Misión en el Trópico 9: Carrusel de emociones
55
El flujo y reflujo de los sentimientos
El erotismo es un
juego exaltante
y peligroso en el
que la persona puede
enriquecerse y
alcanzar una cierta plenitud;
pero también
destruir a los demás y destruirse.
Mario Vargas Llosa
Todo en la pista de
baile del club Kiza pareció volverse como en cámara lenta. Cata acaba de
recriminarle por irle a sacarle de encima a un inoportuno que buscaba bailar
con ella. La misma que ahora se acercaba a él. No era la piloto de caza ni la
joven rompecorazones la que le rodeó el cuello con los brazos, se trataba de
esa chica de sonrisa encantadora y ojos chispeantes que lo cautivó cuando
cadetes en el Instituto.
Tras un instante de
indecisión (todavía le duraba el recelo con ella), Esteban la tomó por la
cintura. Bailaron, muy tenue, cada uno midiendo al otro. Todavía dolía y se
sentían las emociones del pasado todavía más. Cata al principio no le quitaba
los ojos de encima. Era una sensación incómoda. Ella al parecer se dio cuenta
de eso y dejó de hacerlo. Bajo la cabeza y se le acomodó en el pecho.
—Yo también tengo
un buen lío en la cabeza—le confesó ella.
A él le pasaba
igual. Pero en lugar de tranquilizarlo, tales palabras lo inquietaron más. Aun
sin verla, podía sentir su perfume. Temió estar haciendo el ridículo. Pero
tenerla así, con los brazos echados en él, lo obnubilaba. El perfume de Cata le
campeaba a sus anchas en la nariz, a tal punto que debía respirar profundamente
para calmarse. J'adore de Dior. Esencia de Ylang-Ylang de las Comoras, Rosa de
Damasco y dos distintos Jazmines. Esteban sabía eso por el pasado junto a ella.
“Si no te sentís una diosa con esto, no lo logras con nada”, le había dicho.
Algo de razón tenía. Bajo las luces de esa pista, giratorias, de colores, tenía
algo de etéreo, mucho de diosa, todo, completamente todo de aquella mujer por
la que había perdido la cabeza para luego terminar con el corazón roto.
Aun con todo lo
pasado, seguía sintiendo cosas por ella.
I feel it in my
fingers
I feel it in my toes
The love that's all around me
And so the feeling grows
La música no
ayudaba a poner las cosas en claro. Si es que cabía llevar eso a cabo. Sí, podía
sentir toda esa tensión que traía la melodía, creada para expresar romance.
Cata cantaba la letra de la canción, de una forma muy particular. Se trataba de
una especie de susurro, con la voz afectada. Estaba tan perdida en sus
emociones como él, solo que Esteban podía disimularlo más.
It's written on the
wind
It's everywhere I go
So if you really love me
Come on and let it show
You know I love
you, I always will
My mind's made up by the way that I feel
There's no beginning, there'll be no end
'Cause on my love you can depend
Era una letra
especialmente sentida. Porque cuanto todo en tu vida se rompe, una deja de
saber quién es. Se halla herida, confundida, desorientaba, asustada. No siente
bien, piensa mal y toma aún peores decisiones. Lástima a otros. Eso era lo que
a ella la mortificaba especialmente. Le había hecho daño a alguien, como
Esteban, cuya única cuestión era haberse enamorado de ella.
I see your face
before me
As I lay on my bed
I cannot get to thinking
Of all the things you said
You gave your
promise to me and I gave mine to you
I need someone beside me in everything I do
Oh, yes I do
Parecía escrita
para ella, se trataba de una acabada descripción de esa época reciente de su
vida que luchaba por dejar atrás. Lo veía, observando cómo la deseaba y cómo
rechazaba sentir eso, todo a la vez; era algo que no hacía más que
mortificarla.
—Perdón—dijo. Era
la primera vez, que recordaba, que ella decía eso.
—Ya está—dijo él,
más para esquivar la cuestión que por dejarla atrás.
—No, no está—ella
lo miró firme a los ojos—. Si fuera así, no estaríamos como estamos, siempre a
mitad de algo. De ser amigos, de ser pareja, de ser…nada.
—Siempre has sido un sueño para mí— le confesó
él, bajando por un instante esa imagen de tipo seco y recio—. Hasta cuando me
hiciste trizas.
—Vamos a otra
parte—propuso ella, de repente. Se mordió el labio inferior luego de decirlo.
Lo miraba con ojos de cazadora. Volvía
a ser la impetuosa de antes. Esteban tropezó con los pensamientos. Se suponía
que no debían separarse del grupo.
—¿Dónde?
Ella lo tomó por la
mano, sacándolo de la pista.
—A donde no sobre
tanta gente.
Pronto, estaban en
un taxi. O algo así. Se hallaban sobre la calle Mama Ngina, en la parte del centro financiero de la ciudad, no
lejos del edificio municipal de estilo clásico y su anexo de arquitectura
modernosa, la Basílica de la Sagrada Familia y la Mezquita Jamia.
Pararon frente a un
gran edificio dorado, que se elevaba al cielo en forma de un cilindro poblado
de ventanas.
El Hilton Nairobi
Hotel.
Cata atravesó los
mármoles del lobby para ir al extenso mostrador de la recepción. Esteban se
anonadó por unos momentos de la magnificencia del lugar. En particular, de la
gigantesca araña que, con forma de medio diamante, se proyectaba en punta hacia
ellos desde el cielorraso.
Cata encaró con su
mejor sonrisa al empleado de la recepción. Le pidió una habitación en inglés,
pero la respuesta no fue la esperada.
—Estamos completos.
—¿Tampoco en las
ejecutivas?
El recepcionista
negó con la cabeza.
—Hubo las demoras
de un vuelo y acomodaron a esos pasajeros aquí. Lo lamentamos mucho.
—Quiero entonces la
suite presidencial.
El empleado la miró
de forma condescendiente.
—¿La King Presidential
Suite? No es posible.
—¿Está desocupada o
no?
—Existen ciertos
criterios de admisión particulares para su uso.
Cata le extendió
una tarjeta American Express de crédito de titanio, color negro.
—No es una cuestión
de dinero, señorita.
—No se la estoy
enseñando por eso, señor. Es una tarjeta corporativa. Revise si nos ajustamos a
sus criterios o no.
De mala gana, el
empleado tomó la tarjeta y tecleó un par de veces en la computadora. Al ver en
la pantalla, Esteban notó que su expresión de molestia cambiaba a otra más
amable.
Se volvió a ver a
Cata, esta vez esbozando una sonrisa.
—Por supuesto,
madame. La Sociedad Bataglini está en nuestros listados. ¿Cuánto tiempo piensa
quedarse?
—Una noche.
Notó que el
empleado trató de disimular la sorpresa.
—El valet acomodará
su auto y subirá los equipajes.
—No hace falta.
Vinimos en taxi y no tenemos valijas. Gracias.
En tiempo express
tenían las llaves magnéticas de la habitación. A Esteban seguía pareciéndole
una locura. En el ascensor se ofreció a pagar su parte.
—Es muy lindo de tu
parte, pero no es necesario. Es mi locura, no la tuya. Aparte, va a pagarlo la
empresa.
—Insisto.
Cata hizo entonces
un cálculo rápido y le dijo entonces cuanto le tocaba. Era su sueldo de dos
meses.
—Será en cuotas,
entonces. Las menos que pueda.
—Ya te dije que no
es necesario.
—Y yo que voy a
hacerlo.
Ella solo asintió.
No iba a discutir por eso. No en ese momento, al menos.
—¿Cómo sabías que
estabas en el listado?
—La empresa de papá
es uno de los accionistas de Hilton Hotels & Resorts. Una porción mínima,
claro está.
—Nunca dejás de
sorprenderme.
Notó que ella se
sobresaltaba al escuchar eso.
—No soy nada de
esto. Nunca me interesó este tipo de mundo de los negocios. Acá el dinero
cuenta mucho más que las personas.
—Pues para no serlo
ni interesarte, mirá a donde me has traído.
Observó que esas
palabras le llegaban, dejándola de momento sin poder contestar. De nuevo lo
miró la niña tímida que rara vez aparecía.
—No sé muy bien
cómo vivir, últimamente. Solo estoy improvisando.
—Como todos. La
vida no viene con manual de instrucciones.
Ella asintió en
tanto entraban a la suite. Era la habitación más grande del hotel, con la mejor
vista en altura de la ciudad, cuyos 95 metros cuadrados se distribuían, a más
del dormitorio, en una sala de estar y un comedor independientes, este último
con una pequeña cocina y una cafetera Nespresso.
Cata puso un canal de música en el
televisor LED de 42 pulgadas de la sala.
Sobre la cama matrimonial había unos albornoces y zapatillas de
cortesía. En la mesa baja frente al sofá de la sala, se dejaba ver un balde de
plata con una botella de Champagne con un moño en su cuello. A un lado, una
bandeja alternaba bombones de chocolates negros y blancos.
Se tomaron el
champán helado que venía con la habitación como regalo de bienvenida. Lo
acompañaba unos bombones rellenos que Esteban probó en tanto ella se quitaba
los zapatos y terminaba su copa aflautada.
Si la tensión en la
pista era intensa, allí estaba en lo más alto. A punto de desbordar en la
situación que ambos buscaban.
—Estuve con Leo—dijo
Cata de improviso—. Después que rompiéramos. Cuando estaban peleados con Laura.
Sintió que si algo
debía pasar, esta vez debía saberlo todo. Para hacer bien las cosas.
—¿De esa forma?
—¿Hay otra?
—Fue una pregunta
estúpida.
—No, está bien. Sos
el primero al que se lo cuento.
—No resultó, por lo
que veo.
—Nos ilusionamos y
nos dimos cuenta que no iba a funcionar. Todo en una noche. —se rió, algo
nerviosa—. Fue genial, en todo. Hasta que nos golpeamos con la realidad. Leo
solo tiene lugar para ella.
El no dijo nada a
eso.
—Laura puede ser
irritante y vueltera a veces. Pero le tengo mucho afecto. Busca lo mismo que yo
por idénticos motivos. Es imposible no entenderla.
Miró hacia donde
vivían ambos.
—Soy una mina con
códigos. Práctica, además. Sé cuándo me toca perder.
—Aunque no te guste
en lo absoluto. Perder.
Ella se sonrió.
—Sí, también eso.
—A lo mejor, la
vida puede darte otra chance.
Ella lo miró. Era
una frase dicha con todas las segundas intenciones. Había percibido ese tono,
muy íntimo, muy personal, que tienen ciertas palabras cuando van dirigidas a
alguien especial.
—¿No te molesta lo
de Leo? Es decir, sigo lidiando con lo que siento por él. Aun cuando sé que se
terminó. Ni siquiera nos hablamos, pero sigue ahí, agazapado, como esperando
para rememorarlo.
—Sos muy detallada
en tu pregunta.
—No quiero
esconderte cosas.
—Pienso que es más
fácil seguir persiguiendo un imposible que plantearte ciertas cosas para tu
vida.
Ella se lo quedó mirando.
—Pareces muy seguro
de conocerme.
—Tengo más que
claro, Cata, como sos cuando te ponés en caprichosa.
Ella se sorprendió
aún más de lo que estaba ya. El comentario la molestó y maravilló al mismo
tiempo. El chico amable ya no lo era tanto. Había cierta firmeza en él, cierta
verdad en las cosas que decía, cierto valor para decirlas, que encontró
atrayente.
—Tal vez ni
siquiera sientas algo realmente. Solo sea la excusa para no terminar de seguir
adelante. De reconocer que te equivocaste, que no pudo ser o que no te dieron
bola.
—También es muy
detallado lo suyo, señor Freud—le contestó, sin disimular el sarcasmo.
Tebi notó que sus
palabras la habían molestado. No era su intensión, pero tampoco lo lamentaba.
Tenía ciertas cosas atragantadas desde que le dejara a medio camino en su propuesta
de matrimonio.
—Detallado o no,
todo es cierto.
Ella asintió.
Sonrojaba por un breve tiempo. Cuatro segundos y medio. Nunca le había visto
esa reacción. Él alargó un brazo, como distraído. Su mano buscó la de Cata.
Ella se sintió abrumada. Raro en ella.
—Tebi, no sé si es
bueno seguir con esto.
Odiaba volver sobre
sus pasos. Lo había pensado como una idea loca inmejorable, llegar a donde
estaban. Pero ahora, viéndolo tan metido, temía no estar a la altura, volver a
joderla otra vez. A lastimarlo. Pero Esteban no tenía ese tipo de prevenciones.
—Hasta ahora viene
bien.
Lo miró, procurando
firmeza en la mirada. No tenía claros los sentimientos. No quería hacerlo pasar
por lo mismo de la otra vez: una boda frustrada.
—Sabés por qué lo
digo.
No sólo quería ser
sincera con lo de Leo. También con aquello que lo comprendía a él. Una persona
con quien tenía todavía cierta culpa por cómo habían ocurrido las cosas. No
sabía muy bien lo que sentía por él y no quería dañarlo más. Pero tampoco
quería esa distancia, tenerlo lejos y además… sí, la atraía. Mucho.
Esteban entonces la
aferró, de improviso, viendo como ella se quedaba sorprendida, a un tris de su
cara. No se había esperado ese movimiento tan decidido. Esteban no dejó de
sonreír, ante ese raro sentimiento en ella, de no saber qué hacer.
—¿Qué te pasa,
pilota? ¿No te gusta que un mecánico maneje la situación?
Era como les
decían, tanto en broma como para molestarlos, a los ingenieros aeronáuticos
quienes volaban.
Cata, pasados los
momentos de sorpresa, se aproximó a él, buscando esa boca. La había excitado
verlo así, tan seguro y directo. No sabía a dónde se sentía tan atraída de ir,
pero no dejaba de ser un buen comienzo. Su vida volvía a tener sal y pimienta,
además de cuando volaba, con otro ser humano. En el lugar y con la persona
menos esperada.
La desafiaba, pensó.
Justo como le gustaban los hombres. Decididos, impetuosos. Que se atrevieran
con ella.
—Vamos a ver quién
manda a quien—le dijo, antes de, más que besarlo, morderle la boca.
56
Noticias de pérdida
“Mediante pasos
alternados de pérdida y ganancia,
silencio y
actividad, recorro el sendero de la inmortalidad.”
Deepak Chopra
Mariana le llevó
los mensajes del día en un pen drive al general. El tráfico de comunicaciones
militar se llevaba a cabo entre computadoras con un enlace especial satelital y
que no estaban conectadas a internet no ninguna otra red. No se enviaban
electrónicamente y solo podían descargarse los archivos en otro dispositivo
"estéril". Que no estuviera conectado ni pudiera conectarse a ninguna
otra red.
Cañones puso el
portátil en un ordenador de estas características y puso su clave para acceder
a los archivos. Papel y lapicera en mano, Mariana esperó por las contestaciones
a cada uno de ellos. Después, debería quemarlo.
—Al 202109,
recibido. Necesito un detalle de horas de vuelo llevadas a cabo para contestar
el 202111. Y que Gerin venga a verme por el 202119
—¿Pasa algo, mi
general? Por lo del auditor.
Cañones la miró y
ella se dio cuenta de la metida de pata. Se había dejado llevar sin pensar, por
la curiosidad, a una situación incorrecta. Los subalternos no pedían
explicaciones respecto de aquello que se les mandaba. Pero el general no tuvo
problemas en decírselo.
—Lo han propuesto
para juez del tribunal supremo. Piden que lo notifiquemos de eso. Tal vez
tendremos que prescindir de él si lo nombran.
La noticia le cayó
mal a Mariana. Un sentimiento de tristeza la invadió.Cañones advirtió su
contrariedad pero no dijo nada. Ella hizo un comentario para salir del paso.
—Es una gran
responsabilidad.
—Sí. Se trata de
nuestro máximo tribunal y no me extraña. Es una persona muy competente. No solo
sabe mucho, sino que además es muy práctica. Es una suerte contar con él. Es
difícil mantener buenos abogados en el uniforme. Les ofrecen posiciones mucho
más importantes y rentables que las nuestras.
—Iré ahora a
decirle que pidió verlo, mi general.
—Va a tener que
esperar. Mc Gregor pidió que la acompañara al portaaviones Ford.
—¿Acompañarla?
—Por
unos trámites de papeles de ellos. Gerin estuvo en el cuerpo jurídico
naval estadounidese hace unos años y sabe al respecto. Hasta obtuvo la insignia
de Judge General Advocate. Nunca voy a entender esos nombres que le ponen, tan
distinto de los nuestros.
—Juez general
delegado es la traducción más exacta—explicó Mariana, confirmando su fama de
ser un libro abierto en casi todo—. En el sistema de EEUU son nombrados por el
presidente para que impartan justicia y aseguren la legalidad de los actos
militares en su nombre. Por eso la denominación.
—Gracias por el
dato.
—Si me permite
general, creo no es correcto que la teniente comandante lo utilice así. Es
auditor de la fuerza internacional, no de la marina estadounidense.
Otra vez habló
antes de pensar. Se descubría molesta que hubiera ido con ella, como antes
triste porque podía abandonarlos.
—Creo que fue un
pedido amistoso. Una simple colaboración.
—Aun así, tiene
mucho trabajo aquí.
Cañones se echó
atrás en la silla.
—¿Está bien Orion?
¿Pasa algo que deba saber?
La había llamado
por su indicativo. Como cuando un superior quiere preguntar algo con la máxima
confianza que las reglas castrenses permiten.
—Claro, mi general.
Perfectamente. Y no, nada pasa.
—No entiendo a
dónde van estas apreciaciones suyas, Rey.
—A ninguna parte,
mi general. Disculpe la impertinencia.
—No creo que sea
tal. Aprecio que mis oficiales expresen sus puntos de vista, siempre que lo
hagan con corrección. No hay por eso nada que disculpar. Pero creo que es algo
rígida con todo el asunto.
—Sí, mi general.
¿Puedo retirarme?
—Claro. Y no se
olvide de decirle cuando vuelva.
—Despreocúpese. Lo
estaré esperando, mi general.
A Cañones esa
última frase le sonó inusitadamente dura.
57
Ese día después de la noche
“Me quieres, pero aún no lo sabes”.
Ernest Hemingway
Empezaba el amanecer
y los sonidos de ciudad tras la ventana, asordinados, se insinuaban. Se quedó
ahí, mirando el techo, intentando asimilar todo lo que había ocurrido. La boca
reseca y un leve dolor de cabeza la acompañaban. Había tomado ya en el club,
cosa que agradecía. No se hubiera plantado con él primero, y arrojado después
sin ese adormecimiento de sus frenos inhibitorios. Luego, en la suite, no
estaba tan segura que haber pedido ese champagne pudiera colocarse en el
estante de las buenas ideas. Pero lo hecho, hecho estaba.
Se sentía extraña.
Todo se había dado bastante natural en la noche previa. El sexo había sido
bueno, como siempre con él. Pero esta vez, sintió a otro hombre con ella. Uno
tan febril como recordaba, pero más osado, implacable, hasta dominador en algún
sentido. La había excitado percibir eso en la oscuridad, entre las sábanas, como
entonces el recordarlo. Tanto, como para deslizar la mano al pubis y
acariciarlo, sin tener demasiada conciencia de lo que hacía en los primeros
momentos.
Se habían devorado,
no una sino varias veces, como en los mejores tiempos. Como cuando ella pensaba
que podía dejar a Leo atrás. La rudeza de Esteban la había impresionado. A ella
también le gustaba jugar fuerte, pero notó que él no tenía esas contemplaciones
del pasado. Era tan posesivo, demandante, expoliadores del cuerpo, la energía,
las ansias. Malditos hasta el hartazgo, él, ella, ásperos, conquistadores,
dominadores. Buscando todo, absolutamente todo del otro.
Había mucho más que
una simple atracción. Se trataba de haber encontrado una suerte de espejo
propio. Muchas cosas se había dejado reflejar en esa superficie mutua: había
cuestiones postergadas, revanchas, vueltas y reconquistas.
Se amaron, se
complacieron, se desafiaron, jugaron…todo junto.
Se trató del sexo
más extraño, apasionado, jugado que había tenido en mucho tiempo.
Se dio vuelta en la
cama para verlo. El seguía durmiendo. Resistió la tentación de procurar
despertarlo para volver a las actividades de la noche. No quería cometer los
mismos errores de la otra vez. De estar tratando de tapar con sexo que algo no
iba. Claro que esta vez era distinto. Se trataba no de otra oportunidad, ni de
una segunda oportunidad: era la última posible con él para tener algo que
todavía no podía precisar muy bien qué era.
“¿Somos o no somos algo?”, le había echado en cara en la pista del Kiza. Tuvo suerte que él no le
pidiera explicaciones sobre qué se refería. Era un algo sobre el que no tenía
demasiada idea respecto de lo qué podía implicar.
El seguía enamorado
de ella, eso saltaba a la vista. Pero por el lado de Cata, la cosa era más
compleja. Todavía no terminaba de cerrar si solo lo atraía, realmente estaba
sintiendo algo o solo era la culpa por cómo se había comportado con él antes.
Sentía algo por él,
le pesaba no estar en buenos términos, se alegraba de haber dejado de torearse
la pasada noche. Había disfrutado escapar con él y de la complicidad en las palabras, en los gestos primero y
luego entre los cuerpos. Pero seguía sin tener demasiada idea respecto a lo que
implicaba eso.
Salió de la cama,
se puso el albornoz y fue hasta el balcón. Se llevó la cartera para arreglarse
un poco. La dejó en una pequeña mesa, mientras contemplaba a la ciudad en su
alba, que empezaba a cambiar el cansino ritmo nocturno por los ruidos del
ajetreo del día.
— ¿Que estás
haciendo?
Se volvió hacia la
voz a sus espaldas. Esteban estaba allí, tapándose con parte de las sábanas. Le
pareció muy querible… y bastante deseable también.
—Nada. Admirando la
vista.
Notó que él había
desviado la mirada a la mesa en donde había dejado su cartera abierta. Entre
sus pinturas y otras cosas, se dejaba ver un paquete de cigarrillos sin abrir. Él
la miró, muy serio.
—No me digas que
volviste…
—Lo dejé.
—Pero andas con una
etiqueta encima.
Ella se encogió de
hombros.
—Necesito probarme
a veces que lo puedo hacer a un lado.
—No. Te gusta jugar
con fuego.
Ella lo miró,
sorprendida. Él tomó el paquete y, tras apretarlo, lo tiró a la basura.
—No puedes hacer
eso—le dijo, algo molesta.
—Es cierto, no
puedo. Pero acabo de hacerlo.
—Eso salta a la
vista, señor dominante.
—No podes querer a
otro si primero no empiezas contigo misma.
Ella lo miró.
Estaba en esa frontera entre terminar de sacar afuera su molestia o empezar a
disculpar.
—Debería enojarme
contigo.
—Sos una chica
inteligente. De esas que nunca van a admitirlo pero le gusta que otro pueda
cargar con el trabajo sucio.
Ella lo observó
hablar con una media sonrisa. Tenía razón. Le gustaba que tuviera esa
preocupación por sus cosas. La necesaria audacia como para tomar la iniciativa
que la relevara a ella de tener que hacer eso mismo.
—Entonces no
esperes que te agradezca—dijo, arrimando su cuerpo al de Esteban.
—Eso ni se me pasó
por la cabeza—contestó él, en tanto volvía a rodearla con ambos brazos, para
traerla hacia el interior de la habitación.
58
De tal padre, tal hija
“Debemos enseñar a
nuestras niñas que si expresan lo que piensan,
pueden crear el
mundo que quieren ver.”
Robyn Silverman
Estaban allí las
dos, madre e hija, sentadas lado a lado en el sofá del living. La cámara
mostraba a sus espaldas, sobre la pared, el cuadro de una cascada que caía en
medio de un entorno boscoso. El Velo de la novia le decían al lugar y era donde
Cañones había ido de luna de miel con Cande. Un viaje en que la novel esposa
compró un par de cuadros que desde entonces formaban parte del ambiente
familiar.
Chuqui, el Beagle
de la familia, pasaba de un lado a otro, olisqueando el celular que, colocado
con un soporte en la mesa baja del living, servía para la video llamada en la
casa de Cañones, a medio mundo de distancia de la reducía oficina en que se
hallaba ahora.
—¿Qué tenían para
decirme?—preguntó él, luego de los saludos.
—Pauli quiere
hablar con vos.
La voz de Cande fue
resuelta. Pero la aludida no dijo nada. Se quedó esquivando la mirada a la
cámara con expresión tímida.
Cañones notó que se
había maquillado los ojos y pintado los labios. Estaba bastante arreglada y no
creía que fuera por esa llamada. Probablemente, saldría ese sábado que ya era
noche en su hogar, como la mayoría de los jóvenes de su edad.
Se preguntó en que
momento esa niñita adorable a la que le enseñó a andar en bicicleta creció de
esa forma. Era ya, sin importar toda su juventud, una mujer.
—Dale, Pauli, que
papá está esperando.
—Yo…quería decirte
algo.
—Sí, hija. Lo que
sea. Siempre hemos podido conversar las cosas.
—No voy a empezar
la universidad este semestre. No estoy segura de lo que quiero hacer y pensaba
en tomarme un tiempo sabático.
Miró a su esposa.
—Cande, ¿vos sabías
de esto?
La aludida esbozó
una sonrisa diplomática.
—Algo. Le dije que
tenía que hablar con vos.
Tiempo sabático.
Cañones no sabía muy bien que podía implicar eso. Él nunca lo había tenido.
—No es estar sin
hacer nada, papá— comentó Paula frente a la silenciosa expresión de su padre—.
Quiero ir un curso de preparación. Para ver lo que quiero hacer.
Su papá la miró, no
muy convencido.
—¿De cuánto es ese
curso?
—Tres meses. Puedo
empezar el siguiente semestre, cuando tenga las cosas claras.
No era demasiado
tiempo, pensó. Buscaba ver algo positivo en una situación que no entendía
demasiado.
—¿Puedo, papá? Mamá
no tiene problemas.
—Más bien,
Pauli—aclaró Cande— dije que no los tenía si tu papá aceptaba. Somos dos tus
padres. Y estas son las decisiones que se charlan en familia y se toman por
doble voto.
—Si tu madre no
tiene problemas…
—¡Gracias
papá!—Paulina saltó de alegría del sillón, saliendo del enfoque de la cámara y
tuvo que volver a sentarse para decirle:—Vas a ver que no te vas a arrepentir.
Le dio un beso en
el aire.
—Es tu vida hija.
Conque no lo hagas vos.
—Vas a ver, cuando
vuelvas, te vas a sorprender. Lo sé.
Cañones esperó que
fuera para bien de ella. Por lo pronto, se la veía feliz. Tempora mutantur, et nos mutamur in illis. Los tiempos cambian y
nosotros cambiamos con ellos. Se trataba de una frase que podía ser muy difícil
de sobrellevar. Sobre todo, cuando los hijos se aventuraban en cuestiones que
nunca habían existido para ellos a su edad.
La conversación
terminó con las usuales preguntas de cuando iba a volver y que se lo extrañaba.
Paulina siempre había sido una hija muy afectuosa. Pero al colgar, Cañones no
pudo dejar de sentir que algo no le estaban diciendo. Ambas.
59
Ponerse presentable
“Cada día es un
nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando
venga la suerte, estaré dispuesto.”
Ernest Hemingway
Tebi se dispuso a
afeitarse. Estaba ya con la espuma desperdigada por el rostro, cuando llamaron
a la puerta. Dejó sobre la cama una navaja de cachas vieja, pero cuya hoja
lucía impecable, antes de ir a abrir.
Era Cata, en short
azul de actividad física con la remera del Escuadrón 702 puesta. En ella,
abultada en la zona de sus pechos, un gran cernícalo descendía con las garras
dispuestas, en medio de un halo de fuego.
Le preguntó si le
molestaba que se quedara allí. Esteban negó con la cabeza. Si le molestaba que
se afeitara, era bienvenida a pasar. Eso fue lo que hizo ella.
Él agarró la navaja
y fue al baño, sin cerrar la puerta. Vio que Cata se afirmaba contra el marco,
mientras la habría, dejando la hoja al descubierto.
—Nunca pensé que
alguien se afeitara de ese modo—le comentó ella, desde atrás.
—A veces, las
viejas formas son las mejores.
Ella lo pensó por
unos instantes.
—Sí, puede ser.
Tomó la navaja de
sus manos.
—Parece muy filosa.
—Lo es. Mucho mejor
que cualquier maquinita de afeitar.
Cata miró la
navaja, con curiosidad. Luego, a él.
—¿Puedo probar?
—¿Qué cosa?
—Nunca he afeitado
a un hombre.
Tebi se rió,
tentando por decir algo que terminó por callarse. Ella le vio ese chispear en
los ojos.
Le dio una toalla.
Seguía tentado. Ella termino por reírse, canchera.
—Viste, todavía soy
virgen en algo.
Se rieron los dos,
tras otra sonrisa cómplice. Terminaron con él sentado en la cama y ella
enfrente. Cata tenía buen pulso, pensó Esteban, en tanto sentía como la hoja de
metal afiladísima le pasaba, firme, por la piel. Llevándose la espuma a su
paso.
Para la parte
inferior hasta el cuello, se había puesto de rodillas. Apoyo la toalla en una
de las piernas de Esteban. Él no supo si estaba jugando o era solo una
casualidad, porque no le dirigió ni una mirada. Parecía concentrada únicamente
en lo que hacía. Al terminar ahí, se puso de pie para seguir afeitando la parte
del rostro por encima de la barbilla.
Al concluir, tras
echarle un vistazo rápido y declararse satisfecha en una mirada, y le entregó
la toalla. Él fue hasta la pileta de manos del baño y abrió el grifo. Vio la
imagen de Cata contemplándolo desde atrás, mordiéndose un labio, en tanto se
echaba agua a la cara con ambas manos.
—¿Qué tal?—preguntó
ella.
Esteban la miró a
través del espejo.
—Perfecta. Lo haces
mejor que yo. Podría acostumbrarme es esto.
Ella se sonrió
complacida. Se acercó por detrás, colocando sus manos en la cintura de Tebi,
una a cada lado. Sabía dónde tocar para hacerte subir la temperatura, pensó él.
—Voy a tener que
pensarlo. No va a ser gratis, en todo caso.
—¿Cómo se supone
que tengo que compensarte?
Cata acercó el
rostro por detrás, hasta que la boca le quedar a la altura de la oreja de Tebi.
Lo hizo sin dejar de verlo a través del espejo.
—Siempre he odiado
tener que afeitarme yo las piernas—le susurró.
60
Un regreso particular
“Dichas que se
pierden son desdichas más grandes.”
Pedro Calderón de la Barca
El Aeropuerto
Internacional Jomo Kenyatta era el mayor punto de aviación de Kenia, y es el aeropuerto con más movimiento del Centro de África. Cerca de cuatro millones de personas movía al
año, más del doble para lo que inicialmente estaba pensado.
Ubicado en Embakasi, un suburbio al sureste de Nairobi, distante 15 kilómetros del centro de la ciudad, casi
en sus mismos límites. Escoltados por un auto de la policía keniana por delante
y un camión cerrado de la por detrás, transitaron en un micro bus por la
autovía Mombasa que unía a la terminal aérea con la ciudad.
Fueron al primero
de los módulos, pasando por el control de pasaportes de la planta baja antes de
poder acceder a la zona de embarque de la primera planta.
Como los demás, Laura se dio una vuelta por el free
shop. Pero en vez de ir a la parte de perfumes o chocolates como los demás, se
dedicó a buscar en la parte de niños.
—¿Qué hacemos acá?—le preguntó Leo.
—Busco un juguete para regalarle a Shamu.
Su esposo la miró con expresión preocupada.
—Lau, no sé si es bueno…
—Es un regalo, Leo, nada más. Pobre chico, no tiene
ni un juguete.
No lo convenció demasiado. Por suerte, Ticho vino e
pedirle una ayuda con los perfumes. Al parecer, tenía que regalarle algo a
Chechu y no tenía la menor idea de qué podía dejarlo bien parado.
—Andá, Leo, yo me arreglo solo.
Por una vez, no le importó verlo alejarse con los
amigos. Prosiguió con su búsqueda. No había demasiado de qué elegir. El regalo
era una excusa para ir a volver a verlo, tal vez. No se entendía mucho en
materia de sentimientos. Estaba entre un ratón Mickey y un Pato Donald que no
la convencían, cuando sintió vibrar al celular que llevaba en el bolsillo del
jean.
Laura lo sacó y lo desbloqueó. En la pantalla tenía
un mensaje de telegram de Nala, una de las coordinadoras del centro de acogida
para niños refugiados. Le había dejado el número por cualquier cosa.
Bonjour.
Je suis Nala, est-ce que Shamu est avec toi?
Se quedó mirando el mensaje, sin terminar de
entender.
—¿Estás bien?—le preguntó Leo, pasándole un brazo
por el hombro.
—No sé todavía—le contestó al tiempo que pulsaba
las teclas en la pantalla.
Non
pourquoi?
La pantalla se quedó muy quieta luego que lo
mandara. Por tres minutos desesperantes. No entendía el por qué le preguntaba a
ella por Shamu. La asaltó un mal presentimiento.
Luego, le entró el mensaje. Uno que, literalmente,
hizo saltar su mundo por el aire:
Shamu a
disparu la nuit dernière. On le cherche mais on ne le trouve pas.
Shamu había
desaparecido la noche anterior. Lo estaban buscando, sin poder hallarlo.
61
Una reunión extraña
“Uno busca a alguien que le ayude a dar a luz sus pensamientos, otro, a
alguien a quien poder ayudar: así es como surge una buena conversación.”
Friedrich Wilhelm Nietzsche
Estaba allí, de
civil, por la invitación de alguien que no conocía. Se lo conocía como el Club
Francés. Otrora el centro de la vida social durante los tiempos de la colonia,
había seguido con ese rasgo en los tiempos de la nación independiente.
Se trataba de un
club de campo, ubicado en las afueras de la capital. Con una arquitectura
clásica que incluida un bar y un restaurante, a más de diversos salones y
canchas de tenis. Casi todas las estancias daban al verde inmenso circundante: un
parque estilo versalles por delante, y una cancha de golf de 18 hoyos por
detrás.
Tomó su trago en la
barra del bar. Medot le había dado la novedad, un día antes, que lo había
traído hasta allí.
—Permiso, mi
general.
—Medot, que ocurre.
—Me contactó un
viejo conocido de los Spetsnaz que está como ayudante del jefe de la misión
rusa.
—Ajá. ¿Y por qué
motivo?
—El general ruso
quiere reunirse con usted, mi general. Lo más discretamente posible.
Tal era la razón de
pedir un whisky con hielo e ir a sentarse en una de las mesas bajo los toldos
estilo vintage del elegante bar terraza del club.
Su convocante no
tardó en aparecer. Vestía como él, de civil. Lo más formal dentro del Informal sport. Camisa saco y zapatos, pero
sin corbata.
Cruzó el salón como
si lo conociera. Probablemente fuera así, por fotos o filmaciones.
—¿General Cañones?
Tenía una expresión
inquisitiva, que pasaba por cortés y hasta formal.
—Así es.
—Sergei Ivovich Brusilov.
No mencionó grado.
Probablemente no lo tuviera, a pesar de la insignia de las fuerzas
aeroespaciales en la solapa de su saco de marca. Los altos oficiales de la
inteligencia a menudo disimulaban su real origen con ese tipo de cosas.
Fueron a la mesa
que tenían reservada. Su convocante era una persona de unos cincuenta años,
amplio torax y algo de barriga, que el traje de corte europeo, hecho a medida,
disimulaba en parte.
Les trajeron la
carta. Cañones se lo quedó mirando, pero el ruso se sumergió en la lectura
atenta de la suya. La cocina era de estilo internacional, aunque mayormente de
platos franceses. Pidió trucha a la normada.
—Lo mismo para
mí—dijo Cañones al tomarles los pedidos.
Brusilov pidió un
vino blanco. Calvet Heritage Cotes Du Rhone Blanc 2018. Cortesía de la
federación rusa, dijo con una sonrisa.
Cañones no sabía si
lo estaba tratando de impresionar con el refinamiento, o poner en jaque su
paciencia para provocar algún tipo de reacción. Como fuera, la conversación
solo tocó los lugares comunes del clima y la apacible belleza del lugar, en
tanto llegaban los platos.
Cuando el general
pensaba si había sido una buena idea aceptar la invitación, su interlocutor
cambió de tema. Le contó entonces una anécdota que Cañones ya había oído: Una
vez cuando a Franklin Delano Roosevelt,
presidente de los Estados Unidos entre 1933 y 1945, le reprocharon su
permisividad respecto de la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua, el
mandatario había dicho: ”Tal sea un hijo
de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
—Todos los tenemos,
general—concluyó su interlocutor—. Son un mal necesario. Nos resguardan de
otros mayores.
—No es un punto de
vista que comparta. Pero no creo que me haya citado aquí para hablar de
historia.
El ruso tomó su
copa, dejándola en el aire, a mitad de distancia de su boca.
—Prefiero tocar
temas del presente.
—Que guardan
relación con la anécdota que acaba de contarme, supongo.
—Actualmente
lidiamos de nuestra parte con cierta gente difícil. Que tienden a hacer, ¿cómo
le dicen ustedes?, cuentapropismo. Creo que ese es el término.
—Sí, así le
decimos.
Le comentó, sin
entrar en detalles, que un grupo de tales características había llevado a
Kabutu. Para probar ciertas invenciones.
Cañones tenía una
presunción de por dónde venía la cuestión.
—Tiene que ver con
cierto incidente con un par de nuestros aviones.
Por primera vez el
ruso pareció perder la tranquilidad. Un férreo autocontrol borró esa expresión
luego de un instante. Pero había estado allí, en su rostro y Cañones no había
dejado de percibirla.
—Veo que está al
tanto.
No, no lo estaba.
Simplemente había estado adivinando, para ahora entender que sus sospechas eran
correctas. Realmente al avión de Bataglini le habían apuntado con algo. Un arma
nueva, algún desarrollo todavía en fase de pruebas. Lo que fuera, no sonaba
nada bien para ellos.
—No es nada que
avale mi gobierno. Por eso queríamos reunirnos. Para dejar en claro las cosas.
—Por qué debería
creerle, señor Brusilov. Si es que ese es su nombre. Pertenece a un gobierno
que en ocasiones actúa por terceros con quienes niega tener toda conexión.
—No en este caso,
general.
—Estamos tratando
de arreglar el asunto. Le agradeceríamos su discreción al respecto.
—Podría ser de lo
más discreto, si no se cruzaran en mi camino.
—Estamos trabajando
en eso, como le dije.
Por la razón que
fuera, el ruso no le daba seguridades, siendo esa una reunión que tenía
precisamente esa intención.
Cañones no volvió a
tocar su plato. Si la participación de terceras naciones hacía escalar la
tensión, la existencia de un arma misteriosa en manos de un grupo por fuera de
tales naciones constituía un peligro de magnitud.
62
Los disparos de una cámara
“Superarse a uno mismo o perder: no hay más opciones.”
Haruki Murakami
Mariana se preocupó
de centrar el cuadro en la flor. Desbordaba de pétalos multicolores. Luego,
disparó el obturador con la misma tranquila presión que se aplica a un gatillo
para efectuar un disparo.
Estaba en el
sendero que llevaba a la playa, por detrás de los edificios de la antigua base.
Sintió unos pasos
por detrás suyo y se volvió a ver quién era. Javier Gerin la miraba con ojos
atentos. Esbozó una sonrisa al encontrarse las miradas.
—¿Qué es lo que
fotografía con tanto interés?
—Un lirio tropical.
Es una flor rara —le dijo, sin mostrarle la imagen congelada en el visor de la
cámara. Tampoco le devolvió la sonrisa—Solo dura un día.
—Entonces, ha sido
afortunada de encontrarla.
Ella asintió,
ganada por la sorpresa. Acababa de decir lo que ella exactamente estaba
pensando. Como si estuvieran en idéntica frecuencia.
—Todos somos flores
de un día. En más de un sentido. Especialmente aquí—siguió él.
No era una
comparación que a Mariana le cayera en demasiada gracia, en vista de las últimas
noticias sobre ese ser que parecía encantador y que se preparaba para
abandonarlos. Algo que ella sentía como una cuestión hacia ella también.
—No tiene que
pretender ser amable conmigo.
El abogado pareció
asombrado de esa reacción seca, fronteriza con la rudeza.
—¿Le pasa algo?
—Me enteré de lo
suyo, mi teniente coronel. De que nos abandona para ser juez.
—No es algo que
esté decidido.
—Pues por el
mensaje, me parece que es algo ya seguro, mi teniente coronel.
Gerin se quedó por
unos momentos contemplándole los ojos. Grandes, oscuros con reflejos de miel.
Solo se limitó a sostener la mirada de aquellos ojos como si algo importante
dependiera de eso. Luego, cuando un sentimiento de atracción empezó a
incomodarla, ella se colocó las gafas negras que traía a modo de vincha, por
sobre el cabello corto.
Mariana sonrió para
sus adentros. Era un gesto que sorprendió al auditor de la fuerza internacional.
Se lo notaba al abogado incómodo ante su mirada oculta por cristales ahumados,
y ella se daba perfecta cuenta de ello.
—Podemos tutearnos,
estando a solas.
Estaban cerca, muy
cerca, y ella pudo sentir su perfume; olía a madera, a pino, a brisa fría de
invierno. Se trataba de una fragancia terriblemente masculina.
—No me parece, mi
teniente coronel.
Él solo asintió,
inexpresivo.
—Tengo que
volver—dijo ella.
—La acompaño
entonces, si no la molesta.
—Como quiera.
Caminaron por un
estrecho sendero que los condujo a una suerte de calle de tierra, corta, que
daba al final de la plataforma operativa. Tomaron por allí. A veces sus pasos
los acercaban, y Mariana podía advertir su perfume. Una fragancia varonil, a
pino y madera. Era algo raro, entre la multitud de hombres de armas con quienes
compartía su existencia. Pocos tenían ese detalle. Se trataba de un aroma que
la inquietaba, como si fuera un recordatorio que estaba con un hombre lo
suficientemente distinto de los demás como para prender todas sus luces
amarillas de advertencia.
—Soy un soldado de
leyes. Una rara avis, tanto como usted—hizo una pausa, antes de añadir una
débil sonrisa—. Supongo que por eso tenemos tantas aficiones en común.
Habían llegado al
sector donde el terreno yermo dejaba paso al inicio de la plataforma operativa
y, un poco más allá, de todas las construcciones de la base de despliegue.
Atardecía y las
luces ya se había encendido. Bajo la luz de los reflectores, sus sombras se
deslizaron por delante de sus pasos. Aquello creaba una extraña sensación de
estar atravesando algún tipo de frontera, de volver a lo que eran de ordinario
y Mariana no pudo evitar sentir cierta sensación de pérdida por eso.
—Eso ya me lo dijo
antes. No sé si somos tan iguales.
Mariana estaba
sentía con él. Siempre tan cerebral, era el primero en mucho tiempo con el que
se había permitido decir ciertas cosas que sentía, no disimular estados de
ánimo. Quizás, por ser alguien que la sacaba de eje.
—Sí, es cierto. Lo
que pasa es que no sé bien como decirlo—le miró, entre expectante y preocupado—
¿Usted lo siente, verdad?
—¿Sentir qué?
—Esto que pasa
cuando estamos juntos. Es algo difícil de precisar.
—Si para usted es
así, imagine para mí contestarlo.
Seguía arisca con
él. Era la consecuencia de sentirse un tanto desilusionada. De poner
expectativas en él que no cumplía. De no gustarle que pasara tiempo con Mc
Gregor, aunque fuera por temas del servicio. Que ella le estuviera cerca.
“Por favor, Mariana”, pensó para sus
adentros. ”Estás hecha una loca celosa
por un tipo que no sabes si tiene o no algo con vos”.
—A veces creo que
esos silencios y esas miradas suyas son algo más que un afecto de amistad—le
reconoció él.
—¿Eso piensa?
—Preguntó Mariana—. ¿Que pretendo seducirlo?
Se ruborizó luego
de decirlo. Estaba loca, decididamente. Pensaba, actuaba y hablaba como una
poseída, pensó de sí misma.
—No querría
malinterpretar las cosas.
—Tal vez, si le
preocupa el asunto, debería averiguarlo.
Él no respondió.
Siguieron caminando en silencio con el concreto de la plataforma bajo los pies,
hasta luego torcer a una de los estrechos pasillos entre módulos que se
adentraban en el sector destinado a ese trozo de barrio judío.
—Creí que un
auditor—dijo ella, después de unos instantes—tomaba partido por las causas justas
para ir hasta el fondo.
La oyó suspirar,
despectiva. Para luego agregar:
—Supongo que no—lo
miraba de arriba abajo, como alguien que no quiere rendirse a aquello que está
dando por cierto—. No en todos los casos. Es más cómodo irse a otro lado, en
que se destaque más.
Demasiado agresiva.
Demasiado desdén en sus palabras para que todo aquello le diera lo mismo, pensó
Gerin. Empezó a preguntarse desesperadamente hasta dónde pretendía llegar. O el
porqué de sentirse tan herida.
Estaban quietos el
uno frente al otro, que casi se tocaban.
Mariana se quedó
callada. Sintió que ya había dicho demasiado. Había hablado como mujer y no
como militar. Sintió una suerte de culpa profesional por eso. Él sintió,
sorprendido, la necesidad de justificarse ante ella. Se había quitado los
lentes, se hallaban solos en un lugar desierto, a la luz de un lejano reflector,
y estaba muy hermosa mirándolo en silencio, con la boca entreabierta mostrando
el despunte de sus incisivos blancos. Respiraba despacio, con la serenidad de alguien
que entiende tener la razón en el asunto.
—Si lo dice por el
tema del tribunal, es un honor impensado. Nunca esperé que me propusieran.
—Pero si se
candidateó, supongo.
—Hace un tiempo, sí.
—Pues ahora se le
ha dado, mi teniente coronel.
—Solo lo estoy
pensando, Mariana. No tengo una decisión tomada.
Vio Mariana lo
miraba como si hubiese esperado de él otras palabras; otro gesto. Los ojos de
la mujer, hasta entonces fijos en los suyos, se deslizaron por su rostro y la
insignia de la justicia alada que tenía prendida en las solapas de la guerrera.
—Lamento escuchar
eso—habló tras un silencio que se hizo extraordinariamente largo—. Creía que
podía ser otra clase de persona. De aquellas que terminan lo que empiezan. De
tener en claras las cosas.
Dijo eso y se quedó
otra vez callada e inmóvil, a la espera de averiguar qué tenía Gerin que responder
a eso. Pero él no dijo nada, sino que echó a andar por un pasillo estrecho
entre módulos de logística; y ella lo siguió en silencio, abrazando su bolso con
las cámaras de fotos contra el costado del cuerpo.
Caminaron en
silencio hasta la parte de los alojamientos. Gerin comprobó que Mariana volvía
a mirarlo de vez en cuando, pero ni ella ni él dijeron nada. Tampoco es que
hubiera mucho que decir, salvo aclarar las dudas de uno u otro. Y eso era lo
que ninguno de los dos daba señales de clarificar.
Estaban uno junto
al otro, y otra vez sus pasos los acercaron hasta rozarse. Ahora Mariana esquivó
un contenedor de residuos al lado de un módulo, y el movimiento la trajo hasta Gerin.
Por primera vez éste la tuvo muy cerca, contra su costado. Le pareció que
tardaba una eternidad en apartarse de nuevo.
— ¿No ve que aquí
es mucho más necesario que en un sitial más de un tribunal que ha funcionado
sin usted y podría seguir haciéndolo hasta que vuelva? Cambia espíritu de
sacrificio por honores, mi teniente coronel.
Lo dicho. Debía
estar muy insana para hacer eso: reclamarle a un superior por cuestiones que,
para más locura, eran una cuestión de su vida personal. Pero él no se agravió
por ello. Todo lo contrario. Parecía conforme con hablarlo.
—No es tan simple
como a usted le parece.
—Pues creo que sí.
Y me ha decepcionado—añadió ella, sin preocuparse de agregar su grado militar
como marcaba el reglamento.
—Lamento que sea
así.
—Yo lo lamento más.
Lo miró largamente
en silencio. Parecía sorprendida. Seguía esperando algo que no llegaba.
—Me pregunto —dijo
después— de dónde saca usted esa maldita sangre fría.
—No es tan fría
como cree —el abogado ensayó una leve sonrisa—. Solo que ciertos temas no
tienen salidas fáciles.
Ambos caminaron
despacio hasta el final de ese pasillo desierto, evitando cuidadosamente
rozarse el uno al otro.
—Creo que es hora
de separar nuestros caminos— le dijo, con una mirada cómplice, proponiendo una
tregua implícita.
Ella lo miró a la cara,
desconcertada. Tenía el rostro en parte visible por la claridad de la luna y en
parte en sombras.
Ninguno de los dos
se movió. Entonces, Mariana acercó una mano y acarició dedos de Gerin,
comprobando que se hallaban poseídos de un levísimo temblor. Era una mano
cálida y tibia, que no se movió de donde estaba, ni cuando ella la enlazó con
la suya.
—No quiero que
usted se vaya —dijo—. No todavía.
Brillaban sus ojos,
y los incisivos parecían muy blancos despuntando en la boca entreabierta, y el
collar de marfil era un trazo pálido de lado a lado del cuello moreno en
penumbra. Tras separar los dejó salir un suspiro largo y apagado que pudo ser,
también, un gemido infantil o una protesta. Hacía calor, demasiado, como era
costumbre.
—No cuando el
maldito mundo me pone delante a alguien con quien puedo compartir tantas cosas
sin sentirme una especie de fenómeno, una rara—se terminó por sincerar Mariana.
Que pasara lo que
debiera pasar. Ya lo había dicho.
Notó que había un
algo inmaterial que golpeaba contra ellos, acercándolos el uno al otro. Javier
se irguió un tanto hacia atrás, dudoso, antes de ir hacia adelante, que la luz
de la luna se deslizara por el rostro y los hombros. Luego, solo fue una sombre
acercándose a la otra que aguardaba, un paso hacia atrás de donde se había
mostrado tan decidida, afirmando su espalda contra la pared metálica y
acanalada de un contenedor. Mariana aspiró con fuerza, como si quisiera
conservar para siempre dentro de ella ese aroma a madera, pinos y frío. Luego,
sintió como dos manos la tomaban por los lados, cruzaban hacia atrás, abriendo
surcos en su corto cabello. Javier respiró entonces su aroma, su calidez, su
aliento.
Una boca húmeda
recibió a la otra.