Misión en el trópico 7: los rostros del sacrificio
Capítulo anterior: Misión en el Trópico 6: Sentimientos que se dejan correr
Un paseo movilizante
"Ya no habrá
días turbios… ya no habrá noches malas
si hay un amor
secreto que nos presta sus alas”.
José Angel Buesa
Mariana observó como la teniente
comandante Mc Gregor daba una palmada en el hombro al auditor de la fuerza
internacional, al tiempo que se reía de algo que Gerin acababa de decirle. Fue
algo que captó sin proponérselo, al levantar la vista de su cubículo para ver
la hora en el reloj que estaba por encima de la pantalla de la sala de current operations. Las operaciones en
desarrollo.
Bajó la vista, molesta sin saber muy bien por qué.
Hizo el cálculo de cuantos francos de markani necesitaba para comprar dos
ejemplares de diario que necesitaba. Sacó la suma de la billetera en su cajón
para volver a ponerla allí. El cajón, como todos los demás escritorios allí,
tenía un código numérico en vez de clave y se trababa automáticamente al ser
cerrado.
Echó un vistazo rápido al escritorio esperando no
dejarse nada. Entonces, percibió su cercanía aspirando su perfume, incluso
antes de levantar la vista para verlo. A medio camino de irse a recibir a su
encargo del día, estaba incorporándose de la silla en su cubículo, al tiempo
que echaba mano a su birrete azul, con la solitaria franja de teniente segundo
por debajo de la escarapelo.
—¿Va a alguna parte?
Rey se demoró en contestar. Los ojos
de Gerin parecían clavados en los suyos. Una mirada que le provocaba cosas. La
hacía experimentar una extraña timidez, cobrar color a sus mejillas, atorarse
con las palabras.
—Tengo que ir a buscar diarios. Para la síntesis de
prensa de hoy.
Una parte de la primera reunión del estado mayor
que asistía al Force Commander incluía, a más de las cuestiones referidas a las
operaciones a llevarse a cabo, estado del personal y de los materiales, cómo
eran percibidos por la prensa, en dos niveles: el local y el internacional.
—Pensé que se hacía a partir de internet.
—Mayormente sí, pero siempre me gusta cotejar ambas
versiones. No siempre son iguales. Aparte hay mucha información en los avisos,
tamaño, ubicación...lo siento me parece que hablo demasiado.
—Todo lo contrario. Es muy instructivo. De hecho,
me vendría bien estirar un poco las piernas. ¿Le molesta que la acompañe?
—No, para nada.
Aceptó, con palabras lacónicas.
Esperando parecer casual. Que no le daba mucha importancia al tema. Por dentro,
seguía sintiéndose tonta por actuar así. Tan rígida, seria, cortada de vocablos
y gestos.
Salir de los módulos con aire acondicionado al
calor de Markani era siempre un desafío, una vez traspuesta la puerta. La
temperatura aumentada, en cuatro o cinco pasos después de la puerta, quince
grados, mínimo.
Esperó el típico comentario del
calor, en tanto el auditor se calzaba su casquete camuflado. Pero en lugar de
ello, la sorprendió preguntándole como se hallaba.
Fue un interrogante que le causó una ligera
vibración interior.
“Por favor, Mariana, no imagines cosas”.
—Perfectamente. ¿Por qué me lo
pregunta?
—No es el mejor lugar para alguien
con sus inquietudes intelectuales. Más con esa pasión por el arte.
—No tengo mucho tiempo para aburrirme.
—Mejor así.
Ya en la plataforma operativa, pasaron al lado de esa
hilera de largas y finas siluetas grises, más altas que una persona, de cabeza
abultada y que finalizaba, hacia atrás, en una turbohélice.
Se trata de tres ejemplares del General Atomics
MQ-9 Reaper. Aeronaves sin piloto, operadas remotamente, diseñados para ataque
a objetivos o para vigilancia de larga duración y de gran altitud.
Gerin conocía lo suficiente como para saber que
podían a una velocidad cercana los 500 kilómetros por hora, aun cuando la de
crucero era la mitad. De ala a ala medía unos 20 metros, 11 metros de largo
y tres y medio de alto. Dotado de radar
y un sistema de adquisición de blancos, en sus dos bodegas y sus siete puntos
de anclaje, podía cargar unas dos toneladas de cámaras, bombas, cohetes o
misiles.
—Usted pilotea estos…
—Vehículo aéreo no tripulado. Somos operadores, no
pilotos.
Javier Gerin observó la insignia en la parte
derecha del pecho de su uniforme. Operadora de drones de combate. Era similar a
la de los aviadores, solo que con una sola ala.
—Supongo que los pilotos los ven como alguien que
pueden quedarse con su trabajo.
Mariana solo sonrió. Una mueca de compromiso, para
no decir palabra.
—Fui la única de mi promoción que quiso serlo en
lugar de ir a la escuela de pilotos. Todos me miraron como a un bicho raro.
—Conozco esa sensación. Es lo que nos iguala a
ambos, ¿no? Aquí, entre tanta ave, somos pájaros con distinto plumaje.
Ella se lo quedó mirando, sin saber muy bien que
decir a eso. Él la miraba de una forma particular que la ponía nerviosa. O, al
menos era lo que sentía.
—Sí, tal vez.
A la mirada inquisitiva se le agregó una sonrisa.
Eso la inquietó más aún.
—Ser diferente es algo divertido—le dijo—. Uno
tiene cosas en su interior que el común ni se imagina que existen.
—También es algo solitario—se sinceró Mariana.
—Sí, es cierto.
Descubrió que había caminado los últimos treinta
metros solo mirándolo a él. Tal como Gerin hacía con ella. Incómoda por darse
cuenta de eso, volvió la vista hacia adelante.
Quiso cambiar de tema. Por algún motivo Mariana
quería salir de esa conversación en que las miradas llevaban la parte esencial,
tan inocente en apariencia y tan incómodo en la realidad.
—¿Usted cree que aceptaran las condiciones?
Se refería al ultimátum dado por el consejo de
seguridad a Dada Oumee de terminar con la violencia política y permitir el
ingreso de la ayuda humanitaria. Caso contrario, habría un bloqueo en regla al
país, como preludio de una intervención aun mayor.
Gerin no pareció molestarse o sentirse por ese
cambio en la conversación. Era un tío extraño. Tanto como ella.
—Han hecho una oferta. Dejar pasar la ayuda
humanitaria. Con ciertas limitaciones de corredores aéreos y lugares de
distribución. Pero siguen sin decir palabra de la cuestión de la violencia. El
general lo está evaluando.
Mariana entendió el por qué. No solucionaba una
parte principal, pero se avanzaba en cuanto a palear la crisis. Le asombraba
también los dobles discursos. En tanto Dada Oumbe rechazaba cualquier contacto
con ellos en sus discursos públicos, en privado se negociaba.
—No es algo fácil para decidir.
—Para nada. Mc Gregor lo rechaza de plano. Insiste
en exigir todo.
El comentario sobre la teniente comandante le erizo
la piel. Los había visto hablar. Ella le prodigaba a Gerin una confianza
distinta de los demás. Eso por algún motivo a Mariana le caía mal.
—Ella es mucho más amable con usted que con los
demás.
Se arrepintió de haberlo dicho apenas lo hizo. Mas
por quedarse mirándolo, como pidiendo explicaciones. Algo, a más de impropio,
muy extraño en ella.
El solo sonrió.
—Nunca lo he visto de esa forma. Simplemente
tenemos una buena comunicación.
—Parecen muy cercanos en sus charlas.
—Ella estudió recursos humanos en Yale y yo he dado
allí clases como profesor visitante. Le gusta recordar esos tiempos de
estudiante.
—He visto como lo mira. No me parece que sea nada
universitario. Usted es muy ingenuo con las mujeres.
Él se la quedó mirando. Mariana se puso roja hasta
las orejas. De nuevo había descarrilado, dicho algo que no quería, quebrado
todos los límites de lo debido.
—Voy a pensar, con tanta atención que pone en el
tema, que está celosa.
—¿Yo? En lo absoluto—se justificó, nerviosa—. Solo
decía.
El solo sonrió. Se trató de una sonrisa
indeterminada, que no dejaba ver a donde se dirigía. Luego, solo volvió la
vista hacia adelante y no dijo una palabra más. Ella se sintió reprendida como
una niña pequeña.
Entraron en el edificio del aeropuerto
internacional. Era pequeño, con pocos locales. Básicamente un pasillo
principal. Allí, a intervalos, además de los negocios, algunas personas vendían
chucherías que exhibían en mantas sobre el suelo. Por todos lados se
veían miembros de la policía y la gendarmería patrullando, con fusiles AK
74 al hombro.
Mariana, luego de comprar los diarios (un ejemplar
de Journal di Markani y otro de Liberation) a mitad del camino de salida
se detuvo en uno de esos puestos de los pasillos. Gerin observo como miraba con
detenimiento un objeto, una especie de diminuto colmillo que pendía de un
collar de cuerda. Es un collar de jaspe. Me encanta esta piedra. La tienen como
una piedra muy poderosa que aporta tranquilidad y plenitud. Además
proporciona protección, absorbe la energía negativa y alinea los chakras.
—Muy interesante.
Observó que
Mariana revisaba los bolsillos de su uniforme, con un gesto de
desilusión.
—¿Pasa algo?
—Acabo de recordar que deje el resto mi dinero en
el módulo. Solo traje justo para comprar los diarios. Otra vez será, supongo.
Noto entonces que Gerin sacaba una billetera y daba
un billete de cinco dólares al vendedor. Pueden ser dos? Y quédese con el
cambio le dijo en francés. El vendedor se iluminó el rostro al recibir el
billete verde. Era una moneda, el dólar, que temía mucho más valor que los
francos de markani. El abogado le entregó ambos collares a Mariana, antes
de seguir camino.
—No era necesario. Pude haber vuelto.
—Claro que lo era. No me gusta verle esa tristeza
en el rostro.
Fue una respuesta que la desencajó. Otra vez esa
mirada enigmática de él y ese cosquilleo incómodo por dentro de ella. La
disimuló, mirando hacia la pantalla de un televisor en el único bar del pequeño
aeropuerto. Desde el balcón estilo francés del palacio presidencial, Dada Oumbe
arengaba a una plaza repleta de seguidores. Vestía un recargado uniforme de
mariscal, con una pistola enfundada a la cintura.
“No vamos
a entregar la dignidad de este país a nadie”, “Y menos
que menos a ese general títere de los norteamericanos”. “En Nueva York la gente se muere de hambre
en las calles y yo no voy a la Naciones Unidas a decirles que hagan nada”.
A cada frase suya, la multitud estallaba en
vítores. Cuando terminó de hablar, entre los cánticos de sus seguidores, sacó
la pistola de su funda y vació el cargador dando tiros al aire.
—Espero que sean de salva. Por más que tire hacia
arriba, los disparos no se incrustan en las nubes, caen en algún sitio. Y esa
plaza está llena—le dijo Gerin.
—Dicen que son verdaderos—explicó Rey.
La imagen volvió a los estudios del canal estatal
de Markani. Dos periodistas detrás de un escritorio se dedicaron a hablar mal
del presidente del vecino país. Un adversario del presidente Diawara.
—Al parecer, nadie es franco con
nada. Todo es una mentira en este mundo—exclamó ella, frustrada.
—“Mirada
de cerca, la vida parece una tragedia; vista de lejos, parece una comedia”—le dijo, mirándole fijo a los
ojos, el abogado—. ”Nunca te olvides de
sonreír, porque el día en que no sonrías será un día perdido. La vida es una
obra de teatro que no permite ensayos. Por eso, canta, ríe, baila, llora y vive
cada momento, antes de que baje el telón y la obra termine sin aplausos. Hay
que tener fe en uno mismo… La vida es maravillosa...si no se le tiene miedo”.
—Charles Chaplin—dijo ella, para decir algo. Volvía
a sentirse como una niña que era educada o reprendida de alguna forma por un
maestro con todas las respuestas. Se trataba de una sensación incómoda y
atrayente al mismo tiempo.
Luego, estaba esa constatación de que tenían cosas
poco comunes en común. Esa frase de Chaplin era una de sus preferidas. De él
también, al parecer. No sabía cómo manejar descubrir a una persona tan poco
convencional como ella. Al parecer, con el mismo tipo de rareza que ella.
—Cierto—le admitió con una sonrisa—. Nunca pretendí
adjudicármela. Solo se la declamaba.
—Creo que deberíamos volver—Rey le esquivó la
mirada para decir eso.
Cruzaron del aeropuerto civil a la parte de la
base, por un camino lateral. Debieron identificarse en un puesto de control,
con las fuerzas de protección terrestre.
Cerca de llegar, ella se había recuperado como para
contradecirlo.
—Se lo devolveré cuando volvamos a Centro de
Información y Control. Al dinero del collar.
—No es necesario.
—No creo que sea correcto. Las regulaciones…no
puede haber préstamos ni deudas entre superiores y subalternos.
—En realidad, pensaba regalárselo.
—Tampoco pueden existir obsequios. Solo los
institucionales.
—Conozco los reglamentos pero, ¿qué le parece si dejamos las normas de lado
por unos momentos?
A Mariana le costaba tragar. Un regalo impensado de
una persona que no terminaba de saber si le provocaba temor reverencial o
deseo.
—Si usted lo dice.
—Será nuestro secreto, ¿le parece? Algo más que
tengamos en común, como dos aves de distinto plumaje que somos.
Ella solo asintió. Siempre tan decidida, se
descubrió poseída de improviso por una extraña timidez.
Era tentador tomarlo por lo que parecía. Que ese
hombre tenía algún tipo de interés en ella. No era mal parecido y tenía
bastante más en la cabeza que cualquier otro con el que hubiera salido.
Compartían gustos que no eran comunes.
Se sentía atraída por él, a igual que más
disimuladamente o no tanto, muchas experimentaban. Empezando por la Executive Officer de la fuerza
internacional.
Le llamaba la atención, concitaba su interés. Le provocaba
extrañas reacciones al tenerlo cerca.
Pero cuando los sentimientos se aquietaban un tanto
y la cabeza volvía a funcionarle, surgían las dudas. No sabía cómo llamar a eso
que le sucedía. Estaba tentada y temerosa a la vez de poner ciertos rótulos. Todo
era muy circunstancial y podía ser que solo se tratara de una fantasía suya, simple
y pura imaginación, sin que haya nada al respecto al otro lado.
Le aterraba descubrir que no fuera aquello que
imaginaba.
41
Novedades de material
“Tu única
obligación en cualquier momento es ser leal a ti mismo”.
Richard Bach
Estaban recorrió el
hangar móvil como el granjero que observa sus plantíos. Con una mezcla de
satisfacción y mantener todo en su sitio, listo para operar.
Todavía no amanecía
sobre la base, pero hacía ya rato que estaba allí, asegurándose que todo
estuviera en orden para la llegada de los pilotos.
Contempló el
silencioso Rafale, cuya numeración en la cola “717” servía para referirlo entre
ellos. Era el único pájaro de metal ocupante de ese recinto. Los demás
integrantes de su equipo ultimaban los detalles para dejarlo listo. Incluso,
estaba ya colocada la escalerilla metálica para subir a la cabina.
El hangar se
hallaba construido sobre una estructura de aluminio capaz de soportar vientos
de hasta 100 kilómetros por hora, tenía una altura de poco más de doce metros,
26 de anchura y 48 de largo. En su interior se podía albergar un caza, un helicóptero
pesado o dos helicópteros medianos.
Era difícil de
aceptar, viéndolo armado, que todo lo existente allí cabía en solo diez
contenedores aerotransportables.
La parte exterior,
techo y paredes, estaban confeccionada con una tela de alta resistencia, de
color mimetizado de jungla y totalmente opaca, basada en el sistema “black out” que proporcionaba
aislamiento térmico en el interior y, a la vez, impedía que la luz saliera al
exterior y evitar que el enemigo la visualizara.
Se hallaba equipado
con todo lo necesario para efectuar el mantenimiento integral de las aeronaves
desplegadas con el contingente. Hasta contaba con un puente grúa en la parte
superior, con un sistema de suspensión con capacidad de elevar hasta dos
toneladas. También estaba dotado de una grúa telescópica con cesta elevadora que
permitía realizar trabajos en altura.
Contaba con
sistemas de extracción de aire y climatización interior, iluminación
independiente gracias a un grupo electrógeno propio que le brindaba una
autonomía de tres días u un sistema de detección de incendios por rayos láser
que se activaba al detectar humo en el interior.
El frontón trasero
incluía una puerta de persiana de 4m x 4m y una puerta para personal. Cada
pared lateral tenía una puerta adicional para el personal para el acceso y la
salida de apertura automática.
Una pasarela
cubierta con dosel unía la parte trasera del hangar con la parte trasera del
edificio modular de oficinas y pañol de materiales en el lugar.
Era su primer
despliegue en el exterior. Se había ofrecido de voluntario sin saber que Cata
también estaría allí. Tal vez, de haber conocido eso, hubiera pasado. Seguía
afectado por todo lo pasado. Por fuera, nada revelaba pero la aflicción iba por
dentro y no era poca.
La observó entrar
por esa puerta trasera. Vestía el traje anti exposición por sobre el buzo de
vuelo y tenía ya colocado el chaleco de supervivencia. Siete kilos extra de
peso con un salvavidas inflable, un
localizador, una radio, un botiquín de primeros auxilio, pastillas potabilizadoras
de agua, una cánula para desalinizar el agua de mar y una pistola
semiautomática Glock 19 compacta con cargador de 15 proyectiles. Llevaba además
en una mano llevaba su casco y el bolso de vuelo en la otra.
Esteban se preguntó
si seguiría usando ese despertador de sonido agudo y números fosforecentes que
recordaba de las ocasiones en que habían dormido juntos. Fue un recuerdo que
trajo otros: el de su perfume, o la sugerente ropa interior que siempre llevaba
puesta, en vez de las prendas reglamentarias.
Trató de sacudirse
de tales remembranzas, buscando concentrarse en sus deberes del presente. No
conducían a nada bueno.
Hubo un parco saludo, un leve movimiento de
cabeza de uno y otro. Luego ella fue a firmar la planilla del avión y a
efectuar la inspección externa del aparato. A pesar de la buena iluminación del
hangar, lo hizo con una linterna de luz blanca, revisando las partes críticas
del aparato en el tren de aterrizaje y las entradas y salidas de las turbinas.
Esteban no de
echarle un par de miradas, muy a pesar suyo. Advirtió la cara de sueño que
todavía llevaba por el madrugón. Conocía los comentarios respecto a que los
Cernícalos todavía le tenían bajo observación, sin recibirla todavía como un
miembro pleno del escuadrón. Supuso que se debía a eso que estuviera allí a esa
hora tan temprana, antes del alba. El primer turno de patrulla y el último eran
siempre los menos requeridos. Como una de las de menor antigüedad en la unidad,
era raro que hubiera podido escoger cuando volar. Simplemente debió, luego que
todos los demás, apuntar su nombre en el espacio que hubiera quedado vacío.
Satisfecha, Cata
subió por la escalerilla al costado de la cabina abierta y comprobó el
interior. Sobre todo, el asiento de eyección.
Tras un rápido
chequeo, tomó asiento y con la ayuda de uno de los auxiliares se aseguró al
asiento eyectable y comprobó que las conexiones de la manguera de oxígeno y el
cableado al sistema de comunicaciones y datos estuvieran bien insertadas.
Alargando el brazo
izquierdo, presionó el botón de encendido del generador auxiliar. Un suave
sonido le hizo saber que la pequeña turbina estaba funcionando. Pocos segundos
después ya contaba con la potencia necesaria para abastecer las necesidades de
energía de los equipos en la cabina y el resto del avión. Estaba también en
capacidad de encender los dos motores.
El generador
transmitió su potencia para encender en secuencia a cada uno de los dos motores
turbofán Snecma M88-2, de doble cuerpo y doble turno. Una soberbia obra de
ingeniería modular de 3,53 metros de largo y una masa de 897 kilos, que podía
llevar a la aeronave a alcanzar los 2390 kilómetros por hora, dos veces la
velocidad del sonido, a gran altitud.
La luz de salida
del hangar pasó de roja a verde. Se hallaba presta a salir, con la cubierta de
cabina bloqueada y todos los sistemas en funcionamiento, esperando la
autorización del señalero cuando Cata observó cómo Esteban, se llevaba el dedo
índice a la garganta. Era una señal dirigida al señalero, que un instante
después cruzó los brazos por encima de la cabeza. Se le indicaba que debía
cortar con la secuencia de partida del avión a la pista.
La luz verde pasó a
ser roja. El mismo auxiliar que la había ayudado a sujetarse, puso nuevamente
la escalerilla y subió para liberarla de los agarres al asiento. Cata se quitó
el casco y bajó a tierra veloz, para encarar a Esteban. Sin siquiera bajar el
casco y el bolso de vuelo de la cabina.
—¿Que se supone que
es esto?
No se lo dijo de
buena forma. Estaba sacada. Nunca antes le habían abortado una salida de esa
forma.
—Que este avión
queda en tierra hoy—contestó él, al parecer impasible.
—¿Por qué? Todo iba
perfecto.
Esteban la miró,
sin saber si decirlo o no.
—Me pareció
escuchar un sonido extraño en el motor.
—Todos los
indicadores dan bien. No vi siquiera una luz de advertencia.
—Me fio más de mi
intuición que de cualquier lectura.
Cata se volvió para
ver en derredor a los demás del equipo técnico. Tan sorprendidos como ella por
la decisión de su jefe.
—Nadie más escuchó
nada—insistió.
Estaba enojaba. Eso
saltaba a la vista. Esteban se contuvo para no caer en el mismo sentimiento.
—Soy el responsable
de lo que se pone en el cielo. Y como tal, esta aeronave queda en tierra hasta
que la revisemos.
—¿Es por mi verdad?—le
echó al fin—. Una especie de venganza.
—No mezclo las
cosas personales con los aspectos técnicos.
—Pues no te creo.
La miró, a esos
ojos de fuego.
—Entonces, peor
para usted, teniente de vuelo Bataglini.
Había sido palabras
dichas con otro tono y otra forma que tal como hablaban hasta entonces. Una frase
con utilización del usted, en línea a lo que establecía el reglamento para el
trato en el servicio. La mención del grado en el final, era una indisimulada
llamada al orden, a dar por terminada la discusión.
Cata lo entendió de
inmediato. Aun siendo de la misma promoción, con igual grado, Esteban estaba
por encima de ella en el orden de mérito. Solo un lugar, pero eso en el mundo castrense hacía toda la
diferencia.
—Como diga, mi
teniente de vuelo.
Le hizo el saludo
militar, antes de volverse con el giro reglamentario, y irse de allí con los
puños apretados.
Él la siguió con la
mirada. No era del todo cierto eso de no mezclar las cuestiones personales y
del servicio. Ese sonido había sido poco más de un instante, e incluso no
estaba muy seguro de haberlo sentido. Tal vez con cualquier otro se hubiera
quedado con un chequeo y autorizado la salida. Pero con ella no quería tomar
ninguna clase de riesgo. Aunque la pusiera de esa forma.
Todavía seguía
sintiendo cosas por ella. Había sido todo un desafío mantenerse estable,
teniéndola tan cerca, tan enojada.
“El enemigo, en
realidad, siempre está dentro tuyo”, se dijo asimismo.
Dio un par de
indicaciones a los mecánicos para comprobar el motor. Estaba por empezar con
eso, cuando observó que el mayor Montjuïc se acercaba.
—¿Ruiz, que pasó
con la teniente Bataglini?
—Nada, mi mayor.
Hubo una novedad con el motor del 717 y lo estábamos hablando.
Fue una respuesta
que no terminó de satisfacer al jefe de escuadrón.
—Me pareció que
estaba algo exaltada. Por decirlo de alguna forma.
—No, mi mayor.
Obviamente a nadie la gusta quedarse en tierra. Pero nada más que eso.
—No tolero comportamientos
indebidos en mis hombres, Ruiz. Especialmente, que se pasen de la raya con
otros.
—Fue una
conversación normal.
Montjuïc asintió, a
desgano, no demasiado convencido.
—Si tiene algún
incidente, con ella o con otro de mis pilotos, me viene a ver y me da la
novedad.
—Estamos mi
mayor—expresó Ruiz. Su cara parecía decir todo lo contrario.
Se alejó, al
parecer sin conseguir lo que había venido a buscar.
Ruiz no le quedó duda que Cata estaba
caminando por la cuerda floja en su nuevo destino.
Se volvió a su
equipo de mecánicos. Puso a los mejores del grupo en la revisión. Quería saber
qué pasaba en realidad. Si su oído seguía tan sagaz como siempre, o lo habían
traicionado los sentimientos por esa mujer.
42
Una casa impensada
“Cada vez que te encuentres del lado de la
mayoría,
es tiempo de hacer una pausa y reflexionar”
Marc
Twain
Faltaba poco para
que el plazo dado desde Nueva York por el palacio de cristal se cumpliera.
Cañones trataba de sumar adeptos a su concepto de ir adelante con la ayuda
humanitaria. Cumplía a medias, pero demorar el llevar medicinas y comida en un
país en crisis humanitaria, se cobraría más víctimas civiles sin que afectara a
Dada
Oumbe en lo más mínimo.
Estaba a mitad de una
comunicación con el enlace en el departamento de operaciones de paz de Naciones
Unidas, cuando Medot vino a darle una noticia no prevista.
Se trataba de la antigua
casa del jefe de base. Sin previo aviso, una cuadrilla de trabajadores del
ministerio de obras públicas de Markani se había presentado a trabajar en ella.
Los dejó entrar,
bajo vigilancia discreta. No eran dueños, solo ocupantes como huéspedes de ese
terreno sobre el que pisaban. Un par de llamadas más adelante, volvió Medot
para decirle que el propio presidente del país estaba en esa casa.
Fue cuando tuvo que
dejar a un lado sus esfuerzos, para ir hasta el lugar a ver qué demonios estaba
sucediendo.
Lo halló en la sala de la planta baja de la
casa principal. Las ventanas estaban abiertas, los pisos limpios y se habían
puestos muebles de estilo francés.
—De haberme
avisado, hubiera podido recibirlo como marcan las costumbres—le dijo Cañones,
luego de los saludos.
—Puede mandarme la
torta, en todo caso.
Sonreía, jovial.
—La tendrá esta
tarde—le expresó sin demora, anotando mentalmente que debería hablar con Rey al
respecto
— ¿A qué debo el
honor de su visita, señor presidente?
—Me han dicho que
vive en un contenedor. Por eso vine a solucionar esa cuestión.
—En realidad es un
módulo de alojamiento. Esto es una base de despliegue. Puede parecer rústico,
pero cubre todas las necesidades en forma razonable.
—Un
espartano.
—Algo así. Le
agradezco la preocupación pero estoy más que bien acomodado.
—Un general que
vive con sus tropas, de la misma forma que ellas.
—¿Hay otra forma de
hacerlo, estando en operaciones?
—Los líderes tienen
que mantener cierta distancia. Por eso me permito darle este regalo. Una
residencia a la medida de su cargo.
Cañones supo que no
podía rehusarla. Era un insulto bajo los términos de la hospitalidad tribal en
virtud de la cual habían conseguido que los dejaran estar allí.
Le agradeció. El
presidente le mostró las fotos de los portaretratos que acababan de ponerse
encima de una de las repisas de la sala, había una serie de fotografías de Diawara
con diversas personalidades: Putin, el actor Sean Penn (el único estadounidense
que piensa bien, dijo) y el presidente del gobierno español Pedro Sánchez.
—Con mi amigo Putin
cazamos leones en el valle de Salahari. Por dos días los acechamos hasta dar
con ellos. Luego, empleamos rifles de dardos para poder sacar la foto sin que
los ecologistas pusieran el grito en el cielo. Igual, protestaron. Vio como es
esa gente. Nunca nada les conforma.
Cañones no replicó
nada a eso.
—Es una persona
extraña, general.
—¿Quién no lo es,
en realidad?
—En ocasiones tengo
la impresión que no termino de gustarle.
Cañones se lo quedó
mirando, meditando una respuesta hasta decir:
—No diría que es
una cuestión de gustos. Aparte, un buen huésped no juzga a su anfitrión.
Diawara, sonrió.
Era la sonrisa de un político, en busca de algo.
—Dejemos de lado
las costumbres. Me gustaría saber su opinión. Sobre mí.
—Es una persona que
se ha superado mucho en la vida. Ha logrado mucho. Para sí mismo y para otros.
— ¿Ya le he dicho
que debería ser diplomático? Me refiero a lo otro, a lo que no aprueba de mí.
—Lo conozco poco y
también a este país. No quisiera…
—Por favor,
general. Me gustaría escucharlo.
—Creo que le ha
dado muchas cosas a su pueblo. Pero no la libertad. Todo debe ser como dice
usted.
—En esta parte del
mundo, los liderazgos son fuertes o no lideran nada. Está en nuestra
idiosincrasia. Los jefes de tribu concentran todo el poder. Aun hoy. No veo por
qué tendría que ser distinto con un presidente.
—Podría decirle que
un gobierno de leyes es donde todos acatan esa ley. Hasta el presidente mismo.
—¿Qué es una ley
sin fuerza? El poderoso puede limitarse. Pero no los débiles. Y nosotros somos
eso.
—Por eso concentra
todo. El parlamento y la justicia son apéndices suyos, en la práctica.
— ¿Qué se supone
que debo dejar que discutan en el parlamento? ¿Si debe haber escuelas? ¿Cómo
debo gastar los ingresos que cobro por impuestos? Los escucho y si encuentro
algo útil lo tomo. Tal como ocurre en la asamblea de cualquier tribu. Todo debe
estar concatenado. Esa división artificiosa de poderes no funciona aquí.
—Es la garantía de
las personas frente al poder.
—No aquí, donde el
mismo Markani no es más que una inestable unión de tres distintas tribus. Un
país hecho sin consultarnos por los franceses, que tampoco nos dieron mucha
opción al independizarnos. Lo hicieron tal como nos colonizaron. A su medida y
no la nuestra.
—La primera vez que
fue a la Asamblea de Naciones Unidas para hablar como presidente, la gente lo
recibió como un libertador. Cuando volvió el año pasado, había manifestaciones
tildándolo de tirano. Un hombre inteligente pensaría en el porqué de ese
cambio.
—Siempre son los mismos, los del supuesto
mundo desarrollado, superpotencias o como se les diga. Vienen a decirnos que
debemos ser mejores, a cambiar todo lo que somos. Pero siempre el mejorar es
parecerse a ellos.
—No pertenezco a
ninguno de esos mundos. Y no he venido a decirle nada, señor presidente. Usted
pidió mi opinión. Es más, insistió en que se la diera.
Diawara lo miró,
serio pero sin hostilidad.
—Cierto. Lo decía
en general. Vea por ejemplo los estadounidenses: ¿quiénes son libres? Los que
viven como ellos. Si dejara que llenaran el país de Mc Donalds, de sus
gaseosas, de sus películas degradantes de sexo y chistes estúpidos, y sus
empresas pudieran venir a hacer lo que se les ocurriera, sería un gobernante
aceptable para ellos. Pero traicionaría a mi pueblo.
—Tal vez debería
escuchar más a ese pueblo. A los que piensan distinto. Nadie tiene toda la
verdad. Y mucho menos, cuando se gobierna.
—No crea que esos
agitadores persiguen algún tipo de ideal. Simplemente quieren el poder que
tengo yo.
—¿Como usted cuando
se manifestaba en las calles y era reprimido por la policía?
Mohamed Idriss
Diawara no contestó a eso. En cambio, fue al ventanal de estilo francés que
daba al patio trasero. Allí, una docena de obreros suyos se ufanaba para dejar
el jardín en condiciones y reparar la pileta y la pequeña casa de huéspedes
existente casi al límite de la cerca.
Al verlo en la
ventana, todos dejaron de trabajar y se cuadraron como si fueran soldados.
Luego, elevaron la mano derecha con el puño cerrado a lo alto, al tiempo que
gritaban:
—Uloyiso okanye ukufa!
El presidente hizo
el mismo gesto y se apartó de la ventana. Los markanos volvieron al trabajo que
hacían antes de verlo y ponerse firmes.
Al volverse,
Diawara notó que Cañones lo observaba.
—Victoria o
muerte—le tradujo el aviador. Hablaban entre ellos en francés.
—Veo que se ha
preocupado por aprender nuestro idioma como antes por saber nuestras
costumbres. Valoro eso.
—Es lo que se
espera de un huésped.
—Ya. Pero usted es
un invitado que no parece aprobar mucho a su anfitrión.
—Usted pidió mi
opinión. No puedo mentirle, bajo las normas de hospitalidad. Creo que puede
hacer mucho más de lo que ya ha hecho.
—¿Cómo qué, en su
opinión?
—Una sociedad más
libre. Donde la gente simplemente pueda vivir su vida sin tener que pararse y
gritar victoria o muerte cada vez que una autoridad aparece.
El presidente
sonrió.
—Es un consejo raro
viniendo de alguien a quien todos a su paso deben ponerse firmes y hacer el
saludo militar.
—No es lo mismo. Hablamos
de cuestiones del servicio en una organización subordinada, de acentuada
disciplina y estructurada jerárquicamente. Que existe, precisamente de esa
forma, para que la sociedad a la cual sirve no se le parezca en lo absoluto.
—Usted no entiende,
general.
—¿Qué cosa?
—Les dí orden. Les
di prosperidad. Los mismos que más la aprovechan son quienes ahora piden, como
usted dice, libertad. Supongamos que es así y no buscan el poder. Ahora yo
pregunto, ¿libertad para qué? ¿Para volver a la anarquía entre grupos tribales,
al odio sectario, a matarse unos a otros?
—Tal vez debería
confiar más en su pueblo. Quizás se sorprendería.
—Ser libres no es
un derecho. Es un privilegio de sociedades mucho más fuertes y maduras que
nosotros. Hay que ser conscientes de nuestras propias limitaciones.
—Sobre todo, si lo
benefician a usted.
—Me comprenden las
mismas reglas de esta tierra: estaré en el poder mientras sea fuerte. Un día
empezaré a flaquear y otro me hará a un lado. Tal como hice yo con los que me
precedieron. Tal como ocurre con los leones en la sabana.
—Todos son iguales,
quiere decir. Usted, aquellos que combatió.
—No. Hice muchas
cosas. Y haré otras, en tanto pueda. Esa es la diferencia. Mi gobierno es para
el pueblo, no para enriquecerse como todos los anteriores.
—Pues para hacer
cosas por el pueblo, le importa poco su opinión.
—Me concentro más
en aquello que necesita, antes que en el palabrerío de algunos.
—«Todo por el
pueblo, pero sin el pueblo». Lo suyo se parece mucho al despotismo ilustrado.
Diawara, sonrió,
como el maestro que encuentra un error en los dichos de su alumno.
—De hecho, general,
está usando un término cuestionado hoy en día. Ya no se le dice así en la
educada y colonialista Europa, sino “absolutismo ilustrado”. Para distinguirlo
de la vertiente clásica.
—Como lo llamen,
los resultados son los mismos.
—Yo sé mi destino,
general: moriré en una cama si me conservo fuerte hasta el final de mis días o
lapidado en una plaza pública si me debilito antes. O surge alguien más fuerte,
o más sagaz que yo. La pregunta es si usted conoce el suyo. Sobre todo aquí,
con todo esto que intenta hacer.
A Cañones le
hubiera encantado decirle que estaba tan seguro como el gobernante del suyo.
Pero no podía hacerlo. No tenía respuesta a esa pregunta.
43
El hallazgo
“Tal vez esta es la
forma más alta de amor:
un alma que le da
serenidad a otra”.
Susan Vreeland
El atardecer de
Markani teñía de dorado el cielo y abría surcos rojizos en el mar.
Esteban contempló
al motor Snecma M88 que acababan de quitar del Rafale. La mitad de su equipo
estaba ahora colocando de nuevo al que acababan de terminar de revisar. Ninguna
anomalía había sido detectada en ese, por lo que de haber algo, era en ese otro
complejo motriz que, luego de la tobera, se hallaba en las profundidades de la
aeronave.
En short y remera
manga corta verdes, con sus borcegos de media caña con punta reforzada en
acero, Esteban puso la pequeña linterna amarilla en su boca, para luego
introducirse con cuidado por una de las toberas en la parte trasera del Rafale.
Todas las pruebas
habían dado normales, tras poner en marcha y cortar motor en varias ocasiones.
En un par de ellas, había entendido escuchar, por un instante, ese raro sonido.
Nada saltaba en los equipos pero él confiaba en la agudeza de su oído.
Miró el reloj.
Pasaba de la una de la mañana y todavía le quedaba la mitad del trabajo por
delante.
Empezaba a
preguntarse si realmente lo había percibido a ese detalle, o solo fue fruto de
un error.
Estaba decidido a
llegar hasta el fondo del asunto.
El fuselaje del
Rafale estaba diseñado para alcanzar altísimos factores de carga de una fuerza
positiva de nueve veces la de gravedad y unas tres y medio negativas. Era
someter a los materiales y sistemas a una presión por demás intensa. Para eso en
la construcción del fuselaje se habían empleado de forma extensa materiales
compuestos especiales; además, en las zonas susceptibles a sufrir grandes
esfuerzos y desgate severo, como los bordes de ataque del ala o los planos
canard, se había usado titanio. O kevlar, en el caso del radomo que cubría la
nariz del aparato.
Todo estaba
diseñado y sometido a constante mantenimiento para aventar o minimizar
cualquier falla. Pero Esteban estaba seguro de lo que había escuchado. Y en
algún punto de ese túnel creado por la ingeniería humana, estaba la respuesta.
Ya no solo era una
cuestión profesional. El enojo con Cata le agregaba al asunto una emocionalidad
no menor. Por todo lo pasado, quería también demostrarle que estaba en lo
cierto. Que no se trataba de una revancha por lo que había ocurrido entre
ellos.
Cuando la puerta
del módulo se abrió, Cata lo miró con mala cara.
—¿Se te perdió algo?
El tono en las
palabras no era nada amable. Estaba descalza. Antes que cerrara la bata de seda
negra de mangas cortas sobre su cuerpo, pudo ver aquella prenda por debajo, con
la que dormía. Llevaba un camisolín suelto al cuerpo, negro sin mangas, de
cortos breteles y que apenas le tapaba los muslos con cuello en V profundo,
adornado con volados, que le llegaba hasta el canal de los senos. Al parecer,
seguía fiel a su estilo, aun para dormir, de vestir ropa interior sexy. Tenía
el cabello suelto y el mismo perfume que
le había percibido en la mañana.
Cata no era una sin
varias mujeres: aquella tremendamente sensual, la militar y aviadora destacada,
la alegre y desinhibida amante de la buena vida, la compañera y amiga
incondicional. Pero allí enfrente de él, decididamente estaba la primera. Tal
vez, sin ninguna intención a juzgar por la cara de sueño que tenía. Pero hasta
ese frotarse los ojos tenía para Esteban, un costado de sexualidad
evidente.
Procuró no
distraerse e ir a lo suyo. No quería alejarse del motivo que le había hecho
tocar a esas horas de la noche. Aun cuando se sintiera tonto e inseguro, por ir
a esas horas a echarle en cara una cuestión de ingeniería mecánica a esa mujer.
Tebi le contó
entonces sobre el gran culpable de todo. Un desgaste mínimo en la parte que giraban
sobre sí mismas en el turbocompresor para alterar el flujo de aire que incidía
sobre la turbina. Gracias a ese movimiento se podía conseguir una incidencia
del flujo directa para una respuesta rápida al acelerador, o todo lo contrario,
desviando el flujo de gases para reducir el giro de la turbina y con ello
disminuir la sobrepresión en la admisión.
Es un sistema sencillo
como concepto, pero no tanto en cuanto a diseño. Se trata de un sistema que han
de soportar muy altas temperaturas, trabajan con gases de escape, y además
deben hacer frente a todos los residuos que genera la combustión del motor. Por
eso a diferencia de un conjunto de piezas móviles como en otras aeronaves, en
los Rafale que poseían se las realizaba a partir de una pieza única. Pero el
desgaste no había sido parejo, por algún motivo.
—El motor
funcionaba bien.
Era cierto lo que
decía. Al menos en un 99%. El 1% restante Esteban lo había descubierto por
ensayo y error. Descartando cosas hasta poder concentrarse en el área donde el
problema debía estar. Hallarlo había sido tanto dedicación como avanzar dando
palos de ciego por todo el sistema.
—En tierra. Arriba,
con maniobras ge, hubieras tenido un problema. Tenía un juego mínimo, que se
habría incrementado en el tiempo hasta producir una falla.
Cata ya no tenía
los ojos de sueño ni lo mirada de mala forma. Lo escuchaba, atenta.
—¿De qué clase?
Tebi se encogió de
hombros.
—Probablemente
hubiera terminado por rozar algo y comprometer el motor.
Ella lo miró, seria.
Tanto como él. Los dos sabían las posibilidades de un problema de motor en
vuelo, sobre el mar o donde fuera. El tener dos motores ayudaba a manejar el
asunto si uno fallaba, para volver a tierra. Eso, si por la mecánica de la
falla no se incendiaba. O, directamente, explotaba. Un abanico de
posibilidades, todas de gran riesgo, se habrían ante tal hipótesis.
Tebi la miró,
incómodo de estar sintiéndose excitado por el cuerpo de ella en esa situación.
Más, cuando no hacía nada al respecto. Cata estaba concentrada en pensar
respecto de lo que le había dicho. No era tonta y sabía lo que implicaba un
desgaste prematuro de ese tipo de piezas arriba.
—A gran velocidad,
con postquemador el flujo de combustible es enorme—dijo ella, sin disimular la
preocupación—. Lo suficiente para hacer explotar todo en segundos.
Se la quedó
mirando. Pensaba lo mismo, aunque no se lo hubiera dicho. El lazo de la bata se
había aflojado durante la charla, y la prenda abierto lo suficiente como para
volver a ver la franja central de ese camisolín. Esteban cerró por un instante
los ojos, como si eso solucionara algo.
Los motores pueden
sorprender, no funcionar como es debido, pero siguen líneas previsibles. O
explicables, si se les pone la suficiente dedicación. En cambio, con los cuerpo
pasa algo distinto, pensó él. Tienen vida propia. Son terriblemente incómodos
en su autonomía, en los momentos más incómodos.
—Te dejo dormir.
Sabía que debía
irse tras decirle lo que vino a decir. No quería que ella pensara otras cosas.
O que él empezara a hacerlo. La había encontrado demasiado bonita, demasiado
sensual como para no tener la tentación de ir por un camino ya transitado y que
sabía de sobra a dónde terminaba.
Se dio vuelta, pero
antes que pudiera dar un pago, una mano conocida lo tomó por detrás. Lo sujetó con
delicadeza por el hombro.
Se trató de un
gesto que pareció congelar a Tebi en donde estaba. Todo era un gran lío en su
cabeza. La embriaguez de tener la razón, el miedo de perderla, el enojo porque
fuera tan cabeza dura, el deseo al verla vestida de esa forma. Cuando quedaron
frente a frente, notó que a ella le pasaba algo parecido.
—Supongo que
querrás una disculpa.
El negó con la
cabeza, sin volverse.
—Me conformo con
que no haya pasado nada.
Cata suspiró,
molesta por algo.
—Yo no soy así.
Siempre te hago pasar momentos de mierda. Pero no es mi intención.
Se la veía apenada
al decir eso. No le molestaba tener que tragarse el orgullo, sino el haber
sido, otra vez, por demás injusta con él. Era la clase de detalles por lo que
Esteban seguía, pese a todo lo pasado, enganchado con ella.
Él se encogió de
hombros, antes de liberarse de esa mano que, contra su voluntad, le había
puesto una iniciática erección en el cuerpo contra la que luchaba. Más por
orgullo que por falta de ganas.
Siguió a eso una decena
de pasos dados bajo la luz mortecina de ese pasillo entre contenedores, bajo
una red de enmascaramiento que no dejaba ver el cielo ni las estrellas. Con las
manos en los bolsillos del buzo azul de mantenimiento, con la cabeza todavía
aturdida por cómo la había visto.
—Esteban.
Una voz conocida.
Palabras impensadas. Se dio vuelta. Cata estaba allí. Con la misma remera y los
mismos shorts. Descalza como en el módulo.
Tenía es expresión
de niña pescada en una travesura, que le pareció aún más sugestivo que la cara
de enojo anterior.
Se la quedó mirando. Él ya había dicho todo. Y
no quería, por propia tranquilidad, agregar nada más. Especialmente, sobre
materias distintas del funcionamiento de un motor a reacción.
—Gracias. Y
disculpá. Otra vez.
Solo asintió, para
seguir su camino. Fue parco, seco, hasta poco amable frente a una disculpa.
Tuvo culpa por eso, pero no veía otro remedio, otro camino, otra forma de
tratarla. Lo de la otra vez resonó mucho tiempo más en su mente. Ella ya lo
había destrozado lo suficiente como para permitirse siquiera fantasear con ciertas
cosas.
44
Vuelo a la oscuridad humana
“Las dificultades preparan a las personas comunes para destinos
extraordinarios”.
Clive Staples Lewis
Dieron potencia a los
motores del helicóptero. Se elevaron casi en vertical, como era costumbre de la
comandante de esa aeronave.
Acababan de entregar
ayuda humanitaria en uno de los lugares acordados para repartirla con el
gobierno de Kubatu. Debían asegurarse que las cajas de ayuda humanitaria
dispuestas por la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos
Humanitarios llegaran a quienes las necesitaban.
No se había tratado
de una entrega muy pacífica. La gente se había apretujado en derredor del
aparato, sin que las fuerzas de kubatu hicieran nada para ordenar las cosas.
Prácticamente tuvieron que arrojar las cajas a la multitud desde el
compartimiento de carga.
Aun así, para Leo
era negocio estar allí. Había tenido que insistir por toda una semana para que
Cañones lo dejara volar en ese helicóptero junto a Laura. Y lo que era peor
para su ego: en todo ese tiempo había tenido que comportarse como se esperaba
que lo hiciera el oficial ayudante de un general.
Pensaba que
disfrutaría ese vuelo de vuelta, juntos, tanto como a la ida, pero las novedades
del viaje se lo impidieron.
Observaron cómo, una
milla más allá de donde habían estado, un control de carretera atajaba a las personas
con las cajas. Hombres armados, vestidos con partes de uniformes militares, los
encañonaban para sacárselas literalmente de las manos, acumulándolas en un par
de camiones de caja abierta que tenían a un lado de donde estaban.
—¿Qué se supone que
es todo eso?—preguntó Laura.
—Pues parece que le
quitan la ayuda que acabamos de darles—le respondió Leo a su lado.
Laura no ocultó su fastidio.
—Esto es una farsa. ¿Tomás los mandos? Supongo
que tengo que asentar la novedad.
—Míos los
mandos—dijo Leo, como era de práctica, al tomar el control del
helicóptero.
Ella anotó las coordenadas
en el blog que llevaba sujeto a la pierna derecha por una banda. Pasaría la
novedad, a pesar que pocas esperanzas abrigaba de cambiar nada. Otras
tripulaciones habían dado novedades similares. La ayuda que entregaban era
requisada por grupos armados a corta distancia de donde la distribuían. La
mayoría de las veces, sin molestarse en disimularlo demasiado.
Cuanto terminó de
escribir, notó que ya no estaban sobre la ruta que debía seguir desde el aire
para salir de la isla y volver, atravesando el mar, a la base.
—¿Qué estás
haciendo Leo?
El le señaló una
mancha negra que fluía en el cielo.
—¿Ves eso a las
nueve?—le preguntó.
Laura observó a
donde le decía. No notó nada que no hubiera visto antes.
—Aves carroñeras. Algún
animal muerto.
—Son muchas, que hay
debajo, ¿una ballena?
—Lo que sea, no es nuestro
problema. Tenemos un itinerario que cumplir.
Acababa de
terminarla frase cuando notó que el aparato viraba en dirección a las aves.
—Leo, ¿sos
sordo?¿No escuchaste lo que dije?
—Es solo una mirada.
—Estamos saliendo fuera
del corredor que nos indicaron. Aparte que no es lo más sano ir a un lugar
donde pululan las aves. Llevamos a chocar una y vamos a estar en
problemas.
Desde el control radar
no tardaron en llamar preguntando qué hacían fuera de curso. Un Grumman
E-2 Hawkeye de alerta temprana aerotransportada había sido lanzado desde el
portaaviones Ford para controlar desde el aire toda la operación.
—Verificando un problema
con el giróscopo inercial, control— se justificó Leo, antes que Laura pudiera
responder nada.
Pasaron unos treinta
segundos, antes que otra voz saliera al aire.
—Ares, vuelva a su curso.
Ahora.
La reconocieron de inmediato.
Era Cañones. Esta vez no hubo respuesta.
—Sí que sabés meterme
en líos—le echó en cara ella, por el intercomunicador interno. Parecía querer
fulminarlo con la mirada.
Pero Leo no le contestó.
Tenía la vista fija puesta adelante, en llegar a donde pudiera echar un vistazo
a lo que había debajo de ese revoloteo de aves.
El sonido del rotor
había hecho retirar a los pájaros un poco más allá que donde sobrevolaban
antes. Por delante, a nivel del suelo, se veía una serie de chozas
en un claro entre la jungla.
—Leo, basta ya. No es
gracioso.
—Solo un pasaje. No
veo movimiento.
Descendió, antes que
pudiera decir nada. Ya no mostraba la sonrisa habitual. Tenía un mal
presentimiento. Los carroñeros se habían apartado un poco, pero seguían allí. A
tales alturas, Laura estaba ya furiosa con él. Siempre el mismo indisciplinado.
—Estarán durmiendo la
siesta. O lo que sea. Leo, volvé al curso. Es una orden. Hablo en serio.
En lugar de eso, él
siguió con su sobrevuelo.
—¿Qué tipo de orden?—
le preguntó. Buscaba alargar lo inevitable: tener que hacerle caso. Algo allí
que no podía precisare encendía todas sus alarmas— Como esposa o como mi
superior mili…
Laura entonces lo
vio apuntar hacia adelante, boquiabierto, tras cortar de súbito la frase que
decía. Estaban a unos cien pies del suelo, a poco menos de un centenar de
metros. En la aldea, algunas de las chozas se estaban incendiando. Por delante
de ellas y en el gran espacio circular libre en derredor del círculo que
formaban empezaron a divisar que manchas oscuras que salpicaban suelo, por
todas partes. Pronto cayeron en la cuenta que no eran otra cosa que cuerpos de
seres humanos.
—Ares, por última
vez vuelva a su curso—se escuchó del control.
—Minerva aquí
Ares—respondió Laura—. Tenemos una novedad. Sobrevolamos una aldea objeto de un
posible ataque. Descendemos para investigar.
Tras unos instantes
de silencio, la voz del general volvió a escucharse.
—Con cuidado Ares.
Y mantengan el contacto.
—Comprendido
Minerva.
Aterrizaron en un
claro contiguo a la aldea y salieron del helicóptero. Laura desenfundó la
pistola que llevaba en una funda cruzada al pecho. Se aseguró que tuviera una
munición cargada en la recámara y le quitó el seguro. Leo hizo lo mismo, en
tanto el auxiliar de cargo quedó junto al helicóptero, con un fusil F90 entre
manos.
Ambos se habían
quitado los cascos y colocado el sistema de comunicaciones tácticas de tierra.
Un cable conectado al radio del equipo de emergencia que terminaba en un
auricular con soporte para la oreja del que se desprendía u pequeño
micrófono.
Se aproximaron al
grupo de casas, caminando con cuidado por un sendero angosto entre follaje
bajo. Cada cual cubría al otro con su arma. A pesar de los pedidos de Leo,
Laura siguió al frente, abriendo la marcha.
—Ares a Minerva,
comprobando comunicación.
—Aquí Minerva.
Cinco cinco, Ares. Informe situación.
Los recibían bien.
Laura, con la adrenalina circulándole, se tranquilizó por eso. No había pensado
demasiado en esto que estaba haciendo. Dejar el helicóptero para ir a
investigar. Pero no se le había ocurrido otra cosa para entender lo que estaba
pasando.
Entraron a la aldea
Ninguno de ambos
estaba preparado para lo que encontraron allí: los cuerpos estaban tirados por
las calles. La mayoría, en medio de charcos de sangre ahora seca. Hombres,
mujeres, niños, jóvenes y ancianos. Muchos de ellos, solo piel y huesos. La
mayoría de los niños muertos tenían delgadísimos brazos y piernas, solo el
vientre parecía abultado.
—¿Qué pasó acá?—preguntó Laura, conmovía por
lo que veía a cada paso que daban.
No se veían señales
de lucha, ni ninguno de los caídos llevaba armas. A los menos, les habían
disparado. La mayoría, mostraba heridas abiertas en el cuerpo, como si les
hubieran dado con cuchillo o hacha.
—Una masacre.
Encontraron a uno
moribundo, pero nada pudieron hacer. Apenas tenía pulso cuando lo cargaron
hacia el helicóptero. Cuando volvieron a comprobarlo una vez que lo entraron a
la cabina, el hombre había muerto.
A Laura se le cayó
una lágrima por la mejilla.
—Es algo horroroso.
¿Qué monstruo pudo haber hecho esto?
—Seres humanos
horrorosos—le contestó Leo.
Él estaba tan
afectado como ella, solo que reaccionaba de modo distinto. No había ahora en él
ni bromas, ni sonrisas, ni rebeldías o comentarios ácidos. La realidad puesta
enfrente de sus ojos lo había arrollado por dentro como a todos los demás.
Revisaron algunas
de las casas, poco más que chozas, en búsqueda de algún sobreviviente. Algunas
estaban quemadas, en otras descubrieron más gente muerta. Todas, sin excepción,
habían sido saqueadas de cualquier cosa de valor y destruido el resto de lo
poco que había en ellas.
Leo enfundó la Glock 17, sacó el celular y
empezó a tomar fotos.
—¿Qué haces?
—Que nos crean.
Laura se lo quedó
viendo, cuando advirtió que algo se movía a un lado de una de las chozas.
Apuntó hacia allí la pistola semiautomática y se acercó con cuidado. Leo dejó
de sacar las fotos y la cubrió por detrás. Siguieron hasta una especie de cerca
baja, hecha de ramas. Algo pequeño había allí, contra el suelo, entre las ramas
y los pastos.
Le gritó que
saliera de allí. Una pequeña sombra negra surgió de entre las ramas. Se trataba
de un niño que los miró con los ojos aterrorizados. Solo se paró y se quedó
allí, levantando las manos, poseído por el miedo. No tendría más de cuatro o
cinco años, de cuerpo delgadísimo, cercano al raquitismo, pequeñas motas en su
cabello negro y un vientre algo abultado.
Laura guardó el
arma y se acercó despacio hasta donde estaba.
—¿Estás bien? Vous êtes doué?
El niño solo asintió.
—¿Cómo te llamas?
Se la quedó mirando, sin decir nada.
Con la misma cara de miedo que mantenía desde que lo encontraron.
—Tú nombre. ¿Puedes decirnos tu
nombre? Comment tu t'apelles?
Se puso en cuclillas y escribió con
el dedo en la tierra.
—Shamu—leyó Laura—, ¿así te llamas?
Le señaló a lo que había escrito con
el dedo y luego lo señaló a él.
—Shamu
est votre nom?
El niño asintió.
Le preguntó por su familia. El
pequeño comenzó, entre lágrimas, a tocarse con el dedo por todo el pecho, una y
otra vez.
—Les dispararon—aclaró Leo, aunque no
hacía falta.
Laura se puso en cuclillas y extendió
su brazo, ofreciéndole la mano. Tras un instante de duda, el niño la tomó con
la suya.
—Por Dios, Leo. Mirá esos brasitos. Y
el estómago abultado.
Ambos sabían que implicaba:
desnutrición.
Lau sacó un paquete de Kit Kat de uno de los
bolsillos del chaleco de supervivencia. Lo abrió y le entregó al niño las dos
barritas. No se animó a dárselo todo. Shamu devoró con prontitud a esas obleas
recubiertas por una capa de chocolate. Le pasó entonces un sachet de una bebida
isotónica saber lima limón que tras una duda inicial terminó por beber casi de
un solo trago.
La voz de Mariana
se dejó escuchar en los audífonos que tenían conectados a la radio del equipo
de supervivencia.
—Ares, aquí Minerva.
Tienen un grupo armado acercándose desde el norte. A dos millas de su actual
posición.
—Copiado, Minerva.
—No creo que se alegren de
encontrarnos acá—dijo Leo.
El pequeño no estuvo muy de acuerdo
en ir con ellos. Laura procuraba convencerlo en francés. Lo tomó por la mano,
todavía con restos de chocolate. No temas, no vamos a hacerte daño. Para cuando
consiguieron llegar de nuevo hacia el helicóptero, a unos diez pasos de subir a
la aeronave, tres camionetas cargadas de milicianos en su parte trasera, se
detuvieron a pocos pasos de ellos.
Leo observó como el auxiliar de carga
apuntaba su arma hacia los recién llegados. Del mismo modo que ellos las
blandían, con el rostro enojado, hacia ellos.
45
Un raro incidente
“La causa por la
cual en el espíritu guerrero prevalece el apetito de acción sobre el temor al
peligro no es otra que un radical sentimiento de confianza en sí mismo”.
José Ortega y Gasset
Volar rasante en el
mar era algo por demás difícil. Más que hacerlo en la tierra. A pesar de no
haber obstáculos, por eso mismo uno perdía
la visión de profundidad. De noche, era básicamente confiar en el altímetro. De
día, en ese sexto sentido de saber cuan cerca uno podía estar al ras del nivel
del mar. Si se miraba adelante uno no sabía si estaba a un metro, a dos o tres.
Pero mirando al costado la referencia de altura se percibía un poco mejor. Se
volaba como una lechuza, al decir de la jerga. Mirando adelante y a un lado,
adelante y a un lado.
Era algo riesgoso,
que por lo mismo le llenaba el cuerpo de adrenalina. Justo la sensación que
Cata adoraba tener por dentro.
Experimentar la
sensación de velocidad. Sentir la necesidad del vuelo.
El Rafale era un avión
por demás ágil y a novecientos kilómetros por hora, era una parte más de su
cuerpo. No había ya distinción entre la máquina y quien la piloteaba. Era ella
con sus alas.
Empapada por el
sudor, con la adrenalina a pleno, llegaron al último waypoint fijado en la
computadora de navegación.
Mantener esa gran
velocidad, esa poca altura, en un mar en el que no parecía avanzarse en
absoluto. El vértigo de ir en una engañosa cámara lenta casi a la velocidad del
sonido. Sin que se te pase nada, sin la posibilidad de cometer ningún error.
Sola dentro de una cabina, en un estrecho universo. Era una sensación hermosa.
Estaban a diez
minutos de terminar su turno de patrulla, cuando entró el mensaje en la
computadora de vuelo que debían seguir tiempo extra. Se les enviaron también
las coordenadas para que reaprovisionaran en el aire el combustible necesario.
La operación de
reaprovisionamiento en vuelo era una maniobra aérea de mucha precisión que
requería gran visibilidad, sobre todo durante la noche. Cata dirigió su aparato
con el radar de navegación que mostraba al avión cisterna. Pero una vez allí,
la tecnología pasaría a un segundo plano. Debería establecer contacto visual y
ejecutar el acople por su propia mano.
Ese día gris daba
la impresión de que el cielo se componía exclusivamente de nubes. Ascendió,
introduciéndose entre ellas. Por fortuna, era formaciones inofensivas, sin nada
que ver con los cumulonimbus, llamados “Charly Bravo” en la jerga aeronáutica.
Todo a su alrededor
se volvió brumoso. Era como volar entre un mar de algodón. No veía nada y solo
podía estar a los datos del instrumental del avión.
A siete mil metros vio al fin, un apagado destello
en el medio de las nubes. Era el indicio que estaba por salir de allí. Mil
metros más arriba, consiguió dejar abajo la cortina de nubes. Ascendió ciento
cincuenta metros más sobre los jirones de las nubes antes de nivelar el
aparato. Por delante y algo por encima de ella localizó un punto diminuto que
coincidía con la lectura del radar.
El avión cisterna
orbitaba a unos nueve mil metros.
—Hares uno a
Mercurio. En aproximación dos clientes. Solicito mil quinientos por cada uno.
El orden era
reducir al mínimo las comunicaciones de radio. Pero acaso esta era la única de
la que no podía prescindirse: especificar la cantidad de combustible que se
necesitaba se les traspasara. Podría hacerse de computadora a computadora de
las aeronaves, pero ambas partes lo había descartado el establecer las formas
de llevar a cabo el asunto en tanto durara la misión. Implicaría revelarse
ciertos aspectos de la seguridad del sistema y tanto ellos como los
estadounidenses eran celosos de todo lo que tuviera que ver con la seguridad de
los sistemas computarizados de sus aviones.
—Roger.
Todavía no se
acostumbraba a ese modismo de la U.S. Navy en lugar del recibido de ellos.
Advirtió que el birreactor S-3 Viking con dos tanques de combustible externos
bajo las alas y un sistema de reabastecimiento aéreo de combustible, seguía un
rumbo opuesto al suyo en la órbita. Hizo un viraje rápido interceptarlo,
volando dentro del círculo para acortar distancia. Pronto pudo situarse junto
al plano izquierdo del avión cisterna.
Le hicieron una
seña y pudo ver como cesta de ciento cincuenta centímetros de diámetro,
semejante a una canasta circular se desprendía sostenida de una sonda del
tanque externo bajo el ala izquierda.
El acople exigía
una mano firme en la palanca de mando y un toque delicado de los aceleradores.
Algo que se complicaba terriblemente cuando los existían sacudidas por las
turbulencias. Si se fallaba al tercer intento, debía dejarse el sitio a la
aeronave siguiente e ir a la cola. Cata se alegró de ser solo dos esa vez. Pero
consiguió enganchar su sonda en la canasta al primer intento.
El equipo estaba
diseñado para transferir el combustible solicitado, cortando luego de modo
automático el trasvase.
Notó Cata como el
indicador de combustible empezaba a subir en tanto se concentraba en seguir un rumbo estable dentro del gran
círculo. La inclinación era de unos doce grados, estableció, observando sus
instrumentos.
En tanto recibía el
combustible su numeral mantenía una
distancia de seguridad, por detrás y un tanto a su izquierda. Luego de terminar
de repostar, se separó de la canasta para hacerse a un lado y dejar que su
numeral se abasteciera. Falló el primero pero lo consiguió al segundo y a
partir de allí toda la operación no tuvo mayores novedades.
Al terminar, viró
para formar al lado de Cata. Esta se adelantó para situarse lateral a la cabina
del Viking. Tras un leve alabeo de agradecimiento, contestado de igual forma,
giraron ambos Rafale en formación para poner rumbo a la zona de vigilancia
asignada.
No habían pasado
veinte segundos de vuelo, cuando entró le llegó una transmisión codificada de
radio.
—Minerva a Hares uno.
—Aquí Hares uno,
prosiga Minerva.
—Tenemos una situación hostil con un
helicóptero en tierra. Deben prestar apoyo. Estamos enviando las coordenadas
por data link.
Cata observó como
las recibía en su ordenador. Las pasó de inmediato a la computadora de
navegación. La aeronave viró de inmediato al punto fijado. Por el lateral de la
cabina observó que su numeral hacía lo mismo.
—Copiado, Minerva.
Hares uno y dos, en camino.
—El tiempo es
crítico Hares uno. Confirme apenas aviste el hello propio.
Hello. Como se le
decía en la jerga a los helicópteros. Cata llevó la potencia al máximo,
accionando el postquemador, luego de avisarle de tal maniobra a su numeral, el
otro avión que era su pareja de vuelo. Le sobraba combustible ahora para eso.
Rugieron a mil pies
sobre el océano, en dirección a la isla fijada. La divisó sobre el horizonte,
cuando todo ese mundo de vértigo pareció detenerse e ir en cámara lenta.
Una luz roja
intermitente de alarma se encendió de repente en los aparatos de su cabina.
Advertencia de
misil.
Aun cuando no fue
acompañada del característico sonido, un silbido agudo en los auriculares de su
casco, la reacción de Cata fue instantánea.
—¡Contacto misil,
contacto misil!—bramó a su numeral por la radio—¡Inicio evasión por derecha!
Lanzó el chaff y
flare que cargaba en contenedores bajo las alas. Su numeral se abrió hacia la
izquierda, haciendo lo mismo. Ella dio un giro cerrado por derecha, en tanto
estallaban por detrás y debajo del avión una serie de bengalas y caía una densa
lluvia de diminutas cintas de aluminio.
Rezaba porque fuera
suficiente, en tanto se preguntaba de quien era ese misil que la había
adquirido como blanco.
Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 8: la fortuna recompensa a los audaces
NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.