Misión en el trópico 4: Una incomodidad creciente

 




21

Diálogos tecnológicos

 

 

“La sorpresa es el móvil de cada descubrimiento”.

Cesare Pavese

 

Uno de los momentos más esperados de su día era cuando la actividad, al morir la tarde se aquietaba y poder llamar a su casa. Por fortuna, al estar en misión en el extranjero, se permitía el uso de una aplicación de llamadas y videoconferencia al efecto que podía incluso tenerse en el celular oficial. Todo miembro del contingente tenía un cupo de minutos al día y de gigas para poder llevarla a cabo.

No tardo en conectar. Poco después, Cande lo atendió en el living de la casa. Por fortuna, la señal era buena, lo que permitía una imagen que no pareciera en cámara lenta y hablar sin el efecto de delay.

Nada que ver a cuando, décadas atrás había ido a una guerra. Por entonces, debían llamar desde un teléfono público en la base de despliegue, libre de todo pago pero con un temporizador de cinco minutos. Las colas siempre eran eternas. Si es que la línea telefónica se hallaba en condiciones.

Cande, por supuesto, lo tenía tan en mente como él. Hablaron al respecto brevemente, evocando esos difíciles días.     

Tempora mutantur, et nos mutamur in illis— dijo Cañones al respecto—. Los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos.

—Ya me extrañaba que no vinieras con algunos de tus latines. Una costumbre extraña para quien nunca estudió latín.

—Recuerdo que tenía que impresionar a cierta joven que estudiaba lenguas clásicas.

Cande se sonrió por el recuerdo.

—Lo que no lograste mucho. Tu pronunciación era terrible. Pero ganaste puntos por el esfuerzo.

—Aprendí mucho también. Son buenas máximas. Ayudan para entender el mundo. No por nada, se repiten desde hace siglos.

—¿Cómo fue tu día?—preguntó, con interés—. Lo que puedas contarme.

—Supongo que las cosas van marchando—consultó su reloj en tanto miraba por la ventana con la persiana americana subida—. Tengo aun un par de cosas por delante, pero no quería llamarte tarde con la diferencia horaria. ¿Qué tal el frente doméstico?

Era la forma en que ambos referían a las cosas de la familia. Observó como la expresión de Cande se volvía algo más seria.

—Algo revuelto, a decir verdad. Eso justo te quería preguntar algo: ¿Es verdad que Laura se casó con ese chico? ¿En un avión?

—Sí, tuve a Mauricio llamando al respecto. No le gustó nada enterarse. Al parecer ella no le había dicho nada. Y tenía apagado el celular.

Mauricio Cayetano. Padre de Laura. Y un general por encima en la jerarquía de Cañones. Casado con la hermana de Cande, para más vinculación. Habían servido en el mismo escuadrón durante el conflicto. El mismo que Cañones había escogido para llevar adelante esa misión.

—Pues por el lado de Marta estaba sacada también. Llamó a casa para saber si tenía alguna noticia al respecto. Le dije que te iba a preguntar cuando hablaras.

—Suerte con la transmisión de la noticia, aunque supongo que ya lo sabe por Mauricio.

Cande y Marta no parecían hermanas. Eran como el día y la noche en casi todo, empezando por el carácter, pensó él. Lo que su esposa lo tenía de amable, la otra lo poseía de ácida.  

—Espero no hayas sido muy duro con ellos. Me parece algo muy romántico.

—El romance casi nunca se lleva con los deberes en el extranjero, Cande.

—¿Te acordás que nosotros pensamos en hacer lo mismo?

¿Cómo olvidarse?, pensó Cañones. Novios por varios años, ya salido del curso de caza en la base de San Felipe y llegado a la de Loma Linda para ser habilitado en el sistema de armas Tornado, la guerra los sorprendió a ambos con los planes de casamiento ya lanzados, a medio camino de concretar la ceremonia.

Cande no tenía problemas en apurar los tiempos y casarse del modo más sencillo que fuere. El que no estuvo de acuerdo fue él. “No puedo jurar estar juntos toda la vida si mi vida puede durar cinco minutos”, le dijo. “No me importaría ser tu esposa aunque fuera por cinco minutos”, le contestó Cande. Pero él se mantuvo firme: “Nunca se vuelve siendo el mismo, cuando se regresa de esas cosas. Si es que se vuelve”. Sentía que casarse en ese momento, aun cuando lo deseaba, era posiblemente hipotecarle la vida a Cande. Fue una de las charlas más difíciles, más emocionales que tuvieron. Una que terminó abrazados, casi al borde de las lágrimas los dos. 

—Lo tuve en mente al decidir sobre ellos—se limitó a decir, al volver de los recuerdos.

Se casaron cuando él volvió de luchar. Pero no de forma inmediata. Cande entendió muchas cosas, por esos tiempos. No traía ninguna herida en el cuerpo pero si varias en el alma. Supo esperar, a que sanara. A que pudiera lidiar con esos recuerdos terribles.

—Me asombra de Laura—opinó Cande, salvando el silencio de él. Sabía a donde había ido con la mente—. Siempre tan medida, tan cerebral. Debe haberle llegado al alma ese chico.

—Pues espero que le haga reflexionar sobre ciertas cosas y ser más empática con quienes la rodean.

—A mi ese chico no me cae mal, como a Marta.

—Aspell es un caso por demás extraño. Ni él sabe de lo que es capaz. Tampoco tiene mucha idea de lo que quiere. Salvo por Laura, claro está.

—Pues mi hermana le tiene hecha la cruz.

Cañones pensó en el general Cayetano.

—No es la única, creeme.

—Le dijo de todo. Impresentable, fue lo menos.

Él observó por la pequeña ventana a un lado de su escritorio. Un grupo de ingenieros del aire, con sus monos azules y cascos de visera blancos, se ufanaban en derredor de una máquina asfaltadora, para reparar los baches de tres décadas de falta de uso, en una de las calles internas de la antigua base.

—Voy a pensar que son terribles en tu familia en este tipo de asuntos.

Por fortuna, Cande comprobó que recobraba ese particular sentido del humor para los comentarios. Tenía un aspecto cansado que no dejaba de preocuparla.

—No siempre. En tu caso te adoraban.

—Cierto. Creo que se equivocan con Aspell.

—No sé. El chico es encantador, pero no sé si me sentiría cómoda por ejemplo que anduviera con Pauli. Me parece medio tiro al aire.

—Tiene sus valores.

—Pues Martita no le encuentra ninguno.

Él no contestó de inmediato a eso. No esperaba al Aspell contestatario que observó al tener la conversación con ambos. Pensaba que el tiempo le habría hecho arreglar sus conflictos, respecto de lo que era. Pero, más aun, con relación a todo cuanto podía lograr. El tono de esa conversación le hizo constatar que distaba mucho de eso.

Era claro que Leonardo Aspell sumaba años, pero seguía siendo el mismo de cuando cadete. Una persona peleada consigo misma. Un desconocido sobre lo que era. Alguien que temía descubrirse por lo que podía lograr.

—Te acepto a que él ayuda a que tengan esa idea—le aclaró—. No puede dejar ese papel de rebelde para realmente comprometerse en serio. Persigue espejismos.

—Eso no es algo bueno.

—No.   

“La gente así solo acaba estrellando el espíritu en algún momento. Dejándolo hecho trizas. A veces, con los de otros que confiaron en él”, pensó Cañones. Pero no lo dijo.

    

22

Redescubriéndose

 

“La vida es una aventura atrevida o no es nada”.

Helen Keller

 

 

En atención a su nuevo estado civil, se los había dejado compartir un módulo. En tanto decidían cómo lidiar con eso. Eran los únicos con ese tipo de lazo en todo el contingente.

  Hicieron el camino al módulo con una expectación y ansiedad creciente. Corría pareja en ambos, la ilusión por encontrarse. Redescubrir aquello que habían tenido en el pasado.

Desmontaron las dos camas plegables de los extremos para hacer un único lecho sobre el suelo. A solas por primera vez, Laura lo había sorprendido. Leo venía aguantándose desde que Cañones los despidiera, pensando en cómo no ser tan obvio en buscar algo de intimidad. Apenas traspuesta la puerta, no tuvo que pensar demasiado en el tema. Laura se había desnudado, sin ninguna inhibición ni demora, delante de él. Eso sí, colgó prolijamente el buzo de vuelo en una percha antes de echarle los brazos alrededor del cuello.

Ella nunca se lo admitiría, prisionera de ese sentido de contracción a toda formalidad que anduviera dando vueltas que tenía. Pero desde ese increíble enlace en vuelo, había estado tan inquieta como él.

En las miradas, en los roces, era evidente la tensión sexual que existía entre ellos aunque ella se esforzara por disimularlo. Era algo que lo había llevado incluso a Leo a comportarse rudo con el general y habría podido costarle caro. Pero a él, tenerla tan cerca y no poder estar finalmente con ella, lo sacaba de eje.

Ella lo arrebató con un ardor que lo sorprendió. Pronto, su boca húmeda le mordía en la nuca. Algo gentil, pero firme, Clavaba sin herir, a un tris de llegar al mordisco. Leo se descubrió ansioso de besarla y le hizo levantar la cabeza por el mentón. Al mirarla, descubrió en esos ojos un ansia de poseerlo que lo encendió aún más. La aferró por detrás de la cabeza para atraerla hacia él y la besó con fuerza, sintiendo como Laura le deslizaba sus brazos por detrás, hasta clavar las manos en sus glúteos.

Sus feromonas estaban al ciento diez por ciento. Ambos se sentían abrasadores, con una extraña fiebre en los cuerpos. Un fuego de deseo que les movía la carne y les calaba, agudo, en los sentimientos.

Se adentró en ella, teniendo que contenerse para no explosionar antes de tiempo. Lau se erigió sobre él y eso lo aprovechó para tomarla por las caderas. Embriagado de ella y su cuerpo, sus pulgares llegaron a tocar ese cabello mínimo, crespo, del monte de venus. Fue una aspereza al tacto que lo elevó aún más. Laura arqueó hacia atrás la espalda, para luego caerle con fuerza. Leo entonces rodó para quedar arriba, empujando fortísimo, como un poseído. Por un instante, abrió los ojos para verla, avisado por cierto sonido susurrante. Laura jadeaba por debajo suyo, hundida la cabeza hacia atrás en la almohada. Aferrada tanto a él, que las uñas, cortas por fortuna, se clavaban en la espalda. Lo hacía con tanta fuerza que debía esforzarse para respirar.  

Se disfrutaron con apasionamiento, con cierta ansia de más siempre presente, hasta quedar extenuados. Luego de concluir, Laura quiso estar encima de él, con el cabello húmedo y revuelto por sudor, el cuerpo levemente acalambrado, feliz hasta el exceso. Ese Leo al parecer inagotable, de los buenos tiempos en el instituto, al parecer seguía gozando de buena salud y  había podido rendirla de nuevo a total conformidad.  

Se acomodó sin dejar de abrazarlo, sintiendo con placer la respiración pesada de él. Una constatación, como sus miradas, que ella lo movilizaba. Algo a Lau le daba tranquilidad, dentro de las inseguridades que siempre mantenía respecto de esa relación.

Esperaba seguir estando juntos como esa noche. Todavía no entendía demasiado cómo era que se habían separado. Gozando de esas últimas sensaciones del éxtasis antes que finalmente se esfumara, se sintió culpable por ese tiempo en que rompieron.

Mejor no pensar en ciertas cosas, pensó. Aliviada, descubría que todo ese amor que había sentido por él, que había negado en el tiempo que estuvieron distanciados, seguía allí, al parecer inalterado. Recordó unas palabras de su tía: “Cuantas parejas se separan, sin saber que siguen en el fondo enamoradas...” Era extraño y raro, pero no dejaba de ser cierto, al menos respecto de ellos.

Había estado muy cerca de perderlo. Incluso más, había hecho todo lo posible por dejarlo atrás, como comprometerse con alguien que no terminaba de encontrarse. Todo mal. Se alegraba de haberlo recuperado, a sabiendas que eso era más mérito de Leo que suyo. Pero también, en tanto se deslizaba sobre su pecho, experimentaba el miedo creciente de perderlo.

Leo era un imán para las mujeres. Aun sin hacerlo adrede la mayoría de las veces, tenía una forma de ser que las atraía y que a ella la sacaba de quicio advertir.  De hecho, sus idas y vueltas con Cata eran por dicha causa. En el fondo, aunque lo odiara, la entendía por aquello que sentía por quien ahora era su esposo. Era, con todas sus manías y poses, un ser terriblemente encantador, amoroso y pasional.

Por lo mismo, no podía hacer como si nada hubiera sucedido. Cata la había querido contactar un par de veces, sin que le contestara las llamadas. Le hubiera gustado poder dar vuelta la página, sentía que algo se había roto irremediablemente entre ellas.

Era algo que le dolía, y mucho. Ella había sido lo más parecido a una amiga de verdad que había tenido nunca, en ese mundo de distancias personales que había sido primero su familia, y luego su vida como cadete en el instituto.

Sabía que estaba allí, la vio de lejos un par de veces. Por suerte ella no se acercó. No le nacía decirle nada. Ni quería hacerlo.

Sintió que le acariciaban el cabello. Cerró los ojos y disfrutó de esa mano y esa caricia conocida.

—¿En qué pensas?

Ella siguió con los ojos cerrados

—En nada y en todo. Es muy loco todo lo que nos ha pasado.

—Es como somos nosotros. Por una maldita vez hemos hecho lo que hemos sentido. No me arrepiento de nada.

—Tampoco yo—se apresuró a decir ella. Más para sí que para él—. Pero sigue siendo muy loco. Nunca se me pasó por la cabeza hacer nada de esto.

Laura intentó no recordar la tirante charla con su madre. Como la veía venir, le echó en cara el secreto, todo lo hecho sin participarlos ni anticiparlos. Laura suspiró. Como si ella hubiera podido anticipar que iba a aceptar esa locura, por más que Chechu le había dado algún indicio mínimo. Es más, iba determinada a decir que no, pero él había sido embriagadoramente convincente.

—Tampoco yo creí que iba a aceptar ciertas cosas. Por vos.

Laura levantó un poco la cabeza ante esas palabras de Leo. Apoyó el codo a un lado de él para colocar la mano por debajo del mentón. Lo observó por unos momentos. Leo tenía la cara de quien había asistido a su propio entierro. Y, por una vez, estaba segura que no era por ella.

Siempre el mismo. Victimizándose de haber ganado la grande.

—Pobrecito. Deberás quedarte en tierra.

Sonreía con iguales dosis de afecto y crueldad cuando lo decía. Le tocó incluso la nariz con un dedo luego de pronunciar esas palabras.

Lo estaba gastando. Leo la observó, sin poder dejar de sonreír. Ella era su paraíso y su infierno, tal como me había cantado alguna vez. Y para su dicha, quien tenía delante, tan desnuda en el alma como de cuerpo, era la Laura que prefería: sonriente, divertida y osada.

—No seas malita, Lau.

Ella lo miró, desnuda por encima de su cuerpo desnudo. Leo no quería dejar de abrazarla, sentía el temor de perderla otra vez. Hacía menos de un día, nos hablaban con monosílabos cuando no se ladraban. Ahora estaban casados. Lo dicho: todo era muy loco entre ellos.

—Mala nada, que es una noticia estupenda. Te tomo el pelo porque te ha caído una buena, te  sacaste la grande y ni lo notás.

Tenía razón. Era un cargo más que ambicionado. Pero Leo no se sentía afortunado en lo absoluto. Más bien, todo lo contrario. No podría volar como era su intensión al venir a ese sitio. Si se daba, lo haría a cuentagotas. Ella se irguió sobre él. Asentó su desnudo traste entre el estómago y lo que venía después. Comprobó que el bajo vientre de él seguía tan firme como recordaba. También le gustó ver como ese cambio de postura, despertaba la excitación de su marido. Leo no disimulaba querer volver sobre lo que estaban haciendo hasta no hace mucho.

—Deberíamos dormir un poco si vamos a volar mañana.

Ella lo miró con cara traviesa al decirlo. Sin demasiadas ganas de llevarlo a cabo. Cuando Laura se despojaba de todos esos mandatos reglamentarios, era un agradable ser humano, pensó Leo.

—No creo que lo haga. Ahora soy un ayudante de campo, ¿recordas?— le dijo, acariciándole en la cintura. Buscaba, hacia abajo, esa delicada línea que se hundía por detrás.

—Maldito afortunado—se le echó encima, feliz y envidiosa.

Tras eso bajó, decidida, hacia sus labios.

Tenía razón, pensó él mientras volvía a tenerla en sus brazos. Lo era, pero no por ese imprevisto cargo. Su mayor fortuna era estar allí con ella, así prendada, de feliz y decidida por estar finalmente juntos. Se gozaron de nuevo, un poco más tranquilos esta vez.

—Es lindo que se haya quitado de la cabeza eso de irte a la aviación civil—murmuró tras culminar, buscando acomodar la cabeza en su pecho para dormir allí.

Leo sintió cierto sobresalto al escuchar eso. Cayó en la cuenta que no había tenido la oportunidad de comentarle sus últimos planes. Tampoco estaba muy seguro de que entonces fuera el momento. Laura, pronto se durmió, abrazada a él, liberándolo de momento de tener que aclararle sobre el tema.

 

23

Ejercicios nocturnos

 

 

“En toda empresa, hay dos ingredientes:

el apetito de ejecutarla y el temor del peligro que ocasiona”.

José Ortega y Gasset

 

 

Aun en las capas de oscuridad de la noche, los escuchaba venir, encolumnados por la calle de rodaje. Confirmó, por las luces rojas anticolisión que llevaban encendidas, que cada aparato avanzaba a una veintena de metros del siguiente. Doce Rafale se encaminaron hacia el inicio de pista, presurosos, sobre esa estrecha cinta de cemento flanqueada de luces.

Un viejo sentimiento se despertó en Cañones. Ahora controlaba lo que cien veces había hecho antes, solo que con los viejos Tornado. Podía ser su mismo escuadrón, pero hasta allí llegaban las semejanzas. Eran otros tiempos, otras máquinas de guerra y otros quienes las piloteaban.

No tenía enfrente a cualquier escuadrón aéreo, sino al que había sido el suyo. Allí se había formado de oficial subalterno y luego dirigido como oficial jefe. Era también la unidad con la que había peleado en la guerra.  

Tenían por ave de referencia al cernícalo. Una de las aves de presa más pequeñas, pero sin nada que envidiar en cuanto a letalidad a cóndores y halcones. Sobre todo, por su capacidad de permanecer en el aire orbitando sin ser advertido, así como la capacidad de caer en vertical y absoluto silencio sobre su presa.

En la pasada guerra, la formación que ahora supervisaba había hecho acabada justicia a eso. El escuadrón 702 se trataba de una unidad aérea con ribetes de leyenda. Durante la guerra se habían destacado, entre muchas otras igual de capaces, por un arrojo que rayaba en la temeridad. Muchas de las misiones más audaces y riesgosas del conflicto fueron llevadas a cabo por ese escuadrón. También por lo mismo, las bajas sufridas se contaban entre las más altas de quienes intervinieron en la guerra.

Parte de esa historia lo había tenido por protagonista al propio general, cuando todavía era un joven teniente. Aun llevaba en sí las marcas de eso en la memoria y el espíritu.

Volvió de esos sentimientos de orgullo y pérdida en tanto los primeros cuatro Rafale se acomodaban en el inicio de la pista, lado a lado por parejas, en tanto los restantes esperan el turno para ingresar. Apenas situados esos cuatro, la primera pareja comenzó a carretear.

El general prestó atención a su reloj, que tenía el cronómetro activado. Se hallaba al otro extremo de la pista, con la única compañía de Guillermo Montjuïc, el jefe del escuadrón aéreo expedicionario que supervisaba.

Sendos rugidos rasgaron la quietud de la noche africana. A menos de la mitad de la pista, las dos aves metálicas se elevaron presurosas. Apenas visibles en la noche, dos  destellos naranja se dejaban por detrás, iluminando levemente sus toberas.

Despegaban con los postquemadores encendidos, para comprimir los tiempos lo más posible.

Cañones pulsó el botón apenas las ruedas dejaron la pista, en tanto la segunda pareja iniciaba el carreteo y otros aviones se movían de la calle de rodaje al inicio de pista, en una danza de luces rojas en medio de la oscuridad reinante.

Hizo lo mismo con todos los demás, hasta que el escuadrón al completo se halló en el aire. Solo entonces se volvió hacia el jefe de todos ellos, impasible a su lado.

—Doce segundos de promedio entre despegue y despegue. Felicitaciones, mayor.

Montjuïc lo miró serio, en tanto volvían al vehículo JLTV que alumbraba con sus luces hacia el final de la pista. Dentro, lo esperaba en solitario el conductor. No había querido traer a Aspell, como hubiera correspondido, en consideración a resultar su noche de bodas. “En el fondo, sos un romántico”, le hubiera dicho Cande.    

—Hago lo que puedo con lo que tengo asignado—respondió el mayor—. Dirijo un escuadrón que usted ha elegido, mi general.

Cañones percibió el leve aire de reproche en esas palabras. Como siempre en el ambiente castrense, el tono como se decía algo valía tanto o más que las mismas palabras.

—Si tiene algo para decir, lo escucho Ciclón.

—Hubiera preferido escoger a mi gente y no que me viniera impuesta en un mensaje.

—¿Su gente, mayor? A mí me parece que no es ni suya ni mía, ni de nadie más que la fuerza a la que pertenecemos todos.

—Usted me entiende, mi general, lo que quiero decir.    

—Sí, perfectamente. Pero es mi mando y mi responsabilidad, mayor. Por eso yo elijo a la gente. Va a ser mi cabeza la que ruede por lo que hagan o dejen de hacer esos pilotos. O el restante personal de este contingente. De hecho, ¿usted lo haría distinto, de estar en mi lugar?

El jefe de escuadrón no contestó nada a eso.

—Entonces, creo que hemos dejado las cosas claras.

—Tengo dudas respecto de cierta gente—terminó por sincerarse Ciclón.

No era solo la charla entre superior y subalterno, entre un oficial jefe y un oficial superior. Cañones había ocupado ese puesto de jefe de escuadrón que Montjuïc desempeñaba ahora, cuando éste fue destinado a la unidad. De hecho, era el general quien lo había bautizado con el indicativo de vuelo que tenía.

— ¿Cierta gente? O es una persona en particular, Ciclón.

—Usted sabe de quién hablo. No me parece que tenga la antigüedad en el escuadrón para estar acá. Voluntaria o no.  

—Pienso distinto, Ciclón. Ya me enteré de cómo la habilitó. La hizo recorrer todo el manual de procedimientos y aterrizar en emergencia, manual, con combustible bajo. Buscaba que errara. Le pregunto: ¿Falló?

El jefe de escuadrón se mostró incómodo al tener que responder a esa pregunta.

—No.

—Entonces tiene una buena pilota en su escuadrón. Aprovéchela. El responsable que esté acá soy yo, no ella.

El oficial jefe aludido solo asintió, antes que entraran al vehículo. No conversaron más, en el regreso a la base. Cañones supo que esa última asunción de responsabilidad suya, distaba mucho de haberlo conformado.

Fiel a su carácter pétreo, sabía que Montjuïc no había modificado un ápice su postura.

Sabía también que no sería la última vez que tendrían que abordar el tema.  

 

 

24

Primer encuentro

 

 

“El liderazgo requiere cinco ingredientes: inteligencia, energía, determinación, confianza y ética. El desafío clave hoy en día es el ejercicio de los dos últimos: confianza y ética”

Fred Hilmer

 

 

Era una mezcla entre un auditorio y un aula de clases, pero en versión aeronáutica. La sala de vuelo no era otra cosa que un recinto para reuniones, pero con pizarras y pantallas electrónicas en la pared central, más una tarina a un lado, enfrente de lo cual estaban dispuestas cuatro filas de sillas de diez asientos.

Cata se sentó en una de los asientos plegables, en el lugar que le correspondía por la antigüedad en el grado, no lejos de Laura y Leo.

Se trataba de una sala de vuelo mucho más pequeña y despojada que aquellas que podían hallarse en cualquier base aérea de tiempo de paz. No contaba con los sillones en gradas estilo auditorio. Pero a nivel de los recursos de presentación e datos e imágenes nada le faltaba.

Se sumergió en su asiento. A pesar de estar lleno el lugar, parecía invisible. En particular, para su propio escuadrón.

Montjuïc, en el primer asiento de la primera hilera, gritó atención cuando ingresó el Force Commander seguido de su Executive Officer y otros miembros de su plana. Todos se pusieron de pie, en posición de firmes. Cañones los hizo sentar con un gesto.

—Quise reunirme con todos ustedes para hacer una suerte de presentación en comunidad—les habló en inglés, que era el idioma operativo de la misión—. Que conozcan, cara a cara, a quienes daremos las órdenes para sus misiones de vuelo. Soy el general Cañones, Force Commander. A mi derecha, la teniente comandante Joan McGregor de la marina de Estados Unidos es mi segunda. El teniente coronel Medot es el encargado de la protección terrestre y el mayor Montjuïc de la unidad aérea. Se trata, como ya saben, de una fuerza internacional un tanto particular. Predominantemente aérea, pero no en exclusiva. Nuestra actuación también será en el mar y en tierra proyectándonos desde ese entorno. Sin estar previstas operaciones independientes en ninguno de esos dos ámbitos. 

No dijo mucho más que un breve pantallazo a la situación. La violencia política en las islas de Kubatu seguía en aumento. Se le había dado un ultimátum de cesar las acciones de tres días al presidente Dada Oumee y de permitir el ingreso de la ayuda internacional. Caso contrario, al congelamiento de los activos fuera del país, ya en vigor, y las sanciones económicas, seguiría un bloqueo por mar y aire que precisamente ellos deberían hacer cumplir.

A las palabras del general le siguieron algunas cuestiones operativas dadas por la teniente comandante McGregor. En general, medidas de coordinación con los aviones del ala aérea embarcada del portaaviones USS Gerald R. Ford. Luego Medot habló de las medidas de seguridad del personal, dentro de la base de despliegue y fuera de ella.

            —Hasta nuevo aviso, los pases de salida no están permitidos.

            Fueron palabras que hicieron que todos allí se miraran las caras. Delataba dos cosas: una, que la vida sería en el tiempo próximo, dentro de ese perímetro militar. La segunda, que a nadie tampoco se le escapó, es que existía algún riesgo en la seguridad para actuar de esa forma, sin dejarlos salir fuera.

            La subsiguiente charla legal del auditor destacado con ellos, respecto de las normas que se aplicaban dentro, en lo militar, y las susceptibles de aplicárseles fuera, por parte del derecho de Markani, no les llevaron más tranquilidad.

            —Recuerden que somos huéspedes en este país—dijo a modo de conclusión el teniente coronel Gerin—, sin inmunidad alguna respecto de sus leyes que son bastante distintas a las nuestras. Por eso, en cualquier salida operativa fuera del perímetro de la base, deberán extremar los cuidados al respecto. Recibirán por lo mismo, cada uno, reglas adiciones de comportamiento a las operativas, que deberán observar de forma escrupulosa.

Cata pensó que tal vez no los dejaban salir precisamente por carecer de esa inmunidad. También notó, en el rostro de la teniente comandante, que no le hacía ninguna gracia esa cuestión.

Luego Mariana dio una brevísima exposición respecto de los aspectos más administrativos: comunicaciones con los hogares, tiempo autorizado para el uso particular de internet y posibilidad de llamadas personales. Había también un circuito cerrado de películas. Brindó las claves para el wifi, los horarios de comedor, de lavandería, el deber de hidratarse y dar la novedad inmediata de cualquier tipo de malestar, así como especificó las obligaciones de limpieza de espacios personales y comunes.

El general entonces tomó la palabra, para cerrar. Pidió a todos, profesionalismo y una acendrada dedicación.   

—Nos hallamos en un lugar donde una sola decisión puede modificar enormemente el mundo—les dijo, muy serio—. Y no solo el de ustedes, también el de la gente que dependen de ustedes. Todo aquí cambia en un instante. No subestimen eso. No estamos en nuestro elemento habitual. Estamos en un lugar muy especial por lo inestable con una tarea particular por cumplir. Deberemos conducir y conducirnos, obedecer y mandar en un ambiente distinto que seguramente no terminamos de entender, y que ciertamente no funciona como acostumbramos a que funcione, lleno de dificultades y hasta caos. Eso es una crisis y estamos aquí precisamente para enfrentarla. Una buena decisión salva las cosas y una mala lo arruina todo. Están entrenados para decidir. Apliquen eso. Y confíen en esa intuición, esa voz interna que los alerta de algo, que los sitúa sobre algo específico de la situación. No importa que tan menor puede ser. Por algo han reparado en eso. Y lo que es más importante: manténganse enfocados en lo que deben hacer, no tomen riesgos innecesarios y no dejen de dar el mejor esfuerzo aun en las cosas que pueden parecer menores. Todos hemos venido aquí juntos y todos vamos a irnos de la misma forma cuando terminemos con nuestra tarea. Eso es todo.

Dejó su lugar al frente y todos en la sala se pararon de sus asientos. Fue por las filas saludando a los oficiales. No tardó en llegar a donde se hallaba Cata. Dos pasos por detrás, Montjuïc no le perdía pisada.

— ¿Cómo anda, Gringa?

Cata miró a su antiguo director. Aun cuando pudiera parecer algo increíble, oír su indicativo de vuelo le sonó raro. Era el primero en mucho tiempo que la llamaba de esa forma. Tal como era costumbre que se trataran entre los pilotos, más allá del rango.

—Bien, mi general.

Era de esos bien que se decían a falta de otra palabra mejor. Cañones la había vuelto al vuelo. Sentía que no resultaba correcto hacer observación alguna respecto de todas las cosas que le pasaban. Ella sola era responsable de aquellas que concernían a su vida personal. Y respecto de su vida en el escuadrón, también entendía que era solo cuestión suya persistir.

Cañones la observó, como si fuera a preguntarle algo más. Pero en cambio de eso, dirigió la mirada hacia la manga derecha del buzo de vuelo de Cata, en donde lucía la mitad "peluda" de un velcro, sin estar fijado allí el parche correspondiente.

—¿Dónde está su insignia de escuadrón?

—No he podido conseguir una, mi general.

Cañones se la quedó mirando por unos momentos. Era una de las tradiciones no escritas entre los Cernícalos, de ese tiempo que ya no era el suyo. Los nuevos no lucían el parche con el escudo del escuadrón hasta dejar de ser considerados novatos.

Cata observó entonces, para su total sorpresa, como el general bajó el cierre metálico de uno de los bolsillos en las mangas de su buzo de vuelo y, tras sacar de allí viejo un parche de los Cernícalos, se lo colocó sobre el velcro debajo de su hombro.

—Use el mío entonces, hasta que lo consiga. Por suerte todavía lo llevo encima.

A Cata se le atragantaron las palabras de agradecimiento. Las balbuceó como pudo, antes de descubrir, por detrás del general, a su jefe de escuadrón que la miraba con ojos de fuego.

   

 

25

Fotos de familia

 

“La fotografía es, antes que nada, una manera de mirar. No es la mirada misma”.

Susan Sontag

 

Paulina entró con el morral al hombro, que dejó en el perchero atrás de la puerta. Se quitó también la gomita que aprisionaba su cabello castaño hacia atrás, en una cola de caballo, y se sacó las zapatillas. 

Iba derecho a la cocina a ver qué podía comer que tuviera algo de gusto y no trajera aparejado incorporar mil calorías, cuando encontró a su mamá en el living, sentada en el sillón de tres cuerpos, revisando un par de gruesos álbumes.

—¿Qué estás haciendo, mamá?

—Acomodando fotos viejas.

—Tendrías que escanear todo eso y pasarlo a la compu.

Cande le sonrió, sin dejar de observar una fotografía

—Soy de la vieja escuela, digamos. Me gusta mantenerlas así.  

Ella fue a sentarse a su lado.

—¿De qué te reís?

Lo mostró la imagen. Pauli pudo reconocer a su papá, muy joven, con un uniforme de cuello alto y a su mamá con un vestido azul de fiesta. En lugar del pelo lacio  con corte carré que siempre le conocía, Cande tenía el pelo largo y muy, muy enrulado.   

—Esta es del primer baile con tu papá. Todavía era cadete.  

—Que rígidos.

—En esa época era todo un poco más formal que ahora. Pero nos divertíamos igual.

La joven sonrió, apuntado con el dedo al rostro de Cande en esa vieja imagen en blanco y negro.

—No puedo creerlo, mamá. Ese maquillaje. Y el pelo.

—Así se usaba, Pauli. Eso era estar en la onda. Ni sé cómo le dirán ahora.    

La joven sonrió. Pasaron juntas más páginas. Comentaron, sobre todo, las que mostraban en casamiento. Seis hojas después, Paulina se detuvo en otra foto que mostraba a Cande, también de vestido largo y collar de perlas de dos vueltas, sentada en el mismo sillón en que estaban mostrando un bebé sonriente a la cámara.

—¿Esa sos vos? ¿Cuál de nosotros es el bebé?

—En realidad, ninguno. Es Laura el día que la bautizamos. Por eso tiene ese vestidito con voladitos.

—Muy lindo.

A Cande no se le escapaba la admiración de su hija por esa prima que siempre había destacado en todo.  

Vieron un par más de páginas. Ya en las fotos aparecían los cuatro. Pauli observó la inevitable foto para los hijos de un piloto: los chicos con papá y los aviones.

—¿Esto ya es Loma Linda?—preguntó Pauli—¿pensé que habíamos ido de más grandes?

—No, es antes: Cerro Bernardo, con el Ala ocho. Tu papá no era todavía jefe de escuadrón. Mirá las insignias en el buzo. Era capitán segundo nada más.

Cande se sabía lugares, unidades, cargos e insignias tanto como cualquier militar. Su hija, en cambio, siempre había procurado entender lo menos posible del tema.     

Ninguna de las dos dijo nada respecto de Carlitos, el otro chico en la foto, el hermano mayor de Pauli. Estaba, como ella, sentado y sonriente sobre el ala de un avión Tornado. Fallecido de joven en un accidente, pasaban los años pero todavía dolía. Lo suficiente como para que todos evitaran hablar al respecto.

Cande pasó a otras fotos. Un grupo de jóvenes, todos de uniforme con las respectivas esposas de vestido largo, sentados en una mesa redonda de mantel blanco, con otras iguales en una especie de salón grande.

—Fiesta de fin de año de la unidad. Esta sí ya en Loma Linda.

Se veían tan encantadores con esos uniformes impecables. Pero la foto no mostraba los esfuerzos que esa vida conllevaba por detrás, particularmente a nivel familiar.  

—Un plomo esas fiestas, mamá.

Cande sonrió. A Paulina nunca le había gustado demasiado compartir sus padres con las obligaciones sociales propias del medio castrense. Aun cuando había nacido en un hospital militar y crecido en distintas bases a lo largo de sus poco menos de dos décadas de vida.

Muchas veces su vida había cambiado y mucho, al escuchar la frase, "nos vamos de pase". Se trataba de una expresión que implicaba muchas cosas. Otro lugar donde vivir el siguiente año, amigos que se perdían, otros de destinos anteriores que se recuperaban. Una distinta escuela a la que asistir, otra casa más o menos como la anterior, en un barrio de oficiales donde las costumbres eran idénticas. Hogares sin llave en la puerta, poder estar en la vereda tan seguro como en tu casa. Un sitio donde todos los chicos de una misma edad terminaban por moverse en conjunto. Hacías amigos rápido y tu vida era bastante en grupo. De pronto, uno terminaba merendando con todos los hijos de los vecinos, en la propia casa o en la de ellos. Era habitual que la llamaran más por el apellido que por el nombre, o por el diminutivo del apellido, o por el diminutivo del indicativo de vuelo de papá.

Implicaba asimismo, tener además de los tíos por parentesco todos esos otros que lo eran por ser compañeros de la promoción de su papá. Tener que ir de punta en blanco a todo el calendario de eventos de la base, concurrir al mismo colegio que los hijos de los demás en la base, comer la fruta con cubiertos o poder sacar de las tiendas de la base al fiado con la cuenta de papá eran otras de las particularidades de esa vida. Su certificado de estudios no era de una o dos escuelas, sino de siete distintas, por los varios destinos entre el primario y secundario.

Como decía Pauli en ocasiones: “la única que no entró voluntaria a la aviación, soy yo”. Al revés de lo habitual, de chica había sido huraña a esas cosas para volverse mucho más compañera al entrar a la adolescencia.

—Hablando de cuestiones familiares, Pauli: ¿Cuándo pensás conversar con tu papá?

Ella se encogió de hombros.

—No sé. No me gustaría que lo tome mal.

—Creo que siempre has podido hablar con él, ¿no?

—Sí, pero tampoco nunca tuve nada tan importante para decirle.

—No me parece que sea tan grave. Es tu papá, Pauli. Tiene que saberlo.

—¿No puedo esperar a que vuelva?

—Me parece que va a ser un poco tarde para entonces.

Paulina suspiró, tal como era su costumbre cuando se hallaba frente a algo que no tenía demasiado interés en llevar a cabo. Su mamá tenía razón. No le quedaba otra que juntar ánimo y hablarle al respecto.

 

 26

Una fogata en la playa

 

“Tómate un tiempo en escoger a un amigo. Pero sé más lento aún en cambiarlo”.

Benjamin Franklin

 

 

Icebreaker party le decían en la costumbre de las fuerzas armadas estadounidenses. Una reunión informal, antes de iniciar las operaciones, para distender el ambiente y acercar a quienes debían trabajar en equipo.

La antigua base francesa tenía salida al mar. Más precisamente, a una playa de arena pasable bañada por aguas de color entre azul y esmeralda. Medot había hecho extender hasta allí el alambrado perimetral reforzado por sacos de tierra y vigas de acero, colocando un par de torres de vigilancia en los extremos de esa lonja arenosa de unos quinientos metros de ancho.

Dos parrillas a gas proveían de hamburguesas. Una de carne y las otras vegetarianas. Chechu aguantó pacientemente la larga cola, poniendo freno a su tradicional ansiedad para casi todo, hasta lograr hacerse con una doble a la que puso todo lo que había en la mesa contigua de elementos: todas las verduras, todos los aderezos y doble queso.

Todavía luchaba por aplastar entre el pan todo eso, cuando vio venir a Mariana de la otra parrilla, a la cual no no existía cola: la que servía las hamburguesas de soja.

—Sos rara—le dijo.

—Mucha grasa—le contestó ella.

Chechu miró más allá de donde estaban, a la torre de vigilancia en el extremo de la playa.

—Esto parece una prisión, más que una playa. ¿Es necesaria tanta seguridad?

Mariana le dio un mordisco al pan, sin contestar nada.

Ella se la quedó mirando, demandando una respuesta desde el silencio. Pero no por mucho tiempo. Cañones se apareció como de la nada y le pidió que buscara a Laura, Leo, Cata y Tebi. Lo que se apresuró a llevar a cabo.

Una vez todos reunidos, el general les habló. Estaban bastante retirados como para que no escucharan los demás.

—Vamos a solucionar un par cuestiones de forma rápida. Sé que algunos de ustedes han tenido ciertos desencuentros a nivel personal. Eso se acabó ahora. Es mucho lo que está en juego en esta misión como para entorpecerla con aspectos personales. No les digo que salden nada, si no quieren. Solo que pongan en un aparte esos asuntos hasta que terminemos aquí. Si se invitan o no a la fiesta de cumpleaños o se saludan o no para navidad, me tiene sin cuidado. Pero aquí vamos a trabajar en equipo y apoyarnos incondicionalmente entre todos. ¿Estamos en claro? 

—En claro, mi general—dijeron todos.

—Qué bueno que nos entendamos. Ahora, a comer. Disfruten la velada. En dos días, nuestro mundo puede ser muy distinto de esto.

Mariana no pudo evitar maravillarse de la muñeca que tenía para tratar ciertos temas de un modo al parecer tan casual. De haberlos hecho quedar en la reunión, todos se habrían apercibido que algo pasaba entre ellos. En cambio así, hablando a un grupo como luego fue por los demás, todo había quedado por demás desapercibido a los ojos de cualquier extraño.

Terminó su hamburguesa de soja con tomate y lechuga, sin aderezo alguno, antes de pedirle autorización al general para lo que tenía en mente hacer esa noche. La obtuvo, como suponía, sin problemas.

Para ese entonces, el grupo se había desperdigado por varios lados. Cata quedó sola, sin buscar la compañía de nadie. Notó que Mariana se iba, Laura y Leo andaban muy juntitos, acarreando unos equipos y Chechu charlaba más que animaba con Ticho. No daba para ir con ninguno.

No tenía hambre y tampoco le gustaba estar tomando una gaseosa sin azúcar. Pero no quería beber nada más fuerte, aunque no le faltaban ganas. Vulnerable como estaba, probablemente descarrilaría. Ese no era un buen lugar, ni la mejor audiencia para hacerlo. 

Caminó, sola por la playa al borde de donde llegaba la marea. Deseó que el mundo a su alrededor desapareciera, estar sola para poder quitarse el calzado de vuelo y poder mojar los pies. Pero tampoco, esa reunión, daba para eso.

Le llegó cierta música a sus oídos. Se volvió hacia donde se originaban los sonidos. Leo había traído una computadora portátil, que usaba como mesa de mezclas de canciones y unos parlantes, pequeños pero potentes. Con un auricular inalámbrico, sospechosamente parecido a los que usaban en el CIC, escuchaba otro tema distinto del que sonaba, para decidir el punto exacto en que llevaría a cabo el empalme.

El repertorio puesto era típico de él: Sex on fire de Kings Of Leon, More Than A Feeling de Boston,   Blinding Lights sonando por The Weeknd. Se notaba que estaba enamorado, pensó ella. Eran, más que nunca, las canciones de un tipo super enganchado en cuanto al amor.  

De hecho era mutuo, a todas luces. Laura estaba al lado suyo. Tenía una mano puesta en el hombro de Leo y tomaba un vaso con la otra. Estaban cariñosos el uno con el otro como no los había visto antes. Ella, en especial.

Parecían muy felices y esa constatación la afligió. Se sintió, además, culpable por eso. Los quería a ambos pero no podía evitar ese sentimiento al verlos juntos. 

No era que siguiera enganchada con Leo. Continuaba sin poder desprenderse de la ilusión de aquello que hubiera podido ser. Sabía que persistía en algo que era más bien una construcción de su mente que algo con raíces en la realidad. Pero aun así, por alguna extraña razón, no quería desprenderse de eso. Tal como uno atesora cosas que sabe ya no funcionan, porque le apena prescindir de ellas.

A veces, tenemos que enfrentarnos al hecho de que nuestras buenas intenciones han ido mal. Que solo habíamos querido ser felices y obtuvimos todo lo contrario. Que sin querer dañar a nadie, hemos terminado por lastimarlos. Empezando por uno mismo.

Pero los recuerdos podían ser tan tentadores. Sobre todo, respecto de aquello que se había querido y no había podido ser.

Extrañaba lo que no había sido. Por el encanto de lo intenso, por la melancolía de ese placer fugaz.

Cuando levantó la vista, tenía a una persona por delante de ella. Justo en medio de su camino. Se trataba de Esteban, mirándola sin ninguna posibilidad que pudiera hacerse la desentendida. Tenía una lata de cerveza en la mano, que le envidió.

No había muy bien que decirle. Pero él se le adelanto. Ni hola ni nada. Fue directo al punto.  

—¿Así va a ser? ¿Terminar por un mensaje?

Cata bajó la vista, sintiéndose mal. No era un mal tipo, para nada. Tenía eso tan en claro como que él la quería. Mucho. No, él no era el problema. Se trataba de ella y de ese tifón de sentimientos en que vivía últimamente. 

—No supe qué otra cosa hacer.

Sus propias palabras le sonaron a nada. Pura excusa para no decir lo evidente: los sentimientos la habían sobrepasado en toda la cuestión hasta el punto de anularla. No era fría ni desalmada con él. Simplemente, no había sabido qué otra cosa hacer. Tal como le había dicho.

—Solo...solo trato de unir mis pedazos y seguir adelante— se sinceró. 

Notó que la expresión de Esteban se relajaba un poco luego de eso. Seguía muy serio, pero ya no era hostil. Buscaba comprenderla.

—Lo lamento. Sé que ya no tengo derecho a meterme en tus cosas.

Fue el turno de Cata de mostrar la misma expresión culposa.

—No, pero te reconozco algo. A diferencia de los demás, vos nunca me lastimaste.

Hizo una pausa.

—Fui yo la que lo hizo.

Pudo ver el asombro en su mirada. Nunca había pensado que pudiera decirle eso, supuso. 

—No digas nada más. Solo dejémoslo ahí.

—Tal vez debiéramos charlarlo—aceptó ella.

—A estas alturas, las palabras no solo son muy innecesarias: únicamente van a producir más daño.

Ella lo miró, sin aceptarlo demasiado.

—Nunca quise que fuera así, Esteban.

—Por favor no me expliques nada. No necesito tus razones.

Cata observó los ojos de Esteban. Había pena y no bronca en ellos. Eso la hizo sentir aun peor. Se habría sentido aliviada de saber que la odiaba. Pero no era así.

—Todo está terminando—agregó él.

— ¿No podríamos al menos ser amigos?

Él rechazó de plano esa posibilidad.

—Nunca te vi como una amiga y no voy a empezar ahora.

Se alejó, para no decir otra cosa de la que se arrepintiera luego.

Había sido injusta con él y lo sabía. Pero lo peor de todo es que no tenía idea de cómo podía reparar eso.

 

 

 

27

Noche de ópera

 

“La ópera es la verdad de la mentira; el cine es la mentira de la verdad”.

Ramón Gómez De La Serna

 

Mariana se retiró tan pronto pudo de la reunión en la playa, para volver al módulo de comando en donde estaba su cubículo de trabajo. No había nadie allí, como era de esperar. Accedió a su computadora con la clave personal y se aseguró que no hubiera nada abierto respecto de la nube militar de datos que utilizaban para la operación. Luego desenchufó el cable que la unía en red a las otras. También se aseguró de no haber dejado archivos guardados en la máquina, referentes a lo que estaban haciendo. Solo entonces, se conectó a la red de internet común, a través de google crome. Tecleó en el buscador el link del teatro Colón de Buenos Aires. Una vez allí, fue hasta la parte en que permitían reproducir las obras.

Era una persona de gustos poco comunes entre sus compañeros, por eso prefería aislarse para llevarlos a cabo. Escuchar y ver ópera era uno de sus grandes placeres luego de un día de trabajo. Por eso se había animado a pedirle al general poder verlo desde allí, donde el internet corría mejor.

Se alegró al hallar Tristán e Isolda, de Richard Wagner. Todos decían que se trataba de una representación soberbia, llevada a cabo en la espectacular sala de ese teatro, que no pocos entendían como aquella con la mejor acústica para ópera en el mundo. Conectó sus viejos auriculares a uno de los puertos USB. Eran del tipo con cable, pero la calidad de sonido que tenían era superior a la de los inalámbricos, a su entender.  Apretó con el mousse en la parte de la página para reproducir y se echó atrás en el asiento, dispuesta a disfrutar de la función.

—¿Trabajando hasta tarde, Rey?

Escuchó un ruido a sus espaldas que la sobresaltó. Al darse vuelta, observó que se trataba del auditor. Llevaba, como siempre, una carpeta con papeles en una de sus manos.

Intentó pararse para ponerse firme, pero este le hizo señas que siguiera sentada.

—No en realidad, mi teniente coronel.

Gerin se acercó a la pantalla congelada. Ella sintió como comenzaba a subírsele la temperatura en la cara.

—No hay buena señal de internet en el módulo. El general me autorizó a poder verlo acá.

— Tristán e Isolda de Vagner, si no me equivoco—lo dijo sin quitar la mirada de la imagen.

—Exactamente, mi teniente coronel. Me gusta la opera.

—Somos dos. ¿Quiénes la representan?

—Es una producción de Julio de 2018 de la Staatsoper Unter den Linden de Berlín, con Daniel Barenboim al frente de la orquesta Staatskapelle Berlin. Anja Kampe es Isolda y Peter Seiffert canta el rol de Tristán.

La dirección de escena era de Harry Kupfer y la escenografía de Hans Schavernoch, pero no lo dijo. Ya parecía una publicidad con tantos datos. Por algún motivo, su pasión por presentar toda la información posible se exacerbaba cuando tenía cerca a ciertas figuras de autoridad. Tal como el auditor al frente suyo.

—Seiffert, además de un muy buen tenor, es un especialista en el repertorio wagneriano. Y Kampe resulta una soprano soberbia.

Al parecer, sabía de lo que hablaba. A Mariana le agradó saber eso. Por lo general, la miraban como alguien raro al comentar sobre esos temas.

—Puedo entender por qué no quería perdérsela. ¿Le molesta si lo veo también?

Ella parpadeó, algo sorprendida.

—No, para nada.

El abogado trajo una silla y tomó asiento a un lado. Mariana notó entonces que no tenía auriculares y le pasó uno de los auriculares suyos.

—Son del viejo estilo, con cable. El general mi pidió que fuera discreta con la música.

—Entiendo. No hay problema.

Mariana pensó si alguna vez perdía esa corrección en los modos. Lado a lado, uno con cada auricular, a la mayor distancia que el cable permitía, siguieron la representación.

No era cualquier ópera. Su autor la había compuesto hacia 1857, como un descanso de la extensa y compleja creación de  El anillo del Nibelungo. Buscaba escribir una obra más accesible, de dimensiones mucho más modestas. Terminó, como paradójico resultado, creando una ópera con más de cuatro horas de duración, tan exigente para los cantantes de interpretar, como para los oyentes.

La historia derivaba de una leyenda medieval, que más tarde vinculó con las referentes al legendario rey Arturo. Una princesa irlandesa, destinada a casarse con el rey Marc, se enamora del sobrino y vasallo del rey, el caballero Tristán: un amor tan culpable como irresistible que da inicio a una relación clandestina que acaba con la muerte de ambos enamorados. 

Fue una interpretación soberbia, que como era usual en ella, la emocionó. Al punto de escapársele un par de lágrimas silentes.

Muchas veces pensó que aun teniendo como instancia final la muerte, no era algo que le desagradara como precio por vivir una pasión de esas características. Por eso, no podía evitar emocionarse y terminar usualmente, como esa vez, con un par de lágrimas en los ojos. 

Se apresuró a quitársela de la mejilla, avergonzada por lo que su compañero de función y superior militar pudiera pensar.

Pero para su sorpresa, el ver de reojo si se había dado cuenta o no, notó que él también tenía una lágrima a medio salir de los ojos.

 

 28

Desvelada

 

 

“Todos los días haz algo que te de miedo”. Eleanor Roosevelt

 

 

Cata volvió al sector donde tenía su habitáculo. Tres metros por tres, con aires de contenedor. La cama era una tabla de material compuesto de alta resistencia que se bajada de la propia pared, como una suerte de gran repisa plegable.

La tendió con los elementos que alguien había dejado, embolsados al vacío, en el piso. Acomodó sus cosas en uno de los dos rectángulos fijo a la pared con una varilla de medio metro a la izquierda y tres repisas a la derecha. Estaban contiguos a la cama.

Tomó sus elementos de aseo y fue hasta los sanitarios de mujeres, tres contenedores más allá del suyo, para lavarse los dientes. Fue la única allí. Todo el mundo parecía estar dormido o seguir en el icebrake party.

Se miró al espejo. Lo devolvió una imagen penosa de sí misma: con la aflicción campeándole en el rostro, de ojos tristísimos. Supo que contemplaba su versión más oscura. Fue algo que, no la preocupó tanto por cuanto había caído en la desesperanza como por la idea inquietante de que no volvería nunca a sonreír. Un miedo irracional, pero que le caló hondo como pocas cosas.

Volvió al contenedor y se acostó tras desvestirse, solo para seguir viendo el techo. No podía conciliar el sueño y luego de un rato compadeciéndose por su suerte, se sintió tentada de tomar algo que la condujera al sueño. Pero debía volar mañana y no quería tomar ese riesgo. Estaba en una disyuntiva que se le antojó atroz: debía dormir para volar y no podía hacerlo, pero si tomaba algo tampoco estaría en condiciones.

Se sintió una tonta, una inútil, alguien incapaz de llevar adelante las cuestiones más básicas de su existencia. Fue un sentimiento de impotencia que le dolió aún más de todo cuanto venía sufriendo. Por suerte, el sueño se apiadó de ella y cayó en algún momento en la inconciencia.     

Chechu la despertó sobre las cinco de la mañana. No por querer hacerlo, sino al tropezar en la oscuridad, luego de abrir torpemente la puerta, supo que no podía hacerse la disimulada por más tiempo y debía ayudarla.

Prendió la luz. Ella se quedó allí, parada, sonriéndole con un dejo de culpa. Se lamentó que la hubiera despertado. Cata le respondió que no se preocupara y bajó de la pared metálica su litera para empujarla hacia allí.

La ayudaba como hubiera querido que lo hicieran con ella. Le hubiera venido bien un abrazo, una palabra de aliento. Alguien que le dijera que no todo era tan malo como parecía y que saldría de esa. Pero el puesto estaba vacante.

Estaba algo pasada de copas. Llevaba puesta esa sonrisa tonta y ese aroma masculino que dejaba claro que se había divertido en grande. Le quitó los borcegos y la hizo acostar. Chechu se dejó hacer, murmurando canciones pésimamente entonadas. Love is in the air, por caso. Su felicidad en la embriaguez la hizo sentirse aún más miserable.

Quiso volver a su cama pero ella la aferró por la mano. La atrajo hacia ella, poniéndole un dedo en la nariz y diciéndole que era la mejor compañera de cuarto. La mejor, del mundo entero. Del mundo y los planetas vecinos. Cata le dijo que durmiera un poco, se zafó de la mano y volvió a acostarse.

Chechu tarareó un poco más Like a virgin antes de dormirse entre ronquidos sonoros.

Volvió a mirar al techo metálico. Su mundo se tambaleaba peor que Chechu al entrar allí; adquiría una oscilante, afligente y misteriosa naturaleza.

 

 

29

Lágrimas de hartazgo

 

 

“Para el que ignora el puerto al que encaminarse, ningún viento le es propicio” Séneca

 

 

Se despertó tempranísimo, sin haber dormido demasiado. En la cama del lado opuesto al suyo, Chechu roncaba abrazada a la almohada.

Renunció a seguir acostada. La crisis emocional de la noche había remitido, pero seguía clavada allí. Se trataba de una sensación incómoda, de desasosiego.

Se levantó y, antes incluso de vestirse, se dedicó a tener con escrupulosidad su cama, antes de volver a plegarla a la pared del módulo.

Se trataba de algo que le habían enseñado de cadete, tomado de la marina de Estados Unidos. “Si quieres lograr algo contigo, empieza por tender tu cama”. Era una frase que se la habían repetido sus instructores hasta el hartazgo.

Nada se revisaba más, en la revista de la mañana, que cómo estaba tendida la cama. Se lo entendía como un hábito clave, que tenía grandes efectos en las demás áreas, en esa jornada. Se decía que tender a conciencia la cama en la mañana aumentaba las posibilidades de tomar mejores decisiones durante el resto del día y elevaba la sensación de control.

Como primera tarea del día que era, se trataba también del primer logro que uno podía tener. La satisfacción que producía debía usarse para realizar otra tarea y luego otra. Para llegar al final del día con muchas tareas completadas.

Recordó las palabras de la teniente Bursi, su instructora de entonces: “Las pequeñas cosas son las que realmente hacen la diferencia en la vida. Pues la existencia está compuesta de eso: pequeños momentos, uno tras otro. La clave de poder sobrellevar los grandes desafíos está en cómo uno se comporta, lo que logra con las pequeñas cosas. Tender apropiadamente la cama también recuerda que las cosas pequeñas importan. Si no puedes hacer bien las cosas pequeñas, nunca podrás hacer bien las cosas grandes”.

Esperó que tuvieran razón en eso. Por lo pronto, no parecía hacerle ningún efecto. Seguía tensa, con la cabeza ocupada en repetir y repetir pensamientos aflictivos. Sacó de su bolso de despliegue el equipo de gimnasia: remera, shorts y unas zapatillas que había comprado tratando de imitar a las de reglamento. Eran, en realidad, de los calzados Premium de una marca deportiva internacional. Hechas a la medida de su pie, costaban medio año de su sueldo como teniente de vuelo. Eran lujos que podía darse por tener otras posibilidades financieras. 

Se las colocó junto a las demás prendas y salió a correr por la base. No eran pocos los que a esa hora, apenas despuntada el alba, hacían lo mismo para poder ejercitarse antes de tener que ir a tomar servicio.

Adrede, evitó a los otros corredores y buscó la soledad en sus circuitos. La sensación de desamparo y la angustia aumentaron. Siguió corriendo, procurando hacer que tales sentimientos no existían. Pero seguían allí, incrustados en su cabeza. Mortificaban su alma.

Volver a ver a Leo, la indiferencia de Laura, encontrarse con Esteban, los términos en los que hablaron, lo cuesta arriba que se le hacía estar en ese escuadrón. Todo se sumaba para, agitado y mezclado, mortificarla desde dentro.

Corrió hasta que no dio más. Con las sienes latiéndole, con la respiración entrecortaba, las piernas negándose a dar un paso más, se quebró de improviso. Solo paró el trote, a un lado del último de los hangares,  afirmando las manos por encima de las rodillas, rompiendo en llanto cuando todavía trataba de recuperar la respiración.

¿A quién quería engañar, tratando de aparentar estar entera? El dolor y la lástima que sentía por sí misma era atroz.

Solo se quedó así, llorando sin saber ni querer contenerse hasta que pareció quedarse sin lágrimas. Procuró serenarse, respirar hondo hasta volver a la normalidad. Calmarse. Aquietar un poco, el tornado de sentimientos que le habían estallado desde dentro.  

Estaba en eso cuando la mano de hombre le alcanzó un pañuelo, desde enfrente de ella.

—Gracias.

Cuando levantó la vista, observó de quien se trataba. Vestía como ella, de gimnasia. El mismo pantalón corto azul, con idéntica remera en gris. En el frente de la prenda se dejaba ver, tal como en la suya, un ave de presa descendiendo en picada, con sus contornos en llamas. Alrededor de la figura podía leerse en letras verdes, por encima “Escuadrón 702 de Caza y Ataque” y por debajo “Cernícalos”.

Para su total vergüenza, quien le había brindado el pañuelo y la miraba con una expresión de incredulidad, no era otro que el general Cañones.   


Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 5: Secretos revelados

NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 


Lo más leído