Misión en el Trópico 11: estado de guerra.

 



Capítulo anterior: Misión en el Trópico 10: Lazos incómodos

 

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Eyección

 

 

“Llamo espíritu guerrero a un estado de ánimo habitual que no encuentra en el riesgo de una empresa motivo suficiente para evitarla”.

José Ortega y Gasset

 

 

Muy de a poco, el morro del avión empezó a enderezase de nuevo, pero todo el aparato se desviaba a la izquierda. Intentó, una vez más, maniobrar con la palanca de control, pero la aeronave ya no le respondió. No había recobrado ninguna potencia. Simplemente, por aceleración, la aeronave había vuelto a ganar algo de sustentabilidad, para luego perderla con igual prontitud. Seguía perdiendo altitud, veloz. La aeronave era insalvable y ella debía salir de allí lo más rápido posible.

El aire olía a humo y al ácido aroma del combustible quemado.

"Eyección, eyección, eyección". La repetición de la orden, tres veces, como se lo habían dicho hasta el hartazgo, resonó dentro de su cabeza, como en automático.

Su vida estaba ahora en manos del asiento eyectable MKF16F, construido por SEMMB, Société d' exploitation des materiales Martin Baker.

Martin Baker Mk-F16F, del tipo «cero-cero» suministrado por una empresa conjunta entre la compañía francesa Safran y el emblemático fabricante de asientos eyectables Martin Baker.

Tomó con ambas manos la anilla de eyección, una gruesa correa amarilla y negra, que tenía entre ambas piernas, tirando de ella con fuerza en un movimiento limpio, seco, rápido. Se encontró, en el instante antes que todo iniciara, invocando por ayuda a ese Dios que no terminaba de aceptar.

El pesado silencio de la cabina (hasta las alarmas que reverberaban por todo el panel de controles habían cortado su sonido) fue reemplazado, de forma abrupta, por el desprendimiento de la cúpula de la cabina y la explosión del cohete eyector. Cata sintió como era lanzada hacia arriba junto al asiento, en medio de una mezcla de ruidos atronadores, vientos hirientes y plexiglás. Su última visión del avión fue la de un panel de instrumentos con toda clase de avisos de alarma y las llamas rojizas en la parte trasera del caza que avanzaban hacia donde estaba, que reflejaban los retrovisores a uno y otro lado de la cabina.

Sintió en el cuerpo, en los huesos, en todos los sentidos, la tremenda aceleración. Como para no hacerlo. Estaba en un asiento impulsado hacia arriba por un cohete que le hacía experimentar entre 14 a 22 G. Fueron segundos que se eternizaron, ante que sintiera como el impulso fortísimo cesaba y el asiento al que todavía estaba unida empezaba a estabilizarse. Hasta entonces había mantenido una especie de posición en V como si estuviera tumbada en una reposera de playa. Ahora, sentía como el asiento se empezaba a poner vertical, tironeado por algo por detrás. Supuso que se trataba del paracaídas auxiliar.

Unos segundos después  se sintió jalada, con fuerza y de improviso, hacia arriba. Observó como el asiento caída hacia abajo, libre de ella. La tensión del arnés en las ingles fue aún mayor cuando el paracaídas principal se abrió como un hongo por encima de ella.

Buscó de aferrar las riendas principales, por encima de sus hombros. Comprobó, aliviada, que el velamen del paracaídas se había desplegado sin problemas. Luego se fijó hacia abajo, a ese cuadrado de tela que le colgaba por un cordel un par de metros abajo. Se trataba del equipo de supervivencia que iba en el asiento.

Tras el ensordecedor estampido durante la eyección, ahora todo era silencio. Parecía estar colgaba por encima de la tierra. Descendía hacia una isla.

Escuchó, a sus espaldas, un ruido grave, asordinado al impactar algo contra el agua. Supuso que se trataba de los restos de su avión. Había pasado menos de un minuto y medio desde que se expulsara de la aeronave.

Un sentimiento de estar desvalida y vulnerable la asaltó. El terror comenzó a presionar en su mente. Se obligó a no ceder al miedo y la incertidumbre. Entrar en pánico, solo complicaba bastante el poder sobrevivir. Debía estar atenta, concentrada en lo que debía hacer. Ya había comprobado el paracaídas. Se quitó como pudo, balanceándose en el aire, la máscara de oxígeno del rostro. Si al caer perdía el conocimiento teniéndola puesta, era probable que se sofocara cuando el contenido del pequeño depósito que contenía para estas eventualidades se agotara.

Escuchó entonces un rugido apagado. Lo reconoció de inmediato. Eran los motores de un Rafale. Quiso mirar hacia arriba, pero el paracaídas le tapaba la visión. Su jefe de escuadrón estaba allí, por encima, en alguna parte.

Cada vez estaba más cerca de la tierra. La playa en la costa era corta, para luego empezar una jungla al parecer impenetrable. No se veía claro alguno en ella desde arriba. No le entusiasmaba terminar allí, cayendo entre los árboles.

Unos estruendos seguidos de zumbidos la hicieron volver la vista a un lado. Desde una ruta de tierra contigua a la playa. Le estaban disparando, desde una ametralladora pesada montaba encima de la parte trasera de una camioneta.

El arma era alargada, con un gran cañón, negrísima. Le recordó a las ametralladora pesada rusa de 14,5 mm, la KPV. Un arma grande y pesada para las fuerzas de infantería que se diseñara, pero que en cambio era excelente como arma antiaérea, pudiendo alcanzar a los helicópteros o aviones en vuelo bajo hasta un kilómetro y medio.

Esta vez, el terror si se apoderó de ella.

 

 

 74

Una situación comprometida

 

 

“El mayor espectáculo es un hombre esforzado luchando contra la adversidad; pero hay otro aún más grande: ver a otro hombre lanzarse en su ayuda”.

Oliver Goldsmith

 

    

Todavía no podía creerlo: Montjuïc repasó mentalmente, una vez más, lo ocurrido. Había tratado de recriminar a Bataglini por su viraje y alerta de misil, solo para ver como unos pocos segundos después, a menos de una milla de donde estaba él, la aeronave de su numeral era alcanzado por una especie de viento de recio metal. Un fenómeno que se había originado un par de instantes antes, cuando una especie de capsula ovalada, que remataba en punta, literalmente se dividió en el aire.

El fruto de esa partición, fue una especie de nube que se abatió, veloz, sobre la parte trasera del caza. Luego de eso, el fuselaje quedó con múltiples orificios y abolladuras, en tanto ambos motores se prendían fuego.

En el control de vuelo escucharon sus insultos, instando a que Cata abandonara ese avión envuelto en humo y llamas. No llegó al comunicarse con ella. Tal vez, sus sistemas de comunicación habían quedado tan inservibles como ese avión que a duras penas se mantenía en el aire.

En tanto, se mantenía zigzagueante en el aire, descendiendo para no perder a esa aeronave herida de muerte de su visual. Lo que podía haberle dado a ella, también podía impactar en él, pero no le importaba. Asumía ese riesgo, para no dejarla allí, sin saber si Bataglini estaba bien o no, dentro de la maltrecha cabina del caza.

Dejó de escapar un suspiro de alivio, al ver como la cabina se despegaba de la aeronave, y el piloto con su asiento salía despedido hacia el cielo.

—Helena Uno a Zeus. Sufrimos un ataque. Helena dos caído. Eyección exitosa, solicito unidad de rescate para el piloto. Continúo en el lugar para dar cobertura.

—Informe naturaleza del ataque, Helena Uno.

La voz femenina del control de la operación le pedía algo que él mismo todavía trataba de entender.

—No tengo la menor idea, Zeus. Un proyectil que se dividió en el aire antes de impactar.

Orbitaba en amplios círculos unos dos mil pies por encima del paracaídas que caía. No podía precisar todavía la condición de quien pendía de él, si se hallaba consciente o no, a salvo o herida.

Los vio entonces, en una de sus aproximaciones a la costa. Se trataba de un vehículo al parecer civil, alguna clase de camioneta abierta en la parte trasera, lugar en donde se había montado una ametralladora inmensa.

Comprobó, con estupor, que apuntaban y disparaban contra el paracaídas que descendía sobre la selva contigua a la costa.  

Se lanzó entonces, contra ellos. Disparó, aun antes de estar al alcance del arma, su cañón de 30 milímetros. Buscaba atraer su atención y que dejaran de disparar sobre el paracaídas. 

Para su fortuna, los servidores del arma en vez de apuntarle y abrir fuego en su contra con ella, escaparon saltando del vehículo al verlo acercarse. No parecían parte de una unidad militar regular, sino más bien de algún tipo de milicia. Sin la disciplina para enfrentarse a un rugiente caza que se lanzaba desde el aire contra ellos disparando su arma.

Montjuïc centró en la mira al vehículo para oprimir el botón del disparador tan pronto pudo. Observó el reguero de impactos, en línea sobre el suelo, en dirección a la camioneta. Al impactarla, la explosión del tanque de combustible, la munición del arma o ambas cosas, la lanzó por los aires convertida en una bola de fuego.  

 

 

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Opciones tácticas

 

 

“No son las noticias las que hacen el periódico sino el periódico el que hace las noticias.”

Umberto Eco

 

Nadie decía mucho, en esa sala de Comando y Control. Solo mantenían los ojos fijos en las imágenes que llegaban desde el satélite, en tiempo real, referente a lo acontecido.

Desde el incidente en el helicóptero en Kubatu con Laura y Leo, Cañones había agregado a su lista de recursos, un satélite de reconocimiento de órbita baja, que posibilitaba ver lo que ocurría en la región donde se llevaban a cabo las operaciones. Se trataba de uno de los equipos de mayor calidad de imagen, capaz de poder ver con nitidez los detalles de una moneda desde su órbita.

Siguieron de esa forma las alternativas de la destrucción del caza y la eyección de Cata. Ahora, mientras veían al paracaídas descender sobre el manto verde de la selva, la tensión era palpable.

Pidió que pusieran en mitad de la pantalla que tenían delante a un mapa de las tres islas de Kubatu.  

—Le dispararon mientras descendía en paracaídas—comentó Gerin, sin necesidad que nadie se lo dijera—. Eso califica como crimen de guerra.

—Es claro que hemos sido atacados—agregó Mc. Gregor—. El avión estaba en espacio aéreo internacional. Lo que sea que lo haya impactado, es claro que responde a un acto humano.

El general seguía observando el mapa de las islas. En tanto, el paracaídas desapareció entre los árboles.

—¿Qué opciones tenemos?

—Derecho de represalia—dijo Gerin al otro lado de la mesa. De forma automática, todas las miradas se concentraron en él.

—Creo que ese es su campo, más que el mío, Juez. Explíquese—le requirió su comandante. 

—Sufrimos un ataque—le aclaró—. Podemos responder, siempre que sea inmediato, sobre objetivos legítimos, por actos conducentes y proporcionales.

—No sabemos quién la atacó—terció Mariana, abriendo la boca por primera vez. Todavía la tenía impresionada lo que había visto.

—Fue desde un territorio bajo control del gobierno de Kubatu—Javier se volvió para responderle, como si solo hablara con ella—. Ellos tienen la responsabilidad por los actos hostiles que se nos dirijan desde su territorio.

—Muy bien entonces—Cañones se dirigió a Joan—. Quiero un listado de objetivos.

—¿No cree que habría que consultarlo?—preguntó la piloto naval estadounidense.

  —Lo haré mientras empezamos a planearlo. No debe ser nada que afecte a la población civil, pero sí que mande un mensaje claro a Dada Oumee. Es lo mejor que podemos hacer para proteger a quien tenemos que recuperar. Que sepa que devolveremos cualquier acto violento que tenga en mente.

—Avisaremos de los ataques—apuntó Mariana—. Eso minimizaría cualquier riesgo de daño no deseados.

—Nos deja sin el factor sorpresa—objetó Joan.

Ambas evitaban mirarse, pero de un tiempo a esta parte, en general cuando una decía blanco, la otra hablaba de negro.

—Quiero minimizar el daño colateral. También, lo haremos a distancia, para minimizar los riesgos a nuestra gente.

—Tiene algún sistema de armas en mente, supongo—le dijo Gerin.

—Pensaba en el Taurus.

Se trataba de un misil de crucero para blancos a gran distancia. La denominación era en realidad un acrónimo en inglés de una larguísima denominación: Target Adaptive Unitary and Dispenser Robotic Ubiquity System / Kinetic Energy Penetrator and Destroyer. En pocas palabras: algo que tenía la posibilidad batir un blanco con una precisión y devastación en las fronteras de la ciencia ficción.

Poseía capacidad furtiva, un radio de alcance de 500 km, y estaba provisto de un motor turbofán capaz de alcanzar Mach 0,9. Casi la velocidad del sonido.

El abogado no dejó de dedicarle una mirada escéptica. Como todo armamento sensible, las autorizaciones para su uso no eran pocas.    

—Demoraremos unas doce horas en tenerlos. Mínimo. Y eso, a partir de obtener las autorizaciones del caso.

—Creo que tengo una salida mejor—dijo Joan.

Salió de la sala sin aclarar a que se refería.

Entonces, una luz parpadeó en la mesa de control de Mariana. Sin demora, pasó el audio a los parlantes al lado de la pantalla que presidía la sala.

Helena dos se está intentando comunicar con nosotros—dijo, sin poder disimular la emoción en la voz.

 

76

Un territorio hostil

 

 

“Si estás atravesando el infierno, sigue caminando”.

Winston Churchill

 

 

La mancha verde, al parecer infinita, por debajo de los pies que balanceaban, comenzó a tomar forma de selva primero y de un abigarrado conjunto de árboles después. Empezó a pensar sobre donde aterrizaría, llevada por el viento y la fuerza de gravedad. No se trataba el suyo, de un paracaídas comandado. Tomaría tierra donde el destino la llevase.

Al parecer estaba cerca. Rogó a ese Dios en que no creía demasiado, como antes al eyectarse, que fuera lo suficientemente bondadoso como para permitirle tocar tierra lo más amablemente posible, sin estrellarse contra algo. La selva se presentaba especialmente cerrada en esa parte, sin poder vislumbrar claro alguno. Eso no hacía más que incrementar sus temores.

Juntó los muslos para protegerse la entrepierna, se cogió el hombro derecho con la mano izquierda y el izquierdo con la mano derecha, pegó la barbilla al pecho y hundió la cabeza entre los hombros. Sólo le quedaba esperar.

Tenía el cuerpo en tensión, en espera del impacto. Sintió como algo se topaba con sus pies, para quebrarse con estrépito. Un par de ramas le pasaron por el cuerpos, en tanto otras le zaherían el rostro y los brazos. Caía en el medio de la selva, abriéndose paso entre las copas de los árboles desde lo alto.

El paracaídas se detuvo de repente, jalándola hacia arriba primero y luego bamboleándola hacia un lado. Se estrelló de lado, el derecho de su cuerpo, contra un árbol. No pudo dejar de escapar un grito de dolor por el golpe, al tiempo que sentía como el hombro parecía incendiársele con una sensación abrazadora desde dentro.

Quedó colgando. Al ver hacia abajo, descubrió que le faltaban al menos tres metros para tocar tierra. Más aun la preocupó el percibir que no podía mover demasiado el brazo derecho.

Hacia arriba, el velamen del paracaídas se había trancado entre las ramas superiores del árbol. Exhibía en parte, agujeros que le parecieron de las balas que le habían disparado. Para su fortuna, se habían ensañado con el paracaídas antes que con ella. Y ninguno de esos disparos parecía haber afectado demasiado a la sustentación en el aire con él.

Esperaba seguir teniendo esa misma suerte cósmica, liberó los seguros que aseguraban el arnés que la tenía sujeta al paracaídas. Cayó al suelo, rodando por un trecho. El dolor en su hombro se hizo aún más fuerte.

Quedó allí tendida, en el suelo, en tanto el dolor se volvía soportable. Se incorporó como pudo, con un solo brazo. Desenfundó su pistola Glock 19, cargando una munición en la recámara. Era básicamente una versión compacta para los pilotos de cazas de la Glock 17 que usaban los helicopteristas y las tropas de protección terrestre.

Buscó un lugar donde tuviera guarnecerse, en tanto se aseguraba que no hubiera alguien acechándola en ese sitio en que apenas la luz del sol conseguía colarse entre las copas de los árboles.

No observó ni oyó a nadie. Sacó de su botiquín de emergencia una de las ampollas que les habían enseñado eran para el dolor. Se trataba de una ampolla de vidrio que remataba en un capuchón que, al ser quitado, dejaba ver una larga y gruesa aguja. Se suponía que podía colocarla incluso a través del buzo de vuelo, pero se las ingenió para abrirlo y ver el lugar. No le gustó descubrir la piel amoratada en ese sitio. Juntó fuerza, se mordió la lengua y con un golpe seco descargó allí la fuerza para hacer penetrar la aguja en su piel.

Otra vez vio las estrellas. Estuvo a punto de desmayarse del dolor. Pero tras aguantar como pudo un par de minutos, la sensación comenzó a degradarse. Pronto se halló lo suficientemente repuesta como para intentar comunicarse con la radio que llevaba en el chaleco de emergencia.

Tuvo que hacer memoria para recordar su indicativo de escape. En situaciones como las que estaba, solo se usaba un número, para dar la menor cantidad posible de información si las comunicaciones se interferían.

—Seis a Dos. Seis a Dos.

Nada. Un sentimiento de orfandad la capturó de improviso.

—Seis a dos. Conteste Dos.

—Aquí dos, seis. Informe su condición.

Reconoció la voz. Era la de Cañones en persona. Un sentimiento de inexplicable alivio la ganó.  

—Lo siento mucho—le dijo, con vergüenza—. No pude salvar el avión.

—Olvídese de eso. Solo manténgase a salvo.

—Sí, lo hare.

—¿Cómo está Seis?

Le contó lo de su hombro. Un médico estaba allí para ayudarla con eso. Cambiaron unas palabras sobre su herida. Cata había acertado con aquello que se había autoadministrado. De momento, no se podía hacer mucho más que eso. 

Volvió a hablar con Cañones.

—Estamos preparando su extracción, pero puede llevar algún tiempo. En tanto, concéntrese en evadir todo contacto con los locales. Es lo único que importa ahora. Repórtese conforme las directivas en los horarios fijados.

—¿En cuánto tiempo estima la extracción, Dos?—preguntó, ansiosa.   

—Todavía no tenemos una estima de tiempo, pero no se preocupe. La traeremos de vuelta, Seis.

—No voy a mentirle, Dos. No estoy en mi mejor versión.

—No se lamente de sentir miedo. Es algo bueno. La mantendrá alerta.

—Solo no me tenga alerta mucho tiempo. Por favor.

Cortaron la comunicación. Por algún motivo no podían ir por ella y eso la desalentó de momento. Un piloto en el cielo y en su avión era un arma temible. Pero en tierra y sin él, pocas cosas podían tener mayor vulnerabilidad que ella en ese momento.

Todos sabían eso. En particular, quienes quisieran atraparla.  

El general le había asegurado que la buscarían, sin dar mayores detalles al respecto. Era todo lo que tenía, y eso tendría que bastarle a su ánimo por el momento. 

 

 

 

77

Remordimiento

 

 

“No son las noticias las que hacen el periódico sino el periódico el que hace las noticias.”

Umberto Eco

 

 Apenas tocó tierra, Montjuïc fue llevado al debriefing de la misión. Era una etapa más de volar en misiones operativas. El piloto debía informar respecto del vuelo y sus novedades. Se trataba de una reunión, normalmente con personal de inteligencia aérea de combate que revisaba las acciones tomadas, los resultados obtenidos en la misión y la información útil respecto de ambas.

Ese día, por razones obvias, fue algo especial. Se hallaba en ese cuarto más gente de lo normal. Incluido Esteban, que no tardó en advertir, era el que más idea tenía respecto de lo que él contaba sobre el arma que derribara al avión de Cata.

—Al parecer, es un cañón de riel, mi general—le dijo a Cañones que había permanecido allí a la escucha mientras el jefe de escuadrón rendía su informe.

Explicó, brevemente, a lo que parecía se enfrentaban.  Se trataba de un arma eléctrica que por medio de un campo magnético disparaba proyectiles metálicos a alta velocidad.

—No creo que Dada Oumee pueda hacer algo tan avanzado como eso—dijo Gerin. Como siempre, estaba a corta distancia del comandante.

—Es improbable. Nada en Kubatu nos puede hacer pensar que tengan la capacidad de desarrollar ese tipo de armas—respondió Esteban.

—Pero puede que sí cobije a otros que las hayan desarrollado y buscan probarlas.

Todas las miradas se centraron en Cañones, interesados en una mayor explicación respecto de lo que acababa de decir.

Pero no lo hizo. No dijo más e hizo una seña para que Esteban siguiera con sus datos sobre el arma que creían era responsable del derribo.

—Los rieles y los proyectiles deben ser construidos de materiales fuertes y conductores; los rieles deben sobrevivir a la violencia de un proyectil acelerado, y al calor producto de las fricciones y el paso de la corriente eléctrica. La fuente de energía debe ser capaz de entregar una corriente muy grande, sostenida y controlada, en un lapso utilizable.

—En resumen, un arma muy, muy compleja.

—Es por eso—explicó Esteban, que hasta ahora solo hay proyectos. Ningún prototipo que haya alcanzado estatus operativo.

—Pues aquí probablemente nos hemos topado con el primero—dijo, algo lúgubre, Gerin.

—No entiendo por qué no lo dispararon contra mí también—observó Montjuïc.

—La medida más importante de la eficacia de la fuente de energía es la corriente que puede entregar—explicó Esteban—. La mayor energía conocida y utilizada para la propulsión de un proyectil de un cañón de riel fue de 32 millones de julios.​ La fuente de energía más utilizada en cañones de riel son los condensadores y el alternador de pulsos compensado, que son cargados poco a poco de otras fuentes de energía continua o mediante un generador de Van de Graaff.

Un Julio equivalía al trabajo necesario para producir un vatio de potencia continuamente durante un segundo, pensó Mariana. Ella había llevado la parte principal en el interrogatorio para establecer a qué tipo de dispositivo bélico se enfrentaban.

—Es decir, tienen un proceso lento de recarga.

—Podría decirse. Los rieles deben soportar enormes fuerzas de repulsión durante el disparo, y estas fuerzas tienden a empujarlos en dirección contraria y lejos del proyectil. Cuando se incrementa la holgura entre el proyectil y los rieles se forman arcos eléctricos, lo que provoca la rápida vaporización y daños en la superficie de los rieles y en los aislantes. Esto limitaba a los primeros investigadores a un único disparo entre reparaciones del cañón de riel.

A tales alturas, a nadie le quedaban demasiadas dudas que el cañón de riel era a lo que se enfrentaban. Pero seguían sin saber demasiado respecto a sus prestaciones.

Cañones dio las gracias a todos y la reunión concluyó. Todos salieron de la sala, salvo el jefe de escuadrón que cerró la puerta al quedar los dos solos.

—Tengo una novedad para darle, mi general—dijo, apesadumbrado—. En realidad, algo para decirle.

—Lo escucho.

—Creo que es obvio que Bataglini tenía razón la otra vez.

—Sí, eso parece.

—Me equivoqué al apreciar la situación. Debí darle el beneficio de la duda. También erré al juzgarla. Acepto mi responsabilidad con eso. Tiene mi jefatura a su disposición, mi general.

—Ciclón, no voy a cambiar de caballo a mitad del río. Aun si se trata de una montura terca.

Dijo esto con el mejor tono. Se lo veía realmente afligido al mayor. Cañones le puso una mano en el hombro.

—Aun así, yo...

—No tengo su rigidez para apreciar situación, estimado Ciclón. Ahora concentrémonos en ella, que es lo más importante.

—¿Qué piensa hacer, mi general? 

—Lo único honorable: traerla de vuelta. 

"Me cueste lo que me cueste", pensó Cañones para sí.

—No puede hacerse mucho en tanto no sepamos qué hacer para neutralizar esa arma.

Era cierto lo que decía Montjuïc. Pero el Force Commander tenía un plan para eso.

—No. Pero tengo una idea de a quien preguntárselo.

 

78

Mantener la cabeza sobre los hombros

 

 

“Si hiciéramos todas las cosas que somos capaces de hacer, nos sorprenderíamos a nosotros mismos”.

Thomas Edison

 

 

            La imagen de un muy serio comandante general apareció en la pantalla de su computador personal. Algo lo preocupaba y Cañones no tardó en saberlo. Luego de un saludo formal, fue directo al asunto.

—Veo que ordenó desplegar dos unidades de infantería del aire, un grupo Alfa de operaciones especiales y misiles aire tierra de largo alcance.

—Está dentro de las fuerzas que se me asignaron, mi general.

—Es raro que no me lo comentara primero ¿Piensa iniciar una guerra, Tordo?

El tono era muy parco, pero no hostil, algo que el Force Commander no dejó de advertir.

—Preferiría no decirle, mi general. Para poder asumir toda la responsabilidad en caso que las cosas no vayan bien.

El comandante general lo miró por unos momentos, sin decir nada. Solo asintió.

—¿Cómo está nuestra piloto?

—Tenemos una confirmación que está viva, aunque golpeada en un hombro. La sacaremos tan pronto podamos establecer con qué la atacaron. No puedo poner ningún pájaro en el aire sin establecer eso antes.

—Estamos seguros entonces que fue un ataque.

—Definitivamente, mi general. Pero se trata de un arma nueva, que todavía estamos identificando. Una especie de misil de alta velocidad, pero sin propulsor. Al parecer, se acciona por proximidad, separándose del proyectil en un haz de una especie de flechas de metal.

—Un arma de energía cinética.

La preocupación en el rostro del superior era palpable.

—Puede que sea un desarrollo de un cañón electromagnético—agregó Cañones—. Pero no estamos seguros.    

—Haga lo que tenga que hacer, Tordo. En tanto, procuraré mantener por acá su cabeza sobre sus hombros—le dijo, antes de cortar la transmisión.

  

79

Lágrimas estadísticas

 

 

“La estadística es la primera de las ciencias inexactas”.

Edmond de Goncourt

 

Luego del debriefing Mariana no volvió a la sala de control. Se quedó fuera, bajo el sol inclemente de Markani. Llevaba puestos los anteojos negros para que no se le notara lo cerca que estaba de quebrarse y llorar.

—¿Está bien?

Observó a Javier, como salido de la nada, enfrente suyo. Le gustó y no le gustó tenerlo cerca. Todavía le generaba sentimientos de atracción y timidez. Pero, por alguna razón, fue franca con él como no lo era con ninguna otra persona.

—No.

Él no preguntó por qué y en sus siguientes palabras supo que Gerin captó perfectamente por qué estaba así.

—Todos estamos afectados por lo de Bataglini.

Era la causa de que estuviera allí, sola con sus temores, buscando librarse de ellos. Que Javier lo entendiera, de alguna forma, la confortó. O más bien, la hizo franquearse aún más con él.

—Sabe tan bien como yo lo que van a hacerle si la capturan.

—No ha pasado todavía.

Ella lo miró, como si estuviera molesta por contradecirla. Se había acercado a donde estaba, la miraba de frente con esos ojos extraños detrás de la montura metálica de sus anteojos.

—Las estadísticas hablan…

—Las personas no se manejan por estadísticas. No en lo importante. Usted debería saberlo mejor que nadie.

—Desearía creer eso.

Aspiró ese perfume, que comenzaba a soñar por las noches, en la soledad de su módulo de alojamiento. Deseaba no solo eso. Dio un paso, torpe y luego otro hasta abrazarse a él. Antes que pudiera darse cuenta de lo que estaba llevando a cabo, se encontró sollozando sobre ese pecho firme.

Estaba harta de pasar sola los momentos de crisis.

Se desahogó allí, sin que él hiciera otra cosa que abrazarla. Se trató de un extraño sentimiento de estar contenida, acompañada por alguien. Él le procuraba, a más de inquietarla en el cuerpo, un estado raro de estar protegida, de tener allí una persona con la que se hallaba a salvo, podía ser ella misma, dar rienda suelta a sus sentimientos y hasta sus debilidades, sin tener que guardarse o aparentar nada.  

—Todo va a estar bien—fue lo único que le dijo durante todo el rato que estuvieron abrazados. Se trató de palabras que la confortaron.

Cuando finalmente se separó de él, descubrió que llorar sobre su hombro había sido aún más íntimo que besarlo.

  

80

El amigo ruso

 

“Una visión de una idea sin la capacidad de ejecución es únicamente una alucinación”.

Steve Case

 

Era una llamaba que Cañones nunca hubiera esperado hacer. No le entusiasmaba en lo absoluto llevarla a cabo. Pero era la única forma de acelerar los tiempos de una operación de rescate.

—Solo le pido discreción sobre este asunto. A cambio, en doce horas no deberá preocuparse por esa gente.

—No puedo asegurárselo, Serguéi Mijáilovich.

El ruso no dejó de advertir que lo había llamado no sólo por su nombre sino también por el patronímico. Era una forma de enfatizar el carácter formal de esa conversación.

Acababa, para sorpresa del Force Commander, de admitir tácitamente tener algo que ver, poseer algún conocimiento con respecto a quienes habían derribado a Cata.    

—He sido sincero con usted, general.

—Con el debido respecto, es una sinceridad que no ayuda en nada a una piloto que está huyendo por ser derribada en su avión por un arma que ustedes nunca debieron perder de vista. Herida, para complicar más las cosas.

—Como le digo, general, nos ocuparemos. Solo pedimos que nos deje barrer nuestra basura con discreción.

—Quiero los códigos, Serguéi Mijáilovich.

—Me temo que no le entiendo.

—Por supuesto que sí. Todos los sistemas de esa sofisticación tienen un código que los vuelve inertes. U otro modo de poder evitar sus efectos. Lo quiero.

—General, sabe lo que me está pidiendo. Escapa a mis posibilidades.

—Pues hable entonces con quien sea  que las tenga. Con el código de desactivación puedo poner en el aire mis aviones sin riesgos y llevar a cabo un rescate.

—Créame que me gustaría ayudar pero…

—Solo le pido que lo intente. Créame que la persona que está en peligro, vale la pena llevar a cabo eso. Además de evitar ser mencionado el tema, en el conferencia de prensa a la que he llamado para hablar al respecto. 

Aun sin verlo, notó que el ruso se sobresaltaba al otro lado de la línea segura.

—Supongo que, de conseguirlo, a cambio….

—Tendrá lo que busca, Serguéi Mijáilovich. Puede decir eso también. A quien sea.

—Estaremos en contacto, general.

Cañones se quedó mirando a la pared de la sala estéril, protegida del módulo de comunicaciones de donde hizo esa llamada por una línea segura.

Aspiraba a que ese contacto de los rusos fuera lo más pronto posible.

 

 

81

Una conferencia de prensa agitada

 

“La libertad de expresión lleva consigo cierta libertad para escuchar”.

Bob Marley

 

 

Estaba Cañones a diez pasos de entrar a la sala donde habían congregado a los enviados de la prensa internacional. Observó a Mc Gregor, haciendo mala cara al leer la pantalla de su celular, aquel que tenía provisto no por la fuerza internacional, sino por la marina de Estados Unidos.

Se le acercó, con expresión contrariada.

—El Departamento de Estado no cree que sea una buena idea que aparezca a su lado en la conferencia.

Cañones la miró. No tenía sentido indagar respecto de los motivos de esa medida. No cambiaría nada, si es que Joan los conocía.

—No se preocupe.

—Si dependiera de mí, otro tono tendría la canción.

Él asintió. En realidad no le sorprendía demasiado. Había pasado en otras partes. Por caso, en Mogadiscio con la operación Provide Relief que lanzaron en 1992 para luego abandonarla un año después en 1993. Por no decir, décadas atrás, con el asunto de  Vietnam de Sur, primero apuntalado con medio millón de tropas del Tío Sam para luego ser abandonado a su suerte respecto de su vecino comunista del norte.

Buscó con la mirada a Gerin, que se apresuró a ponerse a un lado.

—A dos pasos del comandante—murmuró el abogado.

Era una frase común en el cuerpo jurídico aéreo, cuyo origen nadie sabía precisar. A la pregunta de qué lugar en la estructura de un estado mayor operativo ocupaba la asesoría jurídica, esa era la contestación que se daba. Una forma de reflejar lo importante e inmediato que debía ser el consejo jurídico en el curso de una operación militar.

—Creo que voy a necesitar un buen abogado allí dentro—dijo Cañones.

—Si sé de alguno le aviso, mi general—replicó, en tanto limpiaba los cristales de sus anteojos con un pañuelo. Ese tipo de comentarios cáusticos eran la prueba que estaba en control de la situación. En un lío de las proporciones en que se hallaban, que el abogado estuviera tranquilo no era poca cosa, pensó el Force Commander.

 Los flashes estallaron apenas entraron. Todos los lentes de las cámaras se dirigieron a ellos, en tanto se ubicaban en la pequeña tarima cuyo único mueble era un atril con el escudo de la Internacional Humanitarian Force. Mariana los guió todo el camino para luego tomar la palabra.

—Damas, caballeros, damos inicio a la conferencia de prensa. Como hemos acordado previamente, habrá una pregunta por medio de prensa en el orden que ya hemos sorteado y conocen.

Se volvió entonces hacia Cañones.

—Cuando usted lo disponga, mi general.

—Gracias— se acercó al atril, desocupado por la teniente Rey. Javier se quedó justo a un lado. Les habló en inglés—. Buenas tardes, para quienes no me conocen, soy el general de aviación Carlos Cañones, comandante de esta fuerza internacional. Me acompaña nuestro auditor jurídico, el teniente coronel Gerin. Ya se les ha repartido nuestra declaración sobre lo sucedido. Se ha atacado de parte del estado de Kubatu a uno de nuestros pilotos en el curso de una misión de carácter internacional en cumplimiento de mandatos del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas. Estoy ahora abierto a sus preguntas.      

Todos los sentados en la sala levantaron la mano. Mariana apuntó a una mujer de cabello oscuro en la primera fila.

—Christiane Amanpour, de CNN. No están claras las causas del incidente con su caza Rafael en el espacio aéreo adyacente a las islas de Kabutu, ¿fue fruto de un ataque armado?

—Por cuestiones tácticas en curso no puedo hacer declaraciones al respecto.

—El presidente de Kabutu reclama que bombardearon su territorio. Concretamente, una aldea costera.

—Lo niego rotundamente, Christiane. Eran dos aviones en una patrulla aérea de combate para asegurar el bloqueo de elementos bélicos al país conforme una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. No portaban bombas, ni nada que se le parezca.

—Siguiente, por favor—apresuró Mariana.

—Tayseer al-Attar. de la cadena Al-Jazeera. El presidente Dada Oumee presentó en la televisión pruebas del ataque de sus aeronaves.

Si la cadena árabe no estaba jugando a favor de Oumee, cuanto menos le era funcional.

—Mostró el paracaídas conque se nuestro piloto se eyectó. En el que, dicho sea de paso, podía verse los disparos que le efectuaron, en violación de lo que marca la ley internacional al respecto. El único ataque que prueba, es el de ellos a nuestro piloto mientras descendía.

—General, soy  Margarita Simónovna Simonián para Rossiya Segodnya.

Se trataba de la Empresa Unitaria Estatal Federal Agencia de Información Internacional, la agencia de noticias internacional de propiedad estatal del gobierno ruso.

—Hay diversas versiones respecto del incidente con el avión caza. ¿Podría decirnos que ocurrió?

Cañones la miró por un instante, antes de contestarle. Supuso que buscaban, con la pregunta, que descartara la hipótesis de un ataque que Dada Oumee había afirmado. Lo que para el gobernante de Kubatu era un logro que exhibía, ponía a los rusos en una posición incómoda si llegaba a saberse que un grupo de su nacionalidad, actuando algo independientemente, había usado armas rusas para llevarlo a cabo. Por no decir las repercusiones con los chinos que apoyaban a Oumee o con lo que pasaría con Mohamed Idriss Diawara y su amistad con Putin en la propia Markani.

—Lo ocurrido está bajo investigación. No puedo decir más por ahora. Sí es claro que nuestro piloto fue atacado, luego de eyectarse, estando indefenso en el aire, colgando de su paracaídas.

Era el final de la ronda de preguntas cuando dijo, ante una pregunta de una reportera francesa, de hasta donde pensaba llegar.  

—Una madre haría todo, absolutamente todo por proteger a un hijo. Como comandante, voy a actuar del mismo modo para resguardar a cualquier persona bajo mi mando que esté en una situación de riesgo. Que en Kubatu nadie tenga la menor duda al respecto. 

Mariana se volvió a mirarlo. No era lo que se había discutido antes. Se trataba de palabras mucho más ríspidas que todas las opciones previamente propuestas en la reunión previa del Estado Mayor para coordinar la cuestión con la prensa.

 

81

Nostalgias

 

“Puedes querer mucho a alguien. Pero nunca puedes querer a nadie tanto como puedes echarlo de menos”.

John Green

 

 

 Mariana se acostó pensando en él. Le ocurría lo mismo la mayoría de las noches.

Afuera del módulo, una de las lluvias torrenciales de estación caía sobre Markani. Arreciaba el viento, y la tormenta con visos de temporal.  Un relámpago se coló de improviso e inundó súbitamente de luz el módulo. Un momento después volvía la oscuridad, tan súbitamente como se había ido. Luego, vino el ruido grave y fortísimo del trueno. Pese a entender a la perfección la mecánica de ese fenómeno meteorológico, no dejó de sobresaltarse. Saber cómo ocurría o por qué, no ayudaba a calmarse.

Se quedó con la vista fija en el cercano techo de metal. Javier vino a su mente. Podía oler el perfume que siempre usaba. Más de una vez había fantaseado con la idea que tocara a su puerta, o directamente entrara sin siquiera tocar. Era algo loco, pero no dejó, como las otras veces, de excitarla.

Pensaba en eso, a medio camino entre estar despierta y dormida, cuando un escuchó un golpe tímido de un puño contra la puerta.

Se levantó de la cama de inmediato, como un resorte en tensión que se libera. Miró su reloj. Era cerca de la medianoche. Fue hasta la puerta, refrenando a su mente fantasiosa que había rebalsado de locas imágenes de él con ella. No podía estarle pasando eso.

Abrió la puerta lentamente, sin decidirse a ver o no. Temblaba como una hoja al viento y no por miedo.

La visión de Chechu al otro lado de la puerta, desbarató en un instante a todos sus sueños.

—Ah, sos vos.

El tono fue un poco cortante. No por ella, sino por el sueño que acababa de esfumársele. Su compañera de promoción en el Instituto militar no dejó de advertirlo.

— ¿Esperas a alguien?

—No, para nada—mintió Mariana.

— ¿Vos tampoco podés dormir?—le preguntó Chechu.

—En realidad intentaba hacerlo.

—¿Puedo pasar? No quiero estar sola en mi módulo.

Le contó que no podía soportar ver la cama de Cata vacía, y que todas sus cosas le evitaba que pudiera estar cómoda allí.

— ¿Querés dormir conmigo?—le ofreció Mariana.

Chechu no demoró en aceptar y tras pasar, bajó de la pared la cama plegable contigua a la que Mariana usaba.

Observó entonces que la dueña del módulo sacaba un pequeño estuche de una repisa y tras abrirlo, se colocaba su contenido en las orejas. Eran dos sordinas de las que empleaban cuando practicaban tiro para proteger los oídos. 

—Que exagerada—le protestó la visita—. Ni que roncara tanto.

—No me vengas a victimizarte—replicó Mariana—. Compartimos pieza dos años en el Instituto.

Se acostaron. Mariana volvió a ver el techo, pero no llegó a pensar en él.

—¿Cómo pensás que este?

No hacía falta aclarar de quien preguntaba.

—No sé. Tiene carácter y está entrenada. Eso debería ayudarle.

No sonó muy convencida en sus palabras. Sobre todo, al observar por la pequeña ventana como diluviaba afuera.

Ni una ni otra dijo lo que en realidad incordiaba a las dos: que no volvieran a ver a Cata, nunca más.

 

 

82

Desobediencia

 

“La obediencia ciega es tan peligrosa como la desobediencia.”

Efraín Gutiérrez Zambrano

 

 

Solo eran cuatro en esa sala: el general Cañones, la teniente comandante Mc Gregor, la Special Representative of the Secretary-General for Kubatu, la gala Madeleine Seydoux y el teniente coronel Medot. Este último empezó a exponer sobre las posibilidades de una operación de rescate. Pero Madeleine Seydoux se mantuvo inamovible. Había llegado a las apuradas desde Nueva York para hacerse cargo de la crisis. Piel de porcelana, cabello color trigo perfectamente peinado, largas e impecables uñas, vestida con ropa casual de diseñador, parecía más una modelo que una funcionaria de la ONU.

—Exploraremos la opción diplomática por ahora—dijo la recién llegada.

Cañones no estuvo de acuerdo con eso en lo absoluto.

—Tengo una piloto allí fuera, escondiéndose de ellos. ¡No puede esperar!

—Pues tendrá que hacerlo. Tiene equipo de supervivencia, ¿no? Un día o dos.

El Force Commander le dirigió una mirada de silente reprobación. ¿Realmente sabía lo que estaba diciendo? Cuarenta y ocho horas escondiéndose, dos noches a la intemperie, mal comida, mal dormida, mal hidratada en una selva con treinta a cuarenta grados durante el día, frío en las noches, soportando lluvias.

Era muy fácil decir eso cuando se hospedaba en el único hotel cinco estrellas de la ciudad. Madeleine esa noche comería lo que le viniera en gana en el restaurante de estilo francés del hotel, para luego dormir en su suite. Bataglini no tendría, por lo visto, esa suerte.

No, no sabía de lo que estaba hablando. Pero tampoco le dijo todo lo que pensaba. No tenía sentido. Personas como Seydoux solo tenían puesta su atención en algo: no quedar mal paradas en las crisis, antes que en solucionarlas.

—No sé si podrá evadirlos por tanto tiempo.

—Podríamos arreglar una entrega.   

Cañones apenas podía dar crédito a lo que escuchaba. Realmente lo desconocía todo.

—¿Sabe lo que les pasa a las mujeres que toman prisioneras?

—No se atreverán a tocarla.

—¿Por qué no?

—Lo hemos acordado.

—Pues no sé qué le hayan dicho, porque la siguen cazando por la selva como un animal.

—El Mariscal Dada Oumee dio garantías respecto a su seguridad.

—¿Me está hablando de creerle a una persona que desconoce hasta los tratados que ha firmado. ¿Qué valor puede darle a su palabra?

—Pues yo se la doy, general. Soy la autoridad suprema aquí. Represento al secretario general en persona. Y como tal, se lo digo claramente: sin rescates, sin ninguna operación de sus fuerzas que comprometa nuestra negociación. ¿He sido clara?

—Por supuesto. La entendí perfectamente—dijo Cañones antes de salir de la oficina, sin siquiera despedirse.

Hacía tiempo que no se molestaba tanto. Era la parte mala, una de tantas, de estar en ese tipo de asuntos: se veía como todos jugaban su propio juego.

—Pierde el tiempo, general—le dijo Medot, mientras caminaban por el pasillo—. Ni en los colegios suizos ni en el Upper East Side de Nueva York puede entenderse demasiado a una persona ocultándose en un terreno que desconoce mientras la persiguen. Cada vez más cansada, sedienta y hambrienta conforme pasa el tiempo.

El general no dijo nada a eso. Era justo lo que había estado pensando. Cuando llegaron a la sala de situación de su comando, se enfrasco en la lectura de un gran mapa de la isla donde Cata se hallaba.

—Tampoco me gustan esas directivas—dijo Joan, tras entrar con cara de circunstancias—. Lo lamento por su piloto, general. He quedado atrapada en la redes de la política.

Cañones solo asintió, para seguir en la contemplación del mapa.

—¿Cuándo tiempo llevaría una inserción de sus hombres, Medot?

—Deberíamos esperar a que anocheciera para tener mayor sigilo. Una hora luego de la puesta de sol, general.

—Pues hágalo. Quiero una pareja de observadores en cada localización de importancia de las fuerzas de Oumee. No son demasiadas. Cayó en una de las islas más pequeñas. Si no podemos iniciar una búsqueda, vigilaremos a los que pretenden capturarla.

Medot parpadeó un par de veces. Por primera vez en el día, estaba conforme de algo. El general no iba a cruzarse de brazos hasta que los rusos le dieran lo que había pedido respecto a neutralizar esa arma que tenían allí.   

—Quiero que sean invisibles y avisen si la atrapan. O cualquier indicio de si están buscando o trasladando un prisionero importante.

—Entendido general.

—Quiero también un equipo de rescate de combate listo para salir. Con lo mejor de su personal.

Notó que el teniente coronel de fuerzas especiales se sonreía. Se trataba de una sonrisa de alivio. De poder dejar atrás la impotencia de estar atado de manos en lo que podían hacer para recuperarla.

—Los escogeré y dirigiré en persona, general.

Tras el saludo militar entre ambos, salió disparado a cumplir la orden.

Cañones notó que Joan lo veía con ojos muy grandes.

—Si tiene algo para decir, teniente comandante, puede hacerlo.

—Solo lo obvio: no está cumplimiento lo que le dijo la representante especial del secretario general.

—No voy a dejar librada la vida y la integridad física de uno de mis pilotos a unas conversaciones bastante poco confiables. Me cueste lo que me cueste.

La piloto naval asintió. Sin decir ni una palabra a eso. Ambos sabían lo que traía aparejado esa postura.

—Alguna vez le dije Joan que, tal como dice la Biblia, no se puede servir a dos señores. No le pido que participe de nada de esto, ni que ponga en juego su carrera. No tiene sentido que su cabeza ruede con la mía.

—No, no lo tiene—admitió, luego de mirarlo atenta por unos momentos.

—Solo le pido que me de algo de tiempo para poner mi gente en el terreno, antes que hable con Seydoux.

Mc Gregor lo observó. Se estaba saltando todas las reglas por ayudar a alguien que estaba en una situación crítica. La ponía en una posición incómoda. No le gustaba Seydoux, a la que consideraba una amateur en estas cuestiones. Entendía que se trataba de un error intentar negociar con Dada Oumee. Pero mal allá de todo eso, la máxima representante de la organización internacional, Naciones Unidas nada menos, que legitimaba que ellos estuvieran allí, era ella. Mal que les pesara.

Ni siquiera conocía a esa piloto que había caído allí. Pero no podía evitar ponerse en su lugar. Sola, desamparada, debiendo sobrevivir en una selva hostil con partidas armadas buscándola. 

—No sé qué podría decirle a la Special Representative, general—se colocó su gorra camuflada, para luego dirigirse a la puerta—. Yo no me enterado de nada de esto.

 

 

83

Sola, escapando

 

 

“Hay muchas cosas que ignoro; pero durante un tercio de mi vida viví en lugares peligrosos, y me precio de reconocer a un hijo de puta en cuanto lo veo”.

Arturo Pérez-Reverte

 

 

 

Observó la negritud a su alrededor, los ruidos de la selva, los insectos zahiriéndole el cuerpo. No tenía demasiado hombre, pero sí una sed terrible. También, luchaba contra un cansancio de proporciones.

Se afirmó contra un árbol, fuera de cualquier senda. Palpó el suelo antes de sentarse allí. Con las piernas recogidas. Apoyó la mano con el arma sobre sus rodillas, en tanto con la otra buscaba en su bolsa de supervivencia.

Había reservado el último de los paquetes de jugo. La libraría de tomar el agua de la cantimplora con las pastillas potabilizadoras que le daba un gusto terrible, similar al Gamexane.

Luego de beber el jugo dio cuenta de la penúltima barra proteica. Sentir el gusto de la mínima cubierta de chocolate la puso de buen humor.

Procuró no pensar en otra cosa que no fuera seguir sobreviviendo. Era curioso su vida en el último día. Se había levantado sin más preocupación que……Todavía no entendía demasiado qué arma le había alcanzado, reduciendo a la nada su caza. Lo que sí era evidente es como toda la vida puede cambiar en un instante. A partir de allí debió eyectarse, caer en territorio hostil y escapar de quienes querían capturarla.

Ahora, todas sus preocupaciones eran solo una: mantenerse viva, a la espera que la rescataran.

Todo se reducía a eso: vivir y no morir. Pulsear a cada instante con la adversidad para seguir en el juego. No ceder a la desesperación creciente, lidiar con todas las carencias, levantarse cada vez que se cayera. Tan sencillo y brutal como eso.

Un ruido la despertó. Se había dormido sin tener mucha conciencia de ello. ¿Por cuánto tiempo? Era difícil de decir, estaba oscuro a su alrededor.

Otro ruido. Calzados que pisaban unas ramas. Se incorporó con dificultad, no mucho, solo lo suficiente como para ver por el lado del árbol. Descubrió que el hombro había vuelto a dolerle, luego de tenerlo por horas adormecido gracias a lo que fuera que tuviera esa ampolla que se inyectara.

Estaba sola allí con lo que el destino pudiera depararle. Luchó contra ese sentimiento de desprotección y desolación que, conforme pasaba el tiempo, le llegaba más y más y le era mucho más dificultoso de aventar de su mente.

Tomó su Glock 19 y verificó que tuviera el seguro quitado. Las voces en ese dialecto local del francés que se hablaba tanto en Kabutu como su lengua originaria, se hicieron más cercanas. Observó, a tan solo treinta metros de donde estaba, como un grupo de tres hombres se desplazaban entre los árboles.

Vestían una combinación de prendas militares y civiles. Todos llevaban un pañuelo rojo a modo de vicha y estaban armados por fusiles AK 47.

Los hombres se acercaban cada vez más. Era imposible que pasaran por allí sin descubrirla. Procuró huir, echarse a correr zigzagueando entre los árboles. Sintió los gritos de alto en francés, a los que hizo caso omiso. Luego, escuchó los disparos.

Algo le dio en la pierna, arrojándola al suelo. El dolor la asaltó de nuevo, esta vez en un distinto sitio. Rodó en tanto las Kaláshnikov seguían traqueteando sus cargadores.

Cata consiguió que el dolor en la pierna no la obnubilara, echada como estaba en la tierra. Estaba atrapada. Entonces, apuntó con su pistola al que tenía más cerca de los tres, al mismo que apuntaba hacia donde estaba ella y apretó la cola del disparador, en rápida sucesión, dos veces hacia esa figura humana. 


Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 12: Descenso al infierno


NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 

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