Misión en el Trópico 13: Una tensa calma previa a la tempestad
95
In crescendo de crisis
“Un periódico consta siempre del mismo número de palabras, haya noticias
o no las haya.”
Henry Fielding
Arantxa Fernández
comprobó que estuviera correcto y sin detalles su maquillaje con un pequeño
espejo de mano, en tanto por el audífono en su oreja desde el control le
avisaban que iba al aire. En uno de los muchos monitores de ese estudio de
grabación, se veía las placas de presentación del Telediario, con un mundo
girando por sobre las imágenes.
Dirigió su vista a
la cámara que tenía dispuesta para hacer la apertura del programa. Por debajo
de ella, un teleprónter mostraba en su
pantalla, aquello que debía decir.
—Atenta Arantxa. En
el aire en tres, dos, uno…
Mostró su mejor
sonrisa a la cámara. Sabía que no estaba allí por buena periodista, sino porque
lucía bien. Tenía un atractivo y sensualidad en el cuerpo y en las mañas que
procuraba mostrar ante todos. Era lo que le había permitido dejar el mundo del
modelaje de ropa interior por otra ocupación con miras un tanto más amplias. Merced a la cercana relación con uno de los directivos del canal.
—En el aire.
Una luz roja se
encendió por encima de la cámara. La estaban filmando.
—Buenas tardes,
estas son las noticias desde Madrid. Pasamos ya a la primera de ellas, que
viene de África. La crisis desatada pasados días por el apresamiento de una
piloto de la coalición internacional en Kutubu y su pedido de rescate no hace
más que escalar. Desde el lugar, nuestro enviado especial, Antonio Fargas-Márquez, nos actualiza
sobre el tema.
La imagen cambió a
Fargas, con el consabido fondo de los aviones de la coalición por detrás. Arantxa
dejó escapar un insulto grosero, cuando desde el control le marcaron que había
leído mal el nombre del país.
—No estaba bien
escrito—se justificó.
—Arantxa, quería,
estaba perfectamente bien. Aprendé a leer, además de mostrar la sonrisa, nena.
El director tenía
pocas pulgas y ella sabía que no convenía ofenderlo. Tenía demasiados años en
la emisora como para que pudieran despedirlo, así como así. Además de ser un
zorro viejo que, si se lo ponía en contra, encontraría mil y una formas de
dejarla como una tonta al aire. Ella no quería eso. Ya tenía bastante con sus
propios yerros.
Con el orgullo
herido, observó a Fargas contar los últimos pormenores del tema. El gobierno de
ese país, como fuera que se llamara, negada tener a una piloto de la coalición.
Un supuesto grupo del que casi nadie sabía demasiado, se había adjudicarlo el
tenerla en su poder. Pero desde la fuerza internacional, cargaban las tintas
sobre el presidente de hacía un cuarto de siglo del país.
El general Cañones
había sido particularmente duro con el Mariscal del Pueblo Dada Oumee. Le había
exigido que la liberara, sin éxito.
—Vamos a pantalla
dividida—le avisaron por el auricular.
La antigua modelo de
lencería fijó la vista en el teleprónter. Por la ubicación, parecería que
estaba mirando a la cámara.
— Antonio—se esforzó por leer y mantener una expresión seria, como si el tema le importase y mucho—, ¿ha
existido alguna reacción a la negativa a liberar a la piloto?
—Sí, Arantxa, en la
mañana de hoy, dos objetivos en Kubatu ha sido atacados por la Coalición. Se
trató de acciones con armas de precisión, sumamente quirúrgicas, y respecto de
objetivos por demás particulares. En el primero de ello, hicieron volar el yate
de Dada Oumee, de unos ochenta metros de eslora y valorado en diez millones de
dólares. En el segundo caso, otro ataque con misiles de largo alcance, redujo a
escombros su residencia de verano.
La pantalla volvió
a cambiar, mostrando a la vocera de la coalición, dar la conferencia de prensa
diaria a los periodistas acreditados.
Arantxa observó a esa joven de cabello corto,
vestida con uno uniforme de combate con indisimulada envidia. Se dirigía a
todos sin tener que leer ni consultar notas en ningún lado.
—Los blancos han
sido un legítimo uso del derecho de represalia por el trato dado a nuestra
piloto. En ambos casos han sido lugares pertenecientes al gobierno, y por tanto
blancos legítimos, avisadas además previamente las acciones para reducir la
posibilidad de daños colaterales. El mensaje es claro: no vamos a tolerar atropellos
al derecho internacional en ninguna persona, y mucho menos con un personal
nuestro. El presidente Dada Oumee es responsable de garantizar su seguridad y
de liberarla. No nos gusta actuar de esta forma, pero no se nos ha dejado otra
salida.
La imagen volvió
dividida. Ella se aprontó a leer.
—Muy completo
informe Antonio— leyó del teleprónter—. Seguiremos atentos a esta crisis que
nos tiene a todos tan preocupados en Kutubu…
El enviado se despidió con una frase hecho. Antes que pudiera
pasar a la siguiente noticia, escuchó cómo la insultaban por el auricular el
director. Lo había leído mal, otra vez.
96
Descenso en la oscuridad
“Diplomacia: el camino más largo entre dos puntos.”
Pierre-Adrien de
Courcelle
Madeleine Hélène
Seydoux, enviada especial de la ONU, vía su secretaría general, por la crisis
desatada en Kubatu no ocultaba su incomodidad de estar allí. Dentro del compartimiento de carga en penumbras de un avión de transporte militar táctico, sentada en un asiento de red, vestida como para ir al polo y acompañada
de ese hombre.
Medot, como durante
todo el viaje, había tratado de ignorar su presencia. Desconocía lo que el
general tenía en mente al insistir que fuera a ver allí el despliegue avanzado
de observadores en tierra para tratar de descubrir dónde se hallaba Cata
prisionera.
Desde la cabina le
avisaron la proximidad del lugar donde se efectuaría el salto, al auricular que
tenía colocado junto a un micrófono. Se volvió entonces a la única civil allí. La que había tratado hasta entonces de hacer como que no existía.
—Estamos a diez
minutos de la zona del salto.
Mientras se lo decía,
los ocho militares que acompañaban a Medot se pararon de sus asientos.
Vestían trajes de
combate negros ignífugos y un amplio surtido de armamento que incluía fusiles y
armas de francotirador. Cargaban, además de todo el equipo más casco con
máscara de oxígeno incorporada y antiparras, dos paracaídas, uno principal
sobre la espalda y otro auxiliar por debajo del pecho.
Utilizaban la
pistola Glock 18 austríaca, una variante de la Glock 17 de ordenanza en la
aviación, dotada de un con selector de tiro ubicado en la parte trasera
izquierda de la corredera y que le permitía disparar en modo automático además
de en semiautomático, lo que la convierte en una pistola ametralladora.
Llevaban, además,
colgados a un lado del cuerpo por correas, fusiles de asalto rusos AK-9 dotados
de silenciador. Un arma especialmente diseñada para operaciones especiales. Más
ligero que los otros modelos de Kalashnikov, de recarga accionada por gas,
cerrojo rotativo y controles "estilo Kalashnikov", la manija del
cerrojo era recíproca. Tenía una culata plegable de polímero y se le habían
agregado rieles Picatinny en la parte inferior del guardamano, y una mira
telescópica con capacidad térmica nocturna.
Empleaba una
munición subsónica de 9 milímetros de diseño especial para el arma, al igual
que los cargadores de polímero negro con capacidad para 20 municiones. Un
proyectil que apenas generaba ruido al ser disparado y era capaz de atravesar
un chaleco antibalas.
La mitad de ellos,
asimismo, cargaba largas fundas rígidas donde habían colocado a sus fusiles de
precisión.
En conjunto
disponían de una potencia de fuego infernal. ¿Contra qué o quién pensaban
utilizarla exactamente? A Seydoux la molestaban esas cosas, de buena gana hubiera impedido eso que sucedía ante sus ojos. Pero Cañones le
había dejado claro, y tenía razón, que, como tropas bajo mandato del Consejo de
Seguridad, no dependían de ella como hubiera sido en las fuerzas de una misión
de paz, sino que actuaban por su cuenta, siempre que no se salieran de lo
encomendado como resultado final por el órgano de la ONU.
Ella por otra parte, no podía exhibir ningún avance en sus charlas con Dada Oumee. Con profundada desazón había descubierto que el general a cargo tenía razón: nunca había negociado de buena fe. Simplemente ganaba tiempo para poner en evidencia que él era quien mandaba en todo el asunto. Solo había sido un monólogo de su parte, con exigencias cada vez más inverosímiles.
Claro que eso no se lo había dicho a nadie y no lo haría. No había llegado hasta donde estaba por reconocer fracasos, sino precisamente por ser buena en disimularlos, a la par de exagerar sus logros.
—No sé que piensan
ganar con esto, ni lo que su general tiene en mente al traerme aquí. No voy a
cambiar el modo de ver las cosas.
Medot se la quedó
mirando. No terminaba de procesar que hubiera dicho esas cosas.
—Son tropas
especialmente entrenadas para reconocimientos en terreno hostil. Serán nuestros
ojos allí, en Kubatu.
—Para que ustedes
puedan atacarlos.
—Diría que para rescatar
a uno de los nuestros que mantienen allí prisionero. No dejamos ningún soldado
olvidado, madame. Es nuestro deber y, más aun, una cuestión de honor.
—Lo que usted llama
de esa forma, honor o deber, para mí es solo violencia.
—Pues estamos a mano.
Lo que usted llama diálogo es solo cobardía para mí.
Fueron palabras
dichas con rudeza. No estaba acostumbrada a hombres que hablaran así, que fueran
tan directos, sin medias tintas. Ella dirigió la mirada al grupo sentado al otro
lado de la bodega. Todos estaban concentrados en sus equipos, con los
preparativos finales para el salto.
—Mire a sus
hombres. Solo son testosterona de macho chauvinista, niños jugando con juguetes
costosos.
Medot por toda
respuesta, hizo una seña al grupo sentado. Dibujó una especie de número con la
mano, dos veces, dos distintos. De entre los miembros del grupo, dos personas
de negro se acercaron. Llevaban, como los demás, además del casco y antiparras,
las máscaras de oxígeno colocadas.
Medot les hizo
quitarse el casco, subirse las antiparras y desprender la máscara los dos
militares. Una tenía, bajo el parche de la bandera en el hombro, la solitaria
línea oblicua de un cabo tercero. En el otro caso, eran tres rectas, de
sargento de vuelo.
Generalmente no
llevaban insignias, pero el abogado había sido muy insistente en que debían
tenerlas a la vista, para poder invocar la protección de los Convenios de
Ginebra en caso de ser apresados.
Madeleine las miró
a las dos. Una llevaba el cabello muy claro y muy corto. En la otra era oscuro
y estaba trenzado por detrás de la cabeza. Ambas eran mujeres.
—Madame Sedoux, le
presento a la cabo tercero Aguirre y el sargento de vuelo Serals. Como verá,
sus ideas sobre nosotros solo nacen del prejuicio.
—No pensé que hubiera
mujeres en este tipo de grupos.
—El teniente
coronel fue quien nos abrió las puertas, hace un tiempo—dijo la sargento de
vuelo, con inocultable orgullo de pertenecer.
Sedoux se quedó
impresionada. Nunca pensó que ese militar rudo pudiera tener ese tipo de
actitudes incluyentes. La sorpresa inicial le duró a la Special Representative
apenas un par de segundos. Luego, las saludó a las dos y se echó un par de
párrafos sobre la importancia para los derechos de la mujer que ellas hicieran
lo que hacían. Respecto a lo cual, solo tenía una muy vaga idea y eso saltaba a
la vista.
Ambos suboficiales
mirando a Medot sin entender muy bien si las había llamado solo para eso. El
teniente coronel les agradeció y volvieron a su sitio.
Se abrió la
compuerta trasera y el viento helado comenzó a colarse hacia el interior de la
gran bodega de carga. La temperatura bajó de inmediato, varios grados. El
grupo se aproximó a la compuerta. Allí, otro par de hombres con el buzo de
vuelo y enganchados a una cuerda de alta resistencia en el arnés de seguridad
que llevaban, les dieron las indicaciones finales. Una luz cambió de rojo a verde
a un lado de la compuerta y en rápida sucesión, los ocho miembros del grupo se
lanzaron al vacío, con las manos y piernas extendidas.
Medot los vio
saltar desde la penumbra del interior de la aeronave hacia la oscuridad de la
noche con una mezcla de preocupación y envidia. No le gustaba mandar a
otro a donde él mismo no iba.
Pronto,
desaparecieron en la oscuridad. No abrirían sus paracaídas hasta el último
momento para evitar cualquier localización. Como saltaban desde ocho mil
metros, era necesario que usaran máscara de oxígeno durante casi todo el
trayecto en el aire.
Era un tipo de
salto militar en paracaídas que se denominaba HALO, un acrónimo en inglés de
High Altitude-Low Opening (Gran altitud-Baja apertura). Era lo que debía
hacerse, cuando el avión no puede volar sobre un territorio sin suponer un
peligro para la aeronave.
Sedoux lo miró, todavía
absorto en sus pensamientos, en tanto la compuerta de carga se cerraba con un
sonido metálico, grave. Era obvio que estaba preocupados por quienes acababan
de lanzarse.
Ella nunca, en todo
su tiempo en la diplomacia internacional, había visto a una persona conducirse
de ese modo con quienes le dependían.
Era un hombre
extraño, totalmente opuesto a ella, pero que le despertaba curiosidad.
97
Planes en curso
“Solo con la prudencia, la sabiduría y la destreza se logran grandes
fines y se superan los obstáculos. Sin estas cualidades nada tiene éxito”.
Napoleón Bonaparte
Los misiles
conseguidos por Mc. Gregor no habían conseguido el resultado esperado de
amedrentar lo necesario a Dada Oumee para que liberara a Cata. Lo único que
restaba por hacer era ir a sacarla de donde estuviera por la fuerza.
La reunión de
planificación con las posibles opciones militares había arrancado a primera hora.
Ya sobre el mediodía, todos los oficiales de ese estado mayor habían expuesto
sobre sus temas: personal, material, comunicaciones. Inteligencia afirmaba
haber dado con el lugar donde tenían a Cata. Habían observado las imágenes de
satélites procuradas por Mc Gregor sobre las distintas localizaciones posibles
en esa isla. Una parecía la más probable: habían reforzado la seguridad y se
detectó movimiento de vehículos ingresando pocas horas después de la captura de
la piloto.
Pero faltaba una
confirmación y fue Mariana quien la procuró:
—Podemos interferir
sus comunicaciones ¿Por qué no mandamos un mensaje falso que ha escapado la piloto
prisionera a su radio? Si vemos por las imágenes del satélite que se alborota
la instalación, es que la tienen allí.
Eso hicieron.
Recibida la comunicación, en pocos minutos esa base pareció un hormiguero que
es pateado. Pero no pasó mucho antes que la calma volviera.
—No se agitaron por
mucho tiempo—comentó Javier.
—Fueron a su celda,
o donde sea que la tengan, y comprobaron que estaba allí.
Todos estaban pendientes
de las imágenes en la pantalla de mayores dimensiones de la sala de situación
que mostraban desde arriba a la instalación.
Mariana observó
como Javier posteaba algo en su celular. Lo que nunca pensó es que recibiría
ese mensaje.
Ella dejó de
observar las imágenes para concentrarse en la pantalla de su móvil. Era un
mensaje de Javier, con la encriptación de seguridad usual en los aparatos que
utilizaban. Solo se veía un mar de letras y número sin sentido.
Seleccionó el texto y puso su clave de identificación. Entonces, vio como las letras y números que parecían colocadas al azar desaparecían para ser sustituidas por un texto legible: “Me gusta compartir cosas con una mujer inteligente”.
Se ruborizó al
leerlo, como si se tratara de algún tipo de mensaje indebido. Guardó el celular
en tanto Joan le comentaba al general:
—Es bueno que
sepamos donde está. Pero se halla en el peor de los sitios.
Cañones asintió,
muy serio. Mariana supo a que se refería. Era una de las instalaciones que
mayores fuerzas militares concentraba. Y otra dificultad aun mayor: no tenían
el detalle de la distribución interna dentro de los distintos edificios.
—Es toda una
paradoja que esté allí—le dijo Joan.
—¿Por qué lo dice?
—La base es de las
más avanzadas en el país. ¿Sabe quien la construyó?: una subsidiaria del conglomerado
de empresas que tiene el padre de su piloto.
Eso a Cañones le
dio una idea.
—Consigan el número
de celular del ingeniero Bataglini.
No pasó mucho antes
de obtenerlo. De nuevo, Joan fue la que procuró esa información.
—Supongo que pidió un
favor a algún amigo en la CIA—bromeó el general.
—En realidad—respondió
ella con inocultable orgullo—, fue a la Securities and Exchange Commission. Están
investigando a un par de sus empresas por transferencias no autorizadas de
activos.
Cañones conocía lo
suficiente como para entender que se trataba de la Comisión de Bolsa y Valores
de Estados Unidos. Una agencia federal encargada de hacer cumplir las leyes
federales de los valores y regular la industria de los valores, los mercados
financieros de la nación, así como las bolsas de valores, de opciones y otros
mercados de valores electrónicos.
En buen romance, lo investigaban por lavado de dinero.
Discó el número. No tardó mucho antes que atendieran al otro lado.
—¿Quién habla?
Cañones le dijo quien
era. Y que resultaba el superior militar de su hija. Pero a Franco pareció
importarle más cómo había conseguido ese número.
—No tengo mucho
tiempo ingeniero. Necesito algo de usted, referente a su hija.
—No creo tener nada
que hablar con usted al respecto.
—Pues creo que sí, si
es que le importa verla de regreso, sana y salvo.
—Ustedes son las
que la pusieron allí, en primer lugar. No me venga con…
—No pretenda
darme lecciones de moral, Bataglini—Cañones elevó un tanto la voz, sin perder
las demás formas—. No me gustaría estar en sus zapatos.
—¿Por qué me dice
eso?
—Es feo perder a
una hija por dinero, ingeniero. No querría vivir en su conciencia. Ella está
allí, apresada, sometida a tratos inhumanos en un lugar que fue construido por
usted. Los cuarteles de la guardia popular en la isla más pequeña del país.
Notó cierto
silencio incrédulo al otro lado de la línea.
—No podía saberlo
cuando acordé ese contrato.
—Creo que su sentido
de lograr ganancias lo llevó a no preguntar demasiado por el uso que le darían.
Y no le ha incomodado mucho que lo hayan usado con las hijas de otros. Hasta que
le tocó a la suya.
—¡Le digo que no
podía saberlo! ¡Solo soy un hombre de negocios, la política no me interesa!
—Tampoco los
derechos humanos. Y ahora, a la que se los están violando es a su hija.
—¿Qué quiere de mí?
—le voz había perdido su aplomo inicial, para sonar mucho más emotiva.
—Los planos de ese
lugar. Con el mayor detalle posible.
Bataglini no sólo
los procuró, en tiempo récord, sino le sumó otra información: un listado de las
cuentas a las que había transferido fondos para Dada Oumee. Cañones se lo pasó
a Joan.
—Creo que puede quedar
bien con sus amigos con esto.
—¿Quedar bien? —murmuró
ella, leyendo con entusiasmo el papel—. Van a adorarme. Con esto, nuestro amigo
Oumee tendrá menos efectivo que un homeless para mañana. Me encargaré que le bloqueen
todos estos activos.
Con los planos no tardó en darse forma a un
plan tentativo. En ese punto, el general convocó a Medot.
—¿Qué fuerzas de tierra necesitaría para
rescatarla de allí?
El hombre de
fuerzas especiales se tomó su tiempo para ver los gráficos, datos de efectivos
probables y armamento disponible en esa instalación.
—Estaríamos
hablando de un asalto aéreo en toda regla, no de una simple incursión de un
grupo pequeño.
—Soy
consciente de eso, teniente coronel.
Medot le mantuvo la
mirada por unos momentos. Sí, era tal como intuía. Iba a invadir un país con
tal de traerla de vuelta. Le agradó esa audacia.
—Una compañía
reforzada de infantes del aire para asegurar el perímetro y un equipo de
fuerzas especiales para llevar a cabo la extracción. Aparte del apoyo aéreo, claro.
Cañones hizo un cálculo rápido.
—Son alrededor de unos doscientos
hombres. ¿Cree que serán suficientes?
—Con esa cantidad
de infantes aéreos, capturaría el mismo infierno si fuera necesario.
La mayoría sonrió
por la ocurrencia. Cañones, en cambio, se quedó muy serio.
—Es precisamente a
donde deberán ir, Medot.
98
El momento de decidir
“Como militar y comandante, siempre recordaré el instante preciso que
seguía después de tomada la decisión para ejecutar alguna acción: cuando los
oficiales y ministros lentamente se levantan de sus asientos; el mirar de sus
espaldas, el sonido del golpe de la puerta, y enseguida, el silencio en que
permaneceré solo “.
Isaac Rabin
Cuando todo estuvo
dicho, los planes presentados, todas las opciones analizadas y tan sólo debía
tomarse la decisión final por parte del Force Commander, Cañones pidió unos
minutos a solas. Pero en lugar de retirarse todo el estado mayor, como era
costumbre en el ramo, quien salió del recinto fue él, no sin antes decirles que
esperaran allí.
Necesitaba pensar. La
estadística era favorable: sesenta por ciento de éxito, calculado según un
largo algoritmo. Pero Cañones, con una guerra encima, sabía que la situación
táctica tiende, a veces para bien y otras para mal, a demostrar la falibilidad
de tales cálculos.
Caminó un corto
trecho hacia la plataforma operativa. Los integrantes del equipo de fuerzas
especiales que todavía no desplegaban estaban jugando —y perdiendo— un partido
de fútbol contra los del escalón técnico sobre el cemento de las pistas que rodeaban
el hangar más próximo al área de dónde venía. No cabía duda de que estaban
disfrutando mucho más que el resto, a la espera de noticias dentro del recinto
del centro de comando.
Cañones los
contempló, sin perder el hilo de sus cavilaciones. Necesitaba pensar, dejando a
un lado por un tiempo esas pantallas y el tráfico continuo de datos y
comunicaciones.
Sabía que tenía una
oportunidad de traerla de vuelta. Pero también, que de salir mal las
posibilidades que eso ocurrieran descendían casi al cero absoluto.
Todo el plan
propuesto era un movimiento audaz que, de llevarlo a cabo con éxito, bien podía
terminar con todo el asunto de una buena vez.
Podía ver las
patrullas armadas recorriendo el perímetro, los blindados con ametralladoras o
lanzagranadas apostados en los puntos clave. Un helicóptero sobre ellos,
escudriñando desde el aire con una minigun, un cañón rotatorio, que se dejaba
ver desde uno de los laterales. Todo formaba parte del refuerzo en la
seguridad, luego de haber pasado a condiciones de combate.
Observó como Medot
se le acercaba. Se situó a su lado, con la vista fija en el partido de futbol
improvisado.
—¿Cuál es el
estimado de bajas? —le preguntó.
Lo sabía perfectamente.
Pero quería ver que le decía quien había elegido para llevar a cabo la
operación.
El jefe de los
comandos arqueó un poco los hombros antes de contestar, tan cruzado de brazos como
antes.
—Estadísticamente
en torno del diez por ciento. Pero es difícil de decir. No creo mucho en esos
cálculos. Las cosas sobre el terreno no pueden medirse en números, la mayoría
de las veces.
Estaba de acuerdo. El
general observó a quienes jugaban. Serían unos veinte. Dos posiblemente
terminaran muertos, de ordenar lo que tenía en mente. Muchos pensarían que era
un costo aceptable, con todas las vidas en juego. Pero tener a esos dos jóvenes
delante de él, fueran quienes fueran, lo hacían demorar un pronunciamiento al
respecto.
—Estamos listos, mi
general. Podemos hacerlo.
La confianza de
Medot era una buena señal. Lo sabía un profesional en tales lides. Pero
también, no dejaba de ver que era como se esperaba que actuar alguien en su
rama de servicio. Rara vez las fuerzas especiales, acostumbradas a tener como
sus encargos operativos el lidiar con las mayores adversidades, renunciaban a
emprender algo por las penalizaciones que tuviera la operación.
Acababan de
meterles un gol a los hombres de Medot. La pelota pasó entre el espacio
situados entre dos cascos colocados sobre el cemento. Notó, por la visión
periférica, como al teniente coronel eso no le gustaba en lo absoluto.
Miró otra vez a
esos jóvenes. Detrás de cada orden siempre había personas cuyas vidas cambiaban
por como mandara. Como siempre, podía tener todos los asesoramientos posibles,
todos los datos y un equipo multitudinario de especialistas a quien recurrir.
Pero una vez que se hace todo eso, se llega a esa última instancia del mando.
Una que, como el nacer y el morir, se lleva a cabo a solas con uno mismo.
Otro gol, esta vez
de los hombres de fuerzas especiales. Observó como Medot rompía su tradicional
frialdad para dejar escapar un insulto de aliento a los suyos.
—Vamos, carajo.
Cañones se volvió a
él. Decidir era ser un hombre solitario. No importa lo necesario, lo seguro que
estuviera de lo que ordenaba. Siempre la incertidumbre y el solo contar con uno
mismo acompañaba como obligados e incómodos compañeros.
—Prepare a sus
hombres. Tiene luz verde para actuar.
99
Una conversación atípica
“De no hablar sino cuando fuere preciso, raramente despegaríamos los
labios”.
Epicteto
Terminaba de
validar desde su computadora las órdenes para poner en marcha la operación, cuando
su celular dejó escuchar un silbido particular. Era el sonido que había escogido
para cuando su hija le enviaba mensajes.
No era el mejor
momento para que le llegaran noticias, pero no dejó de ver la pantalla. Se
descubrió, en tanto lo hacía, expectante por lo que esa hija escurridiza
pudiera decirle.
“Hola papá Disculpá
x no contestar antes. Estuve a mil”
Contempló el
mensaje de su hija con cierta incredulidad.
Tecleó la respuesta
con una extraña ansiedad:
“¿Qué tal el nuevo
trabajo?”
“¿Como sabes?” la pregunta vino
acompañada de la figura de una persona con la mano en la frente y los ojos muy,
muy abiertos. Supuso que era algo relacionado a una sorpresa. O una emoción del
estilo.
Se sintió obligado
a aclararle:
“Tu mamá me dijo
que estabas por entrar a trabajar en alguna parte que vos me contarías”.
“Todavía estoy en
eso. No tendría que haberte dicho nada”.
“Fue muy general,
Pauli. Aparte, estaba preocupado. No te comunicabas ni devolvías mensajes desde
hacía un par de días”.
“Estoy bien, pa” escribió con una
carita sonriente.
“Lacónica como tu
papá”, tecleó Cañones.
A modo de
respuesta, llegaron primero los emoticones sonrientes, seis para ser exactos,
antes del mensaje: “Y la sangre tira jajaja. Tengo que irme. Después te
mando mensaje”.
“No te pierdas.
Sobre todo, para explicarme en que andás, tan misteriosa”
“Obvioooo. Te
quiero papá”
“Igual yo. Cuidate”
Por toda
contestación hubo una serie de emoticones lanzando corazones.
Cañones se quedó viéndolos, por un buen rato. Tenía una corazonada respecto de tanto misterio. Una loca posibilidad, ella nunca había dicho nada al respecto.
Decidió salir de dudas y pidió hablar al instituto militar que alguna vez había dirigido. Lo atendió el nuevo director, el general Boco que había estado como subdirector suyo.
—Tordo, qué sorpresa. Lo hacía en el extranjero, en una operación de imposición de la paz.
—De hecho, sigo en esta misión, Duende. Lo llamo desde Markani, necesito saber algo. Es personal.
—Sí, claro. Lo que sea.
—Están en el periodo de selección para el ingreso de los nuevos cadetes.
—Correcto, desde hace unos días.
—¿Se podría fijar un nombre en el listado?
—Faltaba más. Deme un minuto, lo tengo en la computadora.
Por alguna razón, los treinta segundos que siguieron fueron capturados por cierta dosis de ansiedad.
—Dígame el nombre, Tordo.
—Cañones, Paula Candelaria.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—¿Estamos hablando de su hija, Tordo?
—Sí, exacto. Me quiero sacar una duda, Duende.
—Déjeme ver….no no me aparece. De hecho, no hay nadie con ese apellido, varón o mujer.
Le agradeció y cortó.
“No, no podía ser”, pensó. “Solo lo imaginé”.
De alguna forma, constatar que estaba errado no le resulta nada grato.
100
La diferencia entre adiós y hasta luego
“El ser humano se descubre cuando se mide contra un obstáculo”.
Antoine de Saint
Exupery
Laura cerró la
cremallera del buzo de vuelo, comprobó que tuviera el cabello bien sujeto hacia
atrás, antes de ir volverse al pequeño que seguía aferrado a una de sus piernas.
Laura no pudo
evitar pensar si solo era una cuestión de sentimientos, o el niño presentía algo
respecto a la misión que tenían por delante.
—No pongas esa
cara. No te estamos abandonando. Tenemos que ir a trabajar. Es un ratito.
A Shamu la
explicación no pareció conformarlo demasiado. Siempre que debía volar era
difícil separarse, pero la más de las veces, uno de los dos se quedaba con el
niño. Pero ahora, como en el anterior intento, debían ir los dos.
—Shamu, ¿me podés
soltar la pierna?
El niño negó con la
cabeza, mirándola con ojos desvalidos.
—No quiere que te
vayas—dijo Leo, entrando en el cuarto.
—Ya no sé qué hacer
para que entienda.
Laura dijo estas palabras
más afligida que otra cosa.
—Ya tendríamos que
haber salido.
Por toda respuesta,
Leo le estiró los brazos al niño que, luego de un momento de indecisión, fue a
su encuentro. Laura miró sorprendida como lo alzaba en brazos sin la mejor oposición
del niño.
—No sé como haces
para que te haga caso.
—Supongo que
tenemos la misma edad mental—bromeó Leo, antes de ir con el pequeño al living.
Allí Chechu los esperaba, hojeando una revista en el sofá, con cara de estar en
un velorio.
Al ver entrar a Leo
con Shamu, dejó a un lado el ejemplar de Cosmopolitan y le ofreció los brazos
al niño. Antes que Shamu pudiera objetar algo, Leo se lo depositó con un movimiento
rápido.
—No es justo.
Ustedes van y yo tengo que quedarme acá.
—Podría ser peor— dijo Leo.
—No veo cómo.
Leo puso cara de pícaro,
señalando a Laura que estaba viniendo del cuarto.
—Podrías tener que
ir con ella.
—Te escuché, Leonardo Aspel.
Laura se acercó con
cara de pocos amigos. Pero cuando vio que Shamu se sonreía, aflojó bastante.
—Si terminaste con
los comentarios jocosos, nos tenemos que ir—reciminó a su esposo.
Se acuclilló para
hablar con el pequeño, sentado en el sofá a un lado de Cecilia.
—Te quedás con la
tía Chechu, ¿estamos?
Al chico no le pareció
muy interesante esa perspectiva. Pero asintió, sin muchas ganas.
Salieron de la antigua
casa del comandante francés, hacia la parte de la base donde se ubicaban los
módulos de la base de despliegue avanzado.
—¿Viste cómo se
sonrió?
Leo asintió.
—Justo pensaba en
eso.
—Creo que el día
menos pensado lo tenemos hablando.
Leo la vio tan
esperanzada que juzgó prudente recordarle la cruda realidad.
—Laura, el tema es
que va a pasar con él cuando tengamos que irnos.
—Pensé…
Se paró sin
terminar de decir la frase, tal como le ocurría con las cuestiones que le
resultaban especialmente incómodas.
—¿Llevarlo con nosotros?
—aventuró Leo.
—Adoptarlo.
Sorpresa, sorpresa.
La propuesta de Laura era algo que no esperaba que dijera. No supo muy bien que
pensar al respecto, así que dijo lo primero que se le vino a la mente.
—No sé si es
posible. Por no decir que viene de un mundo completamente distinto del nuestro.
—Nos llevamos bien,
¿no?
—El tema es como llevaría
el crecer en un lugar que no tiene nada que ver con sus raíces.
—Leo, en ese país
se salvó que lo mataran. Por no decir que no comía, ni vivía como se debía.
—Aun así. Es su
gente, su lugar en el mundo.
—Lleno de
carencias. Hablé varias veces en el centro de refugiados. Nadie ha preguntado
por él, ni ido a buscarlo. Quizás, no tenga pariente alguno. O no les interese.
—Creo que es algo
aventurado de decir en medio de una crisis humanitaria con tanto desplazado y
familias separadas.
—No tiene a nadie
en el mundo. Salvo por nosotros—prosiguió Laura, al parecer sin escuchar sus
razones.
—Lo quiero, lo paso
fenómeno con él pero… ¿pensaste todo lo que implica? No tenemos hijos y vamos a
adoptar un niño del que no sabemos casi nada.
—Me saca cuando te
ponés tan conservador y rígido—dijo ella, con tono de molesta en la voz.
—No sé como tomar
eso, viniendo de alguien que es conservadora y rígida a más no poder.
—¡Leo! —se sobresaltó
Laura— Yo no soy nada de eso.
Se hallaban a pocos
pasos de entrar a la sala contigua al módulo de Comando donde se haría el briefing
de la misión.
—Dejémoslo así por
ahora. Tenemos trabajo. Lo charlamos después— ofreció Leo, en son de paz.
Laura asintió. Pero
él vio que ya la idea se le había puesto en la cabeza. Conocía, por
experiencia, que una vez que eso pasaba, ya no salía de allí por motivo alguno.
101
No lo comprenderás
“El único momento
en que la mayoría de la gente piensa
en la injusticia es
cuando les sucede a ellos”.
Charles Bukowski
Luego de ese chateo
tan extraño con Paulina, volvió al Centro de Comando, Información y Control,
solo para ver que la Special Representative de ONU lo estaba esperando.
—General, sé lo que
pretende hacer. Sepa que no apruebo esto.
—Muy bien, mademoiselle
Seydoux. Lo tendré presente.
—Enviaré un informe
detallado a Nueva York, dejando en claro mi postura al respecto.
Cañones solo
asintió, tratando de no perder las formas. Lo que escribiera era la menor de
sus preocupaciones por el momento.
—¿Todo este
despliegue por una sola persona? ¿Arriesga a tantos por solo uno?
Cañones la miró con
muy mala cara.
—Es algo que usted
nunca entendería.
—Tengo dos títulos
universitarios y un doctorado, general. Tal vez pueda comprenderlo si me lo
explica.
La sorna en sus
palabras era evidente.
—Si esa persona
fuera usted, estoy seguro que querría que fueran a rescatarla.
Seydoux no dijo
nada a eso.
—No dejamos nunca a
ninguno de los nuestros detrás—prosiguió—. No es ella en particular, sino todos.
Cualquiera de nosotros que arriesgue su vida por una misión, puede estar tranquilo
que, si las cosas van mal, no lo dejaremos librado a su suerte.
Ella no dijo nada a eso. No quiso, no supo, no
pudo. Se fue sin agregar otra palabra, pero dejando en claro desde sus gestos,
que la cosa no iba a terminar allí.
Salió del módulo de
control, decidida a subir a su auto y volver al hotel cinco estrellas donde se
hospedaba en la cercana capital. No llegó a hacerlo.
Una sección al
completo de infantes del aire totalmente pertrechados le pasó por delante, a
unos pocos pasos. Estaba esperando que despejaran el paso, cuando observó al
teniente coronel Medot dirigiendo el embarque de tropas, en tres inmensos helicópteros
que ocupaban casi toda la plataforma de operaciones.
Desde el vuelo con
los paracaidistas, era un hombre que la tenía intrigada. Demasiado rudo, recio,
seguro de sí de mismo para ser verdad. Muy distinto de los especímenes con los
que había salido, cuyas mayores preocupaciones eran sus clases de yoga y no
tener arrugas en la frente usando botox.
Se aproximó a él.
Medot se levó la palma abierta a la sien. El típico saludo militar. Esperó que lo
que fuera que viniera a hacer, no le quitara mucho tiempo. En menos de una hora
estaban despegando y todavía le quedaba mucho por controlar.
—Madame.
—Se lo ve ocupado,
coronel.
—Teniente coronel—corrigió
él, de inmediato.
—Disculpe. No
entiendo mucho de grados militares.
—Se nota.
Ella trataba de ser
amable y él le marcaba las distancias. Sedoux pensó que era toda una ironía del
destino. Generalmente era al revés, en sus relaciones.
—¿Puedo desearle
suerte?
Por alguna razón
insistía en tender puentes. Como él, en dinamitarlos.
—No creo en eso.
—Vaya, en qué cree
entonces.
—En la preparación,
la planificación y el arrojo frente a los imprevistos.
—Muy impresionante.
¿Siempre se muestra, así como una versión uniformada de Rambo?
—No me muestro, madame. Soy como me ve.
Ya era mucho
intento sin ver correspondencia alguna en el otro. Decidió dejar en claro, lo
que fuera que estuviera pasando para tener una conversación en tales términos.
—Tengo la impresión
que no le simpatizo.
—Está en lo
correcto.
—Tal vez podría decirme por
qué.
Medot la miró unos
momentos, antes de echar fuera esas palabras:
—Ustedes son los
que provocan las guerras que luego nosotros tenemos que pelear.
102
A otro lugar
“No todos los que
deambulan están perdidos”.
J. R. R.
Tolkien
Estaba echada contra la pared, soportando el dolor de cabeza y el frío tiriteo del cuerpo. Tenía sed, no cualquier sed. La boca parecía deshacérsele por un poco de agua.
La puerta se abrió
de improviso, con un ruido metálico en los goznes.
La luz la deslumbró.
La mantenían en la oscuridad de aquella habitación de paredes y piso de cemento,
sin muebles ni ventanas. Cata se puso una mano en la frente, a modo de improvisada
visera, para poder ver.
Tres hombres con
uniformes verde oliva, dos de ellos armados con fusiles AK 47, entraron en ese
recinto lúgubre. El tercero era el mismo que siempre la interrogaba y que abusó
de ella esa vez, a las puertas de algo incluso más grave. Llevaba varias bridas
de plástico amarradas a su chaleco antibalas, modelo estadounidense.
—¡De Pie! —ordenó
mientras le hacía un gesto imperativo con las manos.
Cata temió lo peor.
Que vinieran por ella para matarla. Se acurrucó contra la pared, desviándoles la
mirada. Un par de brazos la levantaron como si fuera una pluma. Toda
resistencia fue inútil. Se hallaba muy débil y no tardaron en atarle las manos
por delante.
—Que van a hacerme.
El hombre la miró.
Tenía una sonrisa provocadora, como si gustara de verla así, en ese estado.
—Impedir que sus
amigos la rescaten.
La encapucharon y
luego sacaron de allí. Caminó, siendo prácticamente arrastrada, por un pasillo
húmedo. Escuchó otras voces. Casi tropezó al llegar a una escalera, que subió
como pudo. Percibió luego de eso que una mayor luz una mayor luz a través de la
tela de la capucha.
Otras voces,
muchas. Hablan en un idioma que no logra entender. La suben, por detrás, a algún
tipo de vehículo, que arranca hacia vaya saber dónde.
En el trayecto trata
de mantener la cabeza lo más fría posible, de conservar la calma. Esta acojonada,
a límite de toda resistencia. Huele a húmedo, a selva.
Piensa en aquello
que le dijeron. El rescate. La cambian de sitio para evitar que la encuentren. Débil
y enferma, solo quiere que todo termine de una buena vez. Solo pide que lo que
tenga el destino preparado para ella, pase de una buena vez y ya.
En el Instituto,
como parte de la educación en el autoconocimiento, había un ejercicio que pedía
que pensaran en lo último que querrían tener recuerdo, antes del fin. Nunca le había
llevado demasiado el apunte. Pero allí, en la soledad y la oscuridad, varias
veces había recordado eso.
¿Cuál quería que
fuera su último pensamiento? Más tarde o más temprano, la imagen de Esteban se
le presentaba. Era el único hombre que verdaderamente la había amado y ella,
lejos de honrar ese sentimiento, se había portado errática y terrible con él
durante mucho tiempo.
Pensó que esa noche
en Nairobi le había dado una segunda chance, de poder volver a estar desde otro
sitio. Pero no había tenido ningún tiempo para poder materializarlo.
¿Qué haría Esteban,
que harían todos? ¿Sabrían cuánto estaba sufriendo, lo cerca que se hallaba de
quebrarse y darles a esos hombres todo cuanto pedían? Se avergonzaba de sí misma,
de su debilidad.
Pensaba en que lo
mejor era que todo terminara rápido, dejara de sentir esa debilidad y ese
dolor, cuando un estampido se dejó oír, como de un neumático reventado y el
vehículo en que iba derrapó por unos metros antes de detenerse con una violencia
que la arrojó hacia atrás de donde estaba.
Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 14: Un rescate audaz
NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.