le hubiera venido bien un abrazo, una
palabra de aliento. Alguien que le dijera que no todo era tan malo como parecía
y que saldría de esa. Pero el puesto estaba vacante.
Estaba algo pasada
de copas. Llevaba puesta esa sonrisa tonta y ese aroma masculino que dejaba
claro que se había divertido en grande. Le quitó los borcegos y la hizo
acostar. Chechu se dejó hacer, murmurando canciones pésimamente entonadas. Love is in the air, por caso. Su
felicidad en la embriaguez la hizo sentirse aún más miserable.
Quiso volver a su
cama pero ella la aferró por la mano. La atrajo hacia ella, poniéndole un dedo
en la nariz y diciéndole que era la mejor compañera de cuarto. La mejor, del
mundo entero. Del mundo y los planetas vecinos. Cata le dijo que durmiera un
poco, se zafó de la mano y volvió a acostarse.
Chechu tarareó un
poco más Like a virgin antes de
dormirse entre ronquidos sonoros.
Volvió a mirar al
techo metálico. Su mundo se tambaleaba peor que Chechu al entrar allí; adquiría
una oscilante, afligente y misteriosa naturaleza.
29
Lágrimas de hartazgo
“Para el que ignora el puerto al que encaminarse,
ningún viento le es propicio” Séneca
Se despertó
tempranísimo, sin haber dormido demasiado. En la cama del lado opuesto al suyo,
Chechu roncaba abrazada a la almohada.
Renunció a seguir
acostada. La crisis emocional de la noche había remitido, pero seguía clavada
allí. Se trataba de una sensación incómoda, de desasosiego.
Se levantó y, antes
incluso de vestirse, se dedicó a tener con escrupulosidad su cama, antes de
volver a plegarla a la pared del módulo.
Se trataba de algo
que le habían enseñado de cadete, tomado de la marina de Estados Unidos. “Si
quieres lograr algo contigo, empieza por tender tu cama”. Era una frase que se
la habían repetido sus instructores hasta el hartazgo.
Nada se revisaba
más, en la revista de la mañana, que cómo estaba tendida la cama. Se lo
entendía como un hábito clave, que tenía grandes efectos en las demás áreas, en
esa jornada. Se decía que tender a conciencia la cama en la mañana aumentaba
las posibilidades de tomar mejores decisiones durante el resto del día y elevaba
la sensación de control.
Como primera tarea
del día que era, se trataba también del primer logro que uno podía tener. La
satisfacción que producía debía usarse para realizar otra tarea y luego otra.
Para llegar al final del día con muchas tareas completadas.
Recordó las
palabras de la teniente Bursi, su instructora de entonces: “Las pequeñas cosas son las que realmente hacen la diferencia en la
vida. Pues la existencia está compuesta de eso: pequeños momentos, uno tras
otro. La clave de poder sobrellevar los grandes desafíos está en cómo uno se
comporta, lo que logra con las pequeñas cosas. Tender apropiadamente la cama
también recuerda que las cosas pequeñas importan. Si no puedes hacer bien las
cosas pequeñas, nunca podrás hacer bien las cosas grandes”.
Esperó que tuvieran
razón en eso. Por lo pronto, no parecía hacerle ningún efecto. Seguía tensa,
con la cabeza ocupada en repetir y repetir pensamientos aflictivos. Sacó de su
bolso de despliegue el equipo de gimnasia: remera, shorts y unas zapatillas que
había comprado tratando de imitar a las de reglamento. Eran, en realidad, de
los calzados Premium de una marca deportiva internacional. Hechas a la medida
de su pie, costaban medio año de su sueldo como teniente de vuelo. Eran lujos
que podía darse por tener otras posibilidades financieras.
Se las colocó junto
a las demás prendas y salió a correr por la base. No eran pocos los que a esa
hora, apenas despuntada el alba, hacían lo mismo para poder ejercitarse antes
de tener que ir a tomar servicio.
Adrede, evitó a los
otros corredores y buscó la soledad en sus circuitos. La sensación de desamparo
y la angustia aumentaron. Siguió corriendo, procurando hacer que tales
sentimientos no existían. Pero seguían allí, incrustados en su cabeza.
Mortificaban su alma.
Volver a ver a Leo,
la indiferencia de Laura, encontrarse con Esteban, los términos en los que
hablaron, lo cuesta arriba que se le hacía estar en ese escuadrón. Todo se
sumaba para, agitado y mezclado, mortificarla desde dentro.
Corrió hasta que no
dio más. Con las sienes latiéndole, con la respiración entrecortaba, las
piernas negándose a dar un paso más, se quebró de improviso. Solo paró el
trote, a un lado del último de los hangares, afirmando las manos por encima de las
rodillas, rompiendo en llanto cuando todavía trataba de recuperar la
respiración.
¿A quién quería
engañar, tratando de aparentar estar entera? El dolor y la lástima que sentía
por sí misma era atroz.
Solo se quedó así,
llorando sin saber ni querer contenerse hasta que pareció quedarse sin
lágrimas. Procuró serenarse, respirar hondo hasta volver a la normalidad.
Calmarse. Aquietar un poco, el tornado de sentimientos que le habían estallado
desde dentro.
Estaba en eso
cuando la mano de hombre le alcanzó un pañuelo, desde enfrente de ella.
—Gracias.
Cuando levantó la
vista, observó de quien se trataba. Vestía como ella, de gimnasia. El mismo
pantalón corto azul, con idéntica remera en gris. En el frente de la prenda se
dejaba ver, tal como en la suya, un ave de presa descendiendo en picada, con
sus contornos en llamas. Alrededor de la figura podía leerse en letras verdes,
por encima “Escuadrón 702 de Caza y Ataque” y por debajo “Cernícalos”.
Para su total
vergüenza, quien le había brindado el pañuelo y la miraba con una expresión de
incredulidad, no era otro que el general Cañones.