Misión en el Trópico 9: Carrusel de emociones


 Capítulo anterior: Misión en el trópico 8: La fortuna recompensa a los audaces

55

El flujo y reflujo de los sentimientos

 

El erotismo es un juego exaltante

y peligroso en el que la persona puede

enriquecerse y alcanzar una cierta plenitud;

pero también destruir a los demás y destruirse.

Mario Vargas Llosa

 

Todo en la pista de baile del club Kiza pareció volverse como en cámara lenta. Cata acaba de recriminarle por irle a sacarle de encima a un inoportuno que buscaba bailar con ella. La misma que ahora se acercaba a él. No era la piloto de caza ni la joven rompecorazones la que le rodeó el cuello con los brazos, se trataba de esa chica de sonrisa encantadora y ojos chispeantes que lo cautivó cuando cadetes en el Instituto.

Tras un instante de indecisión (todavía le duraba el recelo con ella), Esteban la tomó por la cintura. Bailaron, muy tenue, cada uno midiendo al otro. Todavía dolía y se sentían las emociones del pasado todavía más. Cata al principio no le quitaba los ojos de encima. Era una sensación incómoda. Ella al parecer se dio cuenta de eso y dejó de hacerlo. Bajo la cabeza y se le acomodó en el pecho.

—Yo también tengo un buen lío en la cabeza—le confesó ella.

A él le pasaba igual. Pero en lugar de tranquilizarlo, tales palabras lo inquietaron más. Aun sin verla, podía sentir su perfume. Temió estar haciendo el ridículo. Pero tenerla así, con los brazos echados en él, lo obnubilaba. El perfume de Cata le campeaba a sus anchas en la nariz, a tal punto que debía respirar profundamente para calmarse. J'adore de Dior. Esencia de Ylang-Ylang de las Comoras, Rosa de Damasco y dos distintos Jazmines. Esteban sabía eso por el pasado junto a ella. “Si no te sentís una diosa con esto, no lo logras con nada”, le había dicho. Algo de razón tenía. Bajo las luces de esa pista, giratorias, de colores, tenía algo de etéreo, mucho de diosa, todo, completamente todo de aquella mujer por la que había perdido la cabeza para luego terminar con el corazón roto.

Aun con todo lo pasado, seguía sintiendo cosas por ella.

 

I feel it in my fingers
I feel it in my toes
The love that's all around me
And so the feeling grows

La música no ayudaba a poner las cosas en claro. Si es que cabía llevar eso a cabo. Sí, podía sentir toda esa tensión que traía la melodía, creada para expresar romance. Cata cantaba la letra de la canción, de una forma muy particular. Se trataba de una especie de susurro, con la voz afectada. Estaba tan perdida en sus emociones como él, solo que Esteban podía disimularlo más.

 

It's written on the wind
It's everywhere I go
So if you really love me
Come on and let it show

You know I love you, I always will
My mind's made up by the way that I feel
There's no beginning, there'll be no end
'Cause on my love you can depend

 

Era una letra especialmente sentida. Porque cuanto todo en tu vida se rompe, una deja de saber quién es. Se halla herida, confundida, desorientaba, asustada. No siente bien, piensa mal y toma aún peores decisiones. Lástima a otros. Eso era lo que a ella la mortificaba especialmente. Le había hecho daño a alguien, como Esteban, cuya única cuestión era haberse enamorado de ella.

 

I see your face before me
As I lay on my bed
I cannot get to thinking
Of all the things you said

You gave your promise to me and I gave mine to you
I need someone beside me in everything I do
Oh, yes I do

 

Parecía escrita para ella, se trataba de una acabada descripción de esa época reciente de su vida que luchaba por dejar atrás. Lo veía, observando cómo la deseaba y cómo rechazaba sentir eso, todo a la vez; era algo que no hacía más que mortificarla.

—Perdón—dijo. Era la primera vez, que recordaba, que ella decía eso.

—Ya está—dijo él, más para esquivar la cuestión que por dejarla atrás.

—No, no está—ella lo miró firme a los ojos—. Si fuera así, no estaríamos como estamos, siempre a mitad de algo. De ser amigos, de ser pareja, de ser…nada.

    —Siempre has sido un sueño para mí— le confesó él, bajando por un instante esa imagen de tipo seco y recio—. Hasta cuando me hiciste trizas.

—Vamos a otra parte—propuso ella, de repente. Se mordió el labio inferior luego de decirlo.

Lo miraba con ojos de cazadora. Volvía a ser la impetuosa de antes. Esteban tropezó con los pensamientos. Se suponía que no debían separarse del grupo.

—¿Dónde?

Ella lo tomó por la mano, sacándolo de la pista.

—A donde no sobre tanta gente.  

Pronto, estaban en un taxi. O algo así. Se hallaban sobre la calle Mama Ngina, en la parte del centro financiero de la ciudad, no lejos del edificio municipal de estilo clásico y su anexo de arquitectura modernosa, la Basílica de la Sagrada Familia y la Mezquita Jamia.

Pararon frente a un gran edificio dorado, que se elevaba al cielo en forma de un cilindro poblado de ventanas.

El Hilton Nairobi Hotel.

Cata atravesó los mármoles del lobby para ir al extenso mostrador de la recepción. Esteban se anonadó por unos momentos de la magnificencia del lugar. En particular, de la gigantesca araña que, con forma de medio diamante, se proyectaba en punta hacia ellos desde el cielorraso.

Cata encaró con su mejor sonrisa al empleado de la recepción. Le pidió una habitación en inglés, pero la respuesta no fue la esperada.

—Estamos completos.

—¿Tampoco en las ejecutivas?

El recepcionista negó con la cabeza.

—Hubo las demoras de un vuelo y acomodaron a esos pasajeros aquí. Lo lamentamos mucho.

—Quiero entonces la suite presidencial.

El empleado la miró de forma condescendiente.

—¿La King Presidential Suite? No es posible.

—¿Está desocupada o no?

—Existen ciertos criterios de admisión particulares para su uso.

Cata le extendió una tarjeta American Express de crédito de titanio, color negro.

—No es una cuestión de dinero, señorita.

—No se la estoy enseñando por eso, señor. Es una tarjeta corporativa. Revise si nos ajustamos a sus criterios o no.

De mala gana, el empleado tomó la tarjeta y tecleó un par de veces en la computadora. Al ver en la pantalla, Esteban notó que su expresión de molestia cambiaba a otra más amable.

Se volvió a ver a Cata, esta vez esbozando una sonrisa.

—Por supuesto, madame. La Sociedad Bataglini está en nuestros listados. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

—Una noche.

Notó que el empleado trató de disimular la sorpresa.

—El valet acomodará su auto y subirá los equipajes.

—No hace falta. Vinimos en taxi y no tenemos valijas. Gracias.

En tiempo express tenían las llaves magnéticas de la habitación. A Esteban seguía pareciéndole una locura. En el ascensor se ofreció a pagar su parte.

—Es muy lindo de tu parte, pero no es necesario. Es mi locura, no la tuya. Aparte, va a pagarlo la empresa.

—Insisto.

Cata hizo entonces un cálculo rápido y le dijo entonces cuanto le tocaba. Era su sueldo de dos meses.

—Será en cuotas, entonces. Las menos que pueda.

—Ya te dije que no es necesario.

—Y yo que voy a hacerlo.

Ella solo asintió. No iba a discutir por eso. No en ese momento, al menos.

—¿Cómo sabías que estabas en el listado?

—La empresa de papá es uno de los accionistas de Hilton Hotels & Resorts. Una porción mínima, claro está.

—Nunca dejás de sorprenderme.

Notó que ella se sobresaltaba al escuchar eso.

—No soy nada de esto. Nunca me interesó este tipo de mundo de los negocios. Acá el dinero cuenta mucho más que las personas.

—Pues para no serlo ni interesarte, mirá a donde me has traído.

Observó que esas palabras le llegaban, dejándola de momento sin poder contestar. De nuevo lo miró la niña tímida que rara vez aparecía.

—No sé muy bien cómo vivir, últimamente. Solo estoy improvisando.

—Como todos. La vida no viene con manual de instrucciones.

Ella asintió en tanto entraban a la suite. Era la habitación más grande del hotel, con la mejor vista en altura de la ciudad, cuyos 95 metros cuadrados se distribuían, a más del dormitorio, en una sala de estar y un comedor independientes, este último con una pequeña cocina y una cafetera Nespresso.

Cata puso un canal de música en el televisor LED de 42 pulgadas de la sala.  Sobre la cama matrimonial había unos albornoces y zapatillas de cortesía. En la mesa baja frente al sofá de la sala, se dejaba ver un balde de plata con una botella de Champagne con un moño en su cuello. A un lado, una bandeja alternaba bombones de chocolates negros y blancos.

Se tomaron el champán helado que venía con la habitación como regalo de bienvenida. Lo acompañaba unos bombones rellenos que Esteban probó en tanto ella se quitaba los zapatos y terminaba su copa aflautada.

Si la tensión en la pista era intensa, allí estaba en lo más alto. A punto de desbordar en la situación que ambos buscaban.    

—Estuve con Leo—dijo Cata de improviso—. Después que rompiéramos. Cuando estaban peleados con Laura.

Sintió que si algo debía pasar, esta vez debía saberlo todo. Para hacer bien las cosas.

—¿De esa forma?

—¿Hay otra?

—Fue una pregunta estúpida.

—No, está bien. Sos el primero al que se lo cuento.

—No resultó, por lo que veo.

—Nos ilusionamos y nos dimos cuenta que no iba a funcionar. Todo en una noche. —se rió, algo nerviosa—. Fue genial, en todo. Hasta que nos golpeamos con la realidad. Leo solo tiene lugar para ella.

El no dijo nada a eso.

—Laura puede ser irritante y vueltera a veces. Pero le tengo mucho afecto. Busca lo mismo que yo por idénticos motivos. Es imposible no entenderla.

Miró hacia donde vivían ambos.

—Soy una mina con códigos. Práctica, además. Sé cuándo me toca perder.

—Aunque no te guste en lo absoluto. Perder.

Ella se sonrió.

—Sí, también eso.

—A lo mejor, la vida puede darte otra chance.

Ella lo miró. Era una frase dicha con todas las segundas intenciones. Había percibido ese tono, muy íntimo, muy personal, que tienen ciertas palabras cuando van dirigidas a alguien especial.

—¿No te molesta lo de Leo? Es decir, sigo lidiando con lo que siento por él. Aun cuando sé que se terminó. Ni siquiera nos hablamos, pero sigue ahí, agazapado, como esperando para rememorarlo.

—Sos muy detallada en tu pregunta.

—No quiero esconderte cosas.

—Pienso que es más fácil seguir persiguiendo un imposible que plantearte ciertas cosas para tu vida.

Ella se lo quedó mirando.

—Pareces muy seguro de conocerme.

—Tengo más que claro, Cata, como sos cuando te ponés en caprichosa.

Ella se sorprendió aún más de lo que estaba ya. El comentario la molestó y maravilló al mismo tiempo. El chico amable ya no lo era tanto. Había cierta firmeza en él, cierta verdad en las cosas que decía, cierto valor para decirlas, que encontró atrayente.

—Tal vez ni siquiera sientas algo realmente. Solo sea la excusa para no terminar de seguir adelante. De reconocer que te equivocaste, que no pudo ser o que no te dieron bola.

—También es muy detallado lo suyo, señor Freud—le contestó, sin disimular el sarcasmo.

Tebi notó que sus palabras la habían molestado. No era su intensión, pero tampoco lo lamentaba. Tenía ciertas cosas atragantadas desde que le dejara a medio camino en su propuesta de matrimonio.

—Detallado o no, todo es cierto. 

Ella asintió. Sonrojaba por un breve tiempo. Cuatro segundos y medio. Nunca le había visto esa reacción. Él alargó un brazo, como distraído. Su mano buscó la de Cata. Ella se sintió abrumada. Raro en ella.

—Tebi, no sé si es bueno seguir con esto.

Odiaba volver sobre sus pasos. Lo había pensado como una idea loca inmejorable, llegar a donde estaban. Pero ahora, viéndolo tan metido, temía no estar a la altura, volver a joderla otra vez. A lastimarlo. Pero Esteban no tenía ese tipo de prevenciones.

—Hasta ahora viene bien.

Lo miró, procurando firmeza en la mirada. No tenía claros los sentimientos. No quería hacerlo pasar por lo mismo de la otra vez: una boda frustrada.

—Sabés por qué lo digo.

No sólo quería ser sincera con lo de Leo. También con aquello que lo comprendía a él. Una persona con quien tenía todavía cierta culpa por cómo habían ocurrido las cosas. No sabía muy bien lo que sentía por él y no quería dañarlo más. Pero tampoco quería esa distancia, tenerlo lejos y además… sí, la atraía. Mucho.

Esteban entonces la aferró, de improviso, viendo como ella se quedaba sorprendida, a un tris de su cara. No se había esperado ese movimiento tan decidido. Esteban no dejó de sonreír, ante ese raro sentimiento en ella, de no saber qué hacer.

—¿Qué te pasa, pilota? ¿No te gusta que un mecánico maneje la situación?

Era como les decían, tanto en broma como para molestarlos, a los ingenieros aeronáuticos quienes volaban.

Cata, pasados los momentos de sorpresa, se aproximó a él, buscando esa boca. La había excitado verlo así, tan seguro y directo. No sabía a dónde se sentía tan atraída de ir, pero no dejaba de ser un buen comienzo. Su vida volvía a tener sal y pimienta, además de cuando volaba, con otro ser humano. En el lugar y con la persona menos esperada.

La desafiaba, pensó. Justo como le gustaban los hombres. Decididos, impetuosos. Que se atrevieran con ella.

—Vamos a ver quién manda a quien—le dijo, antes de, más que besarlo, morderle la boca.

 

56

Noticias de pérdida

 

 

“Mediante pasos alternados de pérdida y ganancia,

silencio y actividad, recorro el sendero de la inmortalidad.”

Deepak Chopra

 

 

Mariana le llevó los mensajes del día en un pen drive al general. El tráfico de comunicaciones militar se llevaba a cabo entre computadoras con un enlace especial satelital y que no estaban conectadas a internet no ninguna otra red. No se enviaban electrónicamente y solo podían descargarse los archivos en otro dispositivo "estéril". Que no estuviera conectado ni pudiera conectarse a ninguna otra red.

Cañones puso el portátil en un ordenador de estas características y puso su clave para acceder a los archivos. Papel y lapicera en mano, Mariana esperó por las contestaciones a cada uno de ellos. Después, debería quemarlo.

—Al 202109, recibido. Necesito un detalle de horas de vuelo llevadas a cabo para contestar el 202111. Y que Gerin venga a verme por el 202119

—¿Pasa algo, mi general? Por lo del auditor. 

Cañones la miró y ella se dio cuenta de la metida de pata. Se había dejado llevar sin pensar, por la curiosidad, a una situación incorrecta. Los subalternos no pedían explicaciones respecto de aquello que se les mandaba. Pero el general no tuvo problemas en decírselo.

—Lo han propuesto para juez del tribunal supremo. Piden que lo notifiquemos de eso. Tal vez tendremos que prescindir de él si lo nombran.

La noticia le cayó mal a Mariana. Un sentimiento de tristeza la invadió.Cañones advirtió su contrariedad pero no dijo nada. Ella hizo un comentario para salir del paso.

—Es una gran responsabilidad.

—Sí. Se trata de nuestro máximo tribunal y no me extraña. Es una persona muy competente. No solo sabe mucho, sino que además es muy práctica. Es una suerte contar con él. Es difícil mantener buenos abogados en el uniforme. Les ofrecen posiciones mucho más importantes y rentables que las nuestras.

—Iré ahora a decirle que pidió verlo, mi general.

—Va a tener que esperar. Mc Gregor pidió que la acompañara al portaaviones Ford.

—¿Acompañarla?

—Por unos trámites de papeles de ellos. Gerin estuvo en el cuerpo jurídico naval estadounidese hace unos años y sabe al respecto. Hasta obtuvo la insignia de Judge General Advocate. Nunca voy a entender esos nombres que le ponen, tan distinto de los nuestros.

—Juez general delegado es la traducción más exacta—explicó Mariana, confirmando su fama de ser un libro abierto en casi todo—. En el sistema de EEUU son nombrados por el presidente para que impartan justicia y aseguren la legalidad de los actos militares en su nombre. Por eso la denominación.

—Gracias por el dato. 

—Si me permite general, creo no es correcto que la teniente comandante lo utilice así. Es auditor de la fuerza internacional, no de la marina estadounidense.

Otra vez habló antes de pensar. Se descubría molesta que hubiera ido con ella, como antes triste porque podía abandonarlos.

—Creo que fue un pedido amistoso. Una simple colaboración.

—Aun así, tiene mucho trabajo aquí.

Cañones se echó atrás en la silla.

—¿Está bien Orion? ¿Pasa algo que deba saber?

La había llamado por su indicativo. Como cuando un superior quiere preguntar algo con la máxima confianza que las reglas castrenses permiten.

—Claro, mi general. Perfectamente. Y no, nada pasa.

—No entiendo a dónde van estas apreciaciones suyas, Rey.

—A ninguna parte, mi general. Disculpe la impertinencia.

—No creo que sea tal. Aprecio que mis oficiales expresen sus puntos de vista, siempre que lo hagan con corrección. No hay por eso nada que disculpar. Pero creo que es algo rígida con todo el asunto. 

—Sí, mi general. ¿Puedo retirarme?

—Claro. Y no se olvide de decirle cuando vuelva.

—Despreocúpese. Lo estaré esperando, mi general.

A Cañones esa última frase le sonó inusitadamente dura.

 

57

Ese día después de la noche

 

 

 “Me quieres, pero aún no lo sabes”.

Ernest Hemingway

 

Empezaba el amanecer y los sonidos de ciudad tras la ventana, asordinados, se insinuaban. Se quedó ahí, mirando el techo, intentando asimilar todo lo que había ocurrido. La boca reseca y un leve dolor de cabeza la acompañaban. Había tomado ya en el club, cosa que agradecía. No se hubiera plantado con él primero, y arrojado después sin ese adormecimiento de sus frenos inhibitorios. Luego, en la suite, no estaba tan segura que haber pedido ese champagne pudiera colocarse en el estante de las buenas ideas. Pero lo hecho, hecho estaba.

Se sentía extraña. Todo se había dado bastante natural en la noche previa. El sexo había sido bueno, como siempre con él. Pero esta vez, sintió a otro hombre con ella. Uno tan febril como recordaba, pero más osado, implacable, hasta dominador en algún sentido. La había excitado percibir eso en la oscuridad, entre las sábanas, como entonces el recordarlo. Tanto, como para deslizar la mano al pubis y acariciarlo, sin tener demasiada conciencia de lo que hacía en los primeros momentos.

Se habían devorado, no una sino varias veces, como en los mejores tiempos. Como cuando ella pensaba que podía dejar a Leo atrás. La rudeza de Esteban la había impresionado. A ella también le gustaba jugar fuerte, pero notó que él no tenía esas contemplaciones del pasado. Era tan posesivo, demandante, expoliadores del cuerpo, la energía, las ansias. Malditos hasta el hartazgo, él, ella, ásperos, conquistadores, dominadores. Buscando todo, absolutamente todo del otro.

Había mucho más que una simple atracción. Se trataba de haber encontrado una suerte de espejo propio. Muchas cosas se había dejado reflejar en esa superficie mutua: había cuestiones postergadas, revanchas, vueltas y reconquistas.

Se amaron, se complacieron, se desafiaron, jugaron…todo junto. 

Se trató del sexo más extraño, apasionado, jugado que había tenido en mucho tiempo.

Se dio vuelta en la cama para verlo. El seguía durmiendo. Resistió la tentación de procurar despertarlo para volver a las actividades de la noche. No quería cometer los mismos errores de la otra vez. De estar tratando de tapar con sexo que algo no iba. Claro que esta vez era distinto. Se trataba no de otra oportunidad, ni de una segunda oportunidad: era la última posible con él para tener algo que todavía no podía precisar muy bien qué era. “¿Somos o no somos algo?”, le había echado en cara en la pista del Kiza. Tuvo suerte que él no le pidiera explicaciones sobre qué se refería. Era un algo sobre el que no tenía demasiada idea respecto de lo qué podía implicar.

El seguía enamorado de ella, eso saltaba a la vista. Pero por el lado de Cata, la cosa era más compleja. Todavía no terminaba de cerrar si solo lo atraía, realmente estaba sintiendo algo o solo era la culpa por cómo se había comportado con él antes.

Sentía algo por él, le pesaba no estar en buenos términos, se alegraba de haber dejado de torearse la pasada noche. Había disfrutado escapar con él y de la complicidad  en las palabras, en los gestos primero y luego entre los cuerpos. Pero seguía sin tener demasiada idea respecto a lo que implicaba eso.

Salió de la cama, se puso el albornoz y fue hasta el balcón. Se llevó la cartera para arreglarse un poco. La dejó en una pequeña mesa, mientras contemplaba a la ciudad en su alba, que empezaba a cambiar el cansino ritmo nocturno por los ruidos del ajetreo del día.  

— ¿Que estás haciendo?

Se volvió hacia la voz a sus espaldas. Esteban estaba allí, tapándose con parte de las sábanas. Le pareció muy querible… y bastante deseable también.

—Nada. Admirando la vista.  

Notó que él había desviado la mirada a la mesa en donde había dejado su cartera abierta. Entre sus pinturas y otras cosas, se dejaba ver un paquete de cigarrillos sin abrir. Él la miró, muy serio.

—No me digas que volviste…

—Lo dejé.

—Pero andas con una etiqueta encima.

Ella se encogió de hombros.

—Necesito probarme a veces que lo puedo hacer a un lado.

—No. Te gusta jugar con fuego.

Ella lo miró, sorprendida. Él tomó el paquete y, tras apretarlo, lo tiró a la basura.

—No puedes hacer eso—le dijo, algo molesta.

—Es cierto, no puedo. Pero acabo de hacerlo.

—Eso salta a la vista, señor dominante.

—No podes querer a otro si primero no empiezas contigo misma.

Ella lo miró. Estaba en esa frontera entre terminar de sacar afuera su molestia o empezar a disculpar.

—Debería enojarme contigo.

—Sos una chica inteligente. De esas que nunca van a admitirlo pero le gusta que otro pueda cargar con el trabajo sucio.

Ella lo observó hablar con una media sonrisa. Tenía razón. Le gustaba que tuviera esa preocupación por sus cosas. La necesaria audacia como para tomar la iniciativa que la relevara a ella de tener que hacer eso mismo.

—Entonces no esperes que te agradezca—dijo, arrimando su cuerpo al de Esteban.

—Eso ni se me pasó por la cabeza—contestó él, en tanto volvía a rodearla con ambos brazos, para traerla hacia el interior de la habitación.

 

 

58

De tal padre, tal hija

 

 

“Debemos enseñar a nuestras niñas que si expresan lo que piensan,

pueden crear el mundo que quieren ver.”

Robyn Silverman

 

 

Estaban allí las dos, madre e hija, sentadas lado a lado en el sofá del living. La cámara mostraba a sus espaldas, sobre la pared, el cuadro de una cascada que caía en medio de un entorno boscoso. El Velo de la novia le decían al lugar y era donde Cañones había ido de luna de miel con Cande. Un viaje en que la novel esposa compró un par de cuadros que desde entonces formaban parte del ambiente familiar.

Chuqui, el Beagle de la familia, pasaba de un lado a otro, olisqueando el celular que, colocado con un soporte en la mesa baja del living, servía para la video llamada en la casa de Cañones, a medio mundo de distancia de la reducía oficina en que se hallaba ahora.

—¿Qué tenían para decirme?—preguntó él, luego de los saludos.

—Pauli quiere hablar con vos.

La voz de Cande fue resuelta. Pero la aludida no dijo nada. Se quedó esquivando la mirada a la cámara con expresión tímida.

Cañones notó que se había maquillado los ojos y pintado los labios. Estaba bastante arreglada y no creía que fuera por esa llamada. Probablemente, saldría ese sábado que ya era noche en su hogar, como la mayoría de los jóvenes de su edad.

Se preguntó en que momento esa niñita adorable a la que le enseñó a andar en bicicleta creció de esa forma. Era ya, sin importar toda su juventud, una mujer.

—Dale, Pauli, que papá está esperando.  

—Yo…quería decirte algo.

—Sí, hija. Lo que sea. Siempre hemos podido conversar las cosas.

—No voy a empezar la universidad este semestre. No estoy segura de lo que quiero hacer y pensaba en tomarme un tiempo sabático.

Miró a su esposa.

—Cande, ¿vos sabías de esto?

La aludida esbozó una sonrisa diplomática.

—Algo. Le dije que tenía que hablar con vos.

Tiempo sabático. Cañones no sabía muy bien que podía implicar eso. Él nunca lo había tenido.

—No es estar sin hacer nada, papá— comentó Paula frente a la silenciosa expresión de su padre—. Quiero ir un curso de preparación. Para ver lo que quiero hacer.

Su papá la miró, no muy convencido.

—¿De cuánto es ese curso?

—Tres meses. Puedo empezar el siguiente semestre, cuando tenga las cosas claras.

No era demasiado tiempo, pensó. Buscaba ver algo positivo en una situación que no entendía demasiado.

—¿Puedo, papá? Mamá no tiene problemas.

—Más bien, Pauli—aclaró Cande— dije que no los tenía si tu papá aceptaba. Somos dos tus padres. Y estas son las decisiones que se charlan en familia y se toman por doble voto.

—Si tu madre no tiene problemas…

—¡Gracias papá!—Paulina saltó de alegría del sillón, saliendo del enfoque de la cámara y tuvo que volver a sentarse para decirle:—Vas a ver que no te vas a arrepentir.

Le dio un beso en el aire.

—Es tu vida hija. Conque no lo hagas vos.

—Vas a ver, cuando vuelvas, te vas a sorprender. Lo sé.

Cañones esperó que fuera para bien de ella. Por lo pronto, se la veía feliz. Tempora mutantur, et nos mutamur in illis. Los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos. Se trataba de una frase que podía ser muy difícil de sobrellevar. Sobre todo, cuando los hijos se aventuraban en cuestiones que nunca habían existido para ellos a su edad.

La conversación terminó con las usuales preguntas de cuando iba a volver y que se lo extrañaba. Paulina siempre había sido una hija muy afectuosa. Pero al colgar, Cañones no pudo dejar de sentir que algo no le estaban diciendo. Ambas.

 

59

Ponerse presentable

 

 

“Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto.”

Ernest Hemingway

 

 

Tebi se dispuso a afeitarse. Estaba ya con la espuma desperdigada por el rostro, cuando llamaron a la puerta. Dejó sobre la cama una navaja de cachas vieja, pero cuya hoja lucía impecable, antes de ir a abrir. 

Era Cata, en short azul de actividad física con la remera del Escuadrón 702 puesta. En ella, abultada en la zona de sus pechos, un gran cernícalo descendía con las garras dispuestas, en medio de un halo de fuego.

Le preguntó si le molestaba que se quedara allí. Esteban negó con la cabeza. Si le molestaba que se afeitara, era bienvenida a pasar. Eso fue lo que hizo ella.

Él agarró la navaja y fue al baño, sin cerrar la puerta. Vio que Cata se afirmaba contra el marco, mientras la habría, dejando la hoja al descubierto.

—Nunca pensé que alguien se afeitara de ese modo—le comentó ella, desde atrás.

—A veces, las viejas formas son las mejores.

Ella lo pensó por unos instantes.

—Sí, puede ser.

Tomó la navaja de sus manos.

—Parece muy filosa.

—Lo es. Mucho mejor que cualquier maquinita de afeitar.

Cata miró la navaja, con curiosidad. Luego, a él.

—¿Puedo probar?

—¿Qué  cosa?

—Nunca he afeitado a un hombre.

Tebi se rió, tentando por decir algo que terminó por callarse. Ella le vio ese chispear en los ojos.

Le dio una toalla. Seguía tentado. Ella termino por reírse, canchera.

—Viste, todavía soy virgen en algo.

Se rieron los dos, tras otra sonrisa cómplice. Terminaron con él sentado en la cama y ella enfrente. Cata tenía buen pulso, pensó Esteban, en tanto sentía como la hoja de metal afiladísima le pasaba, firme, por la piel. Llevándose la espuma a su paso.

Para la parte inferior hasta el cuello, se había puesto de rodillas. Apoyo la toalla en una de las piernas de Esteban. Él no supo si estaba jugando o era solo una casualidad, porque no le dirigió ni una mirada. Parecía concentrada únicamente en lo que hacía. Al terminar ahí, se puso de pie para seguir afeitando la parte del rostro por encima de la barbilla.

Al concluir, tras echarle un vistazo rápido y declararse satisfecha en una mirada, y le entregó la toalla. Él fue hasta la pileta de manos del baño y abrió el grifo. Vio la imagen de Cata contemplándolo desde atrás, mordiéndose un labio, en tanto se echaba agua a la cara con ambas manos.

—¿Qué tal?—preguntó ella.

Esteban la miró a través del espejo.

—Perfecta. Lo haces mejor que yo. Podría acostumbrarme es esto.

Ella se sonrió complacida. Se acercó por detrás, colocando sus manos en la cintura de Tebi, una a cada lado. Sabía dónde tocar para hacerte subir la temperatura, pensó él.

—Voy a tener que pensarlo. No va a ser gratis, en todo caso.

—¿Cómo se supone que tengo que compensarte?

Cata acercó el rostro por detrás, hasta que la boca le quedar a la altura de la oreja de Tebi. Lo hizo sin dejar de verlo a través del espejo.

—Siempre he odiado tener que afeitarme yo las piernas—le susurró.

 

 

60

Un regreso particular

 

“Dichas que se pierden son desdichas más grandes.”

Pedro Calderón de la Barca

 

 

El Aeropuerto Internacional Jomo Kenyatta era el mayor punto de aviación de Kenia, y es el aeropuerto con más movimiento del Centro de África. Cerca de cuatro millones de personas movía al año, más del doble para lo que inicialmente estaba pensado.

Ubicado en Embakasi, un suburbio al sureste de Nairobi, distante 15 kilómetros del centro de la ciudad, casi en sus mismos límites. Escoltados por un auto de la policía keniana por delante y un camión cerrado de la por detrás, transitaron en un micro bus por la autovía Mombasa que unía a la terminal aérea con la ciudad.

Fueron al primero de los módulos, pasando por el control de pasaportes de la planta baja antes de poder acceder a la zona de embarque de la primera planta.

Como los demás, Laura se dio una vuelta por el free shop. Pero en vez de ir a la parte de perfumes o chocolates como los demás, se dedicó a buscar en la parte de niños.

—¿Qué hacemos acá?—le preguntó Leo.

—Busco un juguete para regalarle a Shamu. 

Su esposo la miró con expresión preocupada.

—Lau, no sé si es bueno…

—Es un regalo, Leo, nada más. Pobre chico, no tiene ni un juguete.

No lo convenció demasiado. Por suerte, Ticho vino e pedirle una ayuda con los perfumes. Al parecer, tenía que regalarle algo a Chechu y no tenía la menor idea de qué podía dejarlo bien parado.

—Andá, Leo, yo me arreglo solo.

Por una vez, no le importó verlo alejarse con los amigos. Prosiguió con su búsqueda. No había demasiado de qué elegir. El regalo era una excusa para ir a volver a verlo, tal vez. No se entendía mucho en materia de sentimientos. Estaba entre un ratón Mickey y un Pato Donald que no la convencían, cuando sintió vibrar al celular que llevaba en el bolsillo del jean.  

Laura lo sacó y lo desbloqueó. En la pantalla tenía un mensaje de telegram de Nala, una de las coordinadoras del centro de acogida para niños refugiados. Le había dejado el número por cualquier cosa.

 

Bonjour. Je suis Nala, est-ce que Shamu est avec toi?

 

Se quedó mirando el mensaje, sin terminar de entender.

—¿Estás bien?—le preguntó Leo, pasándole un brazo por el hombro.

—No sé todavía—le contestó al tiempo que pulsaba las teclas en la pantalla.

 

Non pourquoi?

 

La pantalla se quedó muy quieta luego que lo mandara. Por tres minutos desesperantes. No entendía el por qué le preguntaba a ella por Shamu. La asaltó un mal presentimiento.  

Luego, le entró el mensaje. Uno que, literalmente, hizo saltar su mundo por el aire:

 

Shamu a disparu la nuit dernière. On le cherche mais on ne le trouve pas.

 

Shamu había desaparecido la noche anterior. Lo estaban buscando, sin poder hallarlo.

 

61

Una reunión extraña

 

 

“Uno busca a alguien que le ayude a dar a luz sus pensamientos, otro, a alguien a quien poder ayudar: así es como surge una buena conversación.”

Friedrich Wilhelm Nietzsche

 

 

Estaba allí, de civil, por la invitación de alguien que no conocía. Se lo conocía como el Club Francés. Otrora el centro de la vida social durante los tiempos de la colonia, había seguido con ese rasgo en los tiempos de la nación independiente.

Se trataba de un club de campo, ubicado en las afueras de la capital. Con una arquitectura clásica que incluida un bar y un restaurante, a más de diversos salones y canchas de tenis. Casi todas las estancias daban al verde inmenso circundante: un parque estilo versalles por delante, y una cancha de golf de 18 hoyos por detrás.

Tomó su trago en la barra del bar. Medot le había dado la novedad, un día antes, que lo había traído hasta allí.

—Permiso, mi general.

—Medot, que ocurre.

—Me contactó un viejo conocido de los Spetsnaz que está como ayudante del jefe de la misión rusa.

—Ajá. ¿Y por qué motivo?

—El general ruso quiere reunirse con usted, mi general. Lo más discretamente posible.

Tal era la razón de pedir un whisky con hielo e ir a sentarse en una de las mesas bajo los toldos estilo vintage del elegante bar terraza del club.  

Su convocante no tardó en aparecer. Vestía como él, de civil. Lo más formal dentro del  Informal sport. Camisa saco y zapatos, pero sin corbata.

Cruzó el salón como si lo conociera. Probablemente fuera así, por fotos o filmaciones.

—¿General Cañones? 

Tenía una expresión inquisitiva, que pasaba por cortés y hasta formal.

—Así es.

—Sergei Ivovich Brusilov.

No mencionó grado. Probablemente no lo tuviera, a pesar de la insignia de las fuerzas aeroespaciales en la solapa de su saco de marca. Los altos oficiales de la inteligencia a menudo disimulaban su real origen con ese tipo de cosas.

Fueron a la mesa que tenían reservada. Su convocante era una persona de unos cincuenta años, amplio torax y algo de barriga, que el traje de corte europeo, hecho a medida, disimulaba en parte.

Les trajeron la carta. Cañones se lo quedó mirando, pero el ruso se sumergió en la lectura atenta de la suya. La cocina era de estilo internacional, aunque mayormente de platos franceses. Pidió trucha a la normada.

—Lo mismo para mí—dijo Cañones al tomarles los pedidos.

Brusilov pidió un vino blanco. Calvet Heritage Cotes Du Rhone Blanc 2018. Cortesía de la federación rusa, dijo con una sonrisa.

Cañones no sabía si lo estaba tratando de impresionar con el refinamiento, o poner en jaque su paciencia para provocar algún tipo de reacción. Como fuera, la conversación solo tocó los lugares comunes del clima y la apacible belleza del lugar, en tanto llegaban los platos.

Cuando el general pensaba si había sido una buena idea aceptar la invitación, su interlocutor cambió de tema. Le contó entonces una anécdota que Cañones ya había oído: Una vez cuando a  Franklin Delano Roosevelt, presidente de los Estados Unidos entre 1933 y 1945, le reprocharon su permisividad respecto de la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua, el mandatario había dicho: ”Tal sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.

—Todos los tenemos, general—concluyó su interlocutor—. Son un mal necesario. Nos resguardan de otros mayores.

—No es un punto de vista que comparta. Pero no creo que me haya citado aquí para hablar de historia.

El ruso tomó su copa, dejándola en el aire, a mitad de distancia de su boca.

—Prefiero tocar temas del presente.

—Que guardan relación con la anécdota que acaba de contarme, supongo.

—Actualmente lidiamos de nuestra parte con cierta gente difícil. Que tienden a hacer, ¿cómo le dicen ustedes?, cuentapropismo. Creo que ese es el término.

—Sí, así le decimos.

Le comentó, sin entrar en detalles, que un grupo de tales características había llevado a Kabutu. Para probar ciertas invenciones.

Cañones tenía una presunción de por dónde venía la cuestión.

—Tiene que ver con cierto incidente con un par de nuestros aviones.

Por primera vez el ruso pareció perder la tranquilidad. Un férreo autocontrol borró esa expresión luego de un instante. Pero había estado allí, en su rostro y Cañones no había dejado de percibirla.

—Veo que está al tanto.

No, no lo estaba. Simplemente había estado adivinando, para ahora entender que sus sospechas eran correctas. Realmente al avión de Bataglini le habían apuntado con algo. Un arma nueva, algún desarrollo todavía en fase de pruebas. Lo que fuera, no sonaba nada bien para ellos.

—No es nada que avale mi gobierno. Por eso queríamos reunirnos. Para dejar en claro las cosas.

—Por qué debería creerle, señor Brusilov. Si es que ese es su nombre. Pertenece a un gobierno que en ocasiones actúa por terceros con quienes niega tener toda conexión.

—No en este caso, general.  

—Estamos tratando de arreglar el asunto. Le agradeceríamos su discreción al respecto.

—Podría ser de lo más discreto, si no se cruzaran en mi camino.

—Estamos trabajando en eso, como le dije.

Por la razón que fuera, el ruso no le daba seguridades, siendo esa una reunión que tenía precisamente esa intención.

Cañones no volvió a tocar su plato. Si la participación de terceras naciones hacía escalar la tensión, la existencia de un arma misteriosa en manos de un grupo por fuera de tales naciones constituía un peligro de magnitud.    

 

 

62

Los disparos de una cámara

 

 

“Superarse a uno mismo o perder: no hay más opciones.”

Haruki Murakami

 

 

Mariana se preocupó de centrar el cuadro en la flor. Desbordaba de pétalos multicolores. Luego, disparó el obturador con la misma tranquila presión que se aplica a un gatillo para efectuar un disparo.

Estaba en el sendero que llevaba a la playa, por detrás de los edificios de la antigua base.

Sintió unos pasos por detrás suyo y se volvió a ver quién era. Javier Gerin la miraba con ojos atentos. Esbozó una sonrisa al encontrarse las miradas.

—¿Qué es lo que fotografía con tanto interés?

—Un lirio tropical. Es una flor rara —le dijo, sin mostrarle la imagen congelada en el visor de la cámara. Tampoco le devolvió la sonrisa—Solo dura un día.

—Entonces, ha sido afortunada de encontrarla.

Ella asintió, ganada por la sorpresa. Acababa de decir lo que ella exactamente estaba pensando. Como si estuvieran en idéntica frecuencia.   

—Todos somos flores de un día. En más de un sentido. Especialmente aquí—siguió él.

No era una comparación que a Mariana le cayera en demasiada gracia, en vista de las últimas noticias sobre ese ser que parecía encantador y que se preparaba para abandonarlos. Algo que ella sentía como una cuestión hacia ella también.

—No tiene que pretender ser amable conmigo.

El abogado pareció asombrado de esa reacción seca, fronteriza con la rudeza.

—¿Le pasa algo?

—Me enteré de lo suyo, mi teniente coronel. De que nos abandona para ser juez.

—No es algo que esté decidido.

—Pues por el mensaje, me parece que es algo ya seguro, mi teniente coronel. 

Gerin se quedó por unos momentos contemplándole los ojos. Grandes, oscuros con reflejos de miel. Solo se limitó a sostener la mirada de aquellos ojos como si algo importante dependiera de eso. Luego, cuando un sentimiento de atracción empezó a incomodarla, ella se colocó las gafas negras que traía a modo de vincha, por sobre el cabello corto.

Mariana sonrió para sus adentros. Era un gesto que sorprendió al auditor de la fuerza internacional. Se lo notaba al abogado incómodo ante su mirada oculta por cristales ahumados, y ella se daba perfecta cuenta de ello.

—Podemos tutearnos, estando a solas.

Estaban cerca, muy cerca, y ella pudo sentir su perfume; olía a madera, a pino, a brisa fría de invierno. Se trataba de una fragancia terriblemente masculina.

—No me parece, mi teniente coronel.

Él solo asintió, inexpresivo.

—Tengo que volver—dijo ella.

—La acompaño entonces, si no la molesta.

—Como quiera.

Caminaron por un estrecho sendero que los condujo a una suerte de calle de tierra, corta, que daba al final de la plataforma operativa. Tomaron por allí. A veces sus pasos los acercaban, y Mariana podía advertir su perfume. Una fragancia varonil, a pino y madera. Era algo raro, entre la multitud de hombres de armas con quienes compartía su existencia. Pocos tenían ese detalle. Se trataba de un aroma que la inquietaba, como si fuera un recordatorio que estaba con un hombre lo suficientemente distinto de los demás como para prender todas sus luces amarillas de advertencia.

—Soy un soldado de leyes. Una rara avis, tanto como usted—hizo una pausa, antes de añadir una débil sonrisa—. Supongo que por eso tenemos tantas aficiones en común.

Habían llegado al sector donde el terreno yermo dejaba paso al inicio de la plataforma operativa y, un poco más allá, de todas las construcciones de la base de despliegue.

Atardecía y las luces ya se había encendido. Bajo la luz de los reflectores, sus sombras se deslizaron por delante de sus pasos. Aquello creaba una extraña sensación de estar atravesando algún tipo de frontera, de volver a lo que eran de ordinario y Mariana no pudo evitar sentir cierta sensación de pérdida por eso.

—Eso ya me lo dijo antes. No sé si somos tan iguales.

Mariana estaba sentía con él. Siempre tan cerebral, era el primero en mucho tiempo con el que se había permitido decir ciertas cosas que sentía, no disimular estados de ánimo. Quizás, por ser alguien que la sacaba de eje.

—Sí, es cierto. Lo que pasa es que no sé bien como decirlo—le miró, entre expectante y preocupado— ¿Usted lo siente, verdad?

—¿Sentir qué?

—Esto que pasa cuando estamos juntos. Es algo difícil de precisar.

—Si para usted es así, imagine para mí contestarlo.

Seguía arisca con él. Era la consecuencia de sentirse un tanto desilusionada. De poner expectativas en él que no cumplía. De no gustarle que pasara tiempo con Mc Gregor, aunque fuera por temas del servicio. Que ella le estuviera cerca.

“Por favor, Mariana”, pensó para sus adentros. ”Estás hecha una loca celosa por un tipo que no sabes si tiene o no algo con vos”.

—A veces creo que esos silencios y esas miradas suyas son algo más que un afecto de amistad—le reconoció él.

—¿Eso piensa? —Preguntó Mariana—. ¿Que pretendo seducirlo?

Se ruborizó luego de decirlo. Estaba loca, decididamente. Pensaba, actuaba y hablaba como una poseída, pensó de sí misma.

—No querría malinterpretar las cosas.

—Tal vez, si le preocupa el asunto, debería averiguarlo.

Él no respondió. Siguieron caminando en silencio con el concreto de la plataforma bajo los pies, hasta luego torcer a una de los estrechos pasillos entre módulos que se adentraban en el sector destinado a ese trozo de barrio judío.

—Creí que un auditor—dijo ella, después de unos instantes—tomaba partido por las causas justas para ir hasta el fondo.

La oyó suspirar, despectiva. Para luego agregar:

—Supongo que no—lo miraba de arriba abajo, como alguien que no quiere rendirse a aquello que está dando por cierto—. No en todos los casos. Es más cómodo irse a otro lado, en que se destaque más.

Demasiado agresiva. Demasiado desdén en sus palabras para que todo aquello le diera lo mismo, pensó Gerin. Empezó a preguntarse desesperadamente hasta dónde pretendía llegar. O el porqué de sentirse tan herida.

Estaban quietos el uno frente al otro, que casi se tocaban.

Mariana se quedó callada. Sintió que ya había dicho demasiado. Había hablado como mujer y no como militar. Sintió una suerte de culpa profesional por eso. Él sintió, sorprendido, la necesidad de justificarse ante ella. Se había quitado los lentes, se hallaban solos en un lugar desierto, a la luz de un lejano reflector, y estaba muy hermosa mirándolo en silencio, con la boca entreabierta mostrando el despunte de sus incisivos blancos. Respiraba despacio, con la serenidad de alguien que entiende tener la razón en el asunto.

—Si lo dice por el tema del tribunal, es un honor impensado. Nunca esperé que me propusieran.

—Pero si se candidateó, supongo.

—Hace un tiempo, sí.

—Pues ahora se le ha dado, mi teniente coronel.

—Solo lo estoy pensando, Mariana. No tengo una decisión tomada.

Vio Mariana lo miraba como si hubiese esperado de él otras palabras; otro gesto. Los ojos de la mujer, hasta entonces fijos en los suyos, se deslizaron por su rostro y la insignia de la justicia alada que tenía prendida en las solapas de la guerrera.

—Lamento escuchar eso—habló tras un silencio que se hizo extraordinariamente largo—. Creía que podía ser otra clase de persona. De aquellas que terminan lo que empiezan. De tener en claras las cosas.  

Dijo eso y se quedó otra vez callada e inmóvil, a la espera de averiguar qué tenía Gerin que responder a eso. Pero él no dijo nada, sino que echó a andar por un pasillo estrecho entre módulos de logística; y ella lo siguió en silencio, abrazando su bolso con las cámaras de fotos contra el costado del cuerpo.

Caminaron en silencio hasta la parte de los alojamientos. Gerin comprobó que Mariana volvía a mirarlo de vez en cuando, pero ni ella ni él dijeron nada. Tampoco es que hubiera mucho que decir, salvo aclarar las dudas de uno u otro. Y eso era lo que ninguno de los dos daba señales de clarificar.

Estaban uno junto al otro, y otra vez sus pasos los acercaron hasta rozarse. Ahora Mariana esquivó un contenedor de residuos al lado de un módulo, y el movimiento la trajo hasta Gerin. Por primera vez éste la tuvo muy cerca, contra su costado. Le pareció que tardaba una eternidad en apartarse de nuevo.

— ¿No ve que aquí es mucho más necesario que en un sitial más de un tribunal que ha funcionado sin usted y podría seguir haciéndolo hasta que vuelva? Cambia espíritu de sacrificio por honores, mi teniente coronel.

Lo dicho. Debía estar muy insana para hacer eso: reclamarle a un superior por cuestiones que, para más locura, eran una cuestión de su vida personal. Pero él no se agravió por ello. Todo lo contrario. Parecía conforme con hablarlo. 

—No es tan simple como a usted le parece.

—Pues creo que sí. Y me ha decepcionado—añadió ella, sin preocuparse de agregar su grado militar como marcaba el reglamento.

—Lamento que sea así.

—Yo lo lamento más.

Lo miró largamente en silencio. Parecía sorprendida. Seguía esperando algo que no llegaba.

—Me pregunto —dijo después— de dónde saca usted esa maldita sangre fría.

—No es tan fría como cree —el abogado ensayó una leve sonrisa—. Solo que ciertos temas no tienen salidas fáciles.

Ambos caminaron despacio hasta el final de ese pasillo desierto, evitando cuidadosamente rozarse el uno al otro.

—Creo que es hora de separar nuestros caminos— le dijo, con una mirada cómplice, proponiendo una tregua implícita.

Ella lo miró a la cara, desconcertada. Tenía el rostro en parte visible por la claridad de la luna y en parte en sombras.

Ninguno de los dos se movió. Entonces, Mariana acercó una mano y acarició dedos de Gerin, comprobando que se hallaban poseídos de un levísimo temblor. Era una mano cálida y tibia, que no se movió de donde estaba, ni cuando ella la enlazó con la suya.

—No quiero que usted se vaya —dijo—. No todavía.

Brillaban sus ojos, y los incisivos parecían muy blancos despuntando en la boca entreabierta, y el collar de marfil era un trazo pálido de lado a lado del cuello moreno en penumbra. Tras separar los dejó salir un suspiro largo y apagado que pudo ser, también, un gemido infantil o una protesta. Hacía calor, demasiado, como era costumbre.

—No cuando el maldito mundo me pone delante a alguien con quien puedo compartir tantas cosas sin sentirme una especie de fenómeno, una rara—se terminó por sincerar Mariana.

Que pasara lo que debiera pasar. Ya lo había dicho. 

Notó que había un algo inmaterial que golpeaba contra ellos, acercándolos el uno al otro. Javier se irguió un tanto hacia atrás, dudoso, antes de ir hacia adelante, que la luz de la luna se deslizara por el rostro y los hombros. Luego, solo fue una sombre acercándose a la otra que aguardaba, un paso hacia atrás de donde se había mostrado tan decidida, afirmando su espalda contra la pared metálica y acanalada de un contenedor. Mariana aspiró con fuerza, como si quisiera conservar para siempre dentro de ella ese aroma a madera, pinos y frío. Luego, sintió como dos manos la tomaban por los lados, cruzaban hacia atrás, abriendo surcos en su corto cabello. Javier respiró entonces su aroma, su calidez, su aliento.

Una boca húmeda recibió a la otra.

       Rey supo entonces que el hielo, por ilógico que pareciera, podía también transformarse en fuego. 


Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 10: Lazos incómodos

NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 

Lo más leído

Imagen

La foto del 2 de abril

Imagen

La leyenda del Halcón