Misión en el Trópico 8: La fortuna recompensa a los audaces

 






Capítulo anterior: Misión en el Trópico 7: Los rostros del sacrificio

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Ojos en el cielo

 

 

“Si no esperas lo inesperado no lo reconocerás cuando llegue.”

Heráclito de Efeso

 

 

            Con las manos a los costados de la cintura, Cañones observó el mapa desplegado en la pantalla central de la sala de current operations. Las operaciones en desarrollo. Su principal preocupación era un tema de distancias. Cualquier medio para apoyar a ese helicóptero aterrizado en la isla meridional de Kubatu se hallaba a la suficiente distancia como para no estar allí sino luego de varios minutos. Un tiempo que podía llegar a ser demasiado, para sus hombres allí.

            Cayetano había dejado su radio con el parlante abierto. Fuera algo casual o deliberado (el general se inclinaba por esto último) les permitía escuchar los sonidos circundantes. Un griterío, mezcla de francés y kubata, les reclamaba por estar allí y los amenaza con matarlos.

            —Se oye complicado—dijo Gerin, a un lado de su Comandante. El protocolo de operación exigía que el oficial superior estuviera con un auditor de campaña en las fases críticas de cualquier operación en que pudieran afectarse leyes internacionales.

Cañones solo asintió. Miraba al mapa, barajando posibilidades. Hares estaba en curso, y un dron también. Los Rafale estaban a mayor distancia pero con su velocidad llegarían antes que el Reaper.

Le preguntó a Mariana, la oficial de control a cargo de ese turno, el tiempo estimado de llegada de los cazas.

—Siete minutos.

Demasiado, pensó. Lo que fuera que estuviera pasando allí, se decidiría mucho antes de eso, con toda probabilidad.

—Ordénesele que se apresuren. Tanto como puedan. Están autorizados para la velocidad mach.

     Rey le informó a Cañones que los Rafale estaban yendo a máxima velocidad, por encima de la barrera del sonido.

     —¿Quien está a cargo de la sección?

     —Bataglini, mi general.

     Dentro de lo exasperante de la situación, Cañones no pudo evitar cierta satisfacción. La Gringa había tomado la iniciativa, en buena dirección. Sin aguardar que le dijeran. Tal como se espera, no sólo de un piloto, sino de cualquier soldado en una situación crítica como la que atravesaban. 

Al otro lado suyo, Joan mantenía la misma expresión preocupada que él. En los parlantes, los gritos se hacían más estridentes, con palabras mucho más duras.

—No luce bien—dijo a su lado Joan.

—Para nada.

—¿Ayudaría que pudiéramos ver lo que está ocurriendo?

—Claro.

—Creo que puedo conseguirle un par de ojos—expresó, resuelta, Mc Gregor.

Se retiró un poco para discar un número en su celular. Uno que traía consigo, distinto del que se le había dado como parte de la plana mayor de la fuerza internacional.

Antes, le había pedido a Mariana las coordenadas exactas del sector, que tecleó en ese mismo celular, antes de llamar.

Quien quiera que fuera el que llamó, atendió casi de forma instantánea. 

—Soy la teniente comandante Mc Gregor de la marina de Estados Unidos. Código de activación foxtrot lima oscar five seven juliet six november. Necesito imágenes del sector que les envié en el mensaje. En tiempo real. ¿Para cuándo? Ahora mismo.

Mariana notó que llegaba un mensaje a su celular. Un link y un código de activación encriptado. Pasó los datos a la pantalla y pronto las imágenes del satélite se mostraban allí.

—Cortesía de la National Reconnaissance Office, general.

—Es una persona de recursos, Joan—dijo Cañones, concentrando la mirada en esas tres figuras vistas desde arriba, delante de un helicóptero: una mujer, un hombre y un niño. Por delante de ellos, dos camionetas repletas de gente armada en su caja abierta trasera.

—Prendas militares, pañuelos rojos como vincha o en el cuello, armamento de guerra en vehículos particulares—dijo Javier Gerin, observando al grupo en las camionetas— Son las señas de la milicia particular de Dada Oumee.

—Paramilitares—dijo Mc Gregor a su lado.

—Anárquicos y violentos. Son a quienes emplea para las cuestiones más sucias.  Como borrar del mapa a una aldea que se le oponga en algo.

Cañones solo asintió en tanto buscaba no perderse detalle de lo que ocurría, con un creciente sentimiento de impotencia. 

Solo podía hacer eso: mirar. Ya no era un general al mando, sino un simple espectador. Como todos los demás en esa sala de comando.

Lo que ocurriera, estaba en las manos de esas personas que veían, tomadas desde una lente de precisión, ubicada fuera del planeta.

      

 

47

El todo o la nada

 

 

“Las dificultades preparan a las personas comunes para destinos extraordinarios”.

Clive Staples Lewis

 

 

No era fácil dar una decena de pasos atrás, en un grupo enardecido que blandía fusiles Kaláshnikov y les lanzaba todo tipo de advertencias e improperios. Pero Laura nunca parecía estar más estable que cuando todo amenazaba con estallar a su alrededor.

Aun en el clima de rechazo violento, su enojo o convicción no llegaba al punto de usar las armas contra ellos. Al menos de momento. Debía usarse eso para intentar una salida. No enardecerlos, pero tampoco mostrar debilidad. Era un delicado equilibrio en el cual ponían en juego a la vida misma.

Bajaron las pistolas, sin enfundarlas. Leo la cubría en tanto ella hacía gestos con la mano izquierda tratando de calmarlos. Les hablaba en francés a quienes les gritaban, diciendo que se estaban yendo. Que se subirían al helicóptero y se irían.

Desde el helicóptero el auxiliar de vuelo los cubría con el fusil de asalto. Todo el ambiente era de máxima tensión.

Uno del grupo bajó de la camioneta más próxima y se dirigió a ellos, gritándole a Shamu que viniera con ellos.

El pequeño, por toda respuesta, se aferró a la cintura de Laura.

Ella apuntó la pistola hacia quien se aproximaba antes que Leo pudiera decir nada. Dejó de caminar hacia atrás y adoptó la posición de combate, tantas veces enseñada: de frente al blanco, pies a la anchura de los hombros con  el pie del lado de tiro está ligeramente más atrasado que el pie de soporte. Rodillas flexionadas para absorber retroceso y como amortiguadores de choque cuando se mueve en cualquier dirección. Ligeramente inclinada hacia adelante, con los brazos extendidos hacia fuera, nivelando las miras a la altura de la vista. La mano de apoyo por debajo de la que empuña. 

El rostro de Laura no dejaba lugar a dudas. Dispararía de ser necesario. 

—El niño viene con nosotros—le dijo, en francés, como mala cara al hombre que se aproximaba.

Las reglas de empeñamiento le impedían disparar a menos que le dispararan o fuera inminente esa circunstancia.

Desde la primera camioneta le gritaron aún peores insultos. Uno, disparó una ráfaga al aire. Pero ni Laura ni Leo se inmutaron.   

El hombre se había detenido y miraba a Lau con ojos furiosos.

—No tiene que morir nadie hoy. Pero si tengo que hacerlo, no me voy a ir sola.

—Ese niño es de aquí. No pueden llevárselo—dijo al fin, el hombre en francés con mucho acento.

Tenía una guerrera verde oliva abierta, por sobre una remera blanca con el logo de adidas. Pantalones militares y zapatillas running negras completaban su atuendo. Llevaba la cabeza cubierta con un gran pañuelo rojo y mantenía un AK 74, con un cargador curvo rojo entre las manos, pero sin apuntarlo.

—Entréguenos al niño y váyanse.

—Ni lo sueñe. Viene con nosotros. Tendrá que disparar si quiere impedirlo. Y nosotros haremos lo mismo.

Leo estaba asombrado de la decisión de Lau sobre el chico. Como antes cuando tuvieron que atender ese parto, estaba viendo a una persona que no estaba muy seguro de conocer.

Un rugido se dejó oír en el aire y dos aviones pasaron sobre ellos. Una suerte de cono gris se formó por detrás de ambos, creciendo hasta que parecía iba a cubrirlos. Era el vapor de agua condensándose a consecuencia de la onda de choque que todavía no escuchaban. Lau y Leo cambiaron una rápida mirada y prosiguieron su camino al helicoperos aprovechando que la gente sobre las camionetas dirigían sus miradas al cielo, sorprendidos por aquello que veían.

Estaban abordando el helicóptero, cuando se escucharon las explosiones. Los Rafale había roto la barrera del sonido, provocando esa explosión que no afectaba la estructura molecular de la aeronave ni del aire. Tampoco los pilotos podían oírla, ya que era dejaba atrás por el avión.

Quienes si la sintieron fueron la gente en tierra. Instintivamente la gente de las camionetas bajaron sus cabezas, sin perder detalle de lo que ocurría en el cielo.

Laura dejó al niño al cuidado del auxiliar en tanto se precipitaba a los controles. Por fortuna, el grupo que los había interceptado seguía absorto con el espectáculo visto en el cielo. Pero no duraría mucho.

—Dios bendiga a la singularidad de Prandtl-Glauert y al estampido sónico—dijo, en tanto elevaba el aparato tras colocarse rápidamente el caso.

Era la denominación técnica de lo que acababa de pasar. Y la razón por la cual habían podido escabullirse de allí. Debería agradecer a esos pilotos cuando volviera a la base.

 

48

Un incidente poco claro

 

 

“Cuando hayas descartado lo imposible, lo que quede, aunque sea improbable, debe ser la verdad”.

Sherlock Holmes en El signo de los cuatro.

 

 

La misión no terminaba al aterrizar en tierra, sino al detener el Rafale dentro del hangar de despliegue asignado al aparato. Se trataba de un medio cilindro de metal acanalado, sobre una base de cemento, donde la aeronave entraba casi justa. Era una operación, la del estacionamiento, tan o más delicada que cualquiera que se llevaba a cabo en el aire.

Cata la llevó a cabo con emociones encontradas. Había podido lograr sacar al persona de ese helicóptero de una situación comprometida. Pero en la vuelta, el incidente de la luz y las maniobras de evación de misil, habían ido in crescendo.

Todo había sido muy raro. La luz intermitente de advertencia se apagó tan súbitamente como se había encendido. A mitad del viraje de evasión, sin que la señal de alarma que debía acompañarla sonara en momento alguno.

Cuando le preguntó a su numeral si le había pasado lo mismo, este le contestó que había iniciado la maniobra por la advertencia de ella en la radio. Nunca, en momento alguno, ni la luz de advertencia ni la alarma se le habían activado.

Las preguntas que le hicieron del control, sobre todo el por qué no aparecía en los registros de la aeronave a la que podía acceder en tiempo real por un enlace de datos, le dio la idea que estaba en algún tipo de problema. Pero no cayó en la cuenta de que tan grave era, hasta ver que el mayor Montuic la esperaba al pie de la escalerilla con expresión severa. No era nada bueno. Al parecer las noticias habían ido aún más veloces que ellos en sus aviones.

Aspiró el jefe de escuadrón, sin aviso previo, la fragancia a jazmines del perfume que ella llevaba encima en tanto bajaba por la escalerilla. Ya se lo habían dicho: se perfumaba antes de salir a volar. Ahora comprobaba que los comentarios al respecto eran ciertos.

No supo cómo tomar eso. Montuic no estaba acostumbrado a pilotos que volaran perfumados de esa forma.

—¿Que se supone que quería lograr allá arriba dando esa alarma falsa?

—Mi luz de advertencia de misil se encendió, mi mayor 

—No hay registro de eso en la memoria del avión. Lo chequeamos por el data link. No agregue la mentira a sus problemas actuales.

—No miento, mi mayor. La luz se encendió.

—No diga que no le di una oportunidad, Bataglini. Se queda en tierra hasta que resuelva que hacer con usted. En este escuadrón ni ocultamos nuestros errores ni nos descuidamos estando arriba.

—Solicito autorización para hablar libremente, mi mayor.

—No. Ya tuvo su oportunidad.

—Insisto, mi mayor.

—No se pase de la raya, Bataglini. No agregue la insubordinación a la negligencia en vuelo y a faltar a la verdad con un superior.

Esteban asistía a diez pasos de distancia a esa cada vez más ríspida charla. Entonces, el Force Commander entró al hangar y tuvo la oportunidad de hacer algo al respecto.

—¡Atención! 

Todos se pusieron firmes. Cañones se dirigió a donde Cata estaba plantada, muy firme y con muy mala cara delante de un jefe de escuadrón que la miraba como si le echara fuego por los ojos.

—Hace cuánto que no se hidrata, Gringa?

—No sé, mi general...tres horas, cuatro tal vez. 

—Vaya a hacerlo entonces.

La saludo militarmente llevando la palma de la mano derecha abierta a la sien. Junto en el borde de su birrete azul con un par de estrellas de cinco puntas.

—Me voy a retirar, mi general.

Cata devolvió el saludo, antes de girar sobre sus pies para alejarse de ellos.

Cuando quedaron solos, Cañones le dijo:

—Está siendo un poco duro, Ciclón.

—Fue negligente con esa alarma. Y encima no lo reconoce y me sale con cuentos. Eso a cualquiera lo deja fuera del vuelo. Y con un pasaje de vuelta a casa, castigada.

—Creo que debemos mantener la perspectiva en esto. 

—No me diga que quiere salvarla, Tordo. 

—Digamos mejor que quiero entender lo que pasó, antes de condenarla.

—No me diga que le va a creer que la luz se encendió sin mediar alarma y sin que quedara registrado.

—Me parece difícil que haya pasado—reconoció Cañones—. Pero no es lo único que ocurrió en ese vuelo.

—Lo que ocurrió prueba que no está en condiciones de volar. Sea que imagine cosas o no ponga la dedicación necesaria en ver un panel de instrumentos. Va a matarse o a matar a alguien.

—Tomó buenas decisiones cuando tuvo que acudir a apoyar al helicóptero que teníamos en tierra. Esa maniobra de romper la barrera del sonido les permitió a nuestra gente poder despegar. Le pregunto, Ciclón, ¿esos son actos de alguien negligente o fantasioso?

—Si fuera otro, ya estaría separado de vuelo.

—Lo estimo mucho, Ciclón, pese a nuestras diferencias. Por eso voy a dejar pasar ese comentario sobre que trato en forma desigual a las personas bajo mi mando. No comenta el error de creer que el otro es injusto o equivocado porque no piensa como usted.

—Es su prerrogativa cómo resolver esto. Pero mi recomendación es separarla de vuelo. 

—Anotada mayor. Le comunicaré lo que decida respecto de este incidente. En tanto, la Gringa sigue volando. 

—Estamos en claro, mi general.

Al otro lado del hangar, haciendo como que no veía nada en tanto vaciaba una botella plástica de agua, Cata observó como Montjuïc le dedicaba una mirada cansada luego que el general se fuera.

No había enojo allí, sino más bien hartazgo. No saber qué hacer con ella. O no poder hacer aquello que pensaba debía llevarse a cabo. Muy breve y parco, se acercó a ella. Instintivamente, Cata dejó de tomar de la botella para ponerse en posición de firmes. 

—Sigue con sus tareas habituales. Por ahora. Hasta terminar de reunir todos los hechos. Lo cual será pronto, tiene mi palabra en eso.

—Entendido, mi mayor.

—Pero no será ya líder de sección en las salidas. Va a volar como numeral, conmigo o con otro oficial de mayor antigüedad a la suya.

—Entendido, mi mayor.

Se fue luego de eso, tras saludarle militarmente y Cata devolver el saludo. Tan serios y severos en las expresiones tanto uno como otro. 

Sólo se relajó luego de verlo salir del hangar. Terminó su botella sintiendo un gusto agrio en la boca y otro mucho más ácido por dentro. Montjuïc seguía mirándola como alguien que llevaba una peste encima. Acababa de relegarla en esa escala de importancia no escrita al volar.

Cada vez le tenía menos simpatía. Encima, todos lo adoraban en ese escuadrón que no terminaba de admitirla. Le quedaba claro que esa situación no cambiaría en el futuro cercano.

Tiró la botella plástica en un recipiente de residuos y salió al sol de la plataforma operativa. En el hangar siguiente estaba Esteban, dando instrucciones a un grupo de mecánicos que trabajaban en algo por debajo del Rafale hangarado allí.

Fue a donde estaba y pidió hablar con él. Tebi se apartó, muy serio, del grupo de hombres y mujeres con mono azul. Un par los siguieron con la mirada, haciéndose los distraídos. Cata se aseguró de estar lo suficientemente lejos de cualquier oído antes de pedirle ayuda.

Como pensaba, no tuvo que contarle lo sucedido. Él ya lo sabía. Era una de las particularidades de los contingentes en el extranjero: era como un pueblo en que todo se conocía sobre todos.

—¿Por qué venis conmigo?

—Porque sos el único que puede creerme.

Esteban la miró. Otra vez, la atracción y el rechazo. Por dentro lo halagaba que viniera a él en busca de ayuda a la vez que le disgustaba que solo se hubiera acercado por eso.

Pensó un poco en aquello que le decía. Intentó encontrarle una explicación a algo que probablemente no lo tenía.

—La versión del Rafale que operamos tiene las particularidades de la versión naval embarcada para operar en portaaviones. El gancho de apontaje es útil para aterrizar en pistas cortas en tierra. Pero las diferencias también están en la aviónica.

—Entiendo.

—El radar de nuestros Rafales no funciona del mismo modo que los de serie. Aun de los navalizados. Se pidieron ciertas modificaciones. También a nivel de ciertos sensores. Una de ellas, respecto de algunos de los sistemas de alarmas.

—El radar warning estaba entre ellas.

Esteban asintió. Tenía su completa atención, pero no por la causa que le hubiera gustado…tiempo atrás. Eso en el fondo lo disgustaba. Procuró no perderse en emociones negativas y concentrarse en el problema que analizaba: ¿Por qué la luz se habría encendido sin la alarma sonora? ¿Cómo es que no quedó registrado en la memoria de la aeronave? Hipotesis podía haber muchas. Una más loca que la otra. O, para decir mejor, muy poco probables.

—La luz es más rápida que el sonido. Puede que el sistema haya percibido un haz, para luego descartarlo. O ser anulado por un sistema de contramedidas electrónicas. Eso explicaría que apareciera en tu HUD la advertencia, pero no sonara la alarma.

—¿Decis que eso es lo que pasó?

Él negó con la cabeza.

—Es solo una hipótesis sobre qué puede haber pasado. El incidente se graba en el sistema de datos luego de la advertencia sonora. Si no la hubo, no quedó indicado en la caja negra. Siempre en el terreno de la especulación, puede ser que el sistema lo grabe luego de completar el proceso de advertencia y al quedar a medias, no lo haya hecho.

Cata lo miraba con el mayor interés. De ser así, ella tenía razón.

—El general tiene que saber esto.

—Solo es algo hipotético, ya te dije. Depende de que hayan sucedido varias cosas.

—Todo cierra, Tebi. El avión no funciona mal, yo no tuve un espejismo. Ya te dije que estoy segura que lo vi.

—Entonces estaríamos estamos hablando que te iluminaron como blanco por un radar sumamente sofisticado. Con tecnología furtiva respecto de las ondas que irradia. No es lógico que un país en vías de desarrollo como Kubatu tenga esa tecnología, en medio de una selva. Como los aviones stealth pero en versión radar.

—Pero puede existir.

—Hay ciertas versiones en experimentación, pero ninguna operativa que yo sepa. Pero no lo descarto. No es algo que ninguna nación vaya por ahí diciendo qué consigue y qué no.

—Tebi, es importante que llegues al fondo de esto.

—¿Para quién?

—Para todos. Me pasó, a mí como podría haber sido con otro. O los sistemas están mal o alguien nos está iluminando con un radar de adquisición de blancos.

—Siempre todo tiene que ser como decis, veo.

Supo por qué, literalmente, le arrojaba esas palabras a la cara.

—Está bien, me mandé una cagada con vos. ¿Hasta cuándo voy a tener que pagarla?

Estaba molesta al decirlo, pero como observó en la expresión de Esteban, él no lo estaba menos.

—¿Quién te está haciendo pagar algo?

Notó que se cortaba en seco, incluso echando la cara hacia el piso, como queriendo controlarse para no decir, no hacer nada más, antes de volver a hablar con ella. Era tanto así como lo había herido, pensó Cata sintiéndose un ser miserable.

—Veo que puedo lograr.

—Gracias.

—Sin gracias. Es una cuestión del servicio, como dijiste. Solo eso.

Ella asintió, poseía por cierta con culpa, antes de irse. Tal vez se mereciera eso. Pero a diferencia de otros momentos, no iba sin dejar de decir aquello que sentía.

—¿Por qué siempre que quiero acercarme, hacer las paces, hacés algo para que sigamos peleados?—le preguntó, desde la emoción.

Se fue sin esperar respuesta. Lo único que faltaba era que él la viera que con esas lágrimas que amenazaban con desbordar de los ojos.

Para Esteban también fue un alivio no tener que responder a eso.

Cada cual por su lado pensó en forma semejante: esa relación que tenían o no tenían era algo para ir, ambos, al psicólogo.  

 

 

 

49

El dibujo

 

 

"Soy un bosque, y una noche de árboles oscuros; pero el que no tiene miedo de mi oscuridad, encontrará bancos llenos de rosas bajo mis cipreses”.

Friedrich Nietzsche

 

El médico con uniforme camuflado bajo su bata blanca de doctor terminó de revisar a Shamu. Llevaba en el cuello de guerrera de combate la insignia del cuerpo médico aérea en un lado y la insignia de mayor en el otro. Tras terminar, se dejó el estetoscopio que habían empleado en la revisación colgando del cuello.

—Creo que eso es todo. Ya no está deshidratado y ha ganado algo de peso. 

Apagó la luz de la pequeña linterna en su mano, antes de volverse a Laura.

—Puede llevárselo. No veo motivos para internarlo.

—No ha dicho palabra desde que lo trajimos.

—Pues no es algo físico. Las cuerdas vocales y todo lo demás están en orden. Tiene que ver con una cuestión psíquica. Probablemente por un trauma. Suele ocurrir.

—¿Volverá a hablar?

—No habría motivo para que no lo hiciera, en algún momento.

—¿Cuando?

—Al superar el trauma, claro. Pero es difícil de decir cuándo podría darse eso.

Tras darle las gracias al doctor, cargó en brazos al niño con la intención de depositarlo en el suelo. Pero el pequeño la rodeó con los brazos en el cuello y no hubo manera.

Lo cargó de esa forma, saliendo al calor tropical desde los módulos del hospital móvil contiguo al centro de comando. Era cerca del mediodía y el sol arreciaba, pero prefirió que Shamu tuviera sus lentes protectores. Claro que se dedicó a jugar con ellos en lugar de tenerlos colocados, sin que el reflejo solar lo inmutara en lo más mínimo. A diferencia de Laura que le lloraban los ojos al tenerlo de frente.

Observó, a un lado de la terminal civil del aeropuerto internacional de la capital de Markani, enfrente de donde estaba situada la base internacional, las siluetas de cuatro Sukhoi Su-35. Se trataba de cazas rusos polivalentes, monoplazas de dos motores de cuarta generación. Destacaban en la pintura de camuflaje en franjas de distintos tonos de azul gris, la estrella roja de cinco puntas en las dos derivas de su cola, símbolo de las fuerzas aeroespaciales de la Federación Rusa.

No era la única presencia militar de ese país, llegada recientemente. En el puerto de la capital, una fragata Clase Almirante Gorshkov de la Armada de Rusia, diseñada para operar en zonas marítimas y oceánicas distantes. Con sus cuatro mil quinientas toneladas de desplazamiento estándar y 135 metros de largo, ocupaba la mayor parte del corto muelle del apostadero naval de la Marine du Markani.

Eran la respuesta del gobierno ruso a la presencia de un Grupo de Ataque de Portaaviones estadounidense en las costas de un país que entendían dentro de su esfera de influencia.

Se quedó observando los aviones por un par de minutos, cada vez más inquieta. Se suponía que Leo iba a acompañarla a llevarlo al médico, pero como de costumbre no solo no llegó sino que tenía que esperarlo. Cuando llegó al fin, cinco minutos tarde, casi a la carrera, con una disculpa respecto al sobrecargo de tareas que había en el Centro de Comando, no pudo decirle mucho. Era obvio que la presencia rusa iba a provocar eso.

Echaron a andar en dirección al final de la base francesa, donde estaba la casa del comandante, recientemente acondicionada por el primer mandatario del país para el general.

Cañones continuaba viviendo donde siempre: en un módulo de alojamiento que no distaba en nada de los otros en que pernoctaban ellos. La única diferencia es que no lo compartía. El general era un acérrimo opositor a disfrutar de ninguna comodidad que no tuviera el resto de su gente. Por eso, la residencia solo se utilizaba para ciertas reuniones más informales o para recibir a personalidades de fuera. La pileta del patio, por su parte, era de uso común para el contingente los fines de semana.

Es por ello que, en tanto tenían al niño, el Force Commander les dejaba ocupar esa casa. Un lugar desierto durante la semana y una suerte de club los fines de semana. Entraron por la puerta sin llave.  

—¿Todo se está volviendo un poco más tenso en esta operación o me parece?—no eran una pregunta las palabras de Leo sino un comentario cáustico.

—Eso parece.

—Mi amigo Putin, como dice el presidente Diawara.

Lau le entregó el niño a Leo. Shamu pretendió seguir en brazos, pero Leo lo bajó al suelo de una, tomándolo de la mano. 

—Cuídalo un minuto. Voy a prepararle el baño.

El pequeño intentó soltar la mano e irse a otra parte. Leo no lo dejó.

Laura se agachó para quedar a la altura de Shamu.

Que diriez-vous de prendre un bain puis de manger?

Un baño y a comer. Shamu no pareció demasiado entusiasmado al respecto.

—Lau, dejá de hablarle en francés. Entiende perfectamente lo que decimos en castellano.

—Leo, no digas eso. ¿De dónde va a saber el idioma?

—Shamu, ¿dónde hay una silla?—le preguntó Leo, mirándolo.

El chico señaló a una de la mesa del comedor en la otra habitación.

—¿Y una ventana?

Fue y tocó una de las que daban al patio.

—Es increíble—dijo Laura sorprendida—. ¿Dónde habrá aprendido?

—Supongo que de escucharnos.

Shamu volvió donde estaba Leo y lo tomó de la mano. Nunca estaba sin aferrarse a uno de los dos.  

—A veces pienso si no podría quedarse con nosotros. No tiene a nadie, pobrecito—le dijo Laura mientras lo acariciaba en la cabeza.

—Ya lo oíste al general. Solo por el tiempo para estar lo suficientemente fuerte para ir al campamento de refugiados. No podemos hacer excepciones ni una base militar de despliegue es un lugar apropiado para tener a un niño.

—Sí ya sé pero…

—Lau, creo que no son cosas para hablar con él delante.

Ella asintió. Shamu miraba a los dos con ojos preocupados.

—Tenés razón.

Dejó a Shamu con Leo y fue a prepararle el baño. Llenó la bañera asegurándose que no estuviera el agua demasiado caliente. A Shamu no le gustaba ni siquiera templada. Al parecer, era algo natural en él hacerlo con agua fría. Pero a Laura no terminaba de convencerla.

Volvió a la sala a buscarla. Tampoco al niño le cuadraba mucho eso de un baño diario. Lo halló con Leo, enfrascados ambos en una suerte de pelea de almohadas, usando los cojines del sofá.

“No hay un niño en esta casa sino dos”, pensó pidiéndose paciencia a sí misma, antes de interrumpir en la disputa para llevarse a Shamu al baño.

Terminó mojada ella tanto como el niño. Que parecía creer que estar allí también lo habilitaba para echarle agua. Cuando volvieron, con Shamu cambiado a la sala, en la  televisión encendida de la sala, estaba el Telediario Internacional del canal Canal 24h de TVE, los servicios de televisión estatales de España.

No pudo dejar de captar su atención lo que estaban transmitiendo. En la pantalla se mostraba la figura de Antonio Fargas-Márquez. Vestía camisa tropical y pantalones cortos y en el fondo podían verse una hilera de Rafales estacionados sobre una gran superficie de concreto. Transmitía desde la misma base donde estaban. La pantalla se hallaba dividida a la mitad y en la otra parte se hallaba la presentadora del noticiario en el estudio miró a la cámara con rostro preocupado, perfectamente maquillada y peinada. Siguiendo con cara atenta, todo lo que decía el corresponsal.

—Se dice que ha escalado el conflicto allí, Antonio—le dijo cuando terminó de hablar—. Hoy el consejo de seguridad se reúne en Nueva York a tratar el tema y no se descarta un endurecimiento de las sanciones. Otros, hablan de dar intervención a la Corte Penal Internacional por los crímenes descubiertos. ¿Que nos puedes decir al respecto, Antonio?    

—Así es, María del Carmen. La crisis humanitaria en bakutu se agrava y puede sentirse la tensión aquí donde cazas de la fuerza internacional y Sukhois de las Fuerzas Aeroespaciales rusas se encuentran a un palmo de distancia. Recordemos que luego de la denuncia por parte de la coalición internacional respecto a crímenes de lesa humanidad en Bakutu, el gobierno de ese país dio por terminada la cooperación humanitaria, cerrando sus fronteras a la ayuda internacional y denunciando una conspiración en su contra.

El periodista bajó la vista a la libreta que tenía en una de sus manos.

—El presidente de Bakutu, mariscal Dada Oumee expresó y cito textual que: “no seremos otro Irak, destruidos por las mentiras de un aviadorcito con dólares en los bolsillos. Vamos a defender la dignidad de nuestro pueblo”.

La imagen del periodista con los Rafale por detrás fue reemplazada por la de Dada Oumee dando la mano de un hombre de traje y rasgos asiáticos, bajo el porche blanco del palacio presidencial de Bakutu, otrora residencia del gobernador colonial francés.

—Esta mañana el embajador chino fue recibido por el presidente Oumee en lo que se ha dejado traslucir por el gobierno de ese país como un claro respaldo de su posición frente a la agresión internacional.

La pantalla volvió a partirse al medio con el rostro de ambos periodistas.

—¿Hasta dónde crees que puede llegar esto, Antonio?

—Es difícil de decir, María del Carmen. Lo que antes era una pulseada entre la fuerza internacional bajo mandato del Consejo de Seguridad, ahora es un juego a varias puntas donde otros actores poderosos, como Rusia o China, empiezan a participar.

Dejó de escucharlos para ponerle un canal infantil a Shamu. Entre varios, terminó por decidirse por dejarle Dora la exploradora de Discovery Kids. Algunos otros dibujos animados le parecían algo violentos. El pequeño se sentó a verlos, con un paquete de Maltesers, de procedencia inglesa que le alcanzó Leo. Bolitas de leche malteada recubiertas de chocolate con leche.

—Cortesía de la International Humanitarian Force.

—Leo, no va a comer después—protestó Laura.

—Dejame a mí. Las pizzas siempre le han gustado.

En realidad, comía cualquier cosa que tuviera al alcance. Incluso, habían descubierto que parte de las golosinas o caramelos que le daban, los guardaba dentro de la almohada en la cama que lo acostaba a la noche. Aunque más de una vez, cuando Lau se había levantado a controlar, lo encontraba durmiendo en el suelo.

Al ir Leo a la cocina para empezar con las pizzas, se dio conque había un dibujo sujeto con imanes a la heladera de dos puertas.    

Lo observó por unos momentos. Era claro, por los trazos simples, que Shamu era su autor. Había tres figuras delineadas sobre el papel. Un hombre y una mujer con caras blancas y otra más pequeña, con la cara pintada en negro y tirabuzones a modo de cabello.

Supuso que se trataba de ellos. Shamu se había dibujado al centro muy pequeñito, con uno a cada lado tomándolo por las manos. Laura era mucho más grande, casi el doble que Leo.

Todo se parecía engañosamente a una familia. Leo no dejó de preocuparse por lo que pasaría, cuando Laura debiera finalmente entregar al pequeño en el centro de refugiados, luego que se le diera el alta médica.

 

50

Labores después de hora

 

 

"No sé si somos lo que comemos, pero sí sé que somos lo que leemos, lo que vivimos y lo que aprendemos"

Emilio Lara

 

 

Estaba allí, cuando Gerin levantó la vista. Parada a tres pasos de su cubículo, en medio de una sala de mando desierta.

—¿Pasa algo, teniente?

Asomaba por debajo del cuello abierto de la camisa camuflada, el collar que él le había regalado.

—Me preguntaba si necesitaba ayuda, mi teniente coronel.

El abogado miró a la pila de carpetas todavía sin leer, sobre su escritorio. Era una oferta atractiva. Llevaba media tarde lidiando con ellas, debiendo volver luego de la cena para terminar con aquello que Cañones le había encargado.

—Es muy amable de su parte. Seguro tiene mejores planes que ayudar en algo que no está bajo su responsabilidad.

Ella sonrió, tímida. Eso hizo que las pecas bajo los ojos, que atravesaban la nariz, destacaran bajo la luz pálida de la iluminación.

—Nada que me mueva especialmente.

—Podría estar con sus amigos. Divertirse con el poco tiempo libre.

—Digamos que mi definición de divertirme y tiempo libre difieren bastante del común de la gente.

Parecía decidida y él terminó por aceptar el ofrecimiento. Algo de lo cual no se arrepintió luego. Tras explicarle un par de cuestiones sobre cómo llenar las planillas de casos y las declaraciones que debían escanearse, Rey había dado cuenta en poco tiempo de tres cuartos de la pila. Era, incluso, más rápida que él para lidiar con esas cuestiones formales. 

Al descubrimiento de la matanza de una aldea completa por parte de personal de la fuerza internacional, se le sumaban múltiples declaraciones de las personas en el centro de refugiados que hablaban de situaciones semejantes. Dada Oumee, como dos tercios de bakutu pertenecían a la tribu kutu. Gran parte de las violaciones de derecho humanos se daban en los pocos lugares donde la minoría Batu se asentaba. Tal como la aldea que Leo y Laura habían descubierto arrazada.

Todo el asunto, parecía tener, por sobre la superficial apariencia de disturbios políticos, un pertinaz aire a limpieza étnica. Por eso, el Force Commander quería dar intervención tan pronto como se pudiera a los organismos internacionales, empezando por el Consejo de Seguridad y siguiendo con la Corte Penal Internacional.  

Una auditoria de campaña, o legal cell en los términos de ONU abarcaba la gestión de todas las cuestiones jurídicas que pudieran presentarse con el despliegue de las fuerzas militares y en el cumplimiento del mandato del Consejo de Seguridad. Pero el devenir de los acontecimientos había determinado adicionar a eso, otra cuestión jurídica no menor: la de concentrar las investigaciones por violaciones a los derechos humanos y procesarlas con el suficiente detalle como para que la Fiscalía del Tribunal Penal Internacional pudiera generar una acusación.

Mariana notó que otras carpetas, en una pila mucho más alta, aguardaban en el piso, a un lado del escritorio del auditor.  Por encima de ellas había un libro: Diccionario de derecho internacional de los conflictos armados de Pietro Verri, editado por la Cruz Roja Internacional.

—Son demasiados para procesarlos a todos—le explicó Javier—. El general quiere algo lo más pronto posible y estoy de acuerdo.

—¿Que hará entonces?

—Seleccionar una muestra. Son las carpetas sobre el escritorio. Hay al menos un caso por cada delito y abarcan en conjunto a las víctimas de cada categoría: sexo, edad, raza, protección especial. Enviaremos eso primero a La Haya para la acusación. Luego, procesaremos el resto con la mayor prontitud que podamos.

Cuando terminaron con las carpetas, pasaban de las tres. El abogado observó los cuatro relojes de aguja puestos en la el escritorio de su computadora: Uno marcaba la hora local, otro la unidad de tiempo común, la hora universal que se empleaba en las operaciones aeronáuticas, el siguiente la hora de su país y el último, la hora en La Haya.

—¿Quiere tomar algo?—preguntó Mariana.

—Me vendría bien.

—De hecho, estoy famélica. ¿Le apetece algo más sustancioso?

—¿Piensa comer a las tres y media de la mañana?

—Comer lo que se dice comer, no. Una especie de brunch, como dirían los estadounidenses.

Él la miró, con esos ojos de sorpresa que a ella le encantaba ver. Más cuando era quien la causaba.

—No me imagino que pueda conseguir algo a estas horas de la noche.

Mariana se levantó de su asiento como quien ha sido convocado a un desafío.

—Ya verá lo que traigo—dijo, yendo hacia la puerta sin tener la menor idea de cómo cumplir con tales palabras.

Con lo poco que había en la desierta cocina contigua en un módulo de metal a la gran carpa tubular que hacía las veces de comedor común, no le quedó otra que elaborar la versión más simple del plato. Puso el pan sobrante del día anterior en un bol, a que agregó agua con sal disuelta en ella y un aceto balsámico que halló a medias. Lo dejó  que se impregnara mientras cortaba sobre una tabla en dados pequeños los tomates maduros y en rodajas finas los pepinos y la cebolla morada. Fue imposible hallar una cebolla de Tropea como se haría en Italia.

  Escurrió el pan, le agregó las verduras sobre la tabla y lo aliñó con aceite de oliva, un poco de pimienta y algo más de albahaca triturada de paquete. Remató picando muy fino un par de dientes de ajo que prácticamente espolvoreó por encima del bol.

Puso dos platos y dos tenedores sobre el recipiente y volvió al cubículo de Gerin. Lo habló repasando todo, una vez más. Comparaba lo escrito en las carpetas con lo puesto en el archivo al que habían dado forma en la computadora.

—Creo que lo tenemos—dijo en tanto Mariana corría un poco las carpetas y apoyaba todo sobre el escritorio. El abogado no ocultaba su satisfacción y alivio por haber terminado.

—Me alegro.

Observó entonces el contenido del bol.

 —Una ensalada. ¿Cómo la obtuvo?

—Es información clasificada, mi teniente coronel—dijo ella, ocurrente. Notó que él se sonreía. Quizás, el hambre fuera algo parejo en ambos—. Y no es cualquier ensalada. Se trata de la más italiana de todas: la panzanella.

—Nunca la probé.

—Pues entonces, esta es su primera vez—le ofreció un tenedor que Gerin se apresuró a tomar. Pero no probó el plato que le sirvió, hasta enviar el correo con los archivos a La Haya por el canal encriptado.

Tras un par de bocados, ella notó que la extrañeza inicial se transformó en aceptación.

—Está muy bueno.

—Dicen que proviene de los pescadores en el Mediterráneo, que se alimentaban con pan mojado en agua de mar, acompañado con las pocas verduras a las que podían echar mano o cultivar.

Él siguió con atención lo que decía. Algo que a Mariana no le pasó desapercibido y no dejó de encantarle. Por regla general, los jóvenes con los que salía no se interesaban demasiado cuando hablaba de ese tipo de cosas.

Mientras comían, ella aprovechó para preguntarle por la imagen puesta como fondo de pantalla en su computadora. A diferencia del común, que colocaba aviones o insignias de unidades, ese auditor mostraba el frente de una lápida de piedra rústica.

Ella la identificó casi de inmediato. Se hallaba sobre la tumba 735, posición D-6 del cementerio de Plainpalais, ubicado en el número 10 de la Rue des Rois de Ginebra, en Suiza. Allí yacían, bajo tierra, los restos del más universal de los argentinos: Jorge Luis Borges.

Se había tallado en ella la imagen circular de siete guerreros que blanden sus armas, con una frase por debajo: "And ne forhtedon na". Se trataba, como sabía ella, de inglés antiguo. Significaba, palabra más o menos: "Y no temieron". Estaba tomada de un antiguo poema sobre la batalla de Maldon, cuando un ejército sajón debió enfrentar en inglaterra a una invasión vikinga cerca del primer milenio.

Notó que Javier la miraba como observaba a ese fondo de pantalla. Oyó que se aclaraba un tanto la garganta, antes de empezar a escuchar el recitado de unos versos:

 

"Entonces comenzó Byrhtnoth a arengar a los hombres.

Cabalgando les aconsejó, enseñó a sus guerreros

cómo debían pararse y defender sus lugares.

Les ordenó que sostuvieran bien sus escudos,

con sus puños firmes y que no temieran.

Entonces cuando sus huestes estuvieron bien ordenadas,

Byrhtnoth descansó entre sus hombres donde más le gustaba estar:

Entre aquellos guerreros que él sabía más fieles".

.

 —Es un poema muy bonito.

—Sabe que no puede vencer, pero aun así da la batalla—reflexionó él—. Decide luchar hasta el final, sin miedo, aunque lo más probable sea encontrar la muerte. Es una de mis grandes ambiciones.

— ¿Pelear hasta la muerte?

—Morir sin temor. Y con algún sentido.

Mariana asintió. No le desagradaban tales ideas. Más aun, las encontraba atrayentes en más de un sentido. Llevaba unas veinte horas sin dormir y el cuerpo empezaba a pasarle factura. Pero no se arrepentía de haberse quedado allí. Disfrutaba ese momento, la conversación, el haber escuchado ese poema.

Le contó Javier que la foto la había tomado él mismo, mientras estaba en Ginebra por un Congreso sobre derechos humanos. Había incluso comprimido un par de actividades para poder escaparse un breve tiempo para contemplarla.

—Otra frase que me impresionó fue la dedicatoria en la parte posterior: “De Ulrica a Javier Otárola”, nombres de los personajes del cuento “Ulrica” que secretamente utilizaban Borges y Kodama para llamarse entre sí. No puedo pensar en una inscripción más romántica que esa.

Ella asintió.

—Más en un mundo que ha perdido el sentido del romance—agregó.

Mariana también concordó con eso. Era raro, muy raro: al parecer no tenían nada en común. Distinto grado, especialidad, tareas. Sin embargo, cuando estaba con él tenía la sensación de haber encontrado una copia de sí misma.

 

 

51

Misa de domingo

 

 

“La confianza se crea cuando alguien está vulnerable y no se saca provecho de ello”. Bob Vanourek

 

 

Medot resopló, en tanto controlaba que su gente estuviera apostada en derredor de una de las pocas iglesias católicas en esa capital, predominantemente musulmana. Vestía el uniforme oscuro de las fuerzas especiales y un pasamontañas cubría su rostro. Sobre su costado, apuntado al suelo, las correas en su hombro sostenían al alcance de la mano un fusil de asalto compacto SR-3MP ruso con la culata metálica rebatida. 

Que el general fuera a misa cada domingo no era lo mejor para su seguridad. Que la propia guardia presidencial custodiara también el lugar no le aquietaba el ánimo. Era una zona del mundo en donde se pasaba de la tranquilidad al caos en cuestión de minutos. 

Pero la minoría católica estaba de parabienes con esa presencia. Lo recibían con toda clase de muestras de respeto y afecto. Algo que no terminaba de tranquilizar a su jefe de seguridad. Ese tipo de cosas eran las que daban malas ideas a los extremistas. Nada les gustaba más por blanco que alguien que podía causar ese tipo de atracción en la gente.   

Como era usual, a Cañones no le quedó otra, muy a su pesar, que ir a los primeros  bancos. Tenía por costumbre quedarse en los últimos sitios. 

Cata fue de las últimas en entrar. Siguiendo un impulso, en lugar de mantenerse invisible, fue hasta el banco que ocupaba Cañones. Se puso a su lado, sin saber demasiado por qué obraba de esa forma. 

—No esperaba verla acá.

—Me desperté temprano el domingo. Debía hacer algo. Aunque no sea demasiado religiosa.

—Una iglesia es siempre un lugar abierto a quien quiera entrar. Dios es de todos.

—No creo que sea para mí. La idea de un padre bondadoso que nos cuida desde los cielos es tentadora, pero no lo fue en absoluto conmigo.

—Creo que Dios es bastante distinto de cómo lo pensamos, pero sí igual a como lo sentimos. 

—¿Dónde estaba Dios cuando murió mi madre?—dijo ella, de repente, con mal tono.

—No lo sé. Ojalá pudiera dar una respuesta. Pero creo que es algo que usted debe contestar. Tanto para creer o no.

—No es algo que esté entre mis prioridades. Nunca la religión me ayudó en nada. 

—Lamento escuchar eso. A mí me sostuvo durante la guerra. Es lo que me mantuvo enfocado en medio de tanta pérdida y destrucción. 

—Disculpe, mi general. Por lo brusca. No quise poner en duda sus creencias.

—No se preocupe. Son cuestiones que movilizan. 

Ella solo asintió. Volvía a replegarse sobre sí misma. 

—Ya.

—¿No vino por la misa verdad?

Ella lo miró con ojos avergonzados.

—No. 

—Está bien.

—No, no lo está. Es patético. Ni siquiera sé a qué vine. Solo me enteré y me subí al transporte. 

—Quiso dejar de estar sola. 

Ella lo miró con asombro.

—Voy a terminar de creerle a Aspell eso que puede vernos por dentro.

Cañones se rió. Solo Dios sabía por la presión que pasaba esa chica. Pero aun así, seguía manteniéndose incólume frente a la tempestad. Y eso para él era lo que marcaba la diferencia entre las personas.

—Solo se trata de la experiencia que dan los años. No se preocupe. Todos hemos pasado por eso.

—Es difícil de pensar que a usted le pueda haber pasado.

—Pues me ocurrió. Incluso más joven que usted ahora. En la guerra estuve siempre solo. No quería compartir mucho con nadie. Todos los que estaban a mi alrededor, con quienes comía o esperaba en alerta, con quienes volaban, tendían a morir. Llegabas por las noches a tu alojamiento, las pocas en que podía dormir como la gente, y veía que habían retirado alguna de las camas. O cada vez más lugares vacíos en el comedor o taquillas en la sala de pilotos. No estuve muy sociable por entonces. Tenía miedo de perder a quienes quería. Hasta que pudiera matar a alguien por darle afecto.

—¿Fue duro verdad?

—Más aún: fue algo terrible. Pero es difícil de explicar en palabras. 

Cañones miró su reloj. Una versión más vieja del mismo modelo aeronáutico que Cata llevaba en su muñeca. 

—No he desayunado todavía. ¿Quiere acompañarme?

—No es necesario que haga eso, mi general. Ya le he quitado demasiado tiempo con mis cosas. Sé que si estoy volando todavía es por usted.

—No tiene que agradecer nada. Solo tomé una decisión técnica conforme los elementos del caso. Y respecto al desayuno, me agradaría tener alguien con quien conversar. 

Era justo lo que Cata buscaba. Alguien con quien pudiera hablar ciertas cosas. Sacar fuera aquello que la preocupaba. Era insólito que esa persona fuera un superior. Pero Cañones era alguien poco común en todo, como ella había podido aprender, sobre todo en este último tiempo. Sentía con él una confianza que con nadie más.

Si una figura paterna implicaba el reconocer autoridad en alguien para tratar los asuntos de la propia vida, poder ser escuchada y ser contenida en los momentos difíciles, ese superior que tenía delante, primero como su director en el instituto y ahora como Force Commander, cumplía tales roles mucho más acabadamente que su propio padre de sangre. Con quien, dicho sea de paso, no hablaba desde hacía meses.

Era tentador el ofrecimiento. Más bien, irresistible. Era, en más de un sentido, lo que ella buscaba al venir allí.

—¿Siempre invita a subalternos problemáticos a sus desayunos?

—No veo que usted sea alguien problemático. Todos tenemos que lidiar con crisis de tanto en tanto.

  Era un modo alentador de ver su situación actual. Cata no pudo evitar esbozar una sonrisa de alivio. Ese hombre tenía la capacidad de darle esperanzas, de aventar las nubes negras de su ánimo. Tal como un padre en serio lo haría, supuso.

—Si me permite decirlo, mi general. Creo que le va a crecer la nariz.

Cañones se sonrió. Se trataba de una de esas sonrisas que Cata añoraba alguna vez poder tener ella. De esas que transmiten la paz interior que se posee y se conserva, sin importar lo que  pase a su alrededor.

—Si así tiene que ser—reflexionó—, es mejor que ocurra por las razones correctas. 

 

 

52

Una muy triste despedida

 

“Solo lo que se pierde es adquirido para siempre”.

Henrik Ibsen

 

 

Laura echó una mirada a ese albergue de huérfanos en el campo de refugiados que ahora administraba la ACNUR, la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.

El lugar no era malo, para nada. Sencillo pero acogedor, limpio, con los elementos necesarios sin que nada sobrace. Las personas que cuidaban allí a los niños parecían amables y dedicadas.

Una de las coordinadoras la había recibido y mostrado todo el sitio. Había unos cien niños allí. Limpios, decentemente vestidos, lucían bien alimentados y cuidados.

Todo parecía en orden. Algo que no le entusiasmó mucho. Hubiera deseado que no fuera así. Que algo le encendiera una alarma, le diera un motivo para volver por donde había venido sin cumplir con la orden dada por el general.

Shamu, a su lado, sin soltar su mano, observaba todo con ojos muy abiertos. Había ganado peso en los últimos días. Lucía la ropa que ella le había comprado en la ciudad. Pantalones cortos y una remera con la imagen del Oso Yogui que pareció gustarle.

En el corto tiempo pasado, se había encariñado con él más de lo razonable. Eso no hacía que el separarse fuera más fácil.

La coordinadora del centro que la acompañaba, le dijo que se tomara el tiempo que necesitara para despedirse. Podía venir a visitarlo, por supuesto. Él estaría bien. Había otros niños de su misma edad y origen. Demasiados, por el clima violento constante que arrastraba Kubatu desde que entrara en ese espiral de protestas y represiones.

—No es una despedida, vendré a verte—le dijo Laura, procurando convencerse a sí misma que nada cambiaba por dejarlo allí.

Se había puesto en cuclillas, para estar a la altura del pequeño, que la miraba con ojos muy tristes sin gustarle demasiado lo que adivinaba por venir. Con las manos aferradas a los tirantes acolchados de la mochila plástica con un dibujo de los pitufos en que habían puesto su ropa y bastantes dulces.

—Es un lindo lugar. Van a cuidarte bien y vas a poder jugar con otros chicos.

Shamu solo negó con la cabeza. Laura sintió que el corazón se le partía por dentro.

Nunca pensó que iba a ser fácil separase de él. Pero en ese lugar, llegado el momento de llevarlo a cabo, comprendía que era aún más complicado que todo lo que había pensado.

Era una de las peores experiencias por las que había pasado en su vida.

No era nada fácil dejarlo allí. En esos pocos días, desde su silencio, desde su carácter ausente, Shamu se había convertido en alguien muy especial en tu vida. Tal vez por lo terrible de su situación, quizás por recordarle en algo a ella misma. No lo sabía con exactitud y probablemente nunca lo entendería. Las emociones solo se sienten, sin que la mayoría de las veces uno pueda comprender lo que traen aparejado por detrás.

La coordinadora le tomó la mano con ternura. El niño miró a Laura con ojos implorantes, que ella procuró esquivar.

—Vamos Shamu, voy a presentarte a unos niños.

Laura lo vio alejarse por ese pasillo. El niño no dejó de verla en todo el camino, hasta desaparecer en un patio.

Salió fuera, donde Leo la esperaba junto a un vehículo con el logo de la IHF en la puerta.

Tenía lágrimas en los ojos y se sentía una perfecta cretina por hacer eso.

Su esposo la abrazó al verla así. Lau solo inclinó la cabeza sobre ese pecho y rompió a llorar en silencio.

—Va a estar bien—procuró confortarla él.

Ella supo que iba a ser así. Todo allí apuntaba a que sería bien cuidado. Lo que dudaba es que ella fuera a estarlo, lejos de ese pequeño que le provocaba tantas cosas por entero inesperadas.

Solo allí, con esa sensación de vacío que tomaba forma en su interior, tomó conciencia de cuanto ese niño, por los motivos que fueran, había significado para ella.

 

 

53

La noche de Nairobi

 

 

“Ni el más grande de los éxitos se puede comparar a la felicidad de tener un buen amigo”.

Juan Armando Corbin

 

 

En las misiones en el extranjero, tras cuatro meses de servicio se adquiría un derecho, por decirlo así, gozar de lo que se denominaba en las planificaciones como tiempo de recreación. Generalmente era una semana, pero los tiempos de la crisis que se aceleraba, lo acortó a dos días. Se lo planificaba como cualquier otra parte de la operación, y el lugar elegido fue suficientemente lejos de la zona de operaciones como para no tener problemas y, a la vez, convenientemente cerca como para poder replegar dicho personal sin mayores problemas. Tres horas de avión separaban a Nairobi de la capital de Markani. Donde estaban ahora, disfrutando de una salida nocturna en un lugar convenientemente estudiado al efecto, como también lo era el hotel donde se hospedaban. Ambos sitios, como los desplazamientos de uno a otro lado, eran discretamente custodiados por seguridad propia más un grupo Ranger de las Fuerzas de Defensa de Kenia.  

Cañones le había encargado la elección del lugar nocturno permitido para ir a Cata. Entre varias opciones, ella había desechado los lugares más formales para decidirse por el Kiza. Un “rooftop club” en la zona de Kilimani que tenía restaurante, bar y boliche en una misma azotea de un edificio con increíbles vistas de la ciudad. El espacio se dividía en un salón relajado donde se podía cenar con tranquilidad y un bar con música a todo volumen y una pista de baile al aire libre. La concurrencia era principalmente kenianos de clase media alta, y a menudo tocan música de club nigeriana. El ambiente era seguro y agradable, sin mayores exigencias de vestimenta, por lo que podías ir usando jeans y zapatillas. Podías luego de cenar, tomar algo en el bar y bailar toda la noche hasta ver al amanecer sobre los edificios por la mañana.

Estaba en el mismo edificio del B-Club, el boliche más exclusivo de la ciudad, donde la clase alta keniana se cruzaba con empresarios europeos e inversores árabes. Un lugar muy ostentoso y glamuroso, con una variedad de  música desde hip hop hasta afro house que nada tenía para envidiarle a sus similares de Nueva York o las capitales europeas, pero donde debías ir vestido mucho más formal que para el Kiza.

Por eso Cata lo había descartado en función del “rooftop club”. Buena comida para elegir y mucha música africana e internacional hacían de Kiza el lugar para estar los viernes por la noche para disfrutar de música y baile con un montón de bebidas disponibles y un gran servicio. Claro que el precio de todo eso era superior al de otros clubes.

Llegaron temprano, dispuestos a cenar al aire libre, disfrutando del frescor nocturno de las alturas luego de un día caluroso. Por cuestiones de seguridad, debían andar todos juntos y estaba prohibido decir que eran militares. Técnicos de una empresa de software era lo que debían decir.

En tanto se acomodaban en una mesa, Laura dejó por un momento a Leo para ir al baño de damas. Todavía le duraba la tristeza por separarse de Shamu. En realidad, solo quería estar un par de minutos a solas. Replegarse sobre la tristeza, tal como era su costumbre. Pero encontró allí a Cata, echando un spray en el pelo. Tenía una cartera de mano Louis Vuitton a un lado, sobre la superficie del mueble contiguo al espejo.

Iba a evitarla, incómoda. Pero al verla bien, no pudo evitar la sorpresa. Parpadeó un par de veces, antes de estar segura que no la engañaban los ojos. En el cabello rubio de Cata se intercalaban mechones de un verde pálido. 

Ella, al percibir que Laura estaba allí, se volvió a verla. Se sonrió, frente a esa cara perpleja. 

—No pongas esa cara de horror. Es algo temporal, se va lavando la cabeza. 

—No dije nada.

—Ni falta que hacía.

La tomó por la mano y la puso delante del espejo. Laura se vio a sí misma con Cata mirándola atenta por detrás. Como siempre, se sintió incómoda. Ella, aun con esos mechones verdes, lucía despampanante. 

  — Podrías probar

  —¿Qué cosa?

Notó que Cata metía el spray en su cartera y sacaba otro.

  —Este es azul. Te quedaría impresionante con el cabello oscuro. 

Todo el momento tenía un sabor a déjà vu. De cuando eran más chicas, en los tiempos como cadetes en el Instituto. Cata la ayudaba con las cuestiones de vestidos, peinados y maquillajes, un terreno desconocido para Laura que había vivido desde los 14 años en un liceo militar antes de ir allí. A su vez, Laura era una buena referencia con cualquier complicación que tuviera para aprender las materias militares. Siendo totalmente opuestas, siempre habían encontrado la forma de ayudarse. A veces, luego de profundas disputas y peleas.

Lau intentó rechazar el ofrecimiento, pero Cata no aceptó un no por respuesta.

 —Un par de mechones a los costados del rostro. Si no te gusta lo sacamos.

La dejó hacer, sin querer ver al espejo.  Ni siquiera cuando escuchó ese siseo sobre el cabello que Cata le había retirado hacia adelante. Su antigua compañera de cuarto en el instituto militar no tardó en decirle que estaba lista. 

—Ya está. A ver qué te parece.

Se miró. El cabello a los costados del rostro de su peinado raya al medio lucía ahora de un azul discreto. No desentonaba con el negro. Antes bien, le daba otra onda al rostro. Mucho más vanguardista. 

Como siempre en esas cosas, ella tenía razón. Le quedaba. 

—“Liberté, egalité, sensualité”. ¿Te acordás Laura de eso?

Como para no hacerlo. Era una frase que decían cuando cadetes. Libertad, igualdad, sensualidad. Los derechos de las chicas que quieren vivir. Cata se la había enseñado, cuando ella se abrió a ese mundo de los chicos, mucho más tarde que el común.

La miró, sin poder reprimir otro tipo de sentimientos. Había sido su amiga, luego su adversaria y ahora se hallaban en un punto intermedio. Como era usual, la distancia entre ellas era determinada por lo cerca o lejos que estaba cada cual de Leo.

—Gracias por el apoyo en esa isla de Kubatu—Cata entendió cuanto sentido tenían esas palabras. Laura no era de agradecer mucho.

—No hay de qué. Somos un mismo equipo.

—Sí, eso mismo.

Las dos se quedaron viéndose. Como queriendo hacer o decir algo más, sin terminar de decidirse a llevarlo a cabo.

Eran como eran por todo lo que habían pasado. Ambas lidiaban con un sentimiento extraño, una extraña duplicidad en el sentir: el afecto por una parte, que no querían enterrar y la imposibilidad de evitar sentirse defraudadas de la otra. 

Ni terminaban de amigarse ni de caer en la enemistad. La suya era una relación siempre en tensión, desde tiempos antiguos. Mezcla de admiración y envidia, de buscar ser un poco como la otra pero también de saberse muy, muy distintas.

  

 

54

Esa áspera charla sobre la pista

 

 

“Siempre hay algo de locura en el amor.

Pero también hay alguna razón en la locura”.

Friedrich Nietzsche

 

 

Esteban apenas probó su cerveza, sentado en la barra del bar. Lidiaba con una brown ale inglesa, sin decidirse si le gustaba o no. No le terminaba de convencer el saber que le daba la malta tostada, a caramelo y chocolate.

Menos aún, entendía que hacía allí, a corta distancia de la pista y tragándose la música a todo volumen. Cada vez más se arrepentía de no haber vuelto al hotel luego de la cena, cuando se les ofreció la posibilidad. Ahora, debería permanecer allí hasta que todos los demás terminaran con su fiesta.   

Que todos allí tuvieran una compañía romántica, solo le empeoraba el ánimo.

Algo más allá, sobre la entrada de los baños, Chechu prácticamente estaba echada encima de Ticho Adheridos el uno al otro, se besaban como si el mundo fuera a terminar en unas horas.

Laura, unos lugares tres sitios a la derecha de donde estaba, en la misma barra donde estaba, conversaba acaramelada con Leo. Una relación tan afectiva pero mucho más tranqui que los anteriores.

Reparó entonces en que había perdido de vista a Cata. La buscó con la mirada y no tardó en ubicarla: Cata bailaba sola en la pista.

Se quedó observándola, danzando en esa pista abarrotada. Era el centro de la mayoría de las miradas, despampanante como era costumbre. Destacando entre otros los demás, aun cuando danzara consigo misma. Contorneaba el cuerpo al ritmo de una melodía tecno movida, con los brazos levantados, metida dentro de ella misma. Parecía feliz.

Ya no eran los jovencitos del instituto. Cada uno había hecho su camino. La vida les había dado y quitado, laureado o herido de distinta forma. Esteban se impresionó de lo cambiante que podía ser la vida. Hasta hacía unos meses, estaba por casarse casarse con Cata. Pero los deseos y la realidad no siempre van de la mano y a veces las personas no son lo que parecen ni sienten como uno pretendería.

Nunca antes se había enamorado así, de esa forma, hasta perder la cabeza por alguien. Había sido hermoso hasta descubrir que solo él lo estaba. Ella tenía una forma diferente de ver las cosas.

Estaba herido, pero todavía le guardaba tales sentimientos. Hubiera querido odiarla o, mejor aún, olvidarla. O, cuanto menos, dejar de sentir cosas por ella. Pero en materia de sentimientos, querer era una cosa y poder llevarlo a cabo, otra muy distinta.

Temía que eso que sentía por ella no fuera un amor herido o cosa semejante, sino que hubiera caído en una situación peor, como una obsesión patológica o algo así. Con ella, nunca las cosas estaban demasiado claras.

Entonces, Cata miró hasta donde estaba. Lo pillo por sorpresa, antes que pudiera reaccionar. Pero, a la vez, pareció tomarla por sorpresa que él la estuviera mirando. Se sostuvieron la mirada por un instante, antes de volver cada cual a lo suyo.

Se le ocurrió ir a bailar con ella. Una locura, se dijo. Se sintió estúpido por seguir teniendo esa atracción con Cata. Verla en el trabajo no simplificaba las cosas. Pensó que no tendría que haber venido, no allí esa noche, sino directamente a Nairobi. Quedarse en Markani, como por caso había elegido Rey.

Cata no tardó en tener compañía. Un tipo no muy alto, bastante pintón, de rasgos de oriente medio pero con ropa de corte europeo. Observó que ella lucía contrariada por pretender bailar con ella. Se dio vuelta y siguió con lo suyo. El tipo insistió. Le dijo algo, ella sonrió, negando con la cabeza. Antes que Esteban pudiera darse cuenta de lo que hacía, estaba ya en esa pista, plantado delante de Cata.

Cambió una mirada silenciosa con el auto invitado a bailar con Cata. Le llevaba una cabeza y le ganaba, por mucho, en cuanto a musculatura. Quien fuera entendió el mensaje rápido, aun cuando no cambiaran ni una palabra, y salió rápidamente de la pista.

Quedó allí, frente a frente con ella, sin saber muy bien qué hacer. Todavía cayendo en la cuenta de lo que acababa de llevar a cabo.

Notó que Cata lo miraba con mala cara. Había dejado de bailar y tenía los brazos cruzados a la altura del pecho.

 —¿Qué se supone que fue eso? Me rechazás cuando me acerco, pero tampoco me dejás seguir con mi camino.

—Creí que te estaba molestando.

—Claro que lo hacía. Pero era perfectamente capaz de arreglarlo por mí.  

Él no dijo nada. La miraba como siempre. Con esa mezcla de tenerle afecto y estar defraudado. Cata lo había visto otras veces y nunca había querido enfrentar a esa especial mirada, bicéfala de sentimientos. Pero en ese momento, por enojo o hartazgo, lo hizo.

—Decidite—le echó en cara ella—: somos o no somos algo.

Maldijo que Esteban fuera un hombre tan corto de palabras. Cuando al fin parecía dispuesto a responderle algo, la música empezó de nuevo. Cata recordó entonces que habían quedado en el medio de la pista de baile.

Empezó a sonar la canción Love Is All Around de Wet Wet Wet. Las parejas se estrecharon. Cata le rodeó el cuello con los brazos. Esteban al principio no supo bien qué hacer. Una parte le decía que debía irse y dejar de ponerse en evidencia. Otra, lo plantaba allí como si los pies le hubiera echado raíces en el piso.

 Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 9: Carrusel de emociones


NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 

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