Misión en el Trópico 11: estado de guerra.
73
Eyección
“Llamo espíritu guerrero a un estado de ánimo habitual que no encuentra
en el riesgo de una empresa motivo suficiente para evitarla”.
José Ortega y Gasset
Muy de a poco, el
morro del avión empezó a enderezase de nuevo, pero todo el aparato se desviaba
a la izquierda. Intentó, una vez más, maniobrar con la palanca de control, pero
la aeronave ya no le respondió. No había recobrado ninguna potencia. Simplemente, por
aceleración, la aeronave había vuelto a ganar algo de sustentabilidad, para luego
perderla con igual prontitud. Seguía perdiendo altitud, veloz. La aeronave era insalvable y
ella debía salir de allí lo más rápido posible.
El aire olía a humo
y al ácido aroma del combustible quemado.
"Eyección, eyección,
eyección". La repetición de la orden, tres veces, como se lo habían dicho hasta
el hartazgo, resonó dentro de su cabeza, como en automático.
Su vida estaba
ahora en manos del asiento eyectable MKF16F, construido por SEMMB, Société d'
exploitation des materiales Martin Baker.
Martin Baker
Mk-F16F, del tipo «cero-cero» suministrado por una empresa conjunta entre la
compañía francesa Safran y el emblemático fabricante de asientos eyectables
Martin Baker.
Tomó con ambas
manos la anilla de eyección, una gruesa correa amarilla y negra, que tenía
entre ambas piernas, tirando de ella con fuerza en un movimiento limpio, seco,
rápido. Se encontró, en el instante antes que todo iniciara, invocando por
ayuda a ese Dios que no terminaba de aceptar.
El pesado silencio
de la cabina (hasta las alarmas que reverberaban por todo el panel de controles
habían cortado su sonido) fue reemplazado, de forma abrupta, por el
desprendimiento de la cúpula de la cabina y la explosión del cohete eyector.
Cata sintió como era lanzada hacia arriba junto al asiento, en medio de una
mezcla de ruidos atronadores, vientos hirientes y plexiglás. Su última visión
del avión fue la de un panel de instrumentos con toda clase de avisos de alarma
y las llamas rojizas en la parte trasera del caza que avanzaban hacia donde
estaba, que reflejaban los retrovisores a uno y otro lado de la cabina.
Sintió en el
cuerpo, en los huesos, en todos los sentidos, la tremenda aceleración. Como
para no hacerlo. Estaba en un asiento impulsado hacia arriba por un cohete que
le hacía experimentar entre 14 a 22 G. Fueron segundos que se eternizaron, ante
que sintiera como el impulso fortísimo cesaba y el asiento al que todavía
estaba unida empezaba a estabilizarse. Hasta entonces había mantenido una
especie de posición en V como si estuviera tumbada en una reposera de playa.
Ahora, sentía como el asiento se empezaba a poner vertical, tironeado por algo
por detrás. Supuso que se trataba del paracaídas auxiliar.
Unos segundos
después se sintió jalada, con fuerza y
de improviso, hacia arriba. Observó como el asiento caída hacia abajo, libre de
ella. La tensión del arnés en las ingles fue aún mayor cuando el paracaídas
principal se abrió como un hongo por encima de ella.
Buscó de aferrar
las riendas principales, por encima de sus hombros. Comprobó, aliviada, que el
velamen del paracaídas se había desplegado sin problemas. Luego se fijó hacia
abajo, a ese cuadrado de tela que le colgaba por un cordel un par de metros
abajo. Se trataba del equipo de supervivencia que iba en el asiento.
Tras el
ensordecedor estampido durante la eyección, ahora todo era silencio. Parecía
estar colgaba por encima de la tierra. Descendía hacia una isla.
Escuchó, a sus
espaldas, un ruido grave, asordinado al impactar algo contra el agua. Supuso
que se trataba de los restos de su avión. Había pasado menos de un minuto y
medio desde que se expulsara de la aeronave.
Un sentimiento de
estar desvalida y vulnerable la asaltó. El terror comenzó a presionar en su
mente. Se obligó a no ceder al miedo y la incertidumbre. Entrar en pánico, solo
complicaba bastante el poder sobrevivir. Debía estar atenta, concentrada en lo
que debía hacer. Ya había comprobado el paracaídas. Se quitó como pudo,
balanceándose en el aire, la máscara de oxígeno del rostro. Si al caer perdía
el conocimiento teniéndola puesta, era probable que se sofocara cuando el
contenido del pequeño depósito que contenía para estas eventualidades se agotara.
Escuchó entonces un
rugido apagado. Lo reconoció de inmediato. Eran los motores de un Rafale. Quiso
mirar hacia arriba, pero el paracaídas le tapaba la visión. Su jefe de
escuadrón estaba allí, por encima, en alguna parte.
Cada vez estaba más
cerca de la tierra. La playa en la costa era corta, para luego empezar una
jungla al parecer impenetrable. No se veía claro alguno en ella desde arriba.
No le entusiasmaba terminar allí, cayendo entre los árboles.
Unos estruendos
seguidos de zumbidos la hicieron volver la vista a un lado. Desde una ruta de
tierra contigua a la playa. Le estaban disparando, desde una ametralladora
pesada montaba encima de la parte trasera de una camioneta.
El arma era
alargada, con un gran cañón, negrísima. Le recordó a las ametralladora pesada
rusa de 14,5 mm, la KPV. Un arma grande y pesada para las fuerzas de infantería
que se diseñara, pero que en cambio era excelente como arma antiaérea, pudiendo
alcanzar a los helicópteros o aviones en vuelo bajo hasta un kilómetro y medio.
Esta vez, el terror
si se apoderó de ella.
74
Una situación comprometida
“El mayor espectáculo es un hombre esforzado luchando contra la
adversidad; pero hay otro aún más grande: ver a otro hombre lanzarse en su
ayuda”.
Oliver Goldsmith
Todavía no podía
creerlo: Montjuïc repasó mentalmente, una vez más, lo ocurrido. Había tratado
de recriminar a Bataglini por su viraje y alerta de misil, solo para ver como
unos pocos segundos después, a menos de una milla de donde estaba él, la aeronave de su numeral era
alcanzado por una especie de viento de recio metal. Un fenómeno que se había
originado un par de instantes antes, cuando una especie de capsula ovalada, que
remataba en punta, literalmente se dividió en el aire.
El fruto de esa
partición, fue una especie de nube que se abatió, veloz, sobre la parte trasera
del caza. Luego de eso, el fuselaje quedó con múltiples orificios y
abolladuras, en tanto ambos motores se prendían fuego.
En el control de
vuelo escucharon sus insultos, instando a que Cata abandonara ese avión
envuelto en humo y llamas. No llegó al comunicarse con ella. Tal vez, sus
sistemas de comunicación habían quedado tan inservibles como ese avión que a
duras penas se mantenía en el aire.
En tanto, se
mantenía zigzagueante en el aire, descendiendo para no perder a esa aeronave
herida de muerte de su visual. Lo que podía haberle dado a ella, también podía
impactar en él, pero no le importaba. Asumía ese riesgo, para no dejarla allí,
sin saber si Bataglini estaba bien o no, dentro de la maltrecha cabina del caza.
Dejó de escapar un
suspiro de alivio, al ver como la cabina se despegaba de la aeronave, y el
piloto con su asiento salía despedido hacia el cielo.
—Helena Uno a Zeus.
Sufrimos un ataque. Helena dos caído. Eyección exitosa, solicito unidad de
rescate para el piloto. Continúo en el lugar para dar cobertura.
—Informe naturaleza
del ataque, Helena Uno.
La voz femenina del
control de la operación le pedía algo que él mismo todavía trataba de entender.
—No tengo la menor
idea, Zeus. Un proyectil que se dividió en el aire antes de impactar.
Orbitaba en amplios
círculos unos dos mil pies por encima del paracaídas que caía. No podía
precisar todavía la condición de quien pendía de él, si se hallaba consciente o
no, a salvo o herida.
Los vio entonces,
en una de sus aproximaciones a la costa. Se trataba de un vehículo al parecer
civil, alguna clase de camioneta abierta en la parte trasera, lugar en donde se
había montado una ametralladora inmensa.
Comprobó, con
estupor, que apuntaban y disparaban contra el paracaídas que descendía sobre la
selva contigua a la costa.
Se lanzó entonces,
contra ellos. Disparó, aun antes de estar al alcance del arma, su cañón de 30 milímetros. Buscaba
atraer su atención y que dejaran de disparar sobre el paracaídas.
Para su fortuna,
los servidores del arma en vez de apuntarle y abrir fuego en su contra con
ella, escaparon saltando del vehículo al verlo acercarse. No parecían parte de
una unidad militar regular, sino más bien de algún tipo de milicia. Sin la disciplina para enfrentarse a un rugiente caza que se lanzaba desde el aire contra ellos disparando su arma.
Montjuïc centró en
la mira al vehículo para oprimir el botón del disparador tan pronto pudo.
Observó el reguero de impactos, en línea sobre el suelo, en dirección a la
camioneta. Al impactarla, la explosión del tanque de combustible, la munición
del arma o ambas cosas, la lanzó por los aires convertida en una bola de
fuego.
75
Opciones tácticas
“No son las noticias las que hacen el periódico sino el periódico el que
hace las noticias.”
Umberto Eco
Nadie decía mucho,
en esa sala de Comando y Control. Solo mantenían los ojos fijos en las imágenes
que llegaban desde el satélite, en tiempo real, referente a lo acontecido.
Desde el incidente
en el helicóptero en Kubatu con Laura y Leo, Cañones había agregado a su lista de recursos, un satélite
de reconocimiento de órbita baja, que posibilitaba ver lo que ocurría en la
región donde se llevaban a cabo las operaciones. Se trataba de uno de los
equipos de mayor calidad de imagen, capaz de poder ver con nitidez los detalles
de una moneda desde su órbita.
Siguieron de esa
forma las alternativas de la destrucción del caza y la eyección de Cata. Ahora,
mientras veían al paracaídas descender sobre el manto verde de la selva, la
tensión era palpable.
Pidió que pusieran en mitad de la pantalla que tenían delante a un mapa de las tres islas de Kubatu.
—Le dispararon
mientras descendía en paracaídas—comentó Gerin, sin necesidad que nadie se lo
dijera—. Eso califica como crimen de guerra.
—Es claro que hemos
sido atacados—agregó Mc. Gregor—. El avión estaba en espacio aéreo
internacional. Lo que sea que lo haya impactado, es claro que responde a un
acto humano.
El general seguía observando
el mapa de las islas. En tanto, el paracaídas desapareció entre los árboles.
—¿Qué opciones
tenemos?
—Derecho de
represalia—dijo Gerin al otro lado de la mesa. De forma automática, todas las
miradas se concentraron en él.
—Creo que ese es su campo, más que el mío, Juez. Explíquese—le requirió su comandante.
—Sufrimos un
ataque—le aclaró—. Podemos responder, siempre que sea inmediato, sobre objetivos
legítimos, por actos conducentes y proporcionales.
—No sabemos quién
la atacó—terció Mariana, abriendo la boca por primera vez. Todavía la tenía
impresionada lo que había visto.
—Fue desde un
territorio bajo control del gobierno de Kubatu—Javier se volvió para responderle,
como si solo hablara con ella—. Ellos tienen la responsabilidad por los actos
hostiles que se nos dirijan desde su territorio.
—Muy bien
entonces—Cañones se dirigió a Joan—. Quiero un listado de objetivos.
—¿No cree que
habría que consultarlo?—preguntó la piloto naval estadounidense.
—Lo haré mientras empezamos a planearlo. No
debe ser nada que afecte a la población civil, pero sí que mande un mensaje
claro a Dada Oumee. Es lo mejor que podemos hacer para proteger a quien tenemos
que recuperar. Que sepa que devolveremos cualquier acto violento que tenga en
mente.
—Avisaremos de los
ataques—apuntó Mariana—. Eso minimizaría cualquier riesgo de daño no deseados.
—Nos deja sin el
factor sorpresa—objetó Joan.
Ambas evitaban
mirarse, pero de un tiempo a esta parte, en general cuando una decía blanco, la
otra hablaba de negro.
—Quiero minimizar
el daño colateral. También, lo haremos a distancia, para minimizar los riesgos
a nuestra gente.
—Tiene algún
sistema de armas en mente, supongo—le dijo Gerin.
—Pensaba en el
Taurus.
Se trataba de un misil
de crucero para blancos a gran distancia. La denominación era en realidad un acrónimo
en inglés de una larguísima denominación: Target Adaptive Unitary and Dispenser
Robotic Ubiquity System / Kinetic Energy Penetrator and Destroyer. En pocas
palabras: algo que tenía la posibilidad batir un blanco con una precisión y
devastación en las fronteras de la ciencia ficción.
Poseía capacidad
furtiva, un radio de alcance de 500 km, y estaba provisto de un motor turbofán
capaz de alcanzar Mach 0,9. Casi la velocidad del sonido.
El abogado no dejó
de dedicarle una mirada escéptica. Como todo armamento sensible, las
autorizaciones para su uso no eran pocas.
—Demoraremos unas
doce horas en tenerlos. Mínimo. Y eso, a partir de obtener las autorizaciones
del caso.
—Creo que tengo una
salida mejor—dijo Joan.
Salió de la sala
sin aclarar a que se refería.
Entonces, una luz
parpadeó en la mesa de control de Mariana. Sin demora, pasó el audio a los
parlantes al lado de la pantalla que presidía la sala.
— Helena dos se está
intentando comunicar con nosotros—dijo, sin poder disimular la emoción en la
voz.
76
Un territorio hostil
“Si estás atravesando el infierno, sigue caminando”.
Winston Churchill
La mancha verde, al
parecer infinita, por debajo de los pies que balanceaban, comenzó a tomar forma
de selva primero y de un abigarrado conjunto de árboles después. Empezó a
pensar sobre donde aterrizaría, llevada por el viento y la fuerza de gravedad.
No se trataba el suyo, de un paracaídas comandado. Tomaría tierra donde el
destino la llevase.
Al parecer estaba
cerca. Rogó a ese Dios en que no creía demasiado, como antes al eyectarse, que
fuera lo suficientemente bondadoso como para permitirle tocar tierra lo más
amablemente posible, sin estrellarse contra algo. La selva se presentaba
especialmente cerrada en esa parte, sin poder vislumbrar claro alguno. Eso no
hacía más que incrementar sus temores.
Juntó los muslos
para protegerse la entrepierna, se cogió el hombro derecho con la mano
izquierda y el izquierdo con la mano derecha, pegó la barbilla al pecho y hundió
la cabeza entre los hombros. Sólo le quedaba esperar.
Tenía el cuerpo en
tensión, en espera del impacto. Sintió como algo se topaba con sus pies, para
quebrarse con estrépito. Un par de ramas le pasaron por el cuerpos, en tanto
otras le zaherían el rostro y los brazos. Caía en el medio de la selva, abriéndose
paso entre las copas de los árboles desde lo alto.
El paracaídas se
detuvo de repente, jalándola hacia arriba primero y luego bamboleándola hacia
un lado. Se estrelló de lado, el derecho de su cuerpo, contra un árbol. No pudo
dejar de escapar un grito de dolor por el golpe, al tiempo que sentía como el hombro
parecía incendiársele con una sensación abrazadora desde dentro.
Quedó colgando. Al
ver hacia abajo, descubrió que le faltaban al menos tres metros para tocar
tierra. Más aun la preocupó el percibir que no podía mover demasiado el brazo
derecho.
Hacia arriba, el
velamen del paracaídas se había trancado entre las ramas superiores del árbol.
Exhibía en parte, agujeros que le parecieron de las balas que le habían
disparado. Para su fortuna, se habían ensañado con el paracaídas antes que con
ella. Y ninguno de esos disparos parecía haber afectado demasiado a la sustentación
en el aire con él.
Esperaba seguir
teniendo esa misma suerte cósmica, liberó los seguros que aseguraban el arnés
que la tenía sujeta al paracaídas. Cayó al suelo, rodando por un trecho. El
dolor en su hombro se hizo aún más fuerte.
Quedó allí tendida,
en el suelo, en tanto el dolor se volvía soportable. Se incorporó como pudo,
con un solo brazo. Desenfundó su pistola Glock 19, cargando una munición en la
recámara. Era básicamente una versión compacta para los pilotos de cazas de la Glock
17 que usaban los helicopteristas y las tropas de protección terrestre.
Buscó un lugar
donde tuviera guarnecerse, en tanto se aseguraba que no hubiera alguien acechándola
en ese sitio en que apenas la luz del sol conseguía colarse entre las copas de
los árboles.
No observó ni oyó a
nadie. Sacó de su botiquín de emergencia una de las ampollas que les habían
enseñado eran para el dolor. Se trataba de una ampolla de vidrio que remataba
en un capuchón que, al ser quitado, dejaba ver una larga y gruesa aguja. Se
suponía que podía colocarla incluso a través del buzo de vuelo, pero se las
ingenió para abrirlo y ver el lugar. No le gustó descubrir la piel amoratada en
ese sitio. Juntó fuerza, se mordió la lengua y con un golpe seco descargó allí
la fuerza para hacer penetrar la aguja en su piel.
Otra vez vio las
estrellas. Estuvo a punto de desmayarse del dolor. Pero tras aguantar como pudo
un par de minutos, la sensación comenzó a degradarse. Pronto se halló lo
suficientemente repuesta como para intentar comunicarse con la radio que
llevaba en el chaleco de emergencia.
Tuvo que hacer
memoria para recordar su indicativo de escape. En situaciones como las que
estaba, solo se usaba un número, para dar la menor cantidad posible de
información si las comunicaciones se interferían.
—Seis a Dos. Seis a
Dos.
Nada. Un
sentimiento de orfandad la capturó de improviso.
—Seis a dos.
Conteste Dos.
—Aquí dos, seis. Informe
su condición.
Reconoció la voz.
Era la de Cañones en persona. Un sentimiento de inexplicable alivio la ganó.
—Lo siento mucho—le
dijo, con vergüenza—. No pude salvar el avión.
—Olvídese de eso. Solo
manténgase a salvo.
—Sí, lo hare.
—¿Cómo está Seis?
Le contó lo de su hombro. Un médico estaba allí para ayudarla con eso. Cambiaron unas palabras sobre su herida. Cata había acertado con aquello que se había autoadministrado. De momento, no se podía hacer mucho más que eso.
Volvió a hablar con Cañones.
—Estamos preparando
su extracción, pero puede llevar algún tiempo. En tanto, concéntrese en evadir
todo contacto con los locales. Es lo único que importa ahora. Repórtese
conforme las directivas en los horarios fijados.
—¿En cuánto tiempo
estima la extracción, Dos?—preguntó, ansiosa.
—Todavía no tenemos
una estima de tiempo, pero no se preocupe. La traeremos de vuelta, Seis.
—No voy a mentirle,
Dos. No estoy en mi mejor versión.
—No se lamente de
sentir miedo. Es algo bueno. La mantendrá alerta.
—Solo no me tenga
alerta mucho tiempo. Por favor.
Cortaron la comunicación. Por algún motivo no
podían ir por ella y eso la desalentó de momento. Un piloto en el cielo y en su
avión era un arma temible. Pero en tierra y sin él, pocas cosas podían tener
mayor vulnerabilidad que ella en ese momento.
Todos sabían eso.
En particular, quienes quisieran atraparla.
El general le había asegurado que la buscarían, sin dar mayores detalles al respecto. Era todo lo que tenía, y eso tendría que bastarle a su ánimo por el momento.
77
Remordimiento
“No son las noticias las que hacen el periódico sino el periódico el que
hace las noticias.”
Umberto Eco
Apenas tocó tierra, Montjuïc fue llevado al debriefing de la misión. Era una etapa más de volar en misiones operativas. El piloto debía informar respecto del vuelo y sus novedades. Se trataba de una reunión, normalmente con personal de inteligencia aérea de combate que revisaba las acciones tomadas, los resultados obtenidos en la misión y la información útil respecto de ambas.
Ese día, por
razones obvias, fue algo especial. Se hallaba en ese cuarto más gente de lo
normal. Incluido Esteban, que no tardó en advertir, era el que más idea tenía
respecto de lo que él contaba sobre el arma que derribara al avión de Cata.
—Al parecer, es un cañón
de riel, mi general—le dijo a Cañones que había permanecido allí a la escucha
mientras el jefe de escuadrón rendía su informe.
Explicó,
brevemente, a lo que parecía se enfrentaban. Se trataba de un arma eléctrica que por medio
de un campo magnético disparaba proyectiles metálicos a alta velocidad.
—No creo que Dada Oumee
pueda hacer algo tan avanzado como eso—dijo Gerin. Como siempre, estaba a corta
distancia del comandante.
—Es improbable.
Nada en Kubatu nos puede hacer pensar que tengan la capacidad de desarrollar
ese tipo de armas—respondió Esteban.
—Pero puede que sí
cobije a otros que las hayan desarrollado y buscan probarlas.
Todas las miradas
se centraron en Cañones, interesados en una mayor explicación respecto de lo
que acababa de decir.
Pero no lo hizo. No
dijo más e hizo una seña para que Esteban siguiera con sus datos sobre el arma
que creían era responsable del derribo.
—Los rieles y los
proyectiles deben ser construidos de materiales fuertes y conductores; los
rieles deben sobrevivir a la violencia de un proyectil acelerado, y al calor
producto de las fricciones y el paso de la corriente eléctrica. La fuente de
energía debe ser capaz de entregar una corriente muy grande, sostenida y
controlada, en un lapso utilizable.
—En resumen, un
arma muy, muy compleja.
—Es por eso—explicó
Esteban, que hasta ahora solo hay proyectos. Ningún prototipo que haya
alcanzado estatus operativo.
—Pues aquí
probablemente nos hemos topado con el primero—dijo, algo lúgubre, Gerin.
—No entiendo por
qué no lo dispararon contra mí también—observó Montjuïc.
—La medida más
importante de la eficacia de la fuente de energía es la corriente que puede
entregar—explicó Esteban—. La mayor energía conocida y utilizada para la
propulsión de un proyectil de un cañón de riel fue de 32 millones de julios.
La fuente de energía más utilizada en cañones de riel son los condensadores y
el alternador de pulsos compensado, que son cargados poco a poco de otras
fuentes de energía continua o mediante un generador de Van de Graaff.
Un Julio equivalía
al trabajo necesario para producir un vatio de potencia continuamente durante
un segundo, pensó Mariana. Ella había llevado la parte principal en el
interrogatorio para establecer a qué tipo de dispositivo bélico se enfrentaban.
—Es decir, tienen
un proceso lento de recarga.
—Podría decirse. Los
rieles deben soportar enormes fuerzas de repulsión durante el disparo, y estas
fuerzas tienden a empujarlos en dirección contraria y lejos del proyectil.
Cuando se incrementa la holgura entre el proyectil y los rieles se forman arcos
eléctricos, lo que provoca la rápida vaporización y daños en la superficie de
los rieles y en los aislantes. Esto limitaba a los primeros investigadores a un
único disparo entre reparaciones del cañón de riel.
A tales alturas, a
nadie le quedaban demasiadas dudas que el cañón de riel era a lo que se
enfrentaban. Pero seguían sin saber demasiado respecto a sus prestaciones.
Cañones dio las
gracias a todos y la reunión concluyó. Todos salieron de la sala, salvo el jefe
de escuadrón que cerró la puerta al quedar los dos solos.
—Tengo una novedad
para darle, mi general—dijo, apesadumbrado—. En realidad, algo para decirle.
—Lo escucho.
—Creo que es obvio
que Bataglini tenía razón la otra vez.
—Sí, eso parece.
—Me equivoqué al
apreciar la situación. Debí darle el beneficio de la duda. También erré al
juzgarla. Acepto mi responsabilidad con eso. Tiene mi jefatura a su disposición, mi general.
—Ciclón, no voy a
cambiar de caballo a mitad del río. Aun si se trata de una montura terca.
Dijo esto con el
mejor tono. Se lo veía realmente afligido al mayor. Cañones le puso una mano en
el hombro.
—Aun así, yo...
—No tengo su rigidez para apreciar situación, estimado Ciclón. Ahora concentrémonos en ella, que es lo más importante.
—¿Qué piensa hacer,
mi general?
—Lo único
honorable: traerla de vuelta.
"Me cueste lo que me cueste", pensó Cañones para sí.
—No puede hacerse
mucho en tanto no sepamos qué hacer para neutralizar esa arma.
Era cierto lo que
decía Montjuïc. Pero el Force Commander tenía un plan para eso.
—No. Pero tengo una
idea de a quien preguntárselo.
78
Mantener la cabeza sobre los hombros
“Si hiciéramos todas las cosas que somos capaces de hacer, nos
sorprenderíamos a nosotros mismos”.
Thomas Edison
La imagen de un muy
serio comandante general apareció en la pantalla de su computador personal. Algo lo preocupaba y Cañones
no tardó en saberlo. Luego de un saludo formal, fue directo al asunto.
—Veo que ordenó desplegar
dos unidades de infantería del aire, un grupo Alfa de operaciones especiales y
misiles aire tierra de largo alcance.
—Está dentro de las
fuerzas que se me asignaron, mi general.
—Es raro que no me
lo comentara primero ¿Piensa iniciar una guerra, Tordo?
El tono era muy
parco, pero no hostil, algo que el Force Commander no dejó de advertir.
—Preferiría no
decirle, mi general. Para poder asumir toda la responsabilidad en caso que las
cosas no vayan bien.
El comandante
general lo miró por unos momentos, sin decir nada. Solo asintió.
—¿Cómo está nuestra
piloto?
—Tenemos una
confirmación que está viva, aunque golpeada en un hombro. La sacaremos tan pronto podamos establecer con qué
la atacaron. No puedo poner ningún pájaro en el aire sin establecer eso antes.
—Estamos seguros
entonces que fue un ataque.
—Definitivamente, mi
general. Pero se trata de un arma nueva, que todavía estamos identificando. Una
especie de misil de alta velocidad, pero sin propulsor. Al parecer, se acciona
por proximidad, separándose del proyectil en un haz de una especie de flechas
de metal.
—Un arma de energía
cinética.
La preocupación en
el rostro del superior era palpable.
—Puede que sea un
desarrollo de un cañón electromagnético—agregó Cañones—. Pero no estamos
seguros.
—Haga lo que tenga
que hacer, Tordo. En tanto, procuraré mantener por acá su cabeza sobre sus
hombros—le dijo, antes de cortar la transmisión.
79
Lágrimas estadísticas
“La estadística es la primera de las ciencias inexactas”.
Edmond de Goncourt
Luego del debriefing Mariana no volvió a la sala
de control. Se quedó fuera, bajo el sol inclemente de Markani. Llevaba puestos
los anteojos negros para que no se le notara lo cerca que estaba de quebrarse y
llorar.
—¿Está bien?
Observó a Javier,
como salido de la nada, enfrente suyo. Le gustó y no le gustó tenerlo cerca.
Todavía le generaba sentimientos de atracción y timidez. Pero, por alguna
razón, fue franca con él como no lo era con ninguna otra persona.
—No.
Él no preguntó por
qué y en sus siguientes palabras supo que Gerin captó perfectamente por qué
estaba así.
—Todos estamos
afectados por lo de Bataglini.
Era la causa de que
estuviera allí, sola con sus temores, buscando librarse de ellos. Que Javier lo
entendiera, de alguna forma, la confortó. O más bien, la hizo franquearse aún
más con él.
—Sabe tan bien como
yo lo que van a hacerle si la capturan.
—No ha pasado
todavía.
Ella lo miró, como
si estuviera molesta por contradecirla. Se había acercado a donde estaba, la
miraba de frente con esos ojos extraños detrás de la montura metálica de sus
anteojos.
—Las estadísticas
hablan…
—Las personas no se
manejan por estadísticas. No en lo importante. Usted debería saberlo mejor que
nadie.
—Desearía creer
eso.
Aspiró ese perfume,
que comenzaba a soñar por las noches, en la soledad de su módulo de
alojamiento. Deseaba no solo eso. Dio un paso, torpe y luego otro hasta
abrazarse a él. Antes que pudiera darse cuenta de lo que estaba llevando a
cabo, se encontró sollozando sobre ese pecho firme.
Estaba harta de
pasar sola los momentos de crisis.
Se desahogó allí,
sin que él hiciera otra cosa que abrazarla. Se trató de un extraño sentimiento de estar contenida, acompañada por alguien. Él le procuraba, a más de inquietarla en el cuerpo, un estado raro de estar protegida, de tener allí una persona con la que se hallaba a salvo, podía ser ella misma, dar rienda suelta a sus sentimientos y hasta sus debilidades, sin tener que guardarse o aparentar nada.
—Todo va a estar
bien—fue lo único que le dijo durante todo el rato que estuvieron abrazados. Se trató de palabras que la confortaron.
Cuando finalmente
se separó de él, descubrió que llorar sobre su hombro había sido aún más íntimo
que besarlo.
80
El amigo ruso
“Una visión de una idea sin la capacidad de ejecución es únicamente una
alucinación”.
Steve Case
Era una llamaba que
Cañones nunca hubiera esperado hacer. No le entusiasmaba en lo absoluto
llevarla a cabo. Pero era la única forma de acelerar los tiempos de una operación
de rescate.
—Solo le pido
discreción sobre este asunto. A cambio, en doce horas no deberá preocuparse por
esa gente.
—No puedo
asegurárselo, Serguéi Mijáilovich.
El ruso no dejó de
advertir que lo había llamado no sólo por su nombre sino también por el
patronímico. Era una forma de enfatizar el carácter formal de esa conversación.
Acababa, para
sorpresa del Force Commander, de admitir tácitamente tener algo que ver, poseer
algún conocimiento con respecto a quienes habían derribado a Cata.
—He sido sincero
con usted, general.
—Con el debido
respecto, es una sinceridad que no ayuda en nada a una piloto que está huyendo
por ser derribada en su avión por un arma que ustedes nunca debieron perder de
vista. Herida, para complicar más las cosas.
—Como le digo,
general, nos ocuparemos. Solo pedimos que nos deje barrer nuestra basura con
discreción.
—Quiero los
códigos, Serguéi Mijáilovich.
—Me temo que no le
entiendo.
—Por supuesto que
sí. Todos los sistemas de esa sofisticación tienen un código que los vuelve
inertes. U otro modo de poder evitar sus efectos. Lo quiero.
—General, sabe lo
que me está pidiendo. Escapa a mis posibilidades.
—Pues hable
entonces con quien sea que las tenga.
Con el código de desactivación puedo poner en el aire mis aviones sin riesgos y
llevar a cabo un rescate.
—Créame que me
gustaría ayudar pero…
—Solo le pido que
lo intente. Créame que la persona que está en peligro, vale la pena llevar a
cabo eso. Además de evitar ser mencionado el tema, en el conferencia de prensa a la que he llamado para hablar al respecto.
Aun sin verlo, notó que el ruso se sobresaltaba al otro lado de la línea segura.
—Supongo que, de
conseguirlo, a cambio….
—Tendrá lo que
busca, Serguéi Mijáilovich. Puede decir eso también. A quien sea.
—Estaremos en contacto,
general.
Cañones se quedó
mirando a la pared de la sala estéril, protegida del módulo de comunicaciones
de donde hizo esa llamada por una línea segura.
Aspiraba a que ese
contacto de los rusos fuera lo más pronto posible.
81
Una conferencia de prensa agitada
“La libertad de expresión lleva consigo cierta libertad para escuchar”.
Bob Marley
Estaba Cañones a
diez pasos de entrar a la sala donde habían congregado a los enviados de la
prensa internacional. Observó a Mc Gregor, haciendo mala cara al leer la
pantalla de su celular, aquel que tenía provisto no por la fuerza
internacional, sino por la marina de Estados Unidos.
Se le acercó, con
expresión contrariada.
—El Departamento de
Estado no cree que sea una buena idea que aparezca a su lado en la conferencia.
Cañones la miró. No
tenía sentido indagar respecto de los motivos de esa medida. No cambiaría nada,
si es que Joan los conocía.
—No se preocupe.
—Si dependiera de
mí, otro tono tendría la canción.
Él asintió. En
realidad no le sorprendía demasiado. Había pasado en otras partes. Por caso, en
Mogadiscio con la operación Provide
Relief que lanzaron en 1992 para luego abandonarla un año después en 1993.
Por no decir, décadas atrás, con el asunto de
Vietnam de Sur, primero apuntalado con medio millón de tropas del Tío Sam para luego
ser abandonado a su suerte respecto de su vecino comunista del norte.
Buscó con la mirada
a Gerin, que se apresuró a ponerse a un lado.
—A dos pasos del
comandante—murmuró el abogado.
Era una frase común
en el cuerpo jurídico aéreo, cuyo origen nadie sabía precisar. A la pregunta de
qué lugar en la estructura de un estado mayor operativo ocupaba la asesoría
jurídica, esa era la contestación que se daba. Una forma de reflejar lo
importante e inmediato que debía ser el consejo jurídico en el curso de una
operación militar.
—Creo que voy a
necesitar un buen abogado allí dentro—dijo Cañones.
—Si sé de alguno le
aviso, mi general—replicó, en tanto limpiaba los cristales de sus anteojos con
un pañuelo. Ese tipo de comentarios cáusticos eran la prueba que estaba en
control de la situación. En un lío de las proporciones en que se hallaban, que
el abogado estuviera tranquilo no era poca cosa, pensó el Force Commander.
Los flashes estallaron apenas entraron. Todos los lentes de las cámaras se dirigieron a ellos, en tanto se ubicaban en la pequeña tarima cuyo único mueble era un atril con el escudo de la Internacional Humanitarian Force. Mariana los guió todo el camino para luego tomar la palabra.
—Damas, caballeros,
damos inicio a la conferencia de prensa. Como hemos acordado previamente, habrá
una pregunta por medio de prensa en el orden que ya hemos sorteado y conocen.
Se volvió entonces
hacia Cañones.
—Cuando usted lo
disponga, mi general.
—Gracias— se acercó
al atril, desocupado por la teniente Rey. Javier se quedó justo a un lado. Les
habló en inglés—. Buenas tardes, para quienes no me conocen, soy el general de
aviación Carlos Cañones, comandante de esta fuerza internacional. Me acompaña
nuestro auditor jurídico, el teniente coronel Gerin. Ya se les ha repartido
nuestra declaración sobre lo sucedido. Se ha atacado de parte del estado de Kubatu a uno de nuestros pilotos en el curso de una misión de carácter internacional en cumplimiento de mandatos del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas. Estoy ahora abierto a sus preguntas.
Todos los sentados
en la sala levantaron la mano. Mariana apuntó a una mujer de cabello oscuro en
la primera fila.
—Christiane
Amanpour, de CNN. No están claras las causas del incidente con su caza Rafael
en el espacio aéreo adyacente a las islas de Kabutu, ¿fue fruto de un ataque
armado?
—Por cuestiones
tácticas en curso no puedo hacer declaraciones al respecto.
—El presidente de
Kabutu reclama que bombardearon su territorio. Concretamente, una aldea
costera.
—Lo niego
rotundamente, Christiane. Eran dos aviones en una patrulla aérea de combate
para asegurar el bloqueo de elementos bélicos al país conforme una resolución
del Consejo de Seguridad de la ONU. No portaban bombas, ni nada que se le
parezca.
—Siguiente, por
favor—apresuró Mariana.
—Tayseer al-Attar. de
la cadena Al-Jazeera. El presidente Dada Oumee presentó en la televisión
pruebas del ataque de sus aeronaves.
Si la cadena árabe
no estaba jugando a favor de Oumee, cuanto menos le era funcional.
—Mostró el paracaídas conque se nuestro piloto se eyectó. En el que, dicho
sea de paso, podía verse los disparos que le efectuaron, en violación de lo que
marca la ley internacional al respecto. El único ataque que prueba, es el de
ellos a nuestro piloto mientras descendía.
—General, soy Margarita Simónovna Simonián para Rossiya
Segodnya.
Se trataba de la Empresa
Unitaria Estatal Federal Agencia de Información Internacional, la agencia de
noticias internacional de propiedad estatal del gobierno ruso.
—Hay diversas
versiones respecto del incidente con el avión caza. ¿Podría decirnos que
ocurrió?
Cañones la miró por
un instante, antes de contestarle. Supuso que buscaban, con la pregunta, que
descartara la hipótesis de un ataque que Dada Oumee había afirmado. Lo que para
el gobernante de Kubatu era un logro que exhibía, ponía a los rusos en una
posición incómoda si llegaba a saberse que un grupo de su nacionalidad,
actuando algo independientemente, había usado armas rusas para llevarlo a cabo.
Por no decir las repercusiones con los chinos que apoyaban a Oumee o con lo que pasaría con Mohamed
Idriss Diawara y su amistad con Putin en la propia Markani.
—Lo ocurrido está
bajo investigación. No puedo decir más por ahora. Sí es claro que nuestro
piloto fue atacado, luego de eyectarse, estando indefenso en el aire, colgando
de su paracaídas.
Era el final de la
ronda de preguntas cuando dijo, ante una pregunta de una reportera francesa, de
hasta donde pensaba llegar.
—Una madre haría
todo, absolutamente todo por proteger a un hijo. Como comandante, voy a actuar
del mismo modo para resguardar a cualquier persona bajo mi mando que esté en
una situación de riesgo. Que en Kubatu nadie tenga la menor duda al respecto.
Mariana se volvió a
mirarlo. No era lo que se había discutido antes. Se trataba de palabras mucho
más ríspidas que todas las opciones previamente propuestas en la reunión previa del Estado Mayor para coordinar la cuestión con la prensa.
81
Nostalgias
“Puedes querer mucho a alguien. Pero nunca puedes querer a nadie tanto
como puedes echarlo de menos”.
John Green
Mariana se acostó pensando en él. Le ocurría lo mismo la mayoría de las noches.
Afuera del módulo, una de las lluvias
torrenciales de estación caía sobre Markani. Arreciaba el viento, y la tormenta
con visos de temporal. Un relámpago se
coló de improviso e inundó súbitamente de luz el módulo. Un momento después
volvía la oscuridad, tan súbitamente como se había ido. Luego, vino el ruido
grave y fortísimo del trueno. Pese a entender a la perfección la mecánica de
ese fenómeno meteorológico, no dejó de sobresaltarse. Saber cómo ocurría o por
qué, no ayudaba a calmarse.
Se quedó con la vista fija en el cercano techo
de metal. Javier vino a su mente. Podía oler el perfume que siempre usaba. Más
de una vez había fantaseado con la idea que tocara a su puerta, o directamente
entrara sin siquiera tocar. Era algo loco, pero no dejó, como las otras veces,
de excitarla.
Pensaba en eso, a medio camino entre estar
despierta y dormida, cuando un escuchó un golpe tímido de un puño contra la
puerta.
Se levantó de la cama de inmediato, como un
resorte en tensión que se libera. Miró su reloj. Era cerca de la medianoche.
Fue hasta la puerta, refrenando a su mente fantasiosa que había rebalsado de
locas imágenes de él con ella. No podía estarle pasando eso.
Abrió la puerta lentamente, sin decidirse a ver
o no. Temblaba como una hoja al viento y no por miedo.
La visión de Chechu al otro lado de la puerta,
desbarató en un instante a todos sus sueños.
—Ah, sos vos.
El tono fue un poco cortante. No por ella, sino
por el sueño que acababa de esfumársele. Su compañera de promoción en el
Instituto militar no dejó de advertirlo.
— ¿Esperas a alguien?
—No, para nada—mintió Mariana.
— ¿Vos tampoco podés dormir?—le preguntó Chechu.
—En realidad intentaba hacerlo.
—¿Puedo pasar? No quiero estar sola en mi
módulo.
Le contó que no podía soportar ver la cama de
Cata vacía, y que todas sus cosas le evitaba que pudiera estar cómoda allí.
— ¿Querés dormir conmigo?—le ofreció Mariana.
Chechu no demoró en aceptar y tras pasar, bajó
de la pared la cama plegable contigua a la que Mariana usaba.
Observó entonces que la dueña del módulo sacaba
un pequeño estuche de una repisa y tras abrirlo, se colocaba su contenido en
las orejas. Eran dos sordinas de las que empleaban cuando practicaban tiro para proteger los oídos.
—Que exagerada—le protestó la visita—. Ni que
roncara tanto.
—No me vengas a victimizarte—replicó Mariana—.
Compartimos pieza dos años en el Instituto.
Se acostaron. Mariana volvió a ver el techo, pero
no llegó a pensar en él.
—¿Cómo pensás que este?
No hacía falta aclarar de quien preguntaba.
—No sé. Tiene carácter y está entrenada. Eso
debería ayudarle.
No sonó muy convencida en sus palabras. Sobre
todo, al observar por la pequeña ventana como diluviaba afuera.
Ni una ni otra dijo lo que en realidad
incordiaba a las dos: que no volvieran a ver a Cata, nunca más.
82
Desobediencia
“La obediencia ciega es tan peligrosa como la desobediencia.”
Efraín Gutiérrez
Zambrano
Solo eran cuatro en
esa sala: el general Cañones, la teniente comandante Mc Gregor, la Special
Representative of the Secretary-General for Kubatu, la gala Madeleine Seydoux y
el teniente coronel Medot. Este último empezó a exponer sobre las posibilidades
de una operación de rescate. Pero Madeleine Seydoux se mantuvo inamovible.
Había llegado a las apuradas desde Nueva York para hacerse cargo de la crisis. Piel
de porcelana, cabello color trigo perfectamente peinado, largas e impecables
uñas, vestida con ropa casual de diseñador, parecía más una modelo que una
funcionaria de la ONU.
—Exploraremos la
opción diplomática por ahora—dijo la recién llegada.
Cañones no estuvo
de acuerdo con eso en lo absoluto.
—Tengo una piloto
allí fuera, escondiéndose de ellos. ¡No puede esperar!
—Pues tendrá que
hacerlo. Tiene equipo de supervivencia, ¿no? Un día o dos.
El Force Commander
le dirigió una mirada de silente reprobación. ¿Realmente sabía lo que estaba
diciendo? Cuarenta y ocho horas escondiéndose, dos noches a la intemperie, mal
comida, mal dormida, mal hidratada en una selva con treinta a cuarenta grados
durante el día, frío en las noches, soportando lluvias.
Era muy fácil decir
eso cuando se hospedaba en el único hotel cinco estrellas de la ciudad. Madeleine
esa noche comería lo que le viniera en gana en el restaurante de estilo francés
del hotel, para luego dormir en su suite. Bataglini no tendría, por lo visto,
esa suerte.
No, no sabía de lo
que estaba hablando. Pero tampoco le dijo todo lo que pensaba. No tenía
sentido. Personas como Seydoux solo tenían puesta su atención en algo: no
quedar mal paradas en las crisis, antes que en solucionarlas.
—No sé si podrá
evadirlos por tanto tiempo.
—Podríamos arreglar
una entrega.
Cañones apenas
podía dar crédito a lo que escuchaba. Realmente lo desconocía todo.
—¿Sabe lo que les
pasa a las mujeres que toman prisioneras?
—No se atreverán a
tocarla.
—¿Por qué no?
—Lo hemos acordado.
—Pues no sé qué le
hayan dicho, porque la siguen cazando por la selva como un animal.
—El Mariscal
Dada Oumee dio
garantías respecto a su seguridad.
—¿Me está hablando
de creerle a una persona que desconoce hasta los tratados que ha firmado. ¿Qué
valor puede darle a su palabra?
—Pues yo se la doy,
general. Soy la autoridad suprema aquí. Represento al secretario general en
persona. Y como tal, se lo digo claramente: sin rescates, sin ninguna operación
de sus fuerzas que comprometa nuestra negociación. ¿He sido clara?
—Por supuesto. La
entendí perfectamente—dijo Cañones antes de salir de la oficina, sin siquiera
despedirse.
Hacía tiempo que no
se molestaba tanto. Era la parte mala, una de tantas, de estar en ese tipo de
asuntos: se veía como todos jugaban su propio juego.
—Pierde el tiempo,
general—le dijo Medot, mientras caminaban por el pasillo—. Ni en los colegios
suizos ni en el Upper East Side de Nueva York puede entenderse demasiado a una
persona ocultándose en un terreno que desconoce mientras la persiguen. Cada vez
más cansada, sedienta y hambrienta conforme pasa el tiempo.
El general no dijo
nada a eso. Era justo lo que había estado pensando. Cuando llegaron a la sala
de situación de su comando, se enfrasco en la lectura de un gran mapa de la
isla donde Cata se hallaba.
—Tampoco me gustan esas directivas—dijo Joan, tras entrar con cara de circunstancias—. Lo lamento por su
piloto, general. He quedado atrapada en la redes de la política.
Cañones solo
asintió, para seguir en la contemplación del mapa.
—¿Cuándo tiempo
llevaría una inserción de sus hombres, Medot?
—Deberíamos esperar
a que anocheciera para tener mayor sigilo. Una hora luego de la puesta de sol,
general.
—Pues hágalo.
Quiero una pareja de observadores en cada localización de importancia de las
fuerzas de Oumee. No son demasiadas. Cayó en una de las islas más pequeñas. Si
no podemos iniciar una búsqueda, vigilaremos a los que pretenden capturarla.
Medot parpadeó un
par de veces. Por primera vez en el día, estaba conforme de algo. El general no
iba a cruzarse de brazos hasta que los rusos le dieran lo que había pedido respecto a neutralizar esa arma que tenían allí.
—Quiero que sean
invisibles y avisen si la atrapan. O cualquier indicio de si están buscando o trasladando
un prisionero importante.
—Entendido general.
—Quiero también un
equipo de rescate de combate listo para salir. Con lo mejor de su personal.
Notó que el
teniente coronel de fuerzas especiales se sonreía. Se trataba de una sonrisa de
alivio. De poder dejar atrás la impotencia de estar atado de manos en lo que
podían hacer para recuperarla.
—Los escogeré y
dirigiré en persona, general.
Tras el saludo militar
entre ambos, salió disparado a cumplir la orden.
Cañones notó que
Joan lo veía con ojos muy grandes.
—Si tiene algo para
decir, teniente comandante, puede hacerlo.
—Solo lo obvio: no
está cumplimiento lo que le dijo la representante especial del secretario
general.
—No voy a dejar
librada la vida y la integridad física de uno de mis pilotos a unas
conversaciones bastante poco confiables. Me cueste lo que me cueste.
La piloto naval
asintió. Sin decir ni una palabra a eso. Ambos sabían lo que traía aparejado
esa postura.
—Alguna vez le dije
Joan que, tal como dice la Biblia, no se puede servir a dos señores. No le pido
que participe de nada de esto, ni que ponga en juego su carrera. No tiene
sentido que su cabeza ruede con la mía.
—No, no lo tiene—admitió,
luego de mirarlo atenta por unos momentos.
—Solo le pido que me
de algo de tiempo para poner mi gente en el terreno, antes que hable con
Seydoux.
Mc Gregor lo
observó. Se estaba saltando todas las reglas por ayudar a alguien que estaba en
una situación crítica. La ponía en una posición incómoda. No le gustaba Seydoux,
a la que consideraba una amateur en estas cuestiones. Entendía que se trataba de un error
intentar negociar con Dada Oumee. Pero mal allá de todo eso, la máxima
representante de la organización internacional, Naciones Unidas nada menos, que
legitimaba que ellos estuvieran allí, era ella. Mal que les pesara.
Ni siquiera conocía
a esa piloto que había caído allí. Pero no podía evitar ponerse en su lugar.
Sola, desamparada, debiendo sobrevivir en una selva hostil con partidas armadas
buscándola.
—No sé qué podría
decirle a la Special Representative,
general—se colocó su gorra camuflada, para luego dirigirse a la puerta—. Yo no
me enterado de nada de esto.
83
Sola, escapando
“Hay muchas cosas que ignoro; pero durante un tercio de mi vida viví en
lugares peligrosos, y me precio de reconocer a un hijo de puta en cuanto lo
veo”.
Arturo
Pérez-Reverte
Observó la negritud
a su alrededor, los ruidos de la selva, los insectos zahiriéndole el cuerpo. No
tenía demasiado hombre, pero sí una sed terrible. También, luchaba contra un
cansancio de proporciones.
Se afirmó contra un
árbol, fuera de cualquier senda. Palpó el suelo antes de sentarse allí. Con las
piernas recogidas. Apoyó la mano con el arma sobre sus rodillas, en tanto con
la otra buscaba en su bolsa de supervivencia.
Había reservado el
último de los paquetes de jugo. La libraría de tomar el agua de la cantimplora
con las pastillas potabilizadoras que le daba un gusto terrible, similar al Gamexane.
Luego de beber el
jugo dio cuenta de la penúltima barra proteica. Sentir el gusto de la mínima
cubierta de chocolate la puso de buen humor.
Procuró no pensar
en otra cosa que no fuera seguir sobreviviendo. Era curioso su vida en el
último día. Se había levantado sin más preocupación que……Todavía no entendía
demasiado qué arma le había alcanzado, reduciendo a la nada su caza. Lo que sí
era evidente es como toda la vida puede cambiar en un instante. A partir de
allí debió eyectarse, caer en territorio hostil y escapar de quienes querían
capturarla.
Ahora, todas sus
preocupaciones eran solo una: mantenerse viva, a la espera que la rescataran.
Todo se reducía a
eso: vivir y no morir. Pulsear a cada instante con la adversidad para seguir en
el juego. No ceder a la desesperación creciente, lidiar con todas las
carencias, levantarse cada vez que se cayera. Tan sencillo y brutal como eso.
Un ruido la
despertó. Se había dormido sin tener mucha conciencia de ello. ¿Por cuánto
tiempo? Era difícil de decir, estaba oscuro a su alrededor.
Otro ruido.
Calzados que pisaban unas ramas. Se incorporó con dificultad, no mucho, solo lo
suficiente como para ver por el lado del árbol. Descubrió que el hombro había
vuelto a dolerle, luego de tenerlo por horas adormecido gracias a lo que fuera que tuviera esa ampolla que se inyectara.
Estaba sola allí
con lo que el destino pudiera depararle. Luchó contra ese sentimiento de
desprotección y desolación que, conforme pasaba el tiempo, le llegaba más y más
y le era mucho más dificultoso de aventar de su mente.
Tomó su Glock 19 y
verificó que tuviera el seguro quitado. Las voces en ese dialecto local del
francés que se hablaba tanto en Kabutu como su lengua originaria, se hicieron
más cercanas. Observó, a tan solo treinta metros de donde estaba, como un grupo
de tres hombres se desplazaban entre los árboles.
Vestían una combinación
de prendas militares y civiles. Todos llevaban un pañuelo rojo a modo de vicha
y estaban armados por fusiles AK 47.
Los hombres se
acercaban cada vez más. Era imposible que pasaran por allí sin descubrirla.
Procuró huir, echarse a correr zigzagueando entre los árboles. Sintió los
gritos de alto en francés, a los que hizo caso omiso. Luego, escuchó los disparos.
Algo le dio en la
pierna, arrojándola al suelo. El dolor la asaltó de nuevo, esta vez en un distinto sitio. Rodó en tanto las Kaláshnikov seguían
traqueteando sus cargadores.
Cata consiguió que
el dolor en la pierna no la obnubilara, echada como estaba en la tierra. Estaba
atrapada. Entonces, apuntó con su pistola al que tenía más cerca de los tres,
al mismo que apuntaba hacia donde estaba ella y apretó la cola del disparador,
en rápida sucesión, dos veces hacia esa figura humana.
Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 12: Descenso al infierno
NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.