Misión en el trópico 5: secretos revelados
30
Palabras entre lágrimas
“Pocos son los que ven con sus propios ojos y sienten con sus propios
corazones”.
Albert Einstein
Trató de salvar las
formas, poniéndose firme, disculpándose sin saber por qué. Le avergonzaba haber
sido descubierta en ese momento de debilidad.
—Disculpe mi
general yo…
Él le interrumpió,
indicándole un banco no lejos de donde estaban. Eran de granito, sin respaldar.
Un vestigio de la base francesa.
—Por qué mejor no
nos sentamos.
Eso hizo, cada vez
más avergonzada. Todavía sin terminar de controlar las lágrimas de sus pupilas.
—No suelo
comportarme así.
—A veces las
emociones nos desbordan. Es algo perfectamente entendible. No veo que tenga
nada que disculpar.
Se secó sus
lágrimas con el pañuelo. Lucía avergonzada.
—Yo sí. No es
propio que me vea así mi oficial comandante.
—¿Por qué? Solo
demuestra que tiene sentimientos. Como cualquier otro ser humano. No es nada
que no haya visto antes.
Ella sonrió, pero
ese gesto no era de alegría, sino de aquellos que solo quieren tapar la
orfandad que se siente respecto de uno mismo.
—¿Mujeres llorando?
—Pilotos afectados.
Todos lloramos durante la guerra. De una forma o de otra.
Cata respiró
profundo y exhaló igual. Con el mayor disimulo posible. Pese a todo lo que le
dijera, seguía avergonzada de la situación.
—Es la única chica
en un club de chicos algo exclusivo. Descuide, hará que se acostumbren a usted.
—No es solo eso y
usted lo sabe.
—Puede ser. Pero en
lo que respecta a esa cuestión, usted es mucho más fuerte y resiliente que esa
persona que le rompió ese corazón suyo. O las situaciones que la afligen.
Cata se lo quedó
mirando. Le hubiera encantado de creer eso, pero dudaba, y mucho, en hacerlo.
—Pues no me siento
así en absoluto, últimamente.
—Lo que le pasa se
reduce a una única cuestión: le duele no haberse salido con la suya. Pero a
veces sucede y uno debe aceptarlo.
—Pues en lo que me
ha metido no me ayuda a eso.
Se lo dijo en tono
afligido. Cañones supo que había mucho dolor en esas palabras. Pero también, un
error de perspectiva que no podía dejar pasar.
—¿Yo la metí en
algo, Gringa? Usted pidió volver a volar. Y lo hace en uno de los mejores escuadrones
que tenemos. Creo que solo está en donde ha querido estar. Los problemas no
desaparecen porque los evite. Es mejor estar frente a las cosas en la realidad
que tener que lidiar con fantasmas en la mente.
—A veces creo que
Aspell tiene razón. Que usted es el titiritero que mueve los hilos de nuestras
carreras.
—Pensar en que
aquello que pasa es porque alguien conspira desde las sombras puede ser, a
veces, un recurso fácil para no hacernos cargo de nuestros propios actos. Ser
víctima es siempre más fácil que aceptar que se erró. Claro que también es
mucho más angustiante.
—¿Cree que me
victimizo?
—Estoy seguro de
algo con usted: ha perdido el rumbo.
Cata se sintió
sacudida por el comentario. Y no de la mejor forma.
—Es usted muy
cruel.
—Soy directo. A
veces no existen las palabras fáciles para hablar ciertas cosas. Tampoco se
puede tener visiones amables o condescendientes cuando alguien que nos preocupa
está en una situación difícil que no termina de ver. Dejó de creer en sí misma, Gringa. De valorarse.
Vive con la expectativa puesta en otros antes que decidiendo por sí misma. Eso
es un error terrible que debe solucionar lo más pronto posible.
Tenía razón. Pero
lo odió igual por decírselo.
—No crea en todo lo
que piensa. Al igual que todos, es la persona más vulnerable a sus propios
engaños. Lo que le pasa se reduce a una única cuestión: le duele no haberse
salido con la suya. Pero a veces sucede y uno debe aceptarlo.
Ella se lo quedó
mirando. De nuevo, asomaron las lágrimas.
—Sé algo sobre
usted—continuó él—. Es mucho más de lo que está dando actualmente. No me gusta
ver como esa visión complaciente y masoquista toma el lugar de esa joven
decidida y alegre que es.
—Si me conociera,
no sí diría lo mismo.
—Creo que la
conozco lo suficiente.
Cata se lo quedó
mirando. Sin saber si creerle o no. Era algo tentadoramente gratificante que
así fuera.
—Me gustaría creer
que es así. Pero con la cantidad que éramos en el instituto, no puedo esperar
que tenga memoria de algo mío más allá de lo que todo el mundo sabe. Digo, lo
básico: Mi nombre, tal vez el desempeño como auxiliar de cuerpo, o que fui
escolta de bandera por unos días.
Cañones se sonrió,
más para sí que otra cosa, antes de hablar. Como si la hubiera pescado en un
error.
—Catalina Andrea
Bataglini. Quedó quinta en los exámenes de ingreso. Segundo pelotón de la
primera sección de la compañía de primer año. Aprobó raspando trigonometría
aplicada al ámbito aeronáutico y le costó ponerse en forma físicamente. Pero
tomó clases adicionales de acondicionamiento físico y pudo rendir las pruebas
aceptablemente. Tenía una foto de su madre cargándola de bebé en su armario
personal. No era raro que llorara por las noches los primeros seis meses.
Vuelta de espaldas, con la boca mordiendo la almohada para que nadie se
enterara. Obtuvo el segundo lugar académico ese año, el segundo en preparación
para el vuelo y el cuarto en instrucción militar. Por disciplina, en este
último caso. Era un poco orgullosa y fue algo pedante con uno de los
instructores.
Cata se lo quedó
mirando. Era un resumen de su primer año en el instituto.
—No pensé que
supiera tanto de mí.
—Como de todos. Era
mi responsabilidad formarlos. ¿Quiere saber lo que conozco sobre los otros
años?
Ella negó con la
cabeza, sin decir nada. Sentía que los ojos se le enturbiaban y no estaba
segura de poder hablar sin quebrarse. Pero sí quería contarle algo. Se atrevió
entonces, no solo al esfuerzo de hablar, sino de abrirse como con pocos. Era la
primera vez que se permitía hacer eso desde que todo pareciera irse al demonio
con su existencia.
—Mi primer año fue
duro. Pensé muchas veces en dejar.
—Nos pasa a todos.
—Un día estaba
decidida a irme. Me sentía tan inservible.
Fui hasta la entrada del cuerpo, donde estaba la campana que debía
tocarse para dejar de ser cadete. Entonces, cuando estaba a unos treinta pasos,
usted se cruzó en mi camino. Me felicitó por cómo me estaba superando y me
aseguró que pronto estaría en los primeros puestos si seguía así. Luego de eso
no pude seguir y tocarla. Volví sobre mis pasos, esperanzada. Pensé que si un
general podía creer en mí, también podría empezar a hacerlo yo misma.
Cañones sonrió.
—Es una suposición
razonable.
Cate se lo quedó
mirando.
—No fue un
encuentro casual, ¿verdad?
—Digamos que estaba
por allí y no iba a dejar que tocara esa campana. Su cara lo decía todo.
—¿Puedo confesarle
algo más?
Él asintió.
—Usted es lo más
parecido a un padre que he tenido. Teniendo uno.
Cañones notó el
enojo en la última parte de la frase.
—Estaría orgulloso
de tener una hija como usted. Lo es, en cierto sentido.
Por alguna razón,
esas palabras la emocionaron. Decididamente, ese día estaba muy sensible, pensó
para sí. Cañones se levantó. Cata, en forma automática, lo imitó en el
movimiento.
—Siempre ha sido
una persona valiosa—le dijo antes de seguir con su trote—. No dejé que se
rindiera en ese primer año. Tampoco voy a dejar que lo haga ahora. Pero usted
tiene que hacer su parte.
Cata lo observó
alejarse, tras prometerle que haría precisamente eso, sin que se lo pidiera.
Esa charla la había afectado en más de un sentido. No había sido confortable,
pero por extraño que pareciera, la seguridad de su antiguo director al parecer
había hecho germinar dentro de ella un ánimo similar.
Muchos hombres
habían pasado por su corta vida. Había amado, creído amar, odiado, excitado,
defraudado, y así podía seguir la lista de apasionamientos. Pero con ese que
acababa de mantener esa charla tan incómoda como veraz, experimentaba un
sentimiento peculiar. Él siempre le había despertado algo complejo que nunca
antes había podido precisar a qué sentimiento se refería. Solo le sucedía con
él y con nadie más.
Ahora entendía de
lo que se trataba. Acababa de descubrirlo en esa charla: era el único hombre al
que respetaba.
31
Un desayuno particular
“Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, nos encontramos
ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”.
Victor Frankl
Mariana hundió la
cuchara en el tazón de cereales a un lado de su vaso con té. Enfrente de ella,
en la gran carpa comedor, Chechu daba cuenta de un tostada a la cual había
revocado con una capa de manteca, para luego untarle por encima un dulce de
algo indefinido, pues el diminuto paquete estaba escrito con ideogramas
japoneses.
—No sé ni qué es,
pero tiene buen sabor—dijo, tras echarle un buen mordisco—. A veces me parece
frambuesa y otras, cereza.
Con la logística
dependiendo de Naciones Unidas, no era raro que uno terminara comiendo cosas
exóticas. Las licitaciones de víveres eran con precio puesto en Markani, pero
sin restricciones respecto del lugar de envío. Es así que uno terminaba
comiendo galletas ucranianas, arroz camboyano, manteca filipina, dulce japonés
o quesos irlandeses.
No estaba, Chechu,
del mejor humor. Ticho, luego de prometer muchas cosas en la noche de la
icebrake party, todas ellas muy románticas, se le escabullía cada vez que la
veía. Como si llevara la peste encima. Algo que a ella, le caída soberanamente
mal.
Aun con su mal
ánimo, no dejó de ver que su compañera de promoción dirigía la vista
lánguidamente a un par de mesas más allá de donde se habían sentado. Allí, el
mayor del Cuerpo Médico Aéreo, Lagos conversaba animadamente con Montjuïc en
tanto Medot y Gerin, en los lugares contiguos, seguían lo que estuvieran
hablando con mirada atenta y sin decir palabra.
—¿Qué mirás tanto
para allá?—le preguntó Chechu.
—Nada—mintió
Rey.
—Hace rato que estamos hablando y no me has
dicho una palabra de Gabriel—le dijo Chechu. Estaba cansada de ese desayuno
silencioso de ambas.
Notó que Mariana
ponía cara de incomodidad. La misma expresión que tenía cuando debía tocar
algún asunto que la molestaba. Incluso más acentuada que cuando antes le
preguntó a dónde miraba.
—Terminamos—se
limitó a decir.
Chechu no podía
creer la noticia. Eran una pareja muy tranquila, en el lado opuesto de sus
relaciones, por lo general volcánicas.
—No te lo puedo
creer—Hizo memoria, había algo que no le cerraba—. Pero si estuvimos juntos la
un par de días antes de venir acá.
—Ese fue
precisamente el problema. No quiso esperar.
Se trató de una
frase dicha con incomodidad, hasta con cierta vergüenza. En realidad, era
todavía peor: le había insinuado que no viniera.
—A los tipos les
jode salir con alguien con nuestra actividad— reflexionó Chechu—. Los hace
sentirse disminuidos. No sé por qué, pero piensan eso.
—Es difícil que te
esperen.
—Las mujeres los
hemos esperado por siglos. Ahora toca al revés.
Mariana no dijo
nada. Tomó un trago del café. Era obvio que no quería seguir hablando del tema.
—Eso te pasa por
buscar afuera—acotó Chechu, terminándose la tostada.
—Tener algo con
alguien acá es complicarse la vida.
—Siempre has
buscado fuera, y fijate cómo te ha ido. No te han hecho las cosas más fáciles.
Mariana tuvo que
admitir eso.
Se quedó pensativa,
por unos momentos. Había sufrido lo indecible por romper con Gabriel, un mando
medio de una empresa importante de construcciones. Pero tras pasar un par de
días, le importaba cada vez menos. Se curaba, como siempre, rápido de sus
heridas emocionales. Ahora, allí, con pasado el cimbronazo inicial, entendía
que el cortar su última relación, por muy agónico que le pareciera días atrás,
era la única opción posible. Claramente, entre él y la oportunidad profesional
que suponía un destino en el extranjero de las características en las que
estaba, no existía otra posibilidad de decidir.
No era nada malo y
disfrutaba enormemente una relación de tipo afectivo. Pero hoy por hoy, su
carrera ocupaba el primer puesto. La entusiasmaba mucho más todo aquello que
estaba consiguiendo que cualquiera de los hombres con los que hubiera salido.
De hecho, a un par ni siquiera le había dicho que vestía uniforme. No había congeniado
demasiado con ninguno. Tenía gustos muy particulares y una profesión
demandante. Todo ello se conjugaba para, superado el atractivo inicial, no
poder sostener la relación en el tiempo.
Y fue en aquel
instante cuando por fin comprendió la verdad. No era, como pensaba a veces, un
bicho raro. Solo se trataba de una persona que salía de lo normal, a la que le
había tocado en suerte seres promedio. Nadie la había retado, y puesto a lograr
cosas como Cañones al llevarla allí. No era raro que amara el trabajo que
llevaba a cabo ahora. Era una persona que, por sus particularidades, encajaba a
la perfección con tales tareas.
El general había
sido de los pocos capaces de notar algo que incluso a ella le había llevado
tiempo descubrir. Que detrás de esa sonrisa alegre y tranquila mirada se
enmascaraba una determinación inquebrantable, un ansia de feroz y concentrado
compromiso con conseguir aquello que se proponía. “instinto de cazador”, le
había dicho alguna vez Cañones. Ella nunca encontró una mejor denominación que
esa.
Amaba lo que hacía.
Esa era la razón, suponía, de que eligiera a hombres atractivos pero también
prescindibles. Porque cuando todo estaba dicho y hecho —cuando la pasión que la
inflamaba en los primeros momentos amenazaba en convertirse en algo más
exigente y complejo, llevarla a una situación en que tuviera que dejar en parte
la acendrada dedicación a a sus labores— podía prescindir de ellos. En cada
ocasión —y había tenido una media decena de relaciones semejantes en su vida
sentimental adulta, unas más largas y otras más cortas— se prometía actuar de
forma distinta, pero, mirándolo retrospectivamente, terminó haciendo lo mismo.
Había descubierto que era incapaz de poner en peligro su independencia para
acomodarse a las necesidades emocionales de implicaba una vida en pareja.
Por eso, cada
ruptura era una herida cuya única cura era sumergirse aún más en sus tareas.
Cata entró, sacó
una manzana y un agua mineral de los mostradores y fue directo a sentarse con
ellas.
—¿Qué cuentan? Las
veo de mucha charla.
A diferencia de
muchos otros, ella era bastante informal en el trato diario, cuando no había
algo oficial o superiores de por medio. Justo lo opuesto de Laura.
—Nada—le dijo
Chechu—, hablábamos del clima. Hace un calor tremendo acá.
—Sí, que querés,
estamos en el trópico. Todo es caliente por estos lados.
Tanto Chechu como
Mariana asintieron. Concordaban totalmente en lo que acababa de expresar. Cada
una de sus particulares razones, que se guardaron muy bien de decir.
32
Primer día de trabajo
“El futuro tiene muchos nombres.
Para los cobardes es lo inalcanzable.
Para los temerosos, lo desconocido.
Para los valientes es la oportunidad”.
Victor Hugo
Dejó que Laura le
colocara el cordón gris sobre el hombro derecho, que representaba el símbolo del nuevo cargo. Ella accedió, divertida. Lo
había contemplado intentar llevarlo a cabo por sí mismo durante varios minutos,
sin éxito.
—Más vale que me
veas como es. Voy a estar ocupada hoy para ir al rescate.
—Por los vuelos de
familiarización, supongo.
Ella asintió.
—Casi todas son
prácticas de vuelo rasante en el mar. Para ser un país con malos índices de
desarrollo, en materia de radares no están nada mal. Veremos qué tanto
detectan: tienen radar secundario de control de área en el aeropuerto, un par
más móviles en banda S rusos y hasta uno esos VHF chinos. Los que tienen una
antena phased array activa y dicen que pueden detectar una avión supuestamente
furtivo hasta 500 kilómetros.
Leo procuró
recordar los datos que les habían dado en la primera reunión en cuanto a la
descripción de la zona de operaciones. Era un desarrollo de la empresa China
Electronics Technology Group Corporation. El JY-27A es un radar 3D de largo
alcance desplegable para el reconocimiento aéreo y el guiado de armas, equipado
para resistir a los intentos de interferencia. Pero como cualquier cosa
electrónica, tenía algún punto débil que debían hallar. Era del tipo de
misiones de poder volar sin demasiadas reglas que no fueran mantenerse
indetectables. Justo su tipo preferido. Maldijo en silencio por tener que
quedarse en tierra, siguiendo a Cañones dos pasos por detrás en lugar de poder
estar con eso.
En tanto rumiaba su
frustración, notó que Laura se lo quedó mirando. Tenía una expresión
indeterminada en el rostro, que podía ser de satisfacción o todo lo
contrario.
—Estoy orgullosa.
Quiero que lo sepas—expresó al fin.
—Pues me alegro.
Como verás en mi rostro, yo no me alegro en lo absoluto.
—Deberías. Es un
cargo importante. Y más meritorio aun, que alguien lo logre siendo solo
teniente. Por lo general es un capitán, cuanto menos.
Pasó el cordón
trenzado por la hombrera derecha de Leo con toda facilidad. Ella era de ese
mundo. Él no. Pese a todos los esfuerzos de varios (el propio general, Lau,
entre otros) por hacerlo parte del mismo.
—De hecho—agregó
como al pasar, terminando de acomodarle el cordón—, también estoy un poco
celosa.
Le pesó entonces la
mano por esos rizos rubios apretados que lo hacían tan seductor con la mayoría
de sus congéneres, para su intranquilidad.
Observó el deseo en
sus ojos, cuando volvió a mirarlo.
—Te lo cedo cuando
quieras.
Pronto lo estaba
besando. El tiempo pareció congelarse, todo a su alrededor desaparecer. Solo
estaba esos labios húmedos e intoxicantes, el leve sonido de su respiración.
Mil sensaciones estallándole por dentro.
Él la rodeó entre
los brazos y la empujó hacia donde habían armado una cama de dos. Contra su
voluntad interna, fue el momento que Laura eligió para separarse. No quería
llegar tarde a su escuadrón, ni que a él le pasara lo mismo.
—Ya sé. Ojalá se
pudiera, Pero no son así las cosas—mejor volvía al tema que habían estado
hablando, en tanto luchaba por tranquilizar la respiración—. Te eligió. Por las
razones que fueran.
Leo observó la pena
en su mirada tal como la sintió en sus palabras. Laura hubiera sido excelente
para el puesto.
—No estoy muy
seguro de querer saberlas.
No tenía muy buen
humor. Era algo que le pasaba cuando ella abortaba de súbito con esos momentos
de intimidad, por sus rígidas concepciones respecto de las tareas por hacer.
Pero la veía, de pronto, bastante afectada por el tema.
Maldito
perfeccionismo y maldita ambición de ella. Lo mismo que le atraía de Laura, también
lo molestaba. Era una relación entre personas muy complejas, terminó por
aceptar.
—Sabidas o no, me
creo que sea algo muy justo—insistió Laura—. Es decir, si debía elegir a
alguien del contingente...
—... ese alguien
eras vos— completó Leo la frase. Ella asintió con determinación.
— Claro que
sí. Tenía la antigüedad, los antecedentes.
—Supongo que no
quería dejar a la unidad de helicópteros sin su mejor piloto, como dijo.
Fue una respuesta
que no la conformó. En absoluto. Algo que no dejó de decir.
—Mentira. Tiene de
sobra. Todos están bien capacitados.
—Entonces, no sé
qué decirte. Es lo que dijo.
—Creo que es algo
con papá. Más aun creo que nunca ni se le pasó por la mente mi nombre. Solo
quiso…bueno, facilitarnos las cosas,
—Él tuvo un nombre
desde el principio: vos. Hasta lo del casamiento le vino al pelo para sus
propósitos. Por eso no hubo ninguna dificultad con el comandante en el avión.
—¿No estás siendo
un poco paranoica?
Ella se lo quedó
mirando, un tanto sorprendida.
—¿Vos me decis eso
a mí? Siempre decís que te tiene en ciernes para algo.
Leo se encogió de
hombros.
—Solo le doy el
beneficio de la duda. Estamos juntos por él.
Tomó cada cual su
birrete y salieron del contenedor convertido en habitación. El calor y el sol
de Markani se echaron sobre ellos sin piedad. Laura se colocó sus lentes
oscuros de aviador y Leo descubrió que había dejado los suyos dentro.
—Creo que vos estas
siendo demasiado inocente—le insistió ella—. Te tiene en vista para algo, pero
eso te pone en un primer plano. A un lado de él.
Eso, justamente,
era lo que temía Leo.
33
Insinuaciones incómodas
“Sé atrevido, sé diferente, sé poco práctico, se cualquier cosa que
asegure tu objetivo y tu visión imaginativa frente a los jugadores seguros, las
criaturas comunes, los esclavos de lo ordinario”.
Peter Lindbergh
Leo observó la sala del CIC, el
Centro de Información y Control, sin que le despertara ningún entusiasmo. Gente
que iba y venía, una decena de puestos con computadoras, un mapa táctico en
forma de mesa por delante de eso y varias pantallas con la situación en
desarrollo sobre las paredes.
Apenas llegaba y ya quería salir de
allí. Como era común en él, había decidido sin considerar demasiado las
consecuencias que eso implicaba.
—Sé fuerte, dice mi corazón; soy un soldado; he
visto peores lugares que este.
Se volvió para observar a Cañones a un lado.
Ensimismado en sus pensamientos no lo había advertido.
—No me diga nada: otra frase clásica: Cicerón,
Homero, o algún otro supongo.
El general asintió con una sonrisa.
—El segundo. Es lo que me gusta de usted, Aspell.
Aprende rápido.
Leo volvió a mirar la sala de situación antes de
expresarle lo que tenía en mente desde que entró allí.
—Sabe, mi general, que no me siento muy a gusto con
la posición en la que me ha puesto.
—¿Y cuál es esa?
—Esto de ser una especie de aprendiz suyo. Como el
padawan que eligen los jedis. Ya sabe, en la Guerra de las Galaxias.
Cañones lo miró fingiendo sorpresa.
— No tengo la menor idea de lo que me habla.
Leo se permitió dudar de eso. Seguía sin saber a
ciencia cierta el por se tomaba tantas molestias con él. Desde el
instituto que lo había hecho. Difícilmente se hubiera graduado, de no ser por
sus sucesivas ayudas. Pero no estaba muy seguro que debiera agradecerle por
eso. Sentía que no lo llevaba a cabo por él, sino por algo más que todavía,
pasado tanto tiempo, no tenía el menor indicio sobre lo que pudiera ser.
—Creo que me esconde algo.
—En todo caso, Aspell, si fuera así, no sería el
único.
—No le entiendo.
—Yo creo que sí. Si fuera mal pensado, diría que ahora
que ha logrado su objetivo sentimental, ha perdido el interés en seguir aquí. Y
está buscando de irse.
—Tal parece que estoy bajo vigilancia.
—No sea perseguido. Es mucho más simple. Me
preguntaron respecto de usted. El mundo de la aviación es pequeño.
A Leo pareció helársele la sangre por dentro.
—Solo exploro mis opciones.
Cañones lo miró con una expresión dura.
—No le pedí que
viniera, Aspell. Se ofreció como voluntario por seis meses y eso es lo que va a
pasar. Cumplirá su palabra. Seis meses y un día, haga lo que le venga en gana.
Notó que Mariana se les acercaba con paso
presuroso.
—General, creo que hay algo que debe ver.
Le mostró algo que tenía en su tablet.
—¿Dónde está pasando esto?
Leo observó que el rostro de preocupación de Rey se
le había contagiado al general.
—Aquí. Ahora mismo.
—Comuníqueme con el
presidente Diawara. Por favor.
Rey le consiguió la
comunicación un par de minutos después. Cañones fue a su pequeña oficina a
hablar. Mariana fue hasta su cubículo y pronto los mapas cambiaron en una de
las pantallas. Mostraban ahora un sector de mar, entre las islas de Kubatu y Markani.
En los laterales había otras imágenes de satélites que mostraban desde arriba,
pequeños puntos sobre la superficie del mar.
Algo estaba
ocurriendo, pero no era aquello que capturaba la atención de Leo. Él solo se
quedó allí más que preocupado por las insinuaciones de Cañones. Le pareció muy
claro a donde apuntaban. Demasiado, para estar tranquilo.
Miró su reloj.
Apenas si tenía tiempo, por la diferencia de horario, de comprobar qué tanto
daño le habían hecho.
Tenía que hacer una
llamada. Allí, ahora, sin esperar a los horarios habilitados. Y no tenía la
menor idea de cómo.
Observó entonces a
Mariana en su estación de trabajo. Algo le cruzó por la mente y fue hasta allí.
—Leo, ¿qué hacés?
Él se acercó para
decirle lo que necesitaba.
—¿No podés esperar?
Estamos en medio de una crisis, por si no te das cuenta.
Su voz era de claro
reproche.
—No. Es importante.
Ella lo miró con
mala cara.
—¿Alguna vez vas a
dejar de saltarte las reglas? ¿O pensar en alguien más que vos?
—Por favor. Ya te
dije que es importante.
Mariana le puso un
celular en las manos.
—Sé rápido y
discreto. Y guarda con lo que decis, porque el aparato está configurado para grabar
las conversaciones automáticamente. Pero no te preocupes, después la borro.
—Ok, te debo una.
Trató de ser
gentil, pero Rey mantuvo su expresión severa con él.
—Me debes varias.
Salió afuera del
complejo de comando y fue hasta el módulo habitación, donde guardaba el número
de la empresa de aviación que le había hecho la oferta. Por suerte, Laura no
estaba allí. Volando, supuso. Marcó el número y cuando lo atendieron pidió por
el gerente.
—¿No estaba de
viaje?—le preguntó, después de los saludos.
—Sigo, en realidad.
Solo llamaba para ver cómo estaban las cosas.
—¿Cómo están? No lo
entiendo.
—Creo que habló con
un conocido mío hace unos días.
—¿Conocido?—el
gerente al principio no pareció entender—¿Me habla de Carlos Cañones?
—El mismo.
—Mi hija va al
colegio con la suya. Estando en la aviación pensé que lo podía conocer. Por eso
le comenté que existía la posibilidad que viniera a trabajar con nosotros.
Conque si era
verdad. Leo maldijo su suerte. Con la habilidad del general, seguramente lo
había dejado fuera del juego.
—No vaya a creer en
lo que le haya dicho—pidió, con voz nerviosa.
Hubo una risa
discreta al otro lado de la línea.
—No sea modesto,
Aspell.
—No le entiendo.
—Habló muy bien de
usted.
—¿Muy bien?
—Dijo que era un
buen piloto, y que sería un activo valioso en donde volara.
Fue el punto donde
Leo se quedó sin saber que decir.
—¿Sigue ahí?—preguntó
el gerente de la empresa de aviación civil a la que pretendía unirse, tras
medio minuto de silencio.
—Sí, claro.
Disculpe.
—Nos contó también
de su actividad de vuelo con Naciones Unidas. Impresionante. Lo esperamos
entonces, cuando vuelva. Disculpe, pero tengo que entrar en una junta.
—Sí, gracias.
Cuando cortaron al
otro lado se quedó viendo el teléfono y sintiéndose como un estúpido.
Nunca había
esperado esa actitud, pero tampoco cambiaba nada.
Seis meses, quería.
Muy bien, los tendría. Pero ni un día más.
34
Una calamidad impensada
“El amor es lo que da precio a todas nuestras obras”.
San Francisco de
Sales
Cañones observó a
la playa más allá de ellos. La gente parecía surgir del mar mismo en toda una
variopinta serie de embarcaciones, una más rústica que la otra. Llegaban a la
playa, felices que el mar encrespado no los hubiera hundido.
—Ha sido así toda
la mañana— dijo Rey, a un lado suyo. Vestía, como Cañones un uniforme de
combate —. Ayer fue lo mismo.
Ambos estaban
parados sobre el capot del vehículo Oshkosh JLTV todo terreno. El general
escudriñaba más allá de la costa con unos binoculares militares M25 de
procedencia estadounidense. Tenían una protección de goma verde oliva. El
sistema de lentes tenía además un estabilizador de imagen que le proporcionaba
una imagen por demás estable y nítida al observar con un factor de aumento alto.
Aunque el general gozaba de un pulso firme, los sensores electrónicos
compensaban hasta los movimientos más imperceptibles manteniendo a la imagen
totalmente inmóvil.
Pudo ver con ellos,
el lento goteo humano que llevaba a esa playa, cada vez más llena. Venían en
todo tipo de embarcaciones rudimentarias, azotados por un mar crespo.
Aspell observaba
todo, un poco por detrás del general. El clima allí era lúgrubre. A tono con la
gente que bajaba de simples botes, los menos, e improvisadas balsas que se
mantenían a flote a duras penas, los más. No importaba donde se mirara. Todos
tenían el mismo cansancio, el mismo abatimiento, un idéntico miedo por el
futuro.
—No entiendo qué
sucede—se sinceró Leo.
—Es la respuesta de
Dada Oumee al ultimátum de cesar con la violencia política. Levantó los
controles en las costas, para que la gente pueda hacerse al mar sin que la
detengan— le explicó Cañones.
—¿Qué gana con eso?
—Se libera de
quienes no quieren que siga en el poder— le aclaró Rey—. Es como una limpieza
étnica solo que política y sin disparar un solo tiro. Los que vemos llegar, son
aquellos que el mar no se ha llevado consigo.
Pasaron por encima
de donde estaban, dos helicópteros NH90 seguidos de un CH 53K King Stallion pesado.
Todos ellos, llevaban flotadores para poder, llegado el caso, acuatizar. Leo los
siguió con la mirada. Laura iba en uno de ellos. Hubiera deseado estar allí, a
su lado.
Cañones también los
mirada, pero por muy distintos motivos. Esperaba que fuera suficiente ayuda
para quienes naufragaban. Pero no estaba para nada seguro de eso.
—Tenemos una crisis humanitaria aquí—el
general bajó los prismáticos para seguir mirando, esta vez a las personas
vagando por la playa. Mayormente, familias. La mitad de todos, calculó, eran
niños.
Los vehículos se
asentaban en un promontorio, una especie de acantilado de unos pocos metros,
que ofrecía una vista de la playa y el mar. Hasta allí llegaba la ruta poblada
de baches por la que habían venido desde la base de despliegue.
Cerca de su
vehículo, estaban estacionados otros dos, de protección, con ametralladoras
montadas sobre el techo. Medot había desplegado un círculo de soldados armados
con fusiles y cascos, en torno de todos ellos.
—El problema aquí
es que vamos a hacer por ellos.
—Está fuera de los
términos de nuestro mandato. Solo podemos notificar a la Secretaría General en
Nueva York.
Como siempre, Rey
tenía esas respuestas impecables desde lo organizativo. Claro que el general
detectó en sus ojos, la impotencia por no poder hacer algo más.
—Tal vez el Alto
Comisionado para los Refugiados pueda intervenir…
—¿Sabe qué es lo
que complica todo con el ser humano, segundo teniente? Tiene que comer, beber
agua, resguardarlo del sol en el día y del frío en la noche. O los temporales.
Eso como mínimo.
Ella se lo quedó
mirando. Lo conocía lo suficiente como para saber que algo le daba vueltas en
la cabeza.
—Esa gente es
nuestra responsabilidad. Diga lo que digan un papel. Por una cuestión de
humanidad básica.
—No tenemos medios
para asistirlos, mi general. Lo que hagamos a medias, podría derivar en algo
todavía peor.
Cañones asintió.
Tenía razón en eso. Llevar los pocos excedentes de comida o agua a que pudieran
echar mano de sus depósitos, no solucionaría nada a la mayoría y, como había
pasado con esas acciones voluntaristas en otras misiones de paz, derivaban en
disturbios cuando alguien hambriento veía que ya no había para él.
—Cierto. Pero
podemos hacer algo con los requerimientos logísticos. ¿Los hemos enviado ya?
La fuerza había
desplegado con abastecimientos para treinta días. Luego de ello, Naciones
Unidas se hacía cargo de aprovisionarla.
—No todavía, mi general. Nos queda una semana.
Cañones negó con la
cabeza.
—Vuelva a contar,
Rey. Estamos en tiempo. Agregue el tiempo del despliegue previo y estaríamos a
tiempo.
No era como la
cuenta debía llevarse. Pero la oficial, de mente rápida, solo asintió. Una
joven despierta, pensó Cañones. Era algo bueno. Reglamentaria pero no rígida.
Una combinación adecuada a las circunstancias.
—Aun así, mi
general, solo proveerán para nuestras fuerzas.
—Espero entonces
que haya contado al total de nuestra fuerza, Rey.
—¿El total?
—¿Qué tripulación
tiene la fuerza naval de Estados Unidos que nos depende? Ese portaaviones
inmenso debe llevar bastante gente dentro. Unos seis mil, supongo.
— Cuatro mil
seiscientos sesenta, mi general. Está más automatizado que la clase Nimitz
anterior. Esos sí tenían seis mil trescientos, contando el grupo aéreo
embarcado.
—Más las naves de
escolta y los buques auxiliares debe dar una linda cifra. Suficiente como para
arreglarnos con estas personas.
—Los
estadounidenses tienen su propio sistema de aprovisionamiento. No le piden a
Naciones Unidas.
—Rey, eso es algo
que no conoce todo el mundo. Que puede no tenerlo en cuenta quien ponga el
número en el pedido. Máxime cuando su efectivo integra esta fuerza
multinacional.
Estaban y no
estaban. Técnicamente, la Presidential Decision Directive 25 (PDD-25)
estadounidense del 25 de mayo de 1994, seguía vigente, e incluía algunos
criterios rigurosos de revisión del apoyo o la participación norteamericana en
operaciones de paz. Una de ellas era que el Presidente de Estados Unidos retenía
y nunca debía ceder la autoridad de mando sobre las fuerzas militares de su
país. No obstante, en su calidad de Comandante en Jefe, el Presidente disponía
de la autoridad suficiente para considerar colocar, caso por caso, fuerzas norteamericanas
bajo el control operacional de un comandante extranjero cuando con ello se sirvan
intereses de seguridad de Estados Unidos.
Tal era el caso con
la fuerza internacional que Cañones comandaba. Control Operacional implicaba
que podía disponer de ellas, pero seguían conservando su propia estructura de
mandos y obviamente, su logística.
Rey lo miró. Sabía
tan bien como él respecto de todas esas particularidades. Pero también, había
captado perfectamente lo que estaba pidiendo.
—Entiendo, mi general.
—Naturalmente, yo
asumiré la responsabilidad por cualquier error que pueda deslizarse en los
formularios.
La miró fijo, como
hacía en esas ocasiones en que empezaba a saltarse las reglas.
—Solo necesito una
equivocación, Rey. Por el tiempo suficiente como para que a esta gente le
llegue ayuda. Luego de eso, no podrán interrumpirla. Más si el Alto Comisionado
de refugiados interviene.
La oficial sonrió.
Se trataba de una sonrisa de alivio.
—Lo tendrá, mi
general. Aunque deba inventar un sistema numérico nuevo.
Leo los observó a los dos, sintiéndose un extraño. Les envidiaba esa decisión de acometer sobre una situación que pintaba como insoluble. Meterse en algo de lo que no obtendrían, en lo personal rédito alguno.
Él era muy distinto
de ellos. Pero en momentos como esos, se sentía culpable por ser como era: un
ser replegado sobre sí mismo, dedicado a sus propios objetivos.
Esperaba poder salir
de allí, antes de terminar contagiándose de ellos.
Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 6: Sentimientos que se dejan correr
NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Durante el año 2001 integró el área jurídica del club Boca Juniors. Fue docente de diplomaturas de postgrado en derecho deportivo. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de