Misión en el trópico 6: Sentimientos que se dejan correr
35
Furia tejana
“El enojo es un ácido que puede hacer más daño al
recipiente en el que se almacena que a cualquier cosa en la que se vierte”.
Mark Twain.
La teniente
comandante Joan McGregor lucía enojaba, sin privarse de mostrarlo.
—Estuve media
mañana con el pentágono queriendo freírme en aceite por pedir
aprovisionamientos a las Naciones Unidas.
El general Cañones
la contempló, sin borrar la expresión impasible del rostro.
—No me diga que no
sabe de lo que hablo—le echó en cara.
—Hubo un error en
procesar cierta información.
—Sí, claro. ¿Piensa
que voy a creerme eso?
—Nunca le he pedido
que me crea nada, teniente comandante.
Ella golpeó la mesa
delante de él.
—¡Quiero la cabeza
del responsable! Ni piense que voy a pasar esto por alto.
—Pues la tiene
delante de usted en este momento. ¿Qué se supone que tengo que hacer con mi
cabeza, Joan?
Notó en sus ojos
que no había esperado que le dijera eso. La vio quedar desconcertada por unos
instantes, pero no cedió.
—No crea que puede
convencerme que deje este asunto sin que corra sangre. El SECNAV quiere una
satisfacción y también yo. No me gusta que me tomen por tonta.
“SECNAV”.
Secretario de marina de los Estados Unidos. La práctica de hablar con
abreviaturas no era del gusto de Cañones pero se trataba de algo que se
extendía, aun entre ellos. Penetración cultural estadounidense, supuso.
—Nunca la he
considerado así, Joan.
Se levantó de su
silla para tomar su gorra y dirigirse a la puerta.
—¿A dónde va?—le
preguntó la oficial estadounidense, tomada de sorpresa por el movimiento—.
Todavía no he terminado.
—Por supuesto que
no. Solo quiero mostrarle algo. Luego podrá hacer lo que quiera.
—Que sea rápido,
pues estoy bastante ocupada.
—Llevará una hora.
No deje que su enojo le impida ver otros aspectos del asunto más que
convenientes para usted, Joan.
Estaba, Cañones,
con la mano en el pomo de la puerta abierta. Lo miró de reojo, todavía cruzada
de brazos, sin querer dar el brazo a torcer. Pero en los ojos percibió que
había despertado su curiosidad.
—Está bien,
General. Pero que sea rápido.
Cañones salió fuera
y pidió en su ayudantía que le preparan un vehículo. Diez minutos después, una
caravana de tres Oshkosh JLTV salía a toda velocidad de la base de despliegue.
Ni tiempo dio a que la gente que se reunía fuera a pedir, pudiera hacer algo.
Abrían y cerraban
la columna dos transportes blindados Cougar de seis ruedas, capaces de resistir
disparos y hasta la explosión de minas. Dentro, Medot había ubicado a un grupo
de fuerzas especiales sacado a las apuradas de donde estaban de prácticas.
Cañones siempre le hacía lo mismo, sin darle mucho tiempo para que pudiera
organizar una seguridad aceptable.
Pronto, un
helicóptero SH-60 Seahawk gris se les unió desde el cielo. Llevaba las puertas
laterales abiertas, por donde asomaban una pareja de marines con sus carabinas
M4 con visor apuntadas hacia más delante de donde iban.
Dentro del vehículo
en que se transportaban, colocado al medio del convoy, McGregor cortó la
llamada de celular. Llevaba puesto, como Cañones, casco y un chaleco de
protección balístico sobre el uniforme.
—Su salida
intempestiva le ha hecho dar un ataque de nervios a mi oficial de seguridad,
general. Por eso lo del helicóptero.
Lo dijo con una sonrisa, como si la alegrara
tal hecho. Se la notaba algo más serena que cuando entró a la oficina de
Cañones.
—Se preocupa mucho
por usted, veo.
—No quiere
arriesgar su carrera, más bien.
—En verdad le
agradezco venir así, sin previo aviso.
—No puede desafiar
a una chica de Texas y esperar que se quede de brazos cruzados, general. Pero
esto no cambia nada de lo que le he dicho. Quiero una reparación por todo el
incidente. Hablo de sanciones reales, no simbólicas.
—¿De qué parte de
Texas es? Estuve en la Base Lackland, en San Antonio un tiempo.
—De muy lejos de
allí. Mi familia del Condado de Dallam. Crecí en un pequeño rancho.
Joan no supo muy
bien por le había contestado todo eso. Tal vez, porque era la primera vez que
alguien le preguntaba de donde era.
—Al norte. En el
límite con Oklahoma y Nuevo México. Una vida dura.
Ella se sorprendió
que supiera sobre el lugar. Pero no quiso ceder a la firmeza que se había
prometido mantener ante ese encantador de serpientes.
—Crecí enlazando Longhorn texanos, general. No soy un hueso fácil de
roer.
—Es una suerte que
no quiera hacer nada de eso, teniente comandante. También crecí en el campo.
Por eso sé cómo es la vida allí. El modo en que da fortaleza al carácter.
—Puede apostarlo.
De donde vengo, se aprende a montar a caballo antes de caminar.
—Somos dos.
Al llegar al lugar,
McGregor no pudo evitar sorprenderse. Era un campo de refugiados en forma. Una
cerca metálica lo rodeaba, con puertas resguardadas con una guardia de la Gendarmerie nationale de Markani. Al
parecer, Cañones había hecho entrar en el juego al presidente Diawara también.
Hileras de tiendas
idénticas, blancas a dos aguas se sucedían a uno y otro lado de las franjas
abiertas que hacían de calles. Al centro de esa cuadrícula se hallaba un núcleo
central de instalaciones preenzambladas de estructura metálica y paredes de
lona. Allí se había levantado un hospital, un centro de información y otro de
distribución de elementos. También existía un centro de enseñanza para los
niños y un puesto de comando de la Gendarmerie.
Se habían excavado
pozos a intervalos con canillas de agua. Hasta existía un tendido eléctrico. Al
lado de los campos que Joan, había conocido en Irak y Afganistán, todo allí
estaba razonablemente limpio, ordenado y con servicios esenciales básicos.
Se detuvieron en el
terreno polvoriento vacío, del tamaño de una cancha de fútbol enfrente de los
edificios de ese núcleo central. Había allí un mástil donde la bandera de
Markani flameaba con la enseña del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para
los Refugiados por debajo.
No era el primer
campo al que iba, tenía muchos en su haber en oriente medio. Pero este no se
parecía en anda a ninguno de ellos. Para bien.
Sonó un leve bip en
el teléfono móvil de McGregor, y ella tras sacarlo de su cinturón atendió sin fijarse
en quién llamaba. Se trató de un acto reflejo, todavía desconcertada por lo que
veía allí: un campo de refugiados que parecía, en su simpleza, digno para que
lo habitaran seres humanos.
—¿Sí?
—Soy yo, Mark.
La expresión de su
rostro se endureció de repente.
—Creo haberte dicho
que no me llamaras más.
—Escucha Joan, te
dije que iba a hablar con Sharon sobre lo nuestro.
—Mark, no ha ningún
nuestro. Fui clara cuando te dije…
—Bien, pues ya lo
he hecho—al parecer, Mark hablaba sin importarle escuchar lo que ella dijera. O
respectar sus posturas—. Se lo he contado todo. Le he pedido el divorcio. Los
niños ya son lo suficientemente grandes para…
En algun punto de
la frase, la molestia de Joan se convirtió en enojo. No solo la había
destrozado a ella, siendo poco sincero sobre su estado. Ahora destrozaría a su
propia familia.
No quiso seguir
escuchándolo.
—Voy a cortar Mark.
Estoy ocupada en este momento.
—¡Te estoy diciendo
que te quiero! —gritó Mark—. ¡Estoy intentado hablar de nuestro futuro!
Ella ignoró las
protestas y colgó. No podía permitirse que la distrajera. Le había dicho mil
veces que no la llamara cuando estaba en misión en el extranjero. Pero al igual
que en muchas otras cosas, no le hacía el menor caso.
Respiró profundo,
un par de veces, antes de volver donde Cañones. A pesar de haber terminado con
él, Mark no solo no aceptaba eso, sino que mantenía incólume esa capacidad de exasperarla.
Advirtió entonces que, conforme progresaba su charla con él, se había alejado
una decena de pasos de donde estaba al recibirla.
—¿Está bien? —se
interesó Cañones.
Ella observó su
expresión. Parecía sincero al preguntarlo.
—Sí, claro. Un tema
personal.
—Espero no sea nada
serio. Si puedo serle útil en algo, solo dígamelo.
—Gracias, por no es
necesario. No se trata de nada importante. Solo un error del pasado.
Cañones asintió por
toda respuesta, y ella agradeció que no preguntara nada más.
Un hombre no sólo
con empatía. También con la suficiente intuición como para darse cuenta de
ciertas cosas. Quien fuera la mujer que lo tuviera, era una maldita afortunada,
pensó.
Pero no era momento
ni lugar para perderse en tales pensamientos. Máxime cuando tenía pendiente
cierto asunto con él.
Volvió a ver a su
alrededor, el campo de refugiados, mal que le pesara para mantener su enojo,
lucía bien.
—Empleamos el
remanente para atender a estas personas—explicó el general—, en tanto la
oficina del comisionado de refugiado pueda hacerse cargo. Todo se reduce a un
ajuste contable. Descargaran eso de misiones de paz para cubrirlo ellos.
McGregor se preguntó
si no había sobreactuado el tema. Si no se había enojado apresuradamente tras
las primeras noticias, antes de averiguar en profundidad qué pasaba. Pero ya
era tarde para volverse atrás.
—¿Todo es así de
simple?
—Lo esencial
siempre es simple.
—Las cantidades en
esas planillas no son un error de cálculo. Usted sabe eso tan bien como yo.
—Los números están
en función de las personas y no las personas en función de los números,
teniente comandante. Sobre todo, si es para darles de comer, de beber o dónde
dormir. Es como pienso. Si eso no la conforma, el único responsable de esos
números soy yo. Y nadie más.
La miró firme. Joan
le esquivó, por primera vez, la mirada. Ella había demandado una cabeza y el
general acababa de poner la suya. Una movida de riesgo, pero sin ninguna
inocencia. Sacarlo implicaba volver a fojas cero con muchas cosas. Tal vez Washington
debiera dejar así las cosas. Y pasar a otros temas mucho más importantes.
—No estoy muy
segura de hacer lo correcto, general, pero transmitiré su posición a mi cadena
de mando. Puede ser que estemos sacando un tanto de perspectiva el asunto.
Observó entonces
cómo desde el centro de información al enjambre de periodistas. Al verlos,
empezaron a acercarse a donde estaban. Los hombres de Medot cerraron el círculo
en torno de los vehículos y Rey salió disparada para hablar con ellos. No tardó
en volver. Querían, como era previsible, una declaración de la Fuerza
Internacional sobre la cuestión de los refugiados.
—Le agradecería si
usted fuera quien lidiara con ellos—le pidió Cañones a su segunda.
Ella se lo quedó
mirando.
—¿Quiere que yo
hable con ellos?
—Exacto. La segundo
teniente Rey es nuestra oficial de información pública. Puede ayudarla con los
detalles.
Rey le extendió una
carpeta. McGregor y le echó un vistazo. Tenía allí todos los datos para dar
cualquier entrevista.
Era tentador.
Mucho. Volvió a mirar hacia la prensa. Divisó entre ellos, a los enviados de
CNN y de Fox News. Saldría a lo largo de todas las pantallas del país. Hasta en
Dallam la verían, probablemente.
—Tendría que
preguntar a Washington primero.
—No veo por qué. Es
mi segunda, Joan. No fue algo armado. Solo llegamos aquí y nos encontramos con
la prensa, ávida de preguntas. Alguien debía decirles algo.
—¿Piensa que voy a
creerle eso? Que todo esto es una casualidad.
—Entiendo que lo
importante es lo que piense Washington. Además, mostrarse un poco no vendría
mal a sus aspiraciones de ser almirante.
—Jefe de Estado
Mayor de la Armada—corrigió ella.
—Mejor aún.
No pudo evitar
sonreírse. Ese hombre sí que era un hueso terrible para roer.
—Nunca voy a jugar
póker con usted, general. Ni, menos, comprarle un auto usado.
Cañones le devolvió
la sonrisa.
—No sé si me
atrevería a jugar cartas con usted.
—Sabe, pensé que
sería una persona distinta, a juzgar por sus antecedentes.
—Las evaluaciones
de perfil puede equivocarse. ¿Cómo pensaba que podía ser?
—Dado sus acciones
en la guerra, alguien avasallante. Duro.
Notó que Cañones se
sonreía por eso. Como cuando uno nota que la idea que tienen otros, dista mucho
de lo que esa persona es en realidad.
—¿Sabe cuál es el
truco para ser realmente duro?
—Viniendo de usted,
quiero escuchar esto.
El general dio una
mirada a la gente que se acomodaba en las carpas, para luego hacer la cola en
los puestos de comida y donde repartían agua.
—Serlo en la medida
correcta, en los lugares adecuados.
36
Un partido amistoso
“Los equipos de fútbol son una manera de ser”.
Michel Platini
Domingo de futbol
en Takaba, la capital de Markani. En el estadio Presidente Diawara se
disputan en un partido, el conjunto formado por miembros de la fuerza
multinacional contra un similar de la Garde
Républicaine du Markani. Una fuerza de policía militarizada que se
encargaba de la seguridad de los puntos vitales del país, como fronteras,
puertos, aeropuertos, instalaciones de energía y comunicaciones, edificios
públicos y la seguridad del palacio presidencial.
Sus miembros solo
podían pertenecer al mismo grupo étnico del presidente.
El lance deportivo
distaba, ese día, de tener intensidad. Los markanos le ponían entusiasmo pero
carecían de técnica. Sí, exhibían una fortaleza física impresionante.
Radio Télévision Markanaise, que también era
la única televisión por cable y proveedora monopólica de internet en el país,
filmaba el partido para transmitirlo en el único programa de deportes del canal
oficial.
Iban por la mitad
del primer tiempo, con resultado de cero a cero. Les habían bajado la línea que
no debía hacerse pasar situaciones incómodas al equipo local. El partido era
una devolución de favores del Force Commander al presidente por su colaboración
en la crisis de refugiados. “Juntos por la paz” era el lema bajo el cual se
disputaba el partido.
Leo observó una
jugada más que podría haber llegado al gol, diestramente tiraba fuera del campo
de juego. En tanto el arquero markano iba a buscarla para sacar, Leo
contempló el cartel inmenso por debajo de la pantalla donde se marcaban los
tantos. En ella Diawara estaba al lado de Maradona, sosteniendo
ambos, muy sonrientes, una pelota de fútbol.
Decían, las malas
lenguas, que ese era el cartel más caro del mundo, por todo lo que había
costado la visita del astro al país, en verdes billetes de dólar.
A Leo no le
terminaba de gustar que debieran jugar a medias. Más aún, no le
agradaba en lo absoluto. Por hábito le resbalaba estar en cualquier tipo de
competencia. Pero una vez allí, en el campo de juego, con la mitad de la
capital ocupando las tribunas, con Laura mirando junto a sus demás compañeros
en una parte del estadio, se sentía distinto. Algo atávico, de muy
dentro, le reclamaba por estar jugando de ese modo. Al principio, era solo una
cosquilla sentimental que procuró ignorar. Pero siguió allí y conforme los
minutos avanzaban, era más y más fuerte. Se trataba de algo que le reclamaba
que ganaran.
Cuando los locales
sacaron, consiguieron llegar hasta la mitad del campo antes que Ruiz les
arrebatara la pelota. Avanzó con el balón, haciendo un par de pases con la
delantera para luego echarlo fuera del campo con delicadeza.
—Esteban le podría
poner más pilas—le dijo a Ticho, con quien compartía la defensa.
—No me vengas con
esas. Sabes que se va a apegar a lo que nos dijeron. Y hablando del tema,
¿por qué no te ves a un espejo?
—¿A qué viene
eso?—Podrías estar jugando de nueve o de diez, pero siempre te ponés de cuatro.
Me parece que eso es toda una definición al respecto.
En lugar de ser
delantero y atacante, al frente del equipo, prefería quedarse atrás, mayormente
a la defensiva. Era obvio lo que le decía Ticho al respecto, pero no quiso
darse por aludido.
—¿Respecto de qué?
—De tu fobia, Leo,
a cualquier cosa que no sea pasarla desapercibido y bien tranquilo de cualquier
presión o responsabilidad.
—Muy agudo, señor
Freud.
—No tanto. Salta a
la vista. Por eso Cañones te eligió para el cargo que todos envidian. En
particular, con un par de grados más arriba tuyo.
—Fue solo para
molestarme. Sigo siendo su experimento sociológico más entrañable por lo que
veo.
—Te ayudó en el
Instituto. Te dejó pasar varias.
Leo no contestó a
eso. Como siempre que salía el tema, no estaba seguro de qué sentir. Si
gratitud o recelo.
—Siempre el mismo,
Leo. No te dejás querer. Salvo por Cayetano, claro.
—No te pases,
Ticho.
—Solo decía. No
puedo creer que estés casado.
—Tampoco yo—admitió
Leo—. Pero no me quedó más remedio. Es difícil poder convencerla de algo.
—Te tienen
zumbando, dicen.
—Digamos que me
defiendo… a veces.
Los dos sonrieron
por esas últimas palabras.
—Debe estar cerca
el fin del mundo: Leo, mi amigo Leo, convertido en un León herbívoro que solo
abreva en único coto de caza.
—No me rompas, Ticho. Vos también, por lo que dicen esas mismas lenguas viperinas que hablan sobre mí.
Le dedicó una
mirada a Chechu, sentada junto a Rey en la tribuna. Se trataba de una dupla
dispareja. En tanto Mariana observaba el partido como si fuera un match de
tenis, sin mayor interés, la pelirroja se paraba cada cinco minutos, coreaba
cantitos, silbaba a los jugadores contrarios y reclamaba al aire por las
jugadas a su entender no cobradas debidamente.
—Es injusto que no
podamos jugar—dijo Chechu—. Siempre nuestros equipos han sido mixtos.
Rey le pasó el
táper con las galletas. Pero su compañera se paró súbitamente para recriminarle
al juez de línea por cobrar un saque que no era, a favor de los locales.
Mariana tuvo que esperar a que terminara de gritar y volviera a sentarse para
contestarle.
—Acá las mujeres no
juegan al futbol. No practican deporte salvo en las escuelas. La ropa deportiva
es demasiado provocativa para consentir eso.
—¿Por qué tengo yo
que cubrirme por lo que le pase en la cabeza podrida a otros?
—También les eligen
el marido. Si hasta el ministerio de la mujer tiene un hombre a cargo.
—Con lo que escogen
algunas, yo también estaría de acuerdo con eso. En algunos casos—bromeó Chechu.
Laura fue a
sentarse a la rústica tribuna, un par de niveles por encima de ellas. Un simple
y largo asiento de cemento, con otros dos iguales por encima. Vio a Leo que la
saludaba desde la cancha, y lo devolvió agitando la mano por corto tiempo. El
menos posible.
No estaba cómoda
allí. Él en la cancha y ella en la tribuna. Demasiado parecido a lo que había
sido el matrimonio de sus padres. Se había jurado no ser como su mamá, y ahora
terminaba así, tan igual a ella.
Su incomodidad
aumentó, al ver quien asentó sus posaderas en el trozo de cemento libre
contiguo al que ocupaba.
La miró, brevemente,
de soslayo, antes de fijar la vista al frente para no verla.
Cata bajó la
mirada, se quitó los lentes negros de marco dorado, los sostuvo pensativa entre
las manos, luego los guardó en el bolsillo de su buzo de vuelo. Todo eso para
juntar valor para emprender una conversación difícil.
—Has estado esquiva
últimamente.
Laura se encogió de
hombros. Tardó, también, en responder.
—No tenemos nada
para hablar.
—Nunca pensé que
estarías acá.
—No hay mucho para
hacer sobre eso.
—Daría cualquier
cosa porque pudiéramos volver todo atrás cuando éramos amigos.
Laura ignoró esas
palabras. Quedó con la vista fija al frente, en ver un partido que no le
interesaba en lo absoluto.
—¿Puede ser que yo
sea la única que quiere recomponer las cosas?—le echó en cara Cata, sin dejar
de mirarla.
—Ni no lo hubieras
roto, no tendrías que andar preocupándote por arreglar nada.
—¿Solo yo rompí
cosas, Laura? ¿Acaso soy la única responsable?
La aludida no
contestó nada a eso.
El murmullo a su
alrededor hizo que volvieran la vista hacia el campo de juego. Allí, Leo había
tomado el dominio de la pelota y avanzaba hacia el medio campo. Harto de esa condena al empate, había aplicado su virtud futbolística para desequilibrar el partido. En parte por orgullos, en parte porque Laura lo estaba mirando en la tribuna.
—Dale, seguí
así—exclamó Laura viéndolo sortear a uno del equipo de Markani.
—Vamos, Leo—dijo
Cata.
Pasó el medio
campo, en tanto los de la Gendarmería se replegaban apresuradamente en el fondo
del campo, en derredor del arco. Corrían veloces. Leo quedó por delante de su
equipo, pero con cinco de los contrarios esperándolo en la zona del arco.
Se pararon las dos,
como casi todo el estadio. Tres cuartas partes, locales del país, gritaban a los markanos que no lo dejaran
llegar. Y, al mismo tiempo, silbaban a Leo. El tercio restante, de la fuerza
internacional, lo alentaba.
Observaron, Lau y
Cata como Leo se paraba por un instante, mirando quién podía acompañarlo en la
jugada. No había nadie. Fue un par de segundos que uno de los jugadores
contrarios aprovechó para salir a su encuentro, a ir a quitarle el balón.
La última parte, viendo que Leo se abría y no llegaba, se echó al suelo
con la pierna abierta, para llegar a tocar el balón pero el atacante lo evitó,
tirando la pelota hacia arriba. La cabeceó para luego volver a tomarla con los
pies. Tras eso, evadió un par más y quedó en el área del arco.
—Vamos, Leo!
Vamos!—gritaron las dos casi al unísono.
Continuó avanzando,
esquivando adversarios, todavía con su propio equipo por detrás de él.
Velocísimo, no tardó en llegar a la suficiente distancia del área chica como
para convertir a una esperanza en probabilidad cierta de mover el marcador.
Leo frente al arco.
Detuvo la pelota, un instante. Un par de defensores se le vienes Luego pateo
con fuerza, al ángulo superior derecho. El arquero que se tira y no llega. El
balon que cruza, girando sobre si mismo, con efecto hasta clavarse en la red.
—Goooolll!
Fue un grito
surgido de una cien gargantas, ante el silencio glacial de tres cuartas partes
de la tribuna. En tanto a Leo medio equipo lo abrazaba en el campo de juego, en
las tribunas, entre el festejo de todos, Lau y Cata se abrazaban.
—Goooolll!
Las traicionó la
pasión del partido. Fue un grito al unísono, de puro gozo, saltando en el lugar
sobre el concreto de la tribuna. Festejando ponerse adelante en el marcador. Un
gesto hecho sin pensar demasiado, emocionándose mucho, dejándose llevar por eso
que sentían por dentro. Luego, en tanto se aclaraba la euforia del logro,
empezaron a darse cuenta de aquello que habían hecho. La alegría se esfumó de
los rostros, empezando por el de Laura.
Se separaron con
cierto embarazo. De alguna forma, el las unía como antes las había separado.
Ambas miraron a la otra, desviando la mirada cuando se vieron observadas por la
otra. Allí estaban, siempre a mitad del camino. Sin terminar de olvidar, sin
terminar de romper, sin acercarse ni alejarse. Fue un buen gol dijo Laura
para no decir otras cosas. Cata solo asintió. Todavía cada cual llevaba la
marca de ese abrazo por dentro. Aun con sus idas y vueltas, era muy fuerte lo
que habían tenido. Y no menos lo que seguían sintiendo: una mezcla de sentimientos,
incomoda que no podían superar ni aceptar.
Cerca de ellas, que
volvían de la algarabía a los silencios, Chechu había festejado como la que
más, seguida por Rey sin tanto entusiasmo. Incluso, la había aplacado cuando la
pelirroja la emprendió con un par de cantitos algo pesados respecto de los
rivales.
—Pará un poco. Se
supone que es un amistoso.
—Es parte del
folclore del futbol, no seas vigilante, Mariana.
—Acá lo ven como
una disputa, a seca. Incluso peor: como una guerra sin armas. No hay que tentar
al diablo. Sobre todo, cuando estas en sus dominios.
Observó, la
pelirroja, que tras esas palabras, su compañera se paraba para irse.
—¿Dónde vas?
—Tengo que hacer algo.
—¿No puede esperar?
Faltan veinte minutos para que termine el partido.
—Demasiada
testosterona para mí.
Chechu la miró
intrigada.
—¿En qué andás?
—¿Andar? En nada.
Se sonrió cómplice,
sin creerle en absoluto.
—Sí, claro. Vos
andás en algo raro.
—Nada que ver,
nena. Dejá de hacerte la película.
“Y después me dicen
a mí”, pensó “Es de manual: las más
calladitas son siempre las más terribles”.
Definitivamente Rey andaba en algo. Nadie iba a sacarle a Chechu eso de la cabeza.
37
Un visitante particular
“Una visita siempre agrada, si no
cuando llega,
al menos cuando se va.”
Emmanuel Carrère
La imagen del
comandante general en la pantalla de su portátil tenía buena nitidez, a pesar
de estar al otro lado del mundo.
—Tendrán un
periodista entre ustedes. Para llevar a las noticias el día a día de la
operación. Antonio Fargas-Márquez. Un free-lance, vende sus historias a varios
medios. Incluidos Euro News y la BBC.
A Cañones no le
gustó demasiado la noticia.
—Sabe lo que pienso
al respecto. No ayuda en nada a las operaciones y puede entorpecerlas si es un
cazador de primicias.
—Lo sé, Tordo. Es verdad,
a nivel táctico. Pero el cuadro general es un poco más amplio que eso.
—Lo sé. Tenemos un
oficial de información pública que está haciendo un buen trabajo. Hemos dado
conferencias de prensa. Pero tener alguien dentro, ya es otro tema.
—Créame que es algo
necesario. Hay un pacto de por medio, de parte suya de no estorbar y de la
nuestra de darle tanto acceso al día a día como las normas de seguridad
permitan.
Cañones no dijo
nada a eso. Ya antes había dejado claro lo que pensaba. Al Comandante general
no se le escapó ese silencio.
—No es nada malo un
poco más de presencia en los medios. Eso asegura que los recursos sigan
fluyendo. Fargas podrá ser algo ácido en sus crónicas y un poco amarillista,
pero tiene una gran audiencia. Quiero aprovechar eso.
—Sí, mi general—no
podía decir otra cosa, pensó el Force
Commander. Era claro que se trataba de una decisión ya tomada.
—Sé que sabrá
lidiar con Fargas, Tordo.
—Me temo que estoy
condenado a tener que hacerlo.
El Comandante
general sonrió, conciliador.
—Arriba el ánimo,
Tordo. Y deje que los generales políticos como yo, sigan trabajando para que
los generales de campo como usted se luzcan en lo que saben hacer.
Cañones terminó por
sonreír.
—Ese es un
comentario muy político, mi general.
—Desde luego. ¿Podía
ser de otro modo? Cuídese, Tordo, cuide a nuestra gente y espero buenas
noticias.
—Procuraré las dos
últimas con todo ahínco, mi general.
Tras saludarse,
terminó la videoconferencia. La imagen del comandante en su despacho fue
reemplazada por un escudo de la IHF. International
Humanitarian Force.
Esa fue la causa
que tres días después, Mariana y Leo caminaran a la plataforma operativa, bajo
el sol del mediodía, a recibir a la visita.
—Vamos a tener que
tener mucho tacto. Es un pez gordo—le dijo Mariana.
—No sé por qué
tanto problema por este tipo—Leo expresó, en voz alta, su disconformidad. Como
con casi todo allí.
—Lo que él muestre,
es lo que vamos a ser, para mucha gente.
Esperaron en la
plataforma, no demasiado, la llegada del vuelo semanal que los conectaba con su
país, trayendo reemplazos o materiales que se necesitaban para mantener la
actividad operativa allí.
Fargas bajó del
vuelo con su equipaje. Vestía camisa tropical, con un dibujo de palmeras en
colores vivos. Llevaba una gorra de beisbol en la cabeza y lentes negros de
marca.
—Mejor dale la
bienvenida vos. Yo no la voy con estas cosas.
—Es el más antiguo,
Teniente. Le correspondería.
—Entonces, hagamos
una excepción. A vos te sale mejor.
Mariana lo observó,
sin disimular la contrariedad. Leo no era mal tipo, pero su rechazo rebelde a
todo, en ocasiones la exasperaba un poco. Esa era una de ellas.
Se acercaron a
saludarlo. Mariana le dio la bienvenido.
—Señor Fargas, soy
la teniente segundo Rey, él es el teniente de vuelo Aspell. En nombre de la
Fuerza de Intervención Humanitaria le damos la bienvenida a la Base Libertad.
El general lo espera para recibirlo.
Al parecer la
visita no reaccionó mucho a esas palabras. Estrechó su mano al pasar, antes de
ser más efusivo con Leo.
—¿Podrías ocuparte
de mis valijas, cariño?
Rey observó el
equipaje, a un lado del periodista.
—¿Qué quiere decir
con ocuparse, señor Fargas?
—Que las lleves a
donde tenga que quedarme, preciosa.
—Ahora entiendo, ¿y
cómo es que llegaron aquí?
—Pues las traje yo.
—Creo entonces que
puede seguir arreglándoselas solo muy bien con sus cosas, señor Fargas. Aquí
todos hemos cargado con nuestros elementos personales. Esto es una base
militar, no un hotel.
El periodista la
miró. La cara de Mariana lo decía todo. Buscó auxilio en Leo pero este le
devolvió una expresión de impasible ausencia. A mí no me vengas a pedir ayuda,
decía.
—Una cuestión más,
señor Fargas—continuó ella, tras tomarse un par de instantes para calmarse por
dentro. Si dejarla de lado en el saludo le había molestado, lo del equipaje
había terminado por sacarla—. Soy la Teniente Segundo Rey. No cariño, ni
preciosa. Tal como marcan las reglas sobre trato de género de los medios como
Euronews y la BBC.
El recién llegado la observó. Decidida y
enojada. Una combinación de mujer que lo había metido en problemas en el
pasado. Decidió ser un tanto más cauto en su forma de expresarse.
—Creo que hemos
empezado con el pie equivocado—le dijo, sonriendo amigable.
—Tal
parece—concedió Mariana.
—Puede decirme
Antonio. ¿Cuál es su nombre?
—Ya se lo dije,
señor Fargas. Me apellido Rey.
—Me refiero a su
primer nombre. No hay por qué ser tan formales.
—Para usted,
teniente segundo.
Se echó a andar,
dando por terminado el tema.
Fargas agarró su
valija Delsey gris. Era un modelo Chatelet Aircon, rígida hecha en policarbonato
con ruedas dobles de giro completo. Tenía también un bolso de viaje de la misma
marca e idéntico color.
Se acercó a Leo,
que seguía los pasos de Rey, un tanto más atrás.
—¿Todas aquí tienen
ese carácter?—le preguntó por lo bajo.
Leo solo lo
observó, sin contestarle. Apenas lo conocía y ya no le caía en gracia. Se
tomaba demasiadas confianzas, al parecer.
Estaba seguro que
no iba a ser una convivencia fácil.
38
Intentar volver a ser
“Para vivir es
necesario coraje”.
Kahlil Gibrán
Cata echaba un
último vistazo a tener todo en orden, antes de ir desde la sala de equipos a la
cubierta de vuelo del USS Gerald R. Ford. Allí la esperaba un Rafale para
practicar despegues con catapulta.
Nunca pensó, no
siendo una aviadora naval, pasar por semejante entrenamiento. Pero el general,
con su habitual habilidad para lograr lo más imprevisto, había conseguido que
se les hiciera un lugar en las ajetreadas operaciones del portaviones
estadounidense para llevar a cabo tales prácticas. La versión del Rafale que
volaban, desarrollada a partir del modelo naval francés, tenía el gancho de
apontaje y los refuerzos necesarios en la estructura para llevarlos a cabo.
Se decía que luego
de una conferencia de prensa, una culpójena teniente comandante, que había
mostrado los dientes sobre un asunto que no tenía nada para morder, no había
tenido problemas en acceder a esa solicitud de Cañones.
Por eso, procuraba
pensar en las actitudes de un par de pilotos locales, que terminaban de dejar
sus equipos al otro extremo de donde ella preparaba el suyo.
Contaban chistes, o
mejor, buscaban sin demasiado éxito tener algún tipo de comentario chistoso con
un lugar común de la cultura estadounidense. Las “dumb blondes”. Un estereotipo
de mujer tan sensual y sexualmente explicita como poco inteligente. El cine de
Hollywood había sido pródigo en arraigar ese prejuicio, desde Marilyn Monroe en
adelante.
—¿Cuántos chistes
de rubias hay?—le decía uno al otro.
—No sé, muchos.
–Solo tres, los
demás son historias auténticas.
Revisó sus cosas,
preguntándose qué podía parecerles gracioso de eso. Mapas, casco con el
protector debidamente colocado sobre el visor, la pistola con el seguro
colocado. Dejó para el último abrir esa botellita mínima y colocarse un poco de
perfume alrededor del cuello y en la parte anterior de ambas muñecas. J'adore
de Dior, su preferido. Era algo así como su tradición más personal. No se
trataba de una cábala, sino más bien de un recordatorio en forma de apetecible
fragancia: se podía ser aviadora militar sin dejar de ser mujer, ni dejar de
ser mujer por ser una aviadora militar.
En tanto el aroma
de la esencia de Ylang-Ylang de las Comoras, Rosa de Damasco y dos distintos
Jazmines le acaricia, aterciopelada, la nariz se alegró de retomar esa
costumbre.
En el otro extremo
de la desierta sala de equipos, los dos pilotos de la US Navy seguían con sus
intentos de chistes. Cada vez más descaradamente sexistas. Cata pensó por un
momento en hacer como que no había escuchado nada e irse de allí. Pero entonces
los dos hombres parecieron reparar en su presencia. La miraron con cierta
expresión de incredulidad.
Fue cuando Cata
renunció a fingir o hacerse la tonta en el tema. Los había escuchado y, a
juzgar por sus miradas, ellos estaban perfectamente conscientes de eso.
Intentaron una
suerte de disculpa. No sabían que estaba allí y no era la intensión ofenderla.
Pero ella los paró en seco.
— No me ofenden para
nada todos los chistes sobre rubias tontas que dicen con tan poca gracia porque
sé que no soy tonta… Y tampoco soy rubia.
Hasta pudo sonreír,
algo, al decirlo. Una mueca canchera, para poner en su lugar a esos
cavernícolas con acento californiano. Dejarlos como los tontos de remate que
eran.
Salió de allí rumbo
a la cubierta de vuelo. La sonrisa se le hizo más amplia. Comprobaba con gusto
que aquella que era antes de la desilusión y las malas decisiones, volvía.
Brevemente, por instantes. Alguna mejoría era, respecto de los tiempos previos.
Sentía en ella una
nueva fuerza. Los demonios seguían allí. Pero al menos, ahora los enfrentaba en
lugar de jugar a las escondidas con ellos.
Esa extraña charla
con el general había sido un punto de inflexión. Todavía tenía esas palabras en
su cabeza. Había sido duro pero, por raro que pareciera, eso le había dado
cierta esperanza.
El viento le
acarició el rostro y la luz del sol la deslumbró al salir a cubierta. Se colocó
entonces los lentes oscuros de piloto. Vidrios verdes sobre una montura dorada.
No era la versión de reglamento, sino los originales de la marca comercial que
los había hecho famosos en la aviación del mundo. Mucho más vistosos y, por eso
también, mucho más caros.
En tanto se dirigió
a su avión, notó al mayor Montjuïc a un lado de la superestructura, de cara al
mar. No pareció reparar en ella, aun cuando le dedicó una larga miraba. Parecía
afligido por algo. Tenía la misma expresión sombría y doliente que Cata vio
muchas veces en ella, a través de un
espejo.
Se sintió tentada de ir a preguntarle si
estaban bien, pero no tenía la confianza para eso ni estaba segura que fuera a
tomarlo bien. Por otra parte, era la siguiente en el turno para ser lanzada y
poder volver a la base en tierra firme.
Pronto estuvo
sentada en la cabina de su avión, asegurada al asiento, con el casco colocado y
conectada al oxígeno y el sistema de comunicaciones y datos. Sus auxiliares de
vuelo habían sido traídos al portaviones en un helicóptero para ayudarlos. Pero
tras cerrarse la carlinga, toda la operación pasó a manos de los auxiliares de
pista de la marina estadounidenses. Ellos le indicaron por señas que se
dirigiera hacia adelante por el lado derecho de la zona de aterrizaje.
Sería lanzada desde
una de las dos catapultas de proa, observó, ya que las de popa estaban
bloqueadas ocupadas por dos F/A-18 Súper Hornet, de un gris aún más claro que
el de ellos.
Todo el personal en
esa cubierta, tenía idénticos cascos y anteojeras, pero por encima de sus monos
oscuros, llevaban chalecos de colores distintos. Cada color explicitaba la
función del miembro en cuestión sobre esa cubierta. Se trataba, en suma, de un
código de colores conocido como “Rainbow Wardrobe” en la US Navy.
Quienes guiaban a su avión lo tenían azul por
ser del equipo de movimiento. Se trataba de quienes se encargaban tanto de
mover por la cubierta como de inmovilizar en ella con calzos y las trincas a
las aeronaves.
No pasó mucho antes
que otro de chaleco amarillo se hiciera cargo del avión de Cata. Eran quienes tenían
a cargo los despegues y aterrizajes. Le señalaron, con los brazos y manos, la catapulta a estribor, en donde el equipo
encargado del riel se afanaba en dar los últimos toques al equipo. No era la
tradicional catapulta a vapor, sino una electromagnética.
Cata dejó caer los
flaps, preparó los controles y colocó el tren delantero de la aeronave encima
del riel como le indicaron. La ansiedad se incrementó en ella. Lo más difícil
en ese tipo de operaciones es que con una catapulta el piloto no controlaba
nada. Simplemente era lanzado.
El deflector de chorro se elevó por detrás de
su aeronave, y se hicieron las últimas comprobaciones antes de la alineación en
la catapulta.
Una vez comprobado
el estar alineada en la catapulta, se bajó la barra de lanzamiento, ubicado en
la parte delantera del tren de morro y se colocó el freno en la parte posterior
del morro.
Todo estaba listo,
el equipo de amarillo se retiró de las cercanías del avión y solo uno se quedó
a la altura de su cabina, más allá de sus alas. No pasó mucho antes que hiciera
la señal que todo estaba listo.
Cata entonces puso
a pleno los motores, incluido posquemador y tras una rápida comprobación de los
instrumentos, saludó al señalero amarillo. El saludo militar, de la mano
extendida llevaba al lateral del casco, indicaba que ella también se hallaba
lista.
El oficial de
lanzamiento, tras un último chequeo, apretó el botón que ponían en marca el
riel electromagnético. Pronto Cata sintió la aceleración abrumadora, al tiempo
que el avión dejaba de tener la cubierta del buque por debajo de ella. Las
veinte toneladas de peso del avión eran lanzadas de 0 a 130 nudos en 2 segundos
en una distancia de tan solo 75 metros. Con la cabeza lanzada hacia adelante,
empujó los mandos para que el Rafale se elevara al cielo. En tanto ganaba
altitud, solo en esos momentos ya había consumido unos 900 litros de
combustible de aviación.
No pudo dejar de
lanzar una suerte de aullido, en tanto ascendía. Todo lo que le había dicho al
respecto, era poco. La adrenalina le surcaba, velocísima, por todo su sistema
circulatorio, alimentado por un corazón que bombeaba con inusitada rapidez.
“Wooww. Esto es casi mejor que el sexo”, pensó.
Hasta entonces, el
cielo había sido su refugio y su escape de todos los problemas cuando pisaba la
tierra. Pero ese día, la Cata de antes, la que siempre la había gustado ser,
había asomado en esa sala de pilotos poniendo en caja a los dos descendientes de
dinosaurios.
Se trataba de algo
que la entusiasmaba mucho: dejar atrás, poder quitarse de encima todo ese
período de mortificación y malas decisiones.
39
Bajo las estrellas
"Ciertos
crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo,
o algo dijeron que
no hubiéramos debido perder”.
Jorge Luis Borges
Todo el periplo de esa jornada había
iniciado por una parturienta en una aldea del norte de Markani. Las lluvias en
la región habían desbordado los ríos y cerrado los caminos. Debía evacuársela
por aire, desde una región remota que no tenía las menores facilidades para
aterrizar. Un viaje de dos horas a finales de la tarde, en que sería de noche
al llegar.
La pequeña Armée
de l'air du Markani no contaba con helicópteros con esa capacidad para
volar de noche y aterrizar en lugares inhóspitos. El presidente le pidió ayuda
al general. La joven por dar a luz era la hija de un importante jefe tribal.
Los NH 90 de la sección de rescate en combate
disponían de todas esas capacidades, pudiendo operar en condiciones
meteorológicas adversas sobre lugares no preparados, tanto de día como de
noche.
Al enterarse que Laura había pedido volar esa
misión, la primera que no resultaba un mero ejercicio, Leo pidió al general
acompañarlo.
—Como premio por portarme bien, mi general.
—Más bien digamos que a cuenta de cuando se comporte
de esa forma—retrucó el Force Commander.
Como fuera, había podido sacarse el gusto de volver
a estar volando con ella. Pero no todo se dio como estaba planificado. Como
suele ocurrir, en los ambientes operativos, con decenas de variables fuera de
cualquier posibilidad de control.
Lo que iba a ser un viaje de ida y vuelta, terminó
alargándose al descender por instrumentos y con visión nocturna en la aldea de
destino, parta darse con la noticia que la mujer que debían transportar no
había llegado aún.
Por el intérprete, el jefe de la aldea los puso al
tanto de las novedades: vivía en lo profundo de la selva y estaba por venir. No
les quedaba otra que esperarla, al igual que todos allí. Despiertos en un
amplio espacio en derredor de la decena de viviendas que constituían el
poblado.
Se arrimaron a una hoguera que crepitaba en el
medio de varias sencillas viviendas. Allí, los pocos habitantes del lugar
cantaban batiendo las palmas. Se trataba de alguna canción en una lengua que no
entendieron. Al verlos, les hicieron lugar en el círculo que dibujaban en
derredor del fuego. Lau y Leo se sentaron imitando a todos los demás allí, en
el suelo con las piernas cruzadas. El intérprete les explicó respecto de lo que
estaban cantando.
—Es una forma de decir antiguas fórmulas mágicas para
evitar que el fuego se apague. No sólo este, sino aquel que existe entre
amigos, familia o amantes.
Leo le dirigió a Lau una mirada cómplice por lo
último que ella se esforzó en ignorar. Lugar remoto o no, estaban en una tarea operativa
donde esas cosas no tenían lugar.
—“Que el fuego mantenga nuestros hogares calientes
y nuestros corazones en llamas", parafraseó el intérprete.
—Amén—dijo Leo, sin dejar de mirarla.
Laura consultó su reloj. Una vez más, como lo había
hecho desde que llegara hasta allí.
—¿Tiene alguna idea de cuando traerán a la mujer
aquí?—le preguntó al intérprete.
—Están en camino.
—Dijo lo mismo hace dos horas—le reclamó.
—Es una zona difícil. Sin buenos caminos. Ni
tampoco señal para poder comunicarnos.
Ella solo asintió antes de volverse a Leo. Se la
veía frustrada.
—Vamos a vencernos si no se apresuran. No tiene
sentido quedarnos acá. Volvamos al helicóptero y veamos se podemos descansar.
No le gustaba mucho estar allí, siendo el centro de
las miradas de hombres y mujeres. Por lo visto, nunca habían visto a una mujer
con buzo de vuelo.
—Podríamos
ir a buscarlos—dijo Leo.
—No
sabemos por dónde están. Además, es todo selva. Aun con los visores términos,
sería como buscar una aguja en un pajar. Tendremos que esperar acá. Y rezar
para que no solo llegue viva, sino que siga igual hasta llevarla a Takaba.
Terminaron por volver a la aeronave. Al auxiliar de
carga y el intérprete permanecieron junto al fuego.
Echaron las bolsas de dormir sobre el
compartimiento de carga, pusieron los bolsos de vuelo a modo de almohada y
dejaron abierta la puerta lateral para que entrara la brisa y poder ver el
cielo estrellado de la noche. Era muy azul, pobladísimo de estrellas, muchas
más de las que hubieran visto nunca antes en ningún otro sitio.
Se dejaron
caer ahí, tras rociarse por décima vez Laura con repelente. Como Leo comprobó
al querer hacer lo mismo, había usado casi todo el frasco.
—Es
impresionante la cantidad de estrellas—dijo Leo, mirando impresionado al cielo.
—Ya.
Deberíamos intentar dormir—le contestó Laura.
Él se
volvió a verla. Con la miraba tan escudriñadora como cuando miraba al cielo.
—¿Por qué
sos tan arisca a veces? Tan seca.
Ella no
volvió la vista.
—No estoy
acostumbrada a que me quieran.
No dijo
nada más. Leo se la quedó mirando un par de minutos, hasta que desistió de
seguir con la conversación. Odiaba cuando se ponía con ese humor. Algo que
pasaba siempre que las cosas no estaban yendo como ella quería.
Cerró los
ojos, dispuesto a dormir. Entonces, escuchó su voz.
—En casa fui adecuadamente educada, aconsejada,
alentada a superarme, cubiertas mis necesidades. Se me dio atención,
dedicación, se esforzaron para que tuviera todo lo necesario. Pero no hubo
demasiado cariño. Sé que me quieren, a su modo. Pero rara vez me lo
demostraron.
—No soy tu familia, sino tu marido—le dijo Leo, sin
abrir los ojos ni volverse—. Y tampoco merezco ese trato. Es hacer con otros
eso que reclamás porque lo hicieron con vos.
Con eso, dio por terminada la discusión. Como era
usual en ese tipo de situaciones, había terminado por molestarse. La quería,
mucho. La amaba, la adoraba, y hasta la endiosaba mucho más de lo que era
prudente. Pero así lo sentía. Pero parejo a tales sentimientos, ella también
conseguía exasperarlo con algunas cuestiones de su carácter.
Alguien se deslizó encima de él. Fue algo cuidado,
sigiloso, lleno de precauciones. Se trataba de un cuerpo que pronto reconoció,
al sentir esa presión en el pecho.
Abrió los ojos. Laura estaba encima de él, con cara
compungida.
—Perdón, perdón. No sos vos, es esta impotencia que
me saca.
Leo sintió como al tenerla allí, con el cuerpo
presionando sobre el suyo, dejaba a un lado todos sus cansancios del día y le
hacía nacer un estremecimiento desde lo
profundo en el cuerpo.
Quiso besarla, y hasta llegó a rozar los labios de
esa mujer que ahora parecía permearse a lo que Leo tenía hace rato en mente.
Pasar un momento romántico, dejando atrás los días de extenuantes prácticas que
la dejaban cabeceando a las puertas del sueño aun antes de terminar la cena.
Fue un deseo que se truncó por el creciente ruido
proveniente de la aldea. Laura se quitó de encima para volverse a ver.
Descubrieron a un grupo que traía a una mujer. Prácticamente la llevaban por
los brazos. Extenuación y dolor eran los gestos que cruzaban el rostro de esa
mujer de lustrosa piel como el ébano. No muy alta, el vientre abultado rompía
con lo delgado de brazos y piernas. Cubría en parte sus trenzas, oscuras y
larguísimas con un turbante holgado multicolor en la cabeza, del que
sobresalían por arriba.
El kaftan
africano que le cubría hasta arriba de los talones, en el que se entremezclaban
figuras de colores rojo, azul, amarillo y verde, se veía mojado por debajo de
la cintura.
La acostaron en la cabina, en medio de los gritos
de dolor de la mujer. Por detrás del grupo el intérprete les informó que había
roto bolsa hacía un rato. El auxiliar
trajo el botiquín. Laura se colocó un par de guantes plásticos antes de revisar
a la mujer.
—Dios santo—dijo—. Ya empezó.
—¿Cómo que empezó?—preguntó Leo, a un lado suyo.
—Tiene la cabeza del chico asomando.
Le hicieron retraer las piernas. La mujer seguía
con sus dolores. El intérprete procuraba calmarla y transmitirle las indicaciones
de Laura para que se concentrara en pujar. Ella miraba, con pánico en sus ojos
color miel, a los dos.
Cayetano se concentró en acompañar la salida del
bebé. No hubo mayor problema en eso. Parecía deslizarse sin problema la cabeza,
pero al salir, observó a parte del cordón umbilical rodeando el cuello. Fue un
instante de tensión, pero que no le hizo perder el ánimo. No estaba tirante y
pudo quitarlo con solo tomarlo y sacarlo por encima de la cabeza del crío. Respiró aliviada, luego de poder librarlo de
eso.
A diferencia de Leo, por demás nervioso y que había
que indicarle las cosas, Laura estaba muy serena, muy fría, sin pensar en nada
más que aquello que debía hacer. Los momentos críticos le aplomaban como nada
el carácter.
Apenas lo tuvo entre manos, fuera de la madre, el
recién nacido empezó a llorar. Ambos escucharon, por detrás suyo, vítores en
una lengua inentendible pero que captaban en su esencia. Por primera vez en
mucho rato, él pudo observar como Laura sonreía.
—Es una nena, Leo—le dijo, echándole un vistazo sin
perder esa gran curvatura de alegría en sus labios—. ¿No es preciosa?
Él iba a contestarle que todos los bebés le
parecían iguales, pero se abstuvo. Estaba asombrado de verla tan contenta. En
cambio, le pasó una toalla y Laura empezó a secarlo. El bebé pareció reaccionar
a eso. El lloro pasó a ser esporádico. Más una expresión de disgusto que otra
cosa.
—Todo va a estar bien bebé—intentó consolarlo Lau—.
Todo va a estar bien.
No solo se lo decía al recién nacido. También era
algo que iba para ella misma.
El niño seguía unido a la madre por el cordón
umbilical. Todavía la madre permanecía con parte de la placenta dentro.
—Tenés que cortar el cordón—le dijo Leo.
—Démosle un par de minutos.
Laura si había estado atenta en la charla sobre las
distintas emergencias que podían presentarse en esa misión humanitaria. Mucho
más que Leo, que todo lo que no fuera volar lo aburría soberanamente.
Una de las cuestiones frente a los partos era que
esperaran un poco para pinzar y cortar el cordón.
Retrasando el pinzamiento del cordón se conseguía
mantener el flujo sanguíneo entre la placenta y el recién nacido, y eso podía mejorar
la dotación de hierro del niño en los primeros meses de vida. Un efecto
especialmente importante para los lactantes que viven en entornos con pocos
recursos, con un menor acceso a alimentos ricos en hierro.
Laura se quitó una horquilla del pelo. Le pidió a
Leo que la desinfectara con el yodo, manteniéndola en su mano. Pasado ese par
de minutos, aferró con fuerza al cordón con ella, dejando un palmo de mano de
espacio. Luego, cortó por encima con el cuchillo de supervivencia, también
pasado por yodo.
La joven mamá no terminaba de expulsar la placenta
y estaba exhausta. Pero incluso así, al límite de sus fuerzas, había pedido por
su bebé varias veces. Seguía observando todo con miedo y aprehensión. Solo
cuando se lo entregaron, pareció calmarse.
—Creo que deberíamos irnos—dijo Laura.
—Por qué no te quedás con la chica y yo me encargo
del vuelo—propuso Leo.
No muy convencida, Lau aceptó. El NH90 era un
helicóptero que podía ser manejado por un solo piloto.
Terminó por expulsar en vuelo el resto de la
placenta. Laura la colocó en una bolsa para desechos. Comprobó que la mujer no
sangraba y eso la tranquilizó.
Exhausta, la joven madre terminó por dormirse.
Laura volvió a tomar a la niña en brazos.
Un extraño y melódico sonido le llegó a Leo en la
cabina del aparato. Colocó el piloto automático, antes de volverse hacia el
compartimiento de carga. Se levantó los anteojos de visión nocturna para contemplar
a Laura, meciendo a la niña en tanto le cantaba por lo bajo una canción de
cuna.
Nunca había visto su expresión tan serena, tan
feliz. Brindando tanto afecto a alguien.
Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 7: Los rostros del sacrificio
NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.