Misión en el Trópico 10: Lazos incómodos





Capítulo anterior: Misión en el Trópico 9: Carrusel de emociones
  

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La entrevista

 

 

 

“La civilización democrática se salvara únicamente si hace del lenguaje de la imagen una provocación a la reflexión crítica, y no una invitación a la hipnosis”. 

Umberto Eco

 

La entrevista tenía lugar en los jardines del palacio presidencial. Un parque de estilo francés, como lo eran todos en esa parte de áfrica. Al menos, los jardines donde el poder solía salir a caminar.

Antonio Fargas-Márquez se congratuló de su buena fortuna. Acuciado por la presión internacional, el mariscal del pueblo Dada Oumee, presidente vitalicio de Kubatu, la había concedido una entrevista. El único medio, de momento. Ya antes de empezar a filmar, Antonio, un free-lance que vivía de vender el material de lugares a donde no era rentable o no había ganas de enviar un equipo periodístico, ya había vendido la entrevista a Euro News y la BBC.

Acomodó la cámara para que filmara en automático mientras él hacía la entrevista. Por lo que le pagaban, para salir bien hecho, él debía hacerlo todo. Luego de asegurarse que estuviera todo en orden con la técnica, fue a sentarse al lado del mandatario en dos sillones de jardines de resina trenzada y respaldo alto. Observó la mesa en medio de sus sillas, con una jarra de limonada y dos vasos. No era lo que normalmente tomaba Oumee, si se atendía a los chismes. Los mismos que hablaban de no pocas decisiones dadas al calor del alcohol. Era obvio buscaba dar una imagen idílica.

No que no entendía bien si esa era la intención, el por qué vestía su uniforme militar caqui, con todo un surtido de medallas e insignias diversas.  

—¿Por qué ha rechazado la ayuda internacional humanitaria?

—Son limosnas que no necesitamos Aquí en Kubatu vivimos mejor que en Nueva York

—Sin embargo, muchos de sus compatriotas cruzan en balsa hacia Markani.

—Traidores. Si se quieren ir, mucho mejor. No los necesitamos.

—La Corte Penal Internacional estudia una acusación en contra de usted por crímenes contra la humanidad.

—¿Qué pueden saber ellos? Nunca los he visto venir por aquí. Además que mi país no reconoce su jurisdicción.

—Se dice que al cruzar al país vecino por mar pasaron por espacio marítimo internacional, lo que ha dado la jurisdicción a ese tribunal.

—Que digan lo que quieran. Acá—señaló con ambos dedos al suelo—. No tienen nada que hacer. Y si llegan a venir, vamos a echarlos a los garrotazos. Nadie se mete con Bakutu sin cobrar una buena paliza.   

 El periodista sonrió en su interior. Era el tipo de frases tercermundistas que impactaban al pasar la nota en programas europeos. Dada Oume era uno más de muchos. Dictadorzuelos encumbrados en regiones sin los mecanismos básicos para tener una vida política saludable. Expresaba, antes que nada, las carencias de otro liderazgo más sano. El vacío de poder siempre es llenado por alguien. Muchas veces, no por los más recomendables.

Como siempre que entrevistaba a ese tipo de personajes, se alegró de no vivir allí.  Observó la constelación de medallas, cordones, placas e insignias que mostraba en el pecho de su uniforme caqui, prácticamente una copia del que usaban las fuerzas armadas francesas de tierra. Ninguna de ellas las había ganado por algún tipo de actividad. Simplemente las había colgado de allí, autoimponiéndoselas. Se trataba de un mariscal que nunca había dirigido un ejército, un gris oficial ascendido a sí mismo luego de tomar parte en un golpe de estado primero, y deshacerse luego en el poder de sus compañeros de empresa.

Lo dejó al mandatario explayarse en sus respuestas. Tenía la sensación que con cada una de ella, se enterraba un poco más. Por lo menos, ante una audiencia pensante.  

—Cómo ve el futuro. Es decir, la nueva resolución del Consejo de Seguridad lo emplaza a permitir la ayuda humanitaria.

—Me importa nada ese consejo o cualquier cosa de la ONU. Acá quien manda soy yo y no ellos.

—Son palabras fuertes.

—No tanto, como lo que pasará si siguen amenazándonos con sus aviones—exclamó, enojado—. Voy a borrarlos del mapa.

 Golpeó, con rabia, ambas manos.

—De esa forma, como si fueran mosquitos. Ni sabrán aquello que los golpeó.

 

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Conversaciones incómodas

 

 

“La vida es misterio; la luz ciega y la verdad inaccesible asombra”.

Rubén Darío

 

 

Mariana encontró, al llegar ese día, un libro envuelto en papel de regalo sobre su escritorio. No tenía tarjeta, pero tras romper el envoltorio le quedó claro el autor. La obra se trataba de Elementos de derecho de los conflictos armados, de Javier Gerin. Al abrirlo, descubrió escritas en la solapa la siguiente dedicatoria: “...Justicia, justicia perseguirás..." (Deuteronomio XVI, 20). Para Mariana de Javier, con la mayor estima profesional y afecto personal”.

Acarició un par de veces la página de esa dedicatoria, perdida en sus pensamientos. Decía y no decía cosas. Lo cerró y con el texto abrazo con ambas manos fue a donde estaba el ese abogado tan particular que la tenía tan inquieta. Alguien que la había hecho reaccionar de una forma que resultaba extraña hasta para ella misma.

Mariana se paró en la puerta, antes de pedir parte para entrar. No tuvo que hacerlo.  Gerin levantó la vista de la pantalla de su computadora portátil y la contempló con esos ojos tan particulares, por detrás de los lentes.

Estaba, como de costumbre, sentado en su escritorio por detrás de varias pilas de papeles y libros.

—¿Sucede algo?—le preguntó.

—Es por lo ocurrido ayer, mi teniente coronel. Quería discul…

—No lo haga—le interrumpió él.

Fueron palabras que la sacudieron por dentro e hicieron trizas todo cuanto tenía por decir. Él solo la mirada, sin dejar salir la menor indicación de lo que pensaba o sentía por dentro.

—Creo que debo hacerlo. Fue algo poco profesional todo lo que le dije—confesó ella.

—Habló con el corazón. No hay nada que perdonar por eso.

Ella se lo quedó mirando. Había varias formas de entender lo que acababa de decirle. Y no estaba segura respecto de cuál era la correcta.

—Respecto a lo otro…

—Solo fue un beso—contestó él—. Nada más pero tampoco nada menos.

Ella parpadeó, insegura de cómo tomar esas palabras. No terminaba de entenderlas. 

—¿Esa es su forma de dejar eso en el pasado, de sacarle importancia?

Lo miró, sin disimular la expresión dolida. Él le hacía sentir muchas cosas, pero también la volvía muy vulnerable. La atraía por lo primero y la incomodaba por lo segundo.

—Es el modo en que le digo que quiero más.

Mariana se lo quedó mirando. Como si no hubiese escuchado.

—Fue solo un beso—agregó el abogado—. Pero no quiero dejar allí las cosas. Si usted está de acuerdo, claro.

Mariana lo seguía observando con sorpresa.

— ¿Le parece que es forma de decirlo?

—No encontré otra. Por más vueltas que le di al asunto.

—¿Eso somos, un asunto? ¿Una especie de caso judicial sui generis?

—¿Por qué se empeña en buscarle vueltas a todo lo que digo?

Había cierto tono de exasperación en su voz.

—No tendría que hacerlo si me hablara claro.

—Creo que lo he sido acabadamente.

Iba a contestarle algo, pero no llegó a hacerlo. Tal vez, por fortuna. No estaba muy segura de qué podía llegar a decirle. Quizás, algo que luego se arrepintiera.

Una luz roja reverberó en la pantalla de control, en el recinto contiguo a donde se hallaban, seguida de una alarma aguda. Mostraba la activación de uno de los sensores de movimiento en el sector oeste del perímetro.

Alguien intentaba introducirse a la base de despliegue.

A veinte pasos de ellos, en la sala de control contigua, Medot observó el mapa en la pantalla gigante por delante suyo en tanto tomaba el transmisor para ordenar que dieran la alarma. 

Un sonido grave y continuo se dejó oír, penetrante. A un centenar de metros, en el módulo reservado al equipo de reacción inmediata, una decena de hombres con uniformes verdes pixelados saltaron de sus asientos para ir al armero y retirar sus fusiles de asalto. Dos escuadras de seis hombres. Un oficial y cinco suboficiales por cada una, todos con la aptitud de ser tropas de operaciones especiales. Cuatro tiradores de asalto, más otro con una ametralladora con bípode para fuego de cobertura y protección, y un francotirador con un fusil de precisión.

La base pasaba, en tanto, de su estado normal a una situación de alerta.

 

 

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El intruso

 

 

“Hay que mirar a los ojos al Misterio”.

Lance Armstrong

 

 

Un sonido seco, grave, continuo la despertó. Laura saltó de la cama al oír la señal de alarma. Sacudió a Leo para despertarlo y fue a la caja de seguridad empotrada en la pared metálica. Digitó la clave de seis números y la abrió con un sonido seco.

Sacó de allí dos pistolas Glock 17 con sendos cargadores. Entregó una a Leo y se quedó con la otra.

—¿Qué pasa?—Preguntó Leo, al alcanzarle el arma y el cargador.

—No sé. Es la alarma de alerta.

Eso podía significar muchas cosas. Desde un intruso dentro de la base a elementos hostiles pretendiendo infiltrarse. En cualquier caso, las directivas respecto de los pilotos eran idénticas: Esperar, armados y vigilantes, dentro de sus alojamientos. Las fuerzas de protección terrestre eran las únicas que podían desplazarse por fuera de ellos.

Laura introdujo el cargador en el arma, echó la corredera hacia atrás para que un proyectil entrara en la recámara y le puso el seguro. Al volverse a Leo observó que había dejado el arma a un lado de la cama, sin ponerle el cargador.

—¿Leo, qué estás haciendo?—le preguntó, señalándole la Glock con la vista.

—No me gusta estar armado.

A Lau, obvio, ese comentario la molestó.

—Por Dios, Leo, sos militar.

Él puso cara de circunstancias.

—Muy a mi pesar.

—No empecemos. Cargá esa pistola, querés.

A desgano, lo hizo. Más para ahorrarse los reproches de su esposa que otra cosa.

—¿Puedo vivir mi vida como mejor me parezca?

—No.

La respuesta de ella lo sorprendió. Laura no tardó en aclarárselo.

—No es tu vida, es nuestra vida ahora. Al menos, mientras sigamos juntos. Somos dos en las decisiones ahora.

Leo se la quedó mirando. Ella era la única razón por la que estaba allí. El último lugar de la tierra donde le gustaría estar.

Tocaron la puerta. Un golpe, luego dos. Leo pensó que era alguna señal de algo que no lograba recordar. Laura se exasperó al ver la duda en su rostro.

—Es la señal de reconocimiento—le indicó

—Ah, claro. ¿De qué reconocimiento?

—De que quien está detrás de la puerta es uno de los nuestros—le dijo ella, en tanto se plantaba con la pistola apuntando hacia adelante, al centro de la puerta—. Abrí, yo te cubro.

—Para qué, no dijiste que son nuestros—respondió Leo en tanto iba, sin demasiadas ganas, a la puerta.

—Nunca está de más la precaución—replicó ella. Todavía en las noches soñaba con los cuerpos de esa aldea aniquilada vista por sus ojos.

Abrió, despacio. Laura estaba preparada para casi todo, salvo para lo que vió, al otro lado de su módulo: flanqueado por dos hombres de la fuerza de protección terrestre, con sus chalecos balísticos y armados hasta los dientes, la persona menos esperada la miró con ojos desamparados.

Lucía extenuado, su ropa estaba sucia. La misma que ella le diera hace no mucho.

Quien la miraba, tímido, expectante, no era otro que Shamu.

 

 

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La interceptación

 

 

“Siempre que te encuentres sobre el frente debes en todo momento mantener la cabeza girando en todas direcciones, o ten por seguro que serás sorprendido”.

Edward V. "Eddie" Rickenbacker

 

 

 

Ya habían finalizado el procedimiento de prevuelo, recibido la información de la misión anterior y, a la espera del alistamiento de sus aviones, estaban abocados a una tarea harto engorrosa: colocarse el traje anti-exposición; muy ajustado al cuerpo y poco elástico. Ella estaba renegando ante la dificultad de pasar la cabeza por el cuello del traje, preocupado por la misión que iban a emprender.

Era la primera vez que volaba con Montjuïc. Todo le hacía pensar que iba a resultar tan difícil como la vez que la habilitara.

Normalmente le gustaba volar con quien fuera. Pero prefería sacarse una muela antes de volver a pasar por la presión que tuvo la primer y última vez que lo había hecho con él.

Por eso, tras despegar y encaminarse al sector de patrulla, se quedó sorprendida. Su líder no actuaba ni más ni menos que eso. Todo era extrañamente parecido a cualquier vuelo.

Se sintió tentada de relajarse, pero luchó en contra de eso. Debía tener los cinco sentidos alerta. Aun con la sensación de riesgo que era tenerla allí, viendo todo lo que ella hacía, no pudo evitar sentirse, como siempre, cobijada por esa tremenda máquina de la técnica que era el caza que piloteaba. Volar de continuo, la había hecho aprender hasta sus menores cuestiones, hasta fusionarse en una suerte de unidad humano-máquina. Ayudaba a eso, estar en el medio de la inmensidad del cielo, sin percibir ningún ruido del exterior, dentro de una burbuja aislada donde ella no podía sentirse mejor. Hasta la sensación de alerta por tenerlo a Montjuïc a su par le traía agradables descubrimientos. Con la adrenalina recorriéndole el cuerpo, experimentaba el sentirse con más empuje, más despierta en sus sentidos, con mayor reacción en todo.

Como era corriente en ese tipo de misiones, con silencio de radio, el mensaje les llegó vía el enlace de datos. Daba a la computadora de navegación, los datos de una aeronave acercándose a la zona de exclusión aérea.

No acaba de recibir las coordenadas cuando le entró otro mensaje de su líder de sección. Asumiría el rol de avión interceptor y pasaban a comunicación radial.

Ella asumió entonces la punta de la sección, virando hacia el rumbo fijado. Dos minutos cincuenta después, a mil kilómetros por hora, avistaron a la aeronave que debían interceptar.

Cata situó el Rafale a la izquierda de la aeronave, un bimotor turbohélice gris sin mayores datos que su matrícula, un tanto por delante y por encima de ella.

—Aeronave Echo, Charlie, Delta, Lima, Golf—dijo Cata en inglés en las frecuencias de emergencia 121.5 MHz y 243.0 MHz—ha ingresado en una zona de exclusión aérea dispuesta por Naciones Unidas y está siendo interceptado por cazas de la Fuerza de Intervención humanitaria actuando bajo mandato del Consejo de Seguridad. Confirme recepción y siga nuestras instrucciones. Será desviado para inspección al aeropuerto de Markani. Cambio.

No hubo respuesta alguna. Repitió el mismo mensaje en las frecuencias VHF y UHF aeronáuticas del área, sin tampoco obtenerse respuesta.

La matrícula de un avión, como tantas otras cosas, estaba internacionalmente normada. El equivalente a las patentes de los automóviles era pintar en el fuselaje y las alas una secuencia que en la mayoría de los países era de cinco letras, una o dos, al inicio que determinaban el país, y luego de un guión o espacio otras tres que identificaban al avión en concreto.

Como todo, existían algunas excepciones. Países como Francia tenían una letra, y otros  como Japón, Rusia o los Estados Unidos emplean números para marcar cada avión. En este caso no hay guión que separe el país del número, todo iba seguido.

—Sin respuesta, Héctor uno.

—Prosiga con el protocolo, Héctor dos. Fase bravo de señales visuales.

—Comprendido.  

No demoró en hacer alabear el caza, en tanto apagaba y encendía las luces de navegación a intervalos regulares.

Era la señal internacional visual que significaba que estaba siendo interceptado y debía seguirla a un aeropuerto para ser inspeccionada. Lo que seguía de hacer en caso de no contestar por radio a su comunicación.

Tampoco la aeronave contestó a esas señales.

Entró entonces un mensaje en la computadora procedente del centro de información y control. La matrícula que llevaba la aeronave pertenecía a un Airbus A300 de la empresa española Iberia. Pero la aeronave que interceptaban era un Antonov An-26, un pequeño trasporte bimotor turbohélice, sin ninguna referencia de la empresa Iberia o de ninguna otra.

Acababan de establecer la ilegalidad de la matrícula.

El avión seguía, al parecer, sin apercibirse de la presencia de los cazas. Tampoco hacía caso de ninguna de las indicaciones visuales o por radio.

—Fase Charlie, Héctor dos. Romeo Oscar Eco cuatro autorizado.

Alfabeto aeronáutico. Cada palabra era una letra. Romeo era erre, oscar la o, eco la e. ROE. Era como se abreviaba Rules of Engagement. Reglas de empeñamiento, en castellano. Cuando se podía y hasta dónde hacer uso de las armas que llevaba la aeronave. Había distintos niveles. El cuatro permitía hacer uso de ellas pero sin dañar a la aeronave interceptada.

El cinco, autorizaba al derribo.

—Entendido.

Cata colocó su caza al lado de la aeronave interceptada con el fin que el piloto interceptado pueda observar las ráfagas de advertencia, mientras por frecuencia de emergencia se enuncia que en el momento.

Disparó entonces una ronda de munición trazadora del cañón de 30 mm GIAT DEFA 791B. Con un sistema de disparo de un tambor de siete recámaras, automático, accionado eléctricamente, tenía una cadencia de tiro de 2.500 disparos por minuto.

— Aeronave que exhibe matrícula Echo, Charlie, Delta, Lima, Golf, se le están realizando disparos disuasivos. Se ha comprobado la falsedad de su matrícula. Si no acata nuestras indicaciones y persiste en su rumbo se abrirá fuego hasta inutilizarla.

Lo que seguía era disparar, no de lado, sino a la aeronave. Cata sintió la tensión in crescendo por dentro de ella. Con Montjuïc por detrás observándola no iba a quedarle otra que seguir estrictamente las reglas.

Si Cata hubiera estado a cargo, se hubiera saltado las reglas. En vez de dispararle le hubiera pasado rasante. Una maniobra mucho más peligrosa, pero que podía hacer desistir al más tozudo. La turbulencia que podía crear el caza podía ser mucho más amenazadora que un disparo.

Por fortuna, el piloto del Antonov empezó a alabear y cuando Montjuïc se le puso por delante, lo siguió escrupulosamente.

Ella suspiró aliviada, al volver a la base. En la reunión post vuelo creyó haber pasado el examen de volar con su rígido jefe de escuadrón, pero una vez solos en la sala, pronto entendió que la cosa era distinta.

 Montjuïc terminaba de hablar con el Force Commander, cuando se volvió a donde estaba ella, sentada en uno de los bancos, estilo los de las escuelas. Esa sala de reuniones dentro de un contenedor de 20 pies, tenía mucho de aula. 

—Su comandante piensa que estuvo muy bien en la misión de intercepción. Me pidió que se lo dijera.

—¿Y usted, mi mayor? ¿Piensa lo mismo?

—No tengo por costumbre felicitar a mis subalternos por llevar a cabo lo que tienen que hacer.

— ¿Qué tiene en contra mío, mi mayor?

—Nada en particular. Solo me disgustan los paracaidistas. 

Así eran llamados quienes eran enviados a las unidades aéreas sin ser solicitados.

—Yo solo pedí volver a volar. No escogí venir a este escuadrón.

—Pues deberá ganarse estar en este escuadrón. Como cualquier otro. 

—Pensé que ya lo había hecho. Cuando me habilitó.

—Tengo el concepto de la evaluación permanente. Y lo sigo haciendo con usted, Bataglini.

Pensó que iba a dar por terminada la conversación. Pero en lugar de eso, tras un instante de indecisión, agregó:

—Tengo los resultados de la evaluación técnica sobre su incidente de los otros días.  ¿Tiene algo que decir al respecto?

—Lo que dije, está en mi informe.

—¿Sobre qué vio una alarma que no sonó y que no ha quedado registrada?

—Exacto, mi mayor.

—Vea, Bataglini. Le estoy dando una oportunidad. La última. Solo acepte que se equivocó y terminemos con esto. Sin otras consecuencias para usted.

—Sé lo que vi, mi mayor. No puedo cambiar lo que pasó.

—Un error puede entenderse, teniente. Mentir, no.

—No estoy mintiendo. ¡Esa luz se prendió!

—Conserve los modos, teniente. Le recomiendo que no vuelva a subir el tono de voz conmigo. ¿Estamos?

—Estamos mi mayor. Pero yo sé lo que vi.

Montjuïc meneó la cabeza, como si estuviera tirando la toalla con algo.

—No diga entonces que no le di una oportunidad.

—Cambiar lo que he dicho sería mentir.

—¿No pensó que tal vez haya sido un juego de su mente? ¿Qué lo imaginó?

Cata negó con la cabeza.

—Está muy segura, para ser alguien que aprobó su test sicológico en el segundo intento.

—Aprobé, mi mayor.

—Falló la primera, Bataglini. Hablé con el sicólogo que tomó su test. Inestabilidad emocional, me dijo. En el límite de lo aceptable.

—Como le dije, mi mayor. Me hicieron más exámenes para sacarse esa duda. Y aprobé.

El jefe del escuadrón no dijo nada a eso. Solo se la quedó mirando.

—Como le dije antes. No diga que no le di una oportunidad. Sea que crea que realmente vio algo o que se empecine en ocultar un error, no lo voy a dejar pasar. Pienso pedir un tribunal de desempeño para su caso.

De allí a ser separada del vuelo había un paso.

  

67

La vuelta

 

“Un hogar es donde está tu familia.”

John Boyne

 

 

Todo allí tenía un enorme sentimiento de déjà vu. Shamu estaba otra vez entre ellos y habían vuelto a la casa del antiguo comandante de la base.  

Luego del revuelo provocado por su intento de colarse en la base internacional, el general había conseguido el permiso para que estuviera allí. Había sido lo único que Leo le había visto pedir a Laura a un superior desde que tenía memoria.

Volvieron, pues, a las pequeñas rutinas. A perseguir al pequeño para que se bañara. A que le ganara a Leo en el Fortnite o cuanto juego de los Simpson tenía en su celular.

Cenaban juntos. Era prodigioso ver como el pequeño, que seguía sin decir palabra, se daba a entender con miradas y gestos simples.

—Pobrecito—le dijo Laura, en tanto lo veían comer una hamburguesa al plato con papas fritas—. Debió andar solo durante tres días para venir aquí.

Leo asintió, en tanto captó como el chico, en esos instantes cortos en que no lo veían, deslizaba algunas papas a los bolsillos del pantalón.

Laura captó lo mismo, y le recriminó con afecto:

—No, Shamu. No se pone la comida en los bolsillos.

No era la primera vez que se lo decían. Pero el niño no dejaba de llevarlo a cabo. Como dormir en el suelo en lugar de una cama. O atesorar víveres dentro de la almohada.

Leo miró a Laura, que le esquivó la mirada. Todos esos eran gestos que mostraban que venía de una realidad muy distinta a la de ellos. Se trataba de los signos que su esposa no quería ver: aquellos que le mostraban el riesgo de no ser compatibles. Sembraban la duda de estar haciendo lo correcto en atesorarlo de ese modo.

—Él nos eligió—dijo ella con decisión.

—Creo que es algo más complejo que eso.

A Laura no le gustó nada que dijera tales palabras.

Terminaron de cenar. En tanto ella preparaba todo para acostar a Shamu, él volvió a jugar a los juegos del celular, con igual mal resultado. Lo acostaron entre ambos. Laura se dispuso a leer una oración islámica luego de arroparlo para dormir. En el centro de refugiados les habían confirmado que la aldea era musulmana. De hecho, Shamu tenía entre sus pocas cosas encima, un tasbih: un objeto de 99 cuentas rematadas por una borla. Fue con el que ella invocó los 99 nombres de Dios, uno por cada cuenta, bajo la mirada atenta del pequeño. Como el equivalente del rezo cristiano antes de dormir_

Dios, el Benefactor, el Misericordioso, el Compasivo, el Rey, el Santo, la Paz….

Habían discutido también por eso: Laura no quería sacarlo de sus raíces y se esforzaba porque viviera como se esperaba de un buen musulmán. Descubrió que pese a ser una religión distinta del catolicismo que profesaba, ambas tenían no pocos puntos en común: Jesús era un profeta reverenciado, al igual que se respetaba a la Virgen María. Y no existía el menor inconveniente en que se rezara el padrenuestro.  

Terminó la invocación, tras el último nombre, recitando en la centésima cuenta la profesión de fe de cierre: “No hay otro dios más que el único Dios”.

Luego de eso le dio un beso en la frente y antes que pudiera hacer nada, el niño se abrazó a su brazo. Debió quedarse allí, al lado de su cama hasta que se durmiera.

Leo la observó, tan dedicada con ese niño. Se trataba de una relación que no estaba seguro que fuera a tener el final a que Laura le agradaría. Además, de momento, desbarataba todos sus planes respecto de partir de allí, de abandonar la misión por ese lucrativo puesto que le aguardaba en casa.

 

 

68

El consejo de un padre

 

“La diferencia entre tú y tu hija es sólo superficial. En el fondo ella es un ser igual a todos, alguien que necesita amor”.

Don Barthelme

 

 

 

Decidió correr por la playa ese día. El sol apenas había surgido, rojizo, áureo, del azul mar cuando dio con ella. Estaba sentada en la playa, sobre una bolsa de dormir arrugada. Se acercó a ella. Tenía una guitarra entre manos y parecía ejecutarla, pero no escuchaba ningún sonido.

Luego, un tanto más cerca, la observó mejor y entendió: Cata la ejecutaba con una sordina de felpa por debajo de las cuerdas. Llevaba puestos unos auriculares inalámbricos en los oídos.

Ella se sorprendió un poco de ver al mismo general detener su rutina de trote para sentarse a corta distancia de donde estaba.

Maldijo para sus adentros, de estar tan desarreglada luego de pasar una noche al razo. No había querido tener la compañía de nadie, por eso había venido a la playa. Su cabello debía ser un desastre y la remera arrugada de los The Rolling Stones con la típica imagen de la lengua fuera, no debía ayudarla en lo absoluto. Pero Cañones no reparó en eso, o no quiso hacerlo.

—Durmió acá anoche.

No era una pregunta, por lo que ella no se molestó en negar lo evidente.

—Trato de disfrutar mis últimos momentos aquí. Antes de ser repatriada.

—Supongo que lo dice por el pedido de su jefe de escuadrón.

—Exacto.

—No es común que se dé curso a ese tipo de cosas estando desplegados.

—Si se lo niega, lo reiterará cuando volvamos. Sabe que estoy perdida.

El general dejó de ver el mar, de llevar a cabo elongaciones con el cuerpo sobre las piernas extendidas para volverse a mirarla.

 —No deje que nadie le quite la paz, la sonrisa del rostro o poder disfrutar de un amanecer como este. Todo pasa, y pocas cosas son tan terribles como solemos pensar.

—Debería dedicarse a la autoayuda, mi general—replicó ella, ácida.

—No lo descarto, luego que me retire. O no pueda volar más.

Tal ocurrencia, dicha en el tono más casual del mundo, arrancó una sonrisa a Cata. Muy a pesar suyo.

—¿Es terrible, sabe?

—Eso me dicen.

Cata se levantó y se sacudió la arena.

—Acepte y vaya a esa cena—le dijo el general.

—Al parecer, ya se ha enterado.

—Es una base chica. Y su compañera de módulo estaba realmente preocupada por usted.

No dejaba de tener razón. Era algo que la había afectado aún más que la perspectiva de ser enjuiciada por sus actos cuando volviera a su unidad de tiempos normales.

—¿Es una orden?

—Un pedido. Déjeme actuar como esa figura paternal que usted me ha atribuido. Debe ir. 

—¿Para aparentar que todo está bien?

—Para enterrar fantasmas. Es su padre, mal que le pese. Y siempre lo será.

—No me interesa. Estoy bien con mis fantasmas. Me hacen compañía.

—Más bien le llenan la cabeza de aflicciones cuando está frustrada.

Tenía razón. Demasiada como para escuchar en palabras de otro, lo que le pasaba por dentro.

 —El orgullo que tan buena piloto la hace allá arriba, es el mismo que la esteriliza en sus decisiones cuando tiene los pies en el suelo—continuó Cañones—. Debería saber que no son las mismas reglas las que existen en el cielo que en la tierra.

Tal vez fuera así. Enrolló la bolsa de dormir, molesta, sabiendo que más tarde o más temprano, cedería a la imagen de autoridad y terminaría haciéndole caso.



 

 

69

Seis meses más

 

“Serás lo que debas ser, sino no serás nada.”

José de San Martín

 

 

Lo vio firmar el formulario de extensión del servicio y entregarlo al oficial de personal. Arriba de su firma estaba impreso el compromiso de servir en el extranjero por seis meses más.

Se acercó al contemplar la escena más de cerca.

—Era esto o los papeles del divorcio.

—Podría haberlos firmado. Su divorcio, digo.

—No bromee conmigo, mi general.

—Entonces, Aspell no trate de venderme excusas. Firma porque quiere, como se casó con Cayetano porque quiso. Cuando va a dejar esa máscara de lado y reconocer que está a gusto aquí, entre nosotros?

Miró las papeles en que acababa de estampar si rúbrica. Encontrar un trazo firme, definido no fue ninguna noticia. 

—No pierde nada con dejar de hacer ese papel de rebelde sin causa. Se lo aprecia, Aspell. Tiene un ligar aquí, entre nosotros. Solo acepte ese aprecio y empiece a ser lo que tiene que ser.

—Prefiero creer que cada uno puede hacer lo que le parece.

—La libertad es solo el modo de encontrar nuestro destino, Aspell. No pierda eso de vista.

—Por qué se empecina en decirme esas cosas.

—Tal vez porque es lo que me gustaría que hicieran conmigo de estar en su lugar.

—Usted nunca estuvo en mi lugar.

—No se crea. Era alguien muy distinta cuando tenía su grado.

—No puedo creerlo.

—Hágalo. La guerra cambio luchas cosas. No todas fueron malas. No para mí al menos. Aunque desearía haberlas entendido de otra forma.

Fueron palabras que, muy a su pesar, despertaron la curiosidad de Leo. Todavía se buscaba a sí mismo.

—¿Qué cosas?

—Que uno no vive en una isla. Lo hace con otros. Con quienes se junte determinan lo quiere ser. 

Hizo un gesto con los brazos, mostrando lo que había a su alrededor.

—¿Dónde y con quienes está? Saque sus propias conclusiones.

—Se equivoca. Este no es mi mundo.

—Puede ser. O estoy en lo cierto y es usted el que debe ajustar su conducta.

—No creo que deba ajustar nada.

Cañones lo observó, como quien se da cuenta de algo en el rostro del otro.

—Le horroriza comprometerse, ¿no? ¿Hacer lo que los demás, del modo de los demás?  No va a desaparecer porque siga un par de reglas.

—Usted no entiende.

—Claro que sí. Usted es el que no se comprende. No desprecie los dones que se le han dado. Apenas puedo aceptar que una persona con tantos dones viva desperdiciada por no atreverse a usarlos. Podría hacer mucho bien a mucha gente. Empezando por usted mismo.

—Usted siempre ha tenido una visión sobrevalorada de mí.

—No. Solo lo veo sin ese cristal de desvalorizarse suyo. La mentira más terrible es cuando uno se miente a sí mismo.

Aspell lo miró. Le gusta y le disgustaba aquello que le decía. Como era usual, desde el mismo instituto.

—Está grande Aspell, deje de jugar al eterno rebelde.

—Es algo que no creo poder superar. Digo, que sea rebelde.

—¿Quiere ser uno de nosotros? Pues entonces séalo, sin excusas. O vayase de una buena vez.

Pocas veces Leo lo había visto tan molesto, aun con él.

 

 

70

Una cena en familia

   

 

“La familia es una de las obras maestras de la naturaleza”.

George Santayana

 

 

Observó a su hermano mayor, en el lobby del hotel. Vestido impecablemente, al estilo de su padre. Hasta con el mismo corte de cabello. Como siempre, se esmeraba en parecerse a él tano como Cata buscaba diferenciarse.

El bigote rubión, al igual que su cabello, marcaba una diferencia con su progenitor: Tanto como los ojos celestes. Gianfranco había heredado mucho de su madre. Cata en cambio, había seguido en ambas cuestiones, los genes paternos: ojos y cabello oscuro. Aunque este último luciera rubio por esas cuestiones de la química capilar.

—Hola Gianni.

El hombre, en sus treinta, se levantó y la abrazó en un gesto de abierta afectividad. Cata pareció sorprendida al principio, antes de dejarse llevar por el abrazo. Él siempre había sido mucho más emocional que ella.

—Katy, déjame verte— la observó, sin quitarle los brazos de los hombros. Estaba más que encantado de verla y Cata por un momento se alegró de estar allí —. Te vez muy bien. Sí, ya sé, no me pongas esa cara. Cata, no Katy, hablamos castellano y todas esas cuestiones patrióticas tuyas.

—Exacto.

—Te veo bronceada y tan espectacular como siempre, Cata. Nadie diría que estás en el ejército.

Lucía un vestido azul marino, strapless con aplicación de pedrería, cintas ajustables en espalda y falda en acabado liso. Tenía en el cabello un semi recogido con raya a la derecha al frente, echado hacia atrás y a la izquierda de la nuca, sin que tocara los hombros.

—Aviación, hermanito. Es imposible no broncearse en este país.

—Sí, estoy padeciendo el calor desde que llegamos. Papá nos espera en el privado del restaurante principal.

—¿Existe alguna opción para no ir?

Gianni meneó la cabeza, algo atribulado mientras caminaban hacia allí.

—Sos igual a él. Por eso pelean tanto— le escuchó decir ella, más para sí que otra cosa.

Luego de entrar en el comedor principal del hotel, pasaron de largo el recinto común, para ir al privado. Allí los esperaban su padre y, para sorpresa de Cata, el propio presidente del país.

Se saludaron, parcos ambos. De hecho, Mohamed Diawara fue más efusivo que su propio progenitor.  

Franco Raúl Bataglini era un hombre que imponía su presencia al entrar a cualquier sito. Tenía en sus modos, la seguridad y actitud de superioridad de aquellos que están no sólo acostumbrados a ser obedecidos, sino a que todo se haga a la medida de sus deseos.

Desde el vamos la comida se desarrolló como un encuentro de negocios, de esos que implicaban bastantes ceros. Autopistas, represas, puertos, todo lo construible el padre de Cata lo ofertaba.

Se veía que Diawara tenía sus prevenciones con tener negocios con él. Veladamente le echó en cara tener negocios con Dada Oumee en Kubatu.

Cata bebió la copa de vino enfrente de su plato con resignación. Eso implicaba no volar al siguiente día. Pero esa noticia era por demás incómoda: su padre sacaba rédito de un dictador al que ella trataba de poner coto integrando una fuerza de injerencia humanitaria.  

Por lo menos, si la realidad familiar era decepcionante, el vino resultaba algo soberbio. Como todo lo que se relacionara con su padre. Una selección de las mejores variedades Cabernet Sauvignon, Merlot, Cabernet Franc y Petit Verdot. Que los viñedos de las bodegas de Château Lafite Rothschild de Francia podían ofrecer, convenientemente maduradas durante 20 meses en barricas de roble galo. No era extraño que tal materia prima, con tal dedicación, decantara en un vino delicado, de gran elegancia, de un cautivador color rojo oscuro con reflejos violetas, dueño de un aroma a fresa y tabaco, y un sabor armonioso, denso y cálido que atraía al paladar.

Casi casi que valía la pena no volar para disfrutarlo en esa cena. Casi.

Era el mejor vino de la carta en el ese restaurante del hotel Sheraton de Takaba, el único del país, en el que cenaban junto al primer mandatario de esa nación. Costaba 831,87 euros que al cambio en los francos de Markani daba una cifra de ocho dígitos.

A medida que transcurría la comida, en tanto se agotaba la primera botella de vino Château Lafite Rothschild de la cosecha de 1999.y Franco se servía de la que pidió en su reemplazo, su locuacidad comenzó a incrementarse.

—Mi hija tenía todo asegurado en la vida y en cambio prefirió irse a pasar rigores con los militares.

Era una indirecta, disimulada en comentario casual, para mostrar su desagrado en la cuestión. Cata fingió ignorarlo, como siempre que las hacía. Le encantaba esas recriminaciones veladas en público.

—Algo parecido me pasó con mi padre—dijo el presidente, mirando a Cata—. No entendía como teniendo un pedazo de tierra, un buey y aparatos de labranza, me iba a estudiar a la universidad algo que nunca podría aplicar en la aldea. 

Ella no pudo evitar sonreír. Incluso antes de observar la contrariedad en el rostro de su padre. 

Franco se mostró un tanto contrariado por la intervención de su invitado, con que aspiraba a llevar adelante varios negocios millonarios. Pero no cejó en la intensión de dejar en claro su postura respecto de su hija.

—Véala, señor presidente. Ha heredado la belleza de su madre y la exquisitez de sus modales, junto con mi férrea determinación para lograr cosas. Tiene la combinación apropiada para llevar a mis empresas al siguiente escalón del éxito. Por algo, en ese ejército que está es una piloto de caza. Un ave de presa, una conquistadora. Ya de niña se enojaba cuando las cosas no salían como ella quería y no cejaba hasta conseguir eso. A pesar de tener más edad, Gianfranco siempre fue una marioneta suya. Con él la cosa fue distinta. Heredó la debilidad del carácter de mi esposa con mi tendencia a caer en lugares oscuros.

Cata bebió su vino sin darse por enterada, ni disimular su malestar por como trataba a su hermano. Gianni, por su parte, se limitó a digerir en silencio el golpe. A diferencia de ella, nunca lo enfrentaba. Volvieron a los negocios. Franco bebió otras dos copas antes de ensayar una distinta aproximación a su díscola hija:

—Lindo vestido. No creo que hayas podido comprarlo con su sueldo de soldado.

—En realidad lo compré en la tienda del hotel, cargado a la cuenta de Socbat, papá. Cuatro mil quinientos euros.

Diawara no pudo evitar atragantarse con el vino que estaba tomando. Fue solo por un instante, sin que se notase demasiado. Aun para él, acostumbrado a negociar por millones, la cifra lo había impresionado. Era una pequeña fortuna. Pero al levantar la vista, notó ese cruce de miradas entre padre e hija. No era un vestido, ni el precio que tuviere. Había algo de desafío en todo el asunto.

Franco percibió su curiosidad y se encargó de explicárselo, luego de terminar su copa.

—Mi hija cree que puede escandalizarme con esos derroches que hace pretendiendo castigarme por señalarle su destino—se volvió entonces a Cata y la sonrisa risueña desapareció de su rostro—. Gano cien veces eso mientras voy a lavarme las manos al baño. En el camino de ida solamente. 

—Mi vida es volar, papá.

—Tu vida es con tu familia. Y no me vengas con eso de la familia aeronáutica. Hay una sola y soy yo.

Cata se levantó de la silla. No disimuló lo molesta que estaba.

—Si me disculpan, caballeros, tengo necesidad de salir a tomar aire.

Fue hasta la parte del balcón, sin importarle lo que pensaran al respecto. El aire cálido del exterior la abrazó, recordándole lo bien que se estaba dentro con aire acondicionado.

Luego de un par de minutos, alguien se le sumó. Pensó que era su hermano, pero se trataba del propio presidente.

—¿Acepta compañía?—le preguntó. Tenía una sonrisa encantadora, debió admitir.

—Es su país.

El solo asintió, sin dejar de sonreír. Se puso a un lado suyo, pero conservando la distancia.  

—Me impresiona, teniente. Ese es su grado, ¿verdad?

—Teniente de vuelo. No creo tener nada impresionante para un presidente.

—Es una mujer fuerte, que sabe lo que quiere.  

Cata esperó que eso fuera cierto. Le llevaba unos años, pero no podía evitar la atracción respecto de él. Supuso que era algo parecido a lo que ocurría cuando arengaba a las masas en los balcones del palacio presidencial. 

—Que hace cosas tradicionalmente en poder de los hombres—agregó el presidente—, tan bien o mejor que ellos. 

—No creo que todos aprueben eso. Mi padre, por ejemplo.

—Su padre no la conoce, Catalina. ¿Puedo decirse así?

Ella asintió. Cualquier hombre que la reconociera de esa forma, bien podía llamarla por su nombre. Una luz se le prendió dentro: amarilla, de cuidado y precaución. "Tómalo con calma, amiga" se dijo a sí misma. "En tu estado emocional, recuerda que no todo lo que brilla es oro", advirtió para sus adentros. 

—Ojalá en mi país tuviéramos mujeres como usted.  

—Claro que puede. Dándoles educación, con leyes que las protejan de los abusos. 

—Nuestras costumbres son un tanto patriarcales. 

—Pueden cambiar. 

—A veces, mi estimada Catalina, es mucho más fácil hacer una revolución política o independizar un país que cambiar una costumbre. 

—Pues tendría que intentarlo. Es la mitad de su población. No hay progreso sin que ellas sean también parte activa de la vida del país. 

—Es un buen punto.

—Ignorado por siglos. O, más bien, por milenios. Por ustedes los hombres.

—Creo ser una persona amplia en el asunto.

—Si fuera amplia, habría venido a cenar con su esposa.

El presidente asintió.

—Puede ser. Pero en cambio, he venido a buscarla para volver a la mesa.

—No creo que me apetezca volver.

—¿Ni por su padre?

—Menos que menos.

—Quizás no me expresé bien, teniente de vuelo. Aposté con su padre que podría lograr que volviera. El está seguro que no lo lograría. Tanto, que reducirá un quinto sus precios si lo logro.

Algo característico de Franco Bataglini, pensó su hija: reducir todo a dinero, de una forma u otra.

—Así que perdería mucho dinero de volver con usted—dijo ella, repentinamente interesada.

—Creo que eso no sería nada comparado a que usted puede ver la expresión en su rostro cuando se sepa derrotado.

La sonrisa encantadora de Diawara trocó en otra, más perversa. Pero a Cata eso no le importó.

Rodeó entonces con su brazo el del presidente, en tanto ambos encaminaban sus pasos de vuelta a la mesa.    

 

71

El secreto de durar

 

“Éramos como extraños que se conocían muy bien.”

Billy Crudup

 

 

Cata estaba en el turno de alerta de dos minutos. Ello implicaba estar sobre el avión, con todo el equipo colocado y dentro de la cabina lista para ponerse en marcha ante cualquier orden en tal sentido.

Esteban estaba allí, sentado en el último escalón de la escalerilla a un lado de la cabina tipo burbuja abierta.  

Las cosas no iban bien para ella. Se enfrentaría a un tribunal militar por su incidente del misil y la ceba con su padre le había dejado ese gusto amargo de aquello que nunca puede ser solucionado. Por eso estaba agradecida de poder tener ese momento allí, con él. Esteban era no solo alguien con quien había podido sino arreglar las cosas, superar la distancia del pasado. Podía sentir como la llenaba poder pasar tiempo con él. Aunque todavía acarreaba duda respecto de si existía un futuro para ambos, de a dos.

Su vida distaba de ser perfecta, pero había aprendido por eso mismo a no rechazar esos momentos de verdadero oasis sentimental entre la árida adversidad que enfrentaba por otras cuestiones. Ya no espera tener una existencia perfecta para enfocarse en no dejar de aprovechar los momentos buenos que se le presentaban, aun pasando por situaciones difíciles.

Eso era, justamente, lo que habían logrado con Esteban. Había algo más que complicidad entre ellos. Se trataba de estar cómodos juntos, tal como eran. Sobrellevando los aspectos del otro que no gustaban y valorando aquellos que les agradaban. Existía, luego de lo pasado, una mutua aceptación, con los aciertos y las fallas, con lo atrayente y lo no tanto. Pasado el arrebatamiento de esa noche en Nairobi, dejado a un lado esa tensión afligente que siguió a cómo terminaron todo, a dos pasos de un altar, tenían ahora un vínculo mucho más maduro. La atracción seguía fuerte, aunque no con la intensidad de los días pasados. Había cierta calma decantada en seguridad. Una conexión más fuerte y estable, que les daba tanto dicha como seguridad.

   

            —Me gusta estar así. Como sea que estemos.

            —¿Seguís teniendo miedo de ponerle un nombre a lo nuestro?

     Ella se encogió de hombros, incómoda.

     —Mirá lo que nos pasó la otra vez. Es decir, estamos bien pero me da un poco de cosa. Lo bueno no dura para siempre.

—Las relaciones no duran por los buenos momentos, sino por cómo nos tratamos en los malos tiempos.

Cata iba a comentar algo a eso, pero una luz roja de una sirena comenzó a girar, por encima del portón del hangar móvil, al tiempo que un silbido agudo y continuo se dejaba escuchar.

Ella observó como la computadora de navegación recibía los datos, luego de dar el arranque a los sistemas. Esteban hizo una rápida comprobación que Cata estuviera asegurada al asiento, conectada la máscara al oxígeno y los cables de comunicaciones en orden. Luego, saltó al suelo y retiró la escalerilla.

El señalero ya estaba en posición, para comprobar el encendido de los motores. La cabina de se cerró. Antes que el Rafale empezara a echar andar, Esteban notó que Cata se volvía y le tiraba un beso, antes de colocarse la máscara.

Nunca antes le había visto hacer ese tipo de gestos.  

Cuarenta y cinco segundos después de la señal de alerta, la luz del hangar móvil cambiaba de roja a verde. El Rafale salió pronto de allí, transitando veloz por la calle de rodaje hacia el inicio de pista.

Esteban lo siguió con la mirada. Apenas si estuvo en cabecera el mínimo tiempo para orientar el avión, antes de lanzarse por la pista a toda velocidad. Pronto, se elevaba casi en vertical al cielo.

Un segundo avión se lo unió, diez segundos y fracción después. Siendo diminutas figuras grises sobre un límpido cielo azul, ejecutaron en formación un viraje cerrado hacia donde el azul del océano se confundía con el firmamento.

 

 

 

72

Derribada

 

“Todo lo que la experiencia vale la pena que nos enseñe, nos lo enseña por sorpresa.”

Charles Sanders Peirce

 

 

Los planos del avión quebraron el aire y ambos cazar se alzaron, lado a lado. A los quince minutos, unas nubes bajas se lo habían tragado.

Unos minutos más tarde, la sección de dos Rafale había abandonado las nubes. La formación se enderezó a seis mil quinientos metros. Cata dejó por un momento de observar el panel de instrumentos y miró la bóveda celeste que los envolvía.

Los altos cúmulos que flotaban por debajo de ellos le recordaban el velamen de un velero. Un sol brillante daba de pleno en las burbujas de las cabinas, bañándolas con su cálida luminosidad. Miró hacia sus alas y luego al Rafale de su líder de sección. La luz solar hacía que los grisáceos aviones aparecieran de un blanco radiante contra el azul supremo del cielo. Al Este, el horizonte quedaba perfectamente delimitado como una línea recta que marcaba la separación entre la tierra y el cielo; pero al frente, al Noroeste, una neblina gris los separaba. Nubes por encima del objetivo.

—Helena Uno a Helena dos. Mantenga formación hasta nueva orden.

—Recibido, Helena Uno.

Examinó la costa de Kubatu que se encontraba a unas veinte millas de distancia.

Cata notó como la luz de advertencia de misil se encendió nuevamente. Otra vez, sin previo aviso, sin sonar la alarma. Para peor, le pasaba formada a la par de Montjuïc. Por un instante, una mínima fracción de segundo, pensó en no hacer nada. Luego, su conciencia decidió por ella.

—¡Contacto misil, contacto misil!—gritó por la radio—¡Inicio evasión por derecha!   

Lanzó el chaff y flare que cargaba en contenedores bajo las alas. En tanto daba un giro cerrado y hacia abajo por derecha, escuchó por sus auriculares:

—Qué demonios…

Tres o cuatro segundos después, sintió la explosión, como si fuera al lado suyo. Pero el misil había impactado en la nube de láminas diminutas de aluminio.

Pensó que había conseguido librarse, pero un par de segundos después, algo la golpeó de lleno. Se sacudió en su asiento, al tiempo que luchaba por estabilizar al Rafale.

Tras el impacto, todo cambió en un instante, dentro y fuera de la cabina. Cata notó como el morro del aparato empezó a descender, como un peso muerto, en picado. Intentó remontarlo con la palanca de mando, en vano. Toda la energía eléctrica parecía haberse esfumado y los controles ya no le respondían. El sistema eléctrico se apagó de repente. Estaba ciega, a oscuras, sin poder dominar en nada al curso de la aeronave. 

Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 11: Estado de guerra


NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 

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