Misión en el Trópico 12: descenso al infierno
84
Enfrentamiento en la selva
“La mejor forma de defensa es el ataque”.
Carl von Clausewitz
Apuntaba, bajo la
luz de la luna, en medio de una selva tan exuberante como opresiva. Tras la
mira, un hombre la encañonaba a su vez con un fusil de asalto ruso. La Glock 19
se sacudió entre sus manos. Dos fogonazos brotaron de ella.
La figura que
avanzaba entre las sombras disparándole se detuvo primero, luego de sacudió
para terminar por caer a unos pocos metros de donde estaba. Lo cerrado de la
vegetación, como era usual, ayuda más para defenderse que atacar. Por lo menos,
pensó Cata, en algo las cosas estaban a su favor.
Se arrastró hacia
el cuerpo, desesperada, tratando de no ceder al dolor fortísimo en el hombro.
Un par de disparos le pasaron cerca. Tomó el fusil caído a un lado del hombre y
lo apuntó hacia donde le tiraban.
Vació el cargador
sobre el que tenía más cerca. El hombro le dolía y no podía hacer puntería como
quisiera. La pierna le ardía y la sentía húmeda, pero trató de enfocarse en lo
que buscaba hacer. Dejó fija la mirada en ese sector oscuro de la jungla desde
donde había visto brotar los fogonazos. Hacia allí disparaba, moviendo
levemente el fusil a derecha e izquierda, para batir el sector, alrededor de
donde recordaba los fogonazos, antes que un punto exacto. Escuchó un grito y
los disparos cesaron. Luego, el ruido ramas quebrándose o arbustos
sacudiéndose, cada vez más lejos. Al parecer, el tercero del grupo había huido.
Pero no se confiaba demasiado de ello.
Esperó un par de
minutos, vigilante, sin que nada ocurriera. Revisó en los portacargadores del
caído. Encontró otros dos cargadores curvos con munición de 30 cartuchos. Evitó
al revisar, verle al rostro. Era el primer hombre al que le disparaba y el
primero que mataba. No sabía muy bien cómo sentirse ante eso. Trato,
sencillamente, de alejarlo de su mente. Ya estaba lo suficientemente complicada
como para cuestionarse esas cosas.
Tomó también su
cantimplora. En ese sitio, bajo ese calor, el agua era un bien precisoso. Al
pretender incorporarse, el dolor en la pierna le recordó que la habían herido.
Revisó la herida, tratando de no romper el buzo de vuelo. Era del lado externo
de la pierna derecha, justo por debajo del muslo pero no parecía sangrar
demasiado. Quizás no fuera un disparo, sino un rebote. Aplicó desinfectante y
luego cubrió con un vendaje de combate hemostático compresivo de botiquín de
emergencia.
Se volvió a
incorporar, usando el fusil a modo de bastón. Comenzó a caminar. Le dolía al dar
un paso con la pierna derecha y cojeaba pero era soportable. Se ordenó física y
mentalmente: debía salir de allí, dejar atrás a ese sitio en que, tarde o
temprano, vendrían más hombres. Se impuso entonces una rutina de avance: 45
minutos de movimiento por 15 de descanso. En lugar de ir hacia la costa, que
entendía estaba al sur, se adentró en la isla. Era lo contrario a lo que se
suponía que hiciera. Esperaba que eso le diera una ventaja de tiempo. El
necesario para que vinieran por ella.
La maleza y los
árboles jugaban a su favor, la ocultaban. Pero debía permanecer en absoluto
silencio para que su invisibilidad funcionara.
Cada vez que
observaba su reloj de muñeca aeronáutico, contaba el tiempo que le faltaba para
volver a contactar al control de misión.
No debía
desesperar, ni rendirse al cansancio y el dolor. Esa era la lucha, consigo
misma, mucho más crucial que incluso con sus perseguidores.
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Misterios hogareños
“La familia no es algo importante. Lo es todo.”
Michael J. Fox
Fue uno de los
pocos momentos en el día que se permitió, para llamar a su casa. Su familia era
su ancla, el mejor escudo que podía tener en esos momentos. Necesitaba salir,
por cinco minutos, de una situación que no se presentaba fácil.
Solo en el módulo
de alojamiento, el Force Commander se conectó a la red con su propio celular a
la hora en que se hallaba disponible para tráfico de datos y llamadas
personales. Cande no tardó en aparecer, sentada en el sillón del living de su
casa.
—Hola.
—Hola, día duro,
supongo.
Cañones solo
asintió. La noticia de la caída del Rafale había ocupado todas las noticias en
casa. Era obvio que se refería a eso.
—Ví las noticias—le
aclaró Cande—. Dicen que es una mujer.
—Sí, fue cadete en
esa época. De las mejores.
—Pobrecita.
—No puedo decir
mucho, Cande. No por este medio.
—Como siempre. Solo
quería que supieras que rezamos por ella. Y por vos. Sé que vas a poder lidiar
con esto y sacarlo adelante.
Era un apoyo que
venía muy bien, pensó Cañones, dadas las actuales circunstancias.
Cayó entonces en la
cuenta que su esposa estaba sola allí. Sin la menor noticia de su esquiva hija.
La misma con quien no podía comunicarse desde hacía un par de días.
—¿Pauli por dónde
anda? ¿Está en su cuarto?
Cande dudó por un
instante la respuesta.
—Ehh… salió con
unas amigas.
—¿A mitad de
semana? ¿No era que iba a estar haciendo un curso?
—En realidad le
salió una oportunidad…laboral digamos y tenía que ir a verla. Va a estar fuera
unos días.
—La llamé al
celular y no me atendió. Tampoco contestó el mensaje de texto que le dejé.
—Entiendo que ahí
no los dejan tener celular. Son un poco rígidos con esas cuestiones.
Cañones no pudo
decir mucho al respecto. En la aviación era igual.
—Ustedes dos están
misteriosas hace un tiempo conmigo.
—Para nada, Carlos.
Solo que hay cosas que ella es la que tiene que decirte. Ya está crecidita.
—Siempre ha podido
hablar conmigo.
—Las hijas tienen
una relación especial con los padres, sobre cómo decir ciertas cosas, en las cuales
las madres no tenemos que intervenir.
—No me decis mucho
con eso.
—Es que no soy yo
la que tiene que hablar, Carlos. Y nuestra hija ha salido, en eso, muy
reservada. Igual que Laura.
Eso era lo que
Cañones temía. Cande se sonrió, tan enigmática como había hablado.
Cañones pensó que
si ella podía sonreír sobre el asunto, lo que fuera no debía ser de cuidado.
Confiaba en Cande para tener el frente doméstico en orden, como siempre había
hecho.
—Decile que me
llame cuando vuelva, por favor.
—Dale, pero no
prometo resultados. Si llega a conseguirlo, va a estar ocupada en esa actividad
nueva.
De nuevo, palabras
misteriosas. Cañones se prometió que, tan pronto como solucionara la crisis que
tenía entre manos, se abocaría a dilucidar eso.
86
Primicias y bronca
“Cuando todo se va al infierno, la gente que está a tu lado sin vacilar
es tu familia.”
Jim Butcher
De camino a su
puesto, Mariana cruzó por un hangar donde Esteban dirigía una cuadrilla que
revisaba la toma de aire de un Rafale. Al verla, él la saludó como siempre.
Ella no pudo dejar
de decirle lo que tenía en mente, desde que en el debriefing lo observara tan
aplomado y técnico como si estuviera hablando de cualquier cosa. Se detuvo y se
lo dijo.
—¿Cómo podés estar así, tan profesional e impersonal, con lo que está
pasando con Cata?
—¿Ayudaría en algo
estar de otra forma?
—¡¡Es Cata la que
cayó, Esteban!!
Tuvo que refrenarse
para no decirle otras cosas. Después de todo, él tenía más antigüedad que ella.
Un grado más. Pero Tebi siguió tan imperturbable como antes: sin emocionarlo la
situación, ni enojarlo el reproche de ella.
—El mejor modo de
traerla de vuelta es precisamente ese— le aclaró—: ser profesional y mantener
fría la cabeza.
Tenía razón, pero
le dieron ganas de patearlo igual. Mariana salió de ese hangar con un humor
bastante aciago. Volvía al módulo de Comando cuando observó a Fargas hablándole
a un trípode con una pequeña cámara montada allí. Como de costumbre, tenía el
fondo de la línea de Rafale estacionados en la plataforma operativa.
Se acercó, para
escuchar lo que decía. Supuso que era algo relativo al derribo de Cata y,
tristemente, acertó.
—…estamos en
condiciones de afirmar que el avión caído era piloteado por una mujer, la
teniente de vuelo Catalina Andrea Bataglini, cuyo indicativo de vuelo resulta…
Pudo haberlo hecho
de mil formas distintas, más amables, guardando los modos. Pero le salió esa.
Por la tensión del momento, por el humor que cargaba o por decididamente no
caerle, en lo absoluto, ese tipo. Cualquiera fuera el motivo, se cruzó delante
de su cámara y se la apagó. Luego, se volvió hacia donde estaba el periodista,
que no salía de su asombro por la inesperada intervención.
—¿Qué hizo?—le
preguntó con mala cara—Estoy en medio de una nota.
Ella no le mostró
una mejor expresión, al interpelarlo.
—¿Qué cree usted que
hace, está loco?
—Intento llevar a
cabo mi trabajo—respondió él, sorprendido de la reacción de la mujer.
—Les va a dar el
nombre y datos de un piloto, a quienes lo persiguen.
—El público tiene
derecho a…
—No me venga con
frases hechas. Quiere una primicia, aunque eso comprometa las posibilidades de
escapar de una persona en un territorio hostil.
—Hay libertad de
prensa.
—¿Para poner en
riesgo la vida de una persona? ¿A quien que lo escuche puede interesarle como si llame, si ni siquiera
la conocen? Pero a quienes buscan capturarla les sirve y mucho.
El periodista
reaccionó al fin, su expresión adquirió una dureza no vista antes.
—Voy a protestar
por lo que acaba de hacer. Además, lo tengo todo filmado.
Le mostró la
cámara enfrente suyo.
—Va a tener que dar
muchas explicaciones, teniente o como sea que se llame su cargo.
—No creo que sea
necesario llegar a tanto.
Ambos se volvieron
a ver la voz que había hablado. Al lado de la cámara con bípode, estaba Javier.
—Que tal unas
imágenes satelitales del momento en que el avión se estrella, con la eyección
del piloto incluida. Creo que eso puede interesar más a su audiencia que un
nombre dicho en una pista por usted.
El reportero se mostró interesado de inmediato. Con todas las grandes cadenas pululando por allí, él mostraría al mundo algo que nadie más podría hacer. Deberían reproducir su nota, nombrándolo. La posibilidad era oro en polvo.
—¿Y qué tendría que
hacer para eso?
—Mantener la
reserva que le pedimos. Incluso de este último malentendido.
—Oiga, ella me
atacó.
—Créame, señor
Fargas que si la teniente segundo Rey lo hubiera atacado, no estaría tan
indemne como lo veo ahora. tal vez, sea usted el que lo hizo o la provocó para hacerlo. En todo caso deberíamos investigar el incidente y mientras tanto, suspender sus prerrogativas de trabajar dentro de nuestra base. ¿Quiere o no una primicia de verdad?
El reportero
asintió. Gerin extendió la mano.
—Si me puede dar la
filmación de esa cámara, tendrá sus imágenes de inmediato.
Fargas abrió la
cámara y sacó el dispositivo de memoria. Gerin se apresuró a tomarlo. Lo saludó
con cortesía y sacó de allí lo más rápido que pudo a Mariana.
—No era necesario
que se…
—Por supuesto que
no—la interrumpió él—. Pero quise hacerlo. Es como actúo con quienes tengo
afecto.
Ella lo miró por
unos segundos, antes de quitarle la mirada. Otra vez, esas frases a medio
camino que Mariana no sabía cómo entender. Incómoda, pasó a otro tema.
—¿Está seguro de
darle eso?
—No nos viene mal que que la
influyente audiencia europea vea como le dispararon mientras bajaba en
paracaídas. Creo que eso ayudará a que la Fiscalía Penal Internacional firme
esa acusación.
Ella tuvo que
admitir que era una excelente movida. Empezaba a sentirse contenta que hubiera
intervenido. No porque ella no pudiera manejar el asunto, sino por la evidente
importancia que suponía que Javier dejara sus cosas para ir en su ayuda.
La había protegido. Se sintió halagada. Se lo quedó viendo en tanto sentía algunas cosas por dentro que la llevaron a pensar en otras. Por caso, cuando lo había besado.
—Supongo que ya le
han dicho que es un hombre brillante.
Él sonrió,
cómplice.
—Alguna vez. Pero
escucharlo de usted tiene un sabor especial.
Estaban cerca del módulo de comando. Mariana se descubrió buscando que el mundo a su alrededor desapareciera, que la distancia de unos pocos pasos por cubrir se hiciera eterna. Se sintió algo culpable por sentir eso, en la situación de crisis con Cata que estaban, pero deseaba estar con él. De esa forma. Experimento un fuerte deseo, en la piel, al punto de erizársele la piel. Su imaginación voló y las escenas de intimidad y pasión con Javier se le amontonaron en la mente.
87
Operativo de limpieza
“Las intrigas que nos empujan hasta el final son
las que me inquietan, me desconciertan, me pican la curiosidad y me asombran”.
Markus Zusak
Serguéi Mijáilovich
llevaba un pantalón de trekking, desmontable, de secado rápido gris y una remera
Le Coq Sportif azul con cuello en “V”. El calzado eran unas zapatillas ultralivianas
de Gore-Tex y otros materiales compuestos.
No estaba solo. Una
veintena de uniformados se apresuraban en hacer desaparecer una suerte de rampa
instalada allí, a un paso de la plaza, disimulaba en el inicio de la jungla.
Otro medio
centenar, con cara de pocos amigos, mantenía un perímetro defensivo entre la
playa y la selva.
Se trataba de
elementos seleccionados de la Morskaya Pejota, la Infantería Naval rusa, el equivalente en ese
país al Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Pertenecientes al 881º
Batallón de Asalto Aéreo, antes de ser convocados a la tarea especial que
llevaban a cabo, su destino de tiempos de paz se hallaba con la Flota del Mar
Negro.
Asomaba en sus
cuellos abiertos, por debajo de sus uniformes camuflados y equipo Rátnik, la
camiseta de cuello cerrado a rayas horizontales blancas y azules, típica de ese
cuerpo militar. Rusia podía ser zarista, comunista, u cualquier otra cosa, pero
ciertas cosas no cambiaban. Siempre habían vestido esa prenda, gobernara quien
gobernara el país.
Sobre la playa, a
modo de una ballena fuera del agua, se ubicaba a corta distancia el gran aerodeslizador
de desembarco clase Zubr que los había traído hasta allí, salido de las
entrañas de un buque de asalto anfibio.
El casco de la embarcación
era una pontona rectangular de más de cincuenta metros de largo. Era lo que
daba flotabilidad al buque cuando el colchón se hallaba desinflado. Sobre toda
ella se situaba la superestructura, dividida longitudinalmente por dos mamparos
en tres compartimentos. En el
compartimento central se hallaba el hangar de carga de vehículos y tropas, de
400 metros cuadrados, que contaba con rampas a proa y a popa para el embarque y
desembarque. Los compartimentos de los costados alojaban las máquinas, las
plantas eléctricas y la habilitación, así como los sistemas de soporte vital
con capacidad NBQ.
Se necesitaban 31
personas, 4 oficiales y 27 marineros para navegarlo.
Sus grandes hélices
a popa semejaban a inmensos ventiladores de dos metros y medio. Eran las
encargadas de llenar el colchón de aire, que les permitían ir tanto sobre el
agua o la tierra. Otras tres hélices reversibles de paso controlable de unos
cinco metros de diámetro montadas en grandes toberas, generan el empuje para
mover la embarcación y desplazar así sus quinientas cincuenta toneladas a plena
carga, hasta alcanzar los 60 nudos de velocidad.
Por encima de la
cubierta se destacaban las grandes hélices propulsores a popa, el palo y el
puente de gobierno en una posición centrada y los dos cañones automáticos
rotativos AK-360 a proa del puente. En alerta sus artilleros, por cualquier
oposición que pudiera surgir a llevarse de allí esa instalación de lanzamiento,
camuflaba como parte de la selva cercana.
—Nos has puesto en
un gran problema, Iván Serguéyevich—dijo el hombre vestido de civil. El
único con esas ropas, en ese mar de uniformes militares de combate idénticos.
Enfrente de él,
atada las manos por la espalda con precintos plásticos, sostenido por un
soldado con fusil al hombro, un delgado hombre de cara angulosa lo miraba con
un hilo de sangre en la comisura de los labios.
Había pretendido
resistirse cuando llegaron. Pero se trataba de un científico, no un agente de
campo y bastaron un par de golpes para reducirlo y que tomara real dimensión de
la actual situación que enfrentaba.
—¿Cuál problema?
Adelanté las investigaciones años en pocos meses.
—Hubiera sido embarazoso
para la Rossíya-Mátushka que
descubrieran tus actividades.
Rossíya-Mátushka.
Una expresión que podía traducirse como la “Madrecita Rusia”. La
personificación nacional de Rusia, gobernara un Zar, los comunistas o Puttin,
tenía siempre rostro y forma de mujer. A decir verdad, nada cambiaba menos que
cuando todo parecía modificarse en Rusia.
—Elevaré una
protesta por la forma en que me han tratado.
El hombre de los
secretos rusos le dirigió una mirada que hizo entrar el miedo en el cuerpo del
científico.
—Tendrá suerte si
no termina con una bala en la nuca, Iván Serguéyevich. El problema con ustedes
los científicos, es cuando dejan su mundo de cálculos para pretender conocer la
realidad.
Se sintió
satisfecho al ver como su prisionero se callaba y bajaba la mirada. Empezaba a
entender, al fin, el lío en que se había metido. De haber pasado en la era
soviética, probablemente hubiera sido como le dijera. Pero en estos tiempos extraños,
era difícil de decir. Probablemente lo enviaran a un destino de castigo, si se
salvaba de la prisión en Siberia.
No era solo él, ni
desmontando todo lo construido allí con la vista gorda del dictador del país,
se acaba nada. Solo era un comienzo. El científico apresado y su equipo solo
eran el eslabón más visible de una cadena invisible. Otros, todavía ocultos, lo
habían impulsado a eso. Únicamente se trataba de un peón especializado dentro
de un tablero de juego mucho más grande. Nunca hubiera podido llevar ese equipo
hasta allí para probarlo sin una serie de anuencias que lo excedían. Era el
típico modo de enviar a otro a hacer lo que oficialmente se habían negado. En
el estado ruso actual, como en el anterior soviético, en realidad no era uno
sino varias organizaciones que a veces se movían de modo por demás
autónomo.
Lo observó irse,
escoltado por los marinos. Se unió al grupo de una decena de civiles que estaban
vigilados por soldados, dentro del aerodeslizador.
En el límite entre
la playa y la selva, los marinos terminaban de desarmar todo el complejo,
borrando todo rastro que alguna vez hubiera estado allí.
Una vez que
terminaron allí, cargando todo en la embarcación, Serguéi Mijáilovich subió a
ella. En pocos minutos, los motores se accionaron, inflando rápidamente el colchón
de aire. Pronto, la embarcación era movida en reversa por la playa, desatando
una tormenta de arena por debajo y a los lados, antes de introducirse en el
mar.
Solo al entrar en
mar abierto, hizo esa llamada. Para entonces, navegaban a la seguridad de una
pequeña flota rusa en aguas internacionales.
—Puede jugar su
partido—dijo, cuando atendieron al otro lado—. El campo de juego está limpio y
despejado.
88
Un pedido imperativo
“Muéstrame tus
amigos y yo te mostraré tu futuro”
Jim Rohn
Cuando Leo entró en
la carpa con aire acondicionado que hacía las veces de gimnasio, encontró que
Esteban estaba practicando con una bolsa de boxeo, con los guantes puestos.
Le hizo señas que
se acercara.
—Necesito alguien
que la sostenga del otro lado.
No fue un pedido
sino algo mucho más imperativo. No se hablaban mucho desde que Cata lo dejara
plantado a cuatro pasos del altar solo porque no podía lidiar con lo que sentía
por Leo. Le pareció algo raro que quisiera algo con él, pero tomado por sorpresa,
Leo no supo qué excusa poner y terminó por aceptar.
Esteba golpeo con
ganas al saco, tanto que un par de veces empujó a Leo.
—Quiero que vayas
con Laura en el helicóptero de rescate—le dijo, de repente—. No puedo pensar en
un mejor equipo.
—¿Has hablado con
ella?
—No, porque vas a
hacerlo vos.
—Creo que no sabés
mi lugar en la relación. Desde la aparición de cierto pequeño huérfano, soy un
cero a la izquierda.
Esteban le propinó
a la bolsa un par de recios puñetazos que hicieron a Leo tener que echarse
hacia atrás. Golpeaba realmente fuerza. Era obvio que estaba dándole a ese saco
por algo más que simple entrenamiento.
—Siempre actuándola
de víctima o de incomprendido, ¿verdad?
—No te entiendo.
—Por supuesto que
sí—Esteban dejó de golpear la bolsa para pararse enfrente de él—. Me rompe
bastante tu falta de compromiso con todo. Pero a Cata se lo debés, por los
sentimientos que tuvo y tiene por vos.
Leo no dijo nada.
No sabía muy bien qué decir, con un tipo a punto de sacarse con él con guantes
de box puestos.
—Lo voy a intentar,
¿está bien?
—Por supuesto que
no. Vas a asegurarte que esté en ese helicóptero. Es la mejor de todos. Quiero
que vayan los mejores. Aunque el otro seas vos.
—Me quedó claro.
Pero no sé si a ella…
—Conmigo no, Leo.
Nos conocemos desde el Instituto. Laura podrá tener sus cosas, pero esa
fortaleza que le gusta mostrar con todos tiene un punto débil: vos. Podrá
parecerles a los demás que es la que manda entre ustedes. Pero yo los conozco
bien y sé que es exactamente lo contrario. Nunca vi a nadie jugarla de callado
y salirle tan bien las cosas.
—Está bien. Yo también
la quiero a Cata. Como amigo, claro.
Esteban puso el
rostro a un centímetro del de su forzado esparring.
—Lo sé. Y conozco
también como te quiere ella. Mucho más de lo que mereces. Es por eso que no
paso a mayores con vos. ¿No sé si soy claro?
—Clarísimo.
—Ahora, andá a
hablar con Laura.
Leo salió de allí
mucho más intranquilo que como había venido. Se suponía que el gimnasio es para
descargar tensiones y no para incrementarlas.
Lo sucedido con
Cata le había conmocionado como a todos. Quizás, más. Nunca había podido
corresponder a sus sentimientos en la forma que ella merecía. Era inútil, no
sentía por ella lo que ella por él.
Por eso se había
mantenido apartado, limitándose a miradas de lejos, saludos formales. A eso
quedaba reducido, pensó con amargura, lo que para él había sido una gran
amistad y, para Cata, mucho más.
Sí, a pesar de la
bronca y los modos, Estaban tenía razón en algo: se lo debía. Hablaría con Laura
al respecto. Aun cuando le trajera alguna pelea.
89
El negocio de una hija
“El dinero no puede
comprar vida”.
Bob Marley
Franco Raúl
Bataglini no era un hombre acostumbrado a esperar. Otros eran quienes debían
esperar por él.
Por eso, presidente
o no presidente, que le hicieran aguardar en línea no le hacía ninguna gracias.
Pero no tenía mucho remedio al respecto.
Más temprano, dos
oficiales de riguroso uniforme azul habían pedido verle, para darle la noticia
que su hija se había eyectado en una de las islas de Kubatu, sin que pudieran
hallarla todavía.
Le ofrecieron
contención y una línea para pedir información. A él, que podía pagarlo todo.
—No es necesario—
respondió, altanero.
—Estamos haciendo
todo lo posible para rescatarla y traerla a salvo—le dijo un afligido Guillermo
Montjuïc. Tenía puesto su uniforme de servicio al completo, con la gorra de
plato alada bajo el brazo. Era la forma reglamentaria de vestir para ir a dar
noticias como esa a los parientes más próximos del piloto del caso.
—No es necesario.
Yo puedo arreglar esto con una llamada.
—No le entiendo.
—Ni falta que hace.
Ustedes no son ninguna solución para mi hija, sino la parte principal del
problema.
Los despidió, sin
mayores formalidades. Luego había llamado a Kabutu. Pero el llegar a la persona
que buscaba, se le dificultó más de lo pensado.
El fin, luego de
una media hora de pasar por el secretario del secretario del secretario, llegó
a quien quería hablar. El presidente de Kubato, mariscal del pueblo Dada Oumee.
—Ingeniero
Bataglini— le habló, condescendiente—, a qué negocio debo su llamada.
—En realidad, se
trata de otra cuestión presidente. Ese piloto que cayó en su isla. Se trata de
mi hija.
Hubo un silencio al
otro lado de la línea.
—¿Su hija? ¿El
piloto de la fuerza internacional es hija suya?
—Exactamente. Por
eso es que lo llamo. Quiero asegurarme que esté a salvo.
—Me temo que no es
un tema que pueda hacer mucho. Es un enemigo que está huyendo. Ha disparado
contra mis hombres. Asesinó a uno de ellos, inclusive.
—Estoy dispuesto a
pagar, presidente.
—No creo que sea un
asunto de dinero, ingeniero. Me ofende.
—No lo han ofendido
en el pasado estos ofrecimientos. Diez millones de dólares. Transferido a su
cuenta personal en las Caimán, como en el pasado. Y me entrega a mi hija sana y
salva.
—La atraparemos,
ingeniero. Si ella no se resiste, le garantizo una pena justa en un tribunal
popular. Ella vino a atacarnos.
—Quince millones.
—No.
—Ponga usted el
precio, entonces.
—Hay cuestiones
políticas que no lo tienen, ingeniero. Me encantaría poder ayudarlo, pero ella
vale mucho más que cualquier suma.
—No la lastime.
—Dependerá de ella,
ingeniero. De si se deja capturar viva. O no.
—Vamos, presidente.
Hemos hecho buenos negocios.
—Sí, usted ha
ganado muchísimo dinero con mi país.
—Ha tenido su parte
en eso.
—Creo que siempre
tengo la peor parte, ingeniero. No es a usted a quien quieren juzgar en La Haya
en ese tribunal internacional. No hay manifestaciones en contra suya cada vez
que pisa Europa o Estados Unidos diciendo que es un dictador y un asesino. Y
sabe qué, usted es tan culpable de eso como yo. Así que no venga a pedirme
favores, cuando no va a ayudarme en estos momentos.
Colgó, antes que
Franco pudiera decirle nada.
Se quedó con el
teléfono en la mano, sin saber muy bien que hacer por primera vez en mucho
tiempo. No creía que la conversación pudiera haber terminado de esa forma.
Caminó, aun con el
teléfono en la mano, por la espaciosa sala de suite presidencial. Pensaba, sin
que nada se le ocurriera.
Estaba en eso
cuando otra persona entró a esa sala. Cabello rubio, muy largo y muy rizado, la
palidez de su piel competía con la claridad de sus ojos celestes. Estaba
descalza, vistiendo solo una camisa fina que llevaba abierta.
No tenía más de
veintitantos años. Dueña de un cuerpo de curvas sensuales, sabían cómo desatar
pasiones o pedir la recompensa por su compañía.
—Necesito la
tarjeta, papi. Voy a ir de compras a la tienda del hotel.
Débora lo tomó por
detrás, enlazando la cintura con los brazos. Sus manos se deslizaron hacia la
entrepierna. El aludido se zafó y le entregó una tarjeta negra de mala forma.
—Lo único que
pensás es en gastar.
—Uh, que humor que
tiene papi hoy.
—Tengo cosas más
importantes de que ocuparme que tus caprichos. Haceme un favor Débora, y gastá
lo que sea para no estar acá por un buen rato.
Ella lo miró mal,
pero no respondió nada a eso. Se limitó a ir al cuarto y tras cambiarse, salir
dando un sonoro portazo.
Franco fue a
servirse un Whisky del minibar. Se lo puso doble y evitó el hielo. Lo bebió de
una sola vez, esperando calmarse.
Por primera vez se
experimentaba como era sentirse impotente, sin poder hacer nada para cambiar el
curso de las cosas.
Un par de minutos
después sintió que la puerta se abría.
—¿No te dije que
desaparecieras, Débora?—le ladró, sin dejar de ver por el ventanal. Ahí tras
ese mar azul, su única hija estaba en serios problemas.
—No soy Débora,
papá—escuchó la voz de su hijo mayor.
Se dio vuelta.
Llevaba ropa sport, igual que él. Lo miró preocupado, con esos ojos celestes
idénticos a los de su madre.
Le contó brevemente
la conversación con el mandatario de Kubatu.
—¿Y ahora que hacemos,
papá?
—Estoy pensando.
Tal vez esa rata de Dada Oumee solo está tratando de subir el precio.
—O puede estar
hablando enserio.
Era la peor de las posibilidades.
El empresario
consultó su reloj de muñeca. Se trataba de una caja de forma elíptica, a mitad
de camino entre el círculo y el rectángulo. Los índices y las agujas de platino
parecían flotar sobre una esfera de oro con fondo azul. Dentro de la esfera,
cerca del eje de las agujas podía leerse: “Patek Philipe” y por debajo,
“Geneve”.
—¿Todavía tenemos
el contacto de Al Clark en Blackwater? O como sea que se llame ahora.
—Academi, papá. Así se nombran de momento.
—Sí, eso mismo.
Llamalo y pásame con él.
Gianni Bataglini no
dejó de experimentar un cierto escozor de miedo. Se trataba de uno de los
fundadores y alma mater de esa empresa, especializada en “tareas de refuerzo de la ley, seguridad, pacificación y operaciones de
estabilidad, en todo el mundo”. Cultora de un bajo perfil, había ganado
suculentos contratos con el gobierno de Estados Unidos y otros alrededor del
mundo para entrenar a sus fuerzas armadas, brindar protección a personalidades
claves o lugares estratégicos, así como para llevar adelanta algunas cuestiones
sucias que los Estados temían hacer.
La responsabilidad
por civiles muertos en Irak, sumado a ciertos contratos con la CIA para
colaborar en detenciones extrajudiciales, la llevaron a cambiar su nombre y ser
todavía más ariscos a cualquier publicidad. Pero los negocios seguían allí,
como siempre.
—¿Qué querés hablar
con él?
—Ver lo que puede
hacer para traer a tu hermana sana y salva.
—Los oficiales de
esta mañana dijeron que se están ocupando del tema.
—No confío en esa
gente—dijo Bataglini con desagrado. No le gustaba nada que le recordara a la
aviación. Eran quienes le quitaron a su hija.
Gianni pensó en
Cata, en todo lo mal que debía estarla pasando solo en vaya a saber dónde y no
pudo contenerse más:
—Papá le jorobaste
la vida a mamá y ahora haces lo mismo
con ella.
—¿De qué estás
hablando? Solo voy a sacarla de un lugar donde nunca tendría que haber estado.
No le hubiera pasado eso de estar conmigo ayudando con las empresas.
—Cata eligió otro
camino, papá. ¿Vas a aceptarlo alguna vez?
—No quiero que
pierda el tiempo, que se desaproveche con eso que hace.
—Es su vida papá.
—No sabe lo que
quiere. Vamos, vos conoces a tu hermana. No tuvo una adolescencia tranquila.
Los grupos de rock que integró, todas esas relaciones que tuvo, ya ni me
acuerdo con cuantos salió. Por no decir cuando se le chifló en la cabeza ser
dark. O andar por allí con el pelo lila.
—Cambió cuando
entró a ese Instituto militar, papá. Encontró ahí lo que le gustaba ser. ¿Es
tan difícil de entender?
—Vos no sabés nada,
igual que ella. Tiene el mundo a sus pies y anda jugando a los soldados. ¡Está
como está ahora por ese empecinamiento suyo de volar! Sola, con gente armada
buscándola. ¡Linda vida, ¿no?!
Bataglini había ido
elevando el tono hasta prácticamente terminar la frase gritando.
Gianni nunca lo
había visto tan preocupado por nadie. Ni tan superado por una situación.
90
Marcha hacia la salvación
“Trabaja tu
salvación con diligencia.”
Buda
Tuvo que confesarse
a sí misma que estar sola en medio de la nada, herida, cansada, sedienta, la inquietaba,
espantaba y preocupaba más de lo que le gustaría admitir. Tenía la impresión que era acechada a cada paso y que vendrían por ella pronto.
Ya no era una piloto
en la seguridad tecnológica de su aeronave. Solo se trataba de una náufraga del cielo, una
exhausta andante en un territorio hostil que se ha convertido en un trofeo
andante, de gentes que apenas conocía. Instintivamente, al pensar en eso las manos
de Cata aferraron con más fuerza al fusil de asalto que lleva, más como bastón
que arma.
No faltaba mucho
para llegar a donde le han dicho. Allí, un helicóptero la extraería hacia la
tranquilidad, la paz, el resguardo de un lugar seguro.
Una extraña
inquietud la posee, y crece conforme pasa el tiempo. Ha estado rara desde que
la contactaron para darle la buena nueva de su próximo rescate. Quiere creer
que es el maldito calor, la humedad asfixiante o el enjambre de diversos insectos
que te asola la piel día y noche. O tener que beber de continuo agua turbia con
el gusto horrible a las pastillas potabilizadoras. O comer de paquetes de
raciones deshidratas que apenas tienen gusto. Pero no estaba segura que se
originaria simplemente en esas cosas. Cada vez le cuesta más y más mantenerse
en calma, con la cabeza fría y en guardia.
En ciertos
momentos, desfallece. Cae, le cuesta levantarse y tiene ganas de rendirse.
Espera que solo sea la tensión nerviosa propia de la situación en que se halla
y no alguna tara más permanente.
Sigue, como puede,
hacia el punto de reunión donde un helicóptero habrá de sacarla de esa jungla
maldita. A esas alturas, solo eso quería: salir de allí.
Divisa el claro en
la selva y la confronta con el mapa de su equipo de emergencia. Debe ser allí. Luego
consulta al reloj de aviador que lleva en la muñeca. Faltan un par de horas para
lo convenido. Casi lo ha logrado, salvando distancias a marcha forzada desde
que horas atrás recibiera la noticia.
Está donde debe
estar, a tiempo. Solo debe mantenerse viva y oculta un poco más, y habrá sobrevivido
a toda esa locura que no puede todavía explicar.
Buscó un lugar en
lo más espeso de la jungla para ocultarme. No muy lejos, no muy cerca. Se afirmó
contra un tronco, extendiendo la pierna que le ha dolido, como el hombro,
horrores. Se ha sentido acalorada primero, pero ahora, de modo increíble, en
medio de ese clima tropical, tiene frío. Se engaña pensando que es por la falta
de una comida digna, pero la herida de la pierna desde hace medio camino que le
está ardiendo y latiendo.
Se ha infectado. Al
querer revisarla, tiene que morderse la lengua para no gritar. Al retirar la
mano, la siente húmeda. No es sangre, sino pus. Lo que sea que la haya herido,
probablemente esté un dentro.
Afirma la cabeza contra el tronco del árbol. Posa
la vista en esa mínima planicie cubierta de hierba donde descenderá el
helicóptero. El sonido del agua que discurre en un río cercano le llega a los oídos,
desde detrás. Tiene sed, pero más aún se halla exhausta por la recorrida.
De improviso, todo
se vuelve negro, oscuro y profundo. Como si cayera en la nada misma.
91
Un vuelo interrumpido
“La amistad te
impide resbalar al abismo.”
Bruce Springsteen
El helicóptero volaba
a solo cien pies sobre las aguas embravecidas. Su silueta camuflada se
adentraba a la inmensidad del océano con la última luz del atardecer. Un dron
le abría camino, armado con misiles aire-aire y aire tierra. La mezcla justa
para ponerlos a resguardo de cualquier mal.
Estaban haciendo,
por primera vez, aquello para lo cual se habían entrenado por tanto tiempo: la
búsqueda y rescate en zonas hostiles o de combate. Para ello, a diferencia de
los otros escuadrones de helicópteros de transporte, estos iban armados y
disponían de medidas de resguardo electrónico. Con dos motores y una capacidad
de transporte de hasta 20 soldados totalmente equipados, solo llevaba a bordo
un equipo médico, dos rescatistas de combate y dos artilleros para las minigun
que se habían instalado en la puerta lateral y la compuerta trasera. Se trataba
de ametralladoras que empleaban el sistema Gatling de cañones rotativos
accionados por un motor eléctrico, lo que posibilitaba una enorme cadencia de
tiro.
Pronto todo sería
oscuridad. Amenazaba con llover, a juzgar por el cielo encapotado.
Leo había llevado
el vuelo hasta entonces, pero al llevar al siguiente waypoint, los puntos imaginarios
que demarcaban la ruta que debían seguir, Laura asumió el control, tras bajarse
y encender el visor nocturno que llevaba en la parte frontal del casco.
—Míos los mandos.
—Tuyos los mandos.
Eran las palabras
de estilo, para traspasarse el manejo de la aeronave.
De una forma
increíble, a Leo no le costó mucho convencerla de estar en esa misión. Había
aceptado de buenas a primeras, sin siquiera tener que usar ninguno de los
argumentos que había ensayado.
Era como si hubiera
estado esperando que se lo pidiera.
Nadie en el Centro
de Comando y Control opuso el menor reparo a que se ofrecieran, ambos, como
voluntarios. Eran el mejor equipo para volar una misión importante.
Laura le señaló al
radar metrológico:
—Un banco de
niebla.
Pronto, se adentraron
en un ambiente denso, que cubrió hasta el vidrio. Laura se levantó el visor
nocturno. Con una capa tan densa de niebla era inútil pretender ver algo con
ellos.
Volaban ahora por
instrumentos. Volarían hasta salir del banco, con aquellas informaciones que le
brindaban esa constelación de puntos luminosos que el panel de los controles de
la cabina. Algo que a Leo no le preocupó demasiado. O, no más de lo que ya
estaba: su esposa y comandante de esa aeronave, era de las mejores en el rubro.
Empezamos a sacudirse
por la turbulencia. El vidrio de la puerta lateral se impregnó de las gotas de
lluvia que se estrellaban sobre él con un chasquido grave. Avanzaban con el
viento lluvioso en contra, que mantenían a los dos motores turboeje del aparato
dando al rotor de cuatro palas, el pleno de su capacidad.
Leo observó cómo
Laura cambiaba la perilla del sistema de comunicaciones, para que solo pudieran
escucharse entre ellos dos, en la cabina.
—Ella siempre me
habló maravillas de vos.
Ella, era quien
iban a rescatar. Una amiga mutua, devenida en presencia incómoda luego de todo
lo que pasó.
—¿Qué se supone que
es ese comentario, estando dónde estamos?
—Nada. Creo que tenía que decirlo.
Hizo una pausa, sin
perder de vista el instrumental delante de ella. La culpa surgió, de pronto.
—Creo que tendría
que haberle dicho muchas cosas. Ser menos…
—…orgullosa—completó
Leo.
Lau se encogió de
hombros.
—Algo así.
Fuera, la noche nos
abrazaba, intimidante. El banco de niebla no daba señales de menguar. Algo que
empezaba a preocuparlos, aun cuando no se lo dijeran.
—Por ahí, me guardo
cosas. Y se me estancan dentro—prosiguió.
—Sí, creo saber
cómo es eso.
—A veces pienso que
Shamu, sin hablar, se expresa mucho más que yo. No quiero estar siempre a la
defensiva, como cuidándome de todos.
—Has mejorado…un
poco, en los últimos tiempos.
Era la mirada más
optimista que podía decirle.
—Me gustaría poder
haber aceptado todas las veces que Cata quiso acercarse.
—Vas a poder
hacerlo, tan pronto la saquemos de esa maldita isla.
Notó que Laura se
quedaba viendo un texto en letras verdes luminosas en la computadora táctica.
La oyó insultar, en
tanto él lo leía sin poder reaccionar. Dos palabras reverberaban en la parte de
los mensajes: Plus Ultra.
—Aquí Zeus Uno. Solicito
confirme orden, Minerva—pidió Laura, sin salir de su asombro, rompiendo el
silencio de radio impuesto por la misión.
—Plus ultra, Zeus
Uno. Orden confirmada.
La voz del
controlador tenía un dejo a tristeza y bronca. Tal como ellos se sentían
Ambos se miraron,
sin todavía dar crédito a lo que escuchaban.
Las palabras claves
que habían leído primero y escuchado después, solo podían ser malísimas noticias:
la misión de rescate se había abortado.
92
Capturada
“Podrán golpearme,
romperme los huesos,
matarme, tendrán mi
cadáver, pero no mi obediencia.”
Gandhi
Tenía las manos
esposadas a la espalda. Dos milicianos la sujetaban, uno por cada brazo. Le
quitaron la venda de los ojos. Observó al hombre que se encontraba frente a
ella: macizo, barbado, con la piel oscura grasosa que la miraba con ojos de
ira.
Lo vio colocarse un
pasamontañas, antes de tomarla por el cabello suelto y hacerla girar la cabeza.
Una luz intensa la deslumbro. Se trataba de una especie de reflector.
Entrecerró los ojos para poder ver algo menor. A un lado, otro hombre le
apuntaba una cámara pequeña, de mano, hacia el rostro.
“Dios, no” pensó
Cata. Le revolvía ser expuesta así, tanto o más de aquello que pudiera pasarle.
La había estado
siguiendo. O ella los alertó, o lo que fuera. El cansancio la había hecho
cerrar los ojos un momento, para verse al siguiente rodeada de hombres armados.
—¿Qué vino a hacer
aquí?
—Teniente de vuelo
Catalina Andrea Bataglini—dijo, en castellano—. Número de Servicio dos tres dos
uno ocho dos ocho. Nací el…
—¿Qué mierda está
diciendo?—preguntó en francés el que la sujetaba.
—Je suis le Lieutenant d'aviation Catalina
Andrea Bataglini—repitió ella en francés, mirando a la cámara. La luz roja
le indicaba que estaba encendida—. Mon
numéro de service est deux trois deux un huit deux huit. Je suis né le ...
—Tiene algo que ver
con la Convención de Ginebra. Lo que deben decir cuando los toman
prisioneros—dijo el de la cámara, también en francés— ¿No lo has visto en las
películas?
—Cortá y vamos de
nuevo.
Cata sintió como
ponía su rostro a un palmo del suyo, aferrándola por el cabello, amenazador.
—Solo pide perdón y
atenderemos ese hombro herido. Perdón a todo el pueblo de Kubatu y a su líder
Dada Oumee por venir a bombardear nuestras casas con sus aviones. Dilo y te
trataremos bien. ¿Entendiste?
Cata asintió.
Trataba de no mostrar el terror que sentía en ese momento.
—Vamos, Johari
prende la cámara de nuevo que esta pute
blanche está más cooperativa.
La pequeña cámara
de mano volvió a enfocarla y la luz de ese reflector a enceguecerla.
—Vamos, diles a
todos lo que viniste a hacernos—le urgió quien la aferraba.
—Je suis le Lieutenant d'aviation Catalina Andrea
Bataglini. Mon numéro de service est deux trois deux un huit deux huit…
Pudo llegar casi
hasta el final de la frase, antes de sentir ese fuerte puñetazo en el estómago.
Cata se dobló, cayó de rodillas sintiendo como el aire le faltaba. Todo empezó
a ser confuso. Alguien la insultaba en francés y decía algo.
Vomitó, algo ácido,
espeso, mínimo. Supuso que era bilis.
Volvieron a
incorporarla, jalándola por el pelo. Todavía Cata trataba de volver a respirar
sin que eso le hiciera ver las estrellas, cuando el hombre que la sujetaba la
volvió a golpear y ella cayó de nuevo.
Esta vez quedó en
el suelo. Alguien la pateó. No supo mucho más después de eso.
93
Imágenes sobrecogedoras
“El coraje es como el amor, debe tener la esperanza como alimento”.
Napoleón Bonaparte
Observaron el video
con detenimiento. En él, se veía a Bataglini en pésimas condiciones,
deslumbrada por una luz que la enfocaba en el rostro, probablemente de la
cámara. El hombre al lado suyo, con la guerrera camuflada y un pasamontañas en
el rostro, la estaba sujetando por el cabello.
—Vamos, diles a
todos lo que viniste a hacernos—le urgió quien la aferraba.
—Je suis le Lieutenant
d'aviation Catalina Andrea Bataglini. Mon numéro de service est deux trois deux
un huit deux huit…
La cinta se cortaba
luego de eso. La imagen de cata era reemplazada por un primer plano del hombre
del pasamontañas. A pesar de todos los crímenes que la mujer había reconocido,
estaban dispuestos a negociar. Y exigían que Dada Oumee fuera el mediador en
las negociaciones.
—Ahí tiene su vía
diplomática.
El tono de reproche
era claro en el general hacia la diplomática.
—Llamaré a Dada
Oumee para hacer una protesta formal.
Casi todos allí la
miraron con una expresión de marcado escepticismo en sus rostros.
—¿En verdad eso es
lo único que se le ocurre hacer?
—¿Qué otra cosa
podría hacerse?
—Rescatarla.
—No creo en la
violencia para solucionar las cosas, general.
—La fuerza es la
única forma de actuar con cierta gente—insistió Cañones.
La gala abrió la
boca para contestar, pero no llegó a hacerlo. Se escuchó entonces la voz de
alguien más.
—Creo que cuando
alguien dice que no hay nada por lo que valga la pena luchar, nada que sea tan
valioso como para arriesgar la vida, es en realidad esa persona la que no vale
nada.
Era Javier quien
había dicho eso. Madeleine Seydoux lo miró sin ocultar lo mal que le habían
caído tales palabras.
—Si su elíptica
forma de hablar pretende referirse a mí, Monsieur…
—Teniente coronel
Gerin. Cuerpo jurídico aéreo. Y no es para elíptico, mademoiselle. Se lo estoy
diciendo de frente, mirándola a la cara.
—No voy a dejar que
se me insulte, ni tampoco se me pretenda culpar de algo.
Se fue luego de eso, sin dejar
de mostrar su enojo. Fue luego de echar una mirada a su alrededor, y descubrir
que la mayoría pensaba justo como quien había hablado.
—¿Por qué lo hizo,
Juez?—preguntó Cañones.
—Por qué si no,
usted le iba a decir algo y estaría en problemas.
—Tal vez tendría
que haberlo dicho, ¿no le parece?
—No, para nada.
Tiene que preservarse en lo que realmente importa: traer de nuevo con nosotros
a uno de los nuestros.
Cañones se lo quedó
mirado. Era su modo silencioso de reconocerle que le asistía la razón.
—Protegemos al
comandante—dijo, repitiendo una frase que hundía su antigüedad en los inicios
mismos del Cuerpo jurídico aéreo.
—Y vaya que si lo
ha hecho.
—Aparte, supuse que
necesitaría un ambiente un poco más íntimo, para decirnos el plan que tiene en
mente.
—Pues el que tenía
quedó descartado tras la captura de la Gringa.
Gerin los miró,
divertido, detrás de sus anteojos.
—Mi general, no
hubiera descartado una operación sin tener otra ya en mente.
Cañones adoptó un
aire misterioso. La llegada de Joan, un par de minutos después que Seydoux se fuera
ofendida, lo relevó, de momento, de dar explicaciones.
—Tengo buenas
noticias—anunció
—Pues las estamos
necesitando—le dijo Cañones, a modo de saludo.
—Pude conseguirle
un par de Tac-Tom.
El Force Commander
no dejó de asombrarse. Se trataba de un ofrecimiento por demás generoso. Se
trataba de la versión táctica o Bloque IV del misil Tomahawk. Un misil
subsónico de ataque a tierra y menor alcance que sus homólogos estratégicos,
pero dotado de sistemas mucho más precisos, que permitían no solo guiarlo con
una exactitud menor de un menor sino reprogramarlo en vuelo o elegir entre 15
blancos alternativos. Cada uno costaba casi un millón de dólares.
—No sé cómo
agradecer.
—No tiene que
hacerlo. Es lo menos que me gustaría que hicieran por mí si estuviera en la
misma situación que su teniente.
El general asintió,
gratamente sorprendido. Cuando más temprano había preguntado por la teniente
comandante y le dijeron que había subido en un Seahawk con destino al USS
Gerald Ford, supuso que era una jugada para mantenerse al margen. Si no estaba
allí, no podían responsabilizarla por lo que estuviera sucediendo. Una mujer
sagaz. Como la mayoría de las mujeres.
En realidad, era
mucho más sagaz y con mayor empatía que lo que nunca había pensado.
Joan sonrió, con
esa sonrisa que siempre ponía al estar orgullosa de salirse con la suya.
—Tiene un plan
nuevo, general. Es algo muy claro.
—No es la primera
con esa opinión. ¿Qué le hace pensar eso a todo el mundo?
—Porque en los
momentos de crisis la gente sensata busca soluciones y los imbéciles, culpables—dijo,
sin perder la sonrisa un ápice.
94
El peor de los apremios
“El coraje es como el amor, debe tener la esperanza como alimento”.
Napoleón Bonaparte
Entró el mismo de
la otra vez. Los cuatro hombres que lo escoltaban se le echaron encima sin
miramientos. Trató de luchar, algo que cada vez más débil le resulto por demás
dificultoso.
La desnudaron,
quitándole el buzo de vuelo y las botas. A su interrogador le llamó la atención
la calidad de la ropa interior.
—¿Nunca dejó de ser
una niña rica, verdad teniente de vuelo?
La hablaba en
francés. Sabía su historia, debía haberse preparado antes de venir a
interrogarla o lo que fuera que estuviera haciendo. Cata trato de no hacer
caso, de abstraerse de todo, hasta de estar allí, aun siendo sujetada con
fuerza. La habían entrenado lo necesario para saber que eso era precisamente lo
que buscaba: tener su atención primero, sacudirle los sentimientos por dentro
luego, para terminar por quebrarle el espíritu de lucha y que cooperara con
ellos. También por lo mismo, no le habían dado de comer, ni agua, ni curado sus
heridas.
—Sus superiores la
han abandonado—añadió—. No les importa que esté viva o muerta.
Hizo una seña a sus
hombres. La acostaron sobre la mesa sin dejar de sujetarla. Alguien puso un
trapo en su boca y la aferraron asimismo por el cabello.
El hombre a cargo
la miró como si ella fuera un trozo de carne. No disimulaba la excitación que
tenía. Podía verlo en sus ojos, tenía una mirada lasciva.
Lo vio abrirse el
cierre del pantalón, antes de echarse sobre ella. Se retorció, pero estaba
débil y muy bien aferrada. Sintió, con asco y desesperación, como las manos
toscas de ese hombre le recorrían el cuerpo. No pudo evitar las lágrimas,
lloraba de bronca e impotencia, en tanto le respiraban en el rostro, que había
vuelto a un lado y cerrado los ojos para no verlo. Cuando pensó, por la presión
en su entrepierna que iba a penetrarla, él simplemente se alejó.
La soltaron. Se
sostuvo aferrando con las manos la mesa, respirando con dificultad, tratando de
comerse sus sollozos para no mostrar lo vulnerable que estaba. Pero como vio en
los ojos de ese hombre, él tenía perfecta noción de cómo se hallaba.
—Pueden pasarle muchas cosas mientras está
aquí, olvidada del mundo—le dijo, antes de salir—. No les interesa a los suyos,
ni van a rescatarla. Es mejor que empiece a ser más cooperativa con nosotros.
Cata se lo quedó
mirando, sin decir nada. Era como la habían instruido. No hablar, no responder,
no estar. Irse con la mente a otra parte, tanto como se pudiera.
—Tiene fiebre, no
ha comido y seguro la sed es algo incómodo. Morirá por la infección si no es
tratada pronto. Golpee la puerta cuando esté dispuesta a hacer lo correcto. No
le queda mucho tiempo.
Se fue luego de
eso, sin decir nada más. Ni falta que hacía, pensó Cata. Ya había puesto en su
cabeza todo lo que pretendía. Quería que pensara sobre ellos, que se quebrara
finalmente.
Ella estaba
exhausta, afiebrada, sedienta, con un hambre atroz y un miedo aún mayor. Se
vistió, como pudo, con las prendas tiradas en el suelo. Luego fue a sentarse a
una esquina. Lloró otra vez, con los brazos cruzados sobre sus piernas
retraídas. Estaba aterrorizada. No pudo evitar que las palabras de ese hombre
se le repitieran dentro de la mente. Se sintió tentada de aceptar.
Solo su orgullo, el
no darle la satisfacción de quebrarla, las últimas cuotas de uno y otro, de
momento le impedía ir hasta esa puerta y empezar a golpearla con desesperación.