Misión en el Trópico 13: Una tensa calma previa a la tempestad



Capítulo anterior: Misión en el Trópico 12: Descenso al infierno

  

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In crescendo de crisis

 

 

“Un periódico consta siempre del mismo número de palabras, haya noticias o no las haya.”

Henry Fielding

 

Arantxa Fernández comprobó que estuviera correcto y sin detalles su maquillaje con un pequeño espejo de mano, en tanto por el audífono en su oreja desde el control le avisaban que iba al aire. En uno de los muchos monitores de ese estudio de grabación, se veía las placas de presentación del Telediario, con un mundo girando por sobre las imágenes.

Dirigió su vista a la cámara que tenía dispuesta para hacer la apertura del programa. Por debajo de ella, un teleprónter mostraba en su pantalla, aquello que debía decir.

—Atenta Arantxa. En el aire en tres, dos, uno…

Mostró su mejor sonrisa a la cámara. Sabía que no estaba allí por buena periodista, sino porque lucía bien. Tenía un atractivo y sensualidad en el cuerpo y en las mañas que procuraba mostrar ante todos. Era lo que le había permitido dejar el mundo del modelaje de ropa interior por otra ocupación con miras un tanto más amplias. Merced a  la cercana relación con uno de los directivos del canal.

—En el aire.

Una luz roja se encendió por encima de la cámara. La estaban filmando.

—Buenas tardes, estas son las noticias desde Madrid. Pasamos ya a la primera de ellas, que viene de África. La crisis desatada pasados días por el apresamiento de una piloto de la coalición internacional en Kutubu y su pedido de rescate no hace más que escalar. Desde el lugar, nuestro enviado especial, Antonio Fargas-Márquez, nos actualiza sobre el tema.

La imagen cambió a Fargas, con el consabido fondo de los aviones de la coalición por detrás. Arantxa dejó escapar un insulto grosero, cuando desde el control le marcaron que había leído mal el nombre del país.

—No estaba bien escrito—se justificó.

—Arantxa, quería, estaba perfectamente bien. Aprendé a leer, además de mostrar la sonrisa, nena.

El director tenía pocas pulgas y ella sabía que no convenía ofenderlo. Tenía demasiados años en la emisora como para que pudieran despedirlo, así como así. Además de ser un zorro viejo que, si se lo ponía en contra, encontraría mil y una formas de dejarla como una tonta al aire. Ella no quería eso. Ya tenía bastante con sus propios yerros.

Con el orgullo herido, observó a Fargas contar los últimos pormenores del tema. El gobierno de ese país, como fuera que se llamara, negada tener a una piloto de la coalición. Un supuesto grupo del que casi nadie sabía demasiado, se había adjudicarlo el tenerla en su poder. Pero desde la fuerza internacional, cargaban las tintas sobre el presidente de hacía un cuarto de siglo del país.

El general Cañones había sido particularmente duro con el Mariscal del Pueblo Dada Oumee. Le había exigido que la liberara, sin éxito.

—Vamos a pantalla dividida—le avisaron por el auricular.

La antigua modelo de lencería fijó la vista en el teleprónter. Por la ubicación, parecería que estaba mirando a la cámara.

— Antonio—se esforzó por leer y mantener una expresión seria, como si el tema le importase y mucho—, ¿ha existido alguna reacción a la negativa a liberar a la piloto?

—Sí, Arantxa, en la mañana de hoy, dos objetivos en Kubatu ha sido atacados por la Coalición. Se trató de acciones con armas de precisión, sumamente quirúrgicas, y respecto de objetivos por demás particulares. En el primero de ello, hicieron volar el yate de Dada Oumee, de unos ochenta metros de eslora y valorado en diez millones de dólares. En el segundo caso, otro ataque con misiles de largo alcance, redujo a escombros su residencia de verano.

La pantalla volvió a cambiar, mostrando a la vocera de la coalición, dar la conferencia de prensa diaria a los periodistas acreditados.

  Arantxa observó a esa joven de cabello corto, vestida con uno uniforme de combate con indisimulada envidia. Se dirigía a todos sin tener que leer ni consultar notas en ningún lado.

—Los blancos han sido un legítimo uso del derecho de represalia por el trato dado a nuestra piloto. En ambos casos han sido lugares pertenecientes al gobierno, y por tanto blancos legítimos, avisadas además previamente las acciones para reducir la posibilidad de daños colaterales. El mensaje es claro: no vamos a tolerar atropellos al derecho internacional en ninguna persona, y mucho menos con un personal nuestro. El presidente Dada Oumee es responsable de garantizar su seguridad y de liberarla. No nos gusta actuar de esta forma, pero no se nos ha dejado otra salida.

La imagen volvió dividida. Ella se aprontó a leer.

—Muy completo informe Antonio— leyó del teleprónter—. Seguiremos atentos a esta crisis que nos tiene a todos tan preocupados en Kutubu…

El enviado se despidió con una frase hecho. Antes que pudiera pasar a la siguiente noticia, escuchó cómo la insultaban por el auricular el director. Lo había leído mal, otra vez.

 

96

Descenso en la oscuridad

 

 

“Diplomacia: el camino más largo entre dos puntos.”

Pierre-Adrien de Courcelle

 

 

Madeleine Hélène Seydoux, enviada especial de la ONU, vía su secretaría general, por la crisis desatada en Kubatu no ocultaba su incomodidad de estar allí. Dentro del compartimiento de carga en penumbras de un avión de transporte militar táctico, sentada en un asiento de red, vestida como para ir al polo y acompañada de ese hombre.

Medot, como durante todo el viaje, había tratado de ignorar su presencia. Desconocía lo que el general tenía en mente al insistir que fuera a ver allí el despliegue avanzado de observadores en tierra para tratar de descubrir dónde se hallaba Cata prisionera.

Desde la cabina le avisaron la proximidad del lugar donde se efectuaría el salto, al auricular que tenía colocado junto a un micrófono. Se volvió entonces a la única civil allí. La que había tratado hasta entonces de hacer como que no existía.

—Estamos a diez minutos de la zona del salto.

Mientras se lo decía, los ocho militares que acompañaban a Medot se pararon de sus asientos.

Vestían trajes de combate negros ignífugos y un amplio surtido de armamento que incluía fusiles y armas de francotirador. Cargaban, además de todo el equipo más casco con máscara de oxígeno incorporada y antiparras, dos paracaídas, uno principal sobre la espalda y otro auxiliar por debajo del pecho.

Utilizaban la pistola Glock 18 austríaca, una variante de la Glock 17 de ordenanza en la aviación, dotada de un con selector de tiro ubicado en la parte trasera izquierda de la corredera y que le permitía disparar en modo automático además de en semiautomático, lo que la convierte en una pistola ametralladora.

Llevaban, además, colgados a un lado del cuerpo por correas, fusiles de asalto rusos AK-9 dotados de silenciador. Un arma especialmente diseñada para operaciones especiales. Más ligero que los otros modelos de Kalashnikov, de recarga accionada por gas, cerrojo rotativo y controles "estilo Kalashnikov", la manija del cerrojo era recíproca. Tenía una culata plegable de polímero y se le habían agregado rieles Picatinny en la parte inferior del guardamano, y una mira telescópica con capacidad térmica nocturna.

Empleaba una munición subsónica de 9 milímetros de diseño especial para el arma, al igual que los cargadores de polímero negro con capacidad para 20 municiones. Un proyectil que apenas generaba ruido al ser disparado y era capaz de atravesar un chaleco antibalas. 

La mitad de ellos, asimismo, cargaba largas fundas rígidas donde habían colocado a sus fusiles de precisión.

En conjunto disponían de una potencia de fuego infernal. ¿Contra qué o quién pensaban utilizarla exactamente? A Seydoux la molestaban esas cosas, de buena gana hubiera impedido eso que sucedía ante sus ojos. Pero Cañones le había dejado claro, y tenía razón, que, como tropas bajo mandato del Consejo de Seguridad, no dependían de ella como hubiera sido en las fuerzas de una misión de paz, sino que actuaban por su cuenta, siempre que no se salieran de lo encomendado como resultado final por el órgano de la ONU.

Ella por otra parte, no podía exhibir ningún avance en sus charlas con Dada Oumee. Con profundada desazón había descubierto que el general a cargo tenía razón: nunca había negociado de buena fe. Simplemente ganaba tiempo para poner en evidencia que él era quien mandaba en todo el asunto. Solo había sido un monólogo de su parte, con exigencias cada vez más inverosímiles.

Claro que eso no se lo había dicho a nadie y no lo haría. No había llegado hasta donde estaba por reconocer fracasos, sino precisamente por ser buena en disimularlos, a la par de exagerar sus logros.  

—No sé que piensan ganar con esto, ni lo que su general tiene en mente al traerme aquí. No voy a cambiar el modo de ver las cosas.

Medot se la quedó mirando. No terminaba de procesar que hubiera dicho esas cosas.

—Son tropas especialmente entrenadas para reconocimientos en terreno hostil. Serán nuestros ojos allí, en Kubatu.

—Para que ustedes puedan atacarlos.

—Diría que para rescatar a uno de los nuestros que mantienen allí prisionero. No dejamos ningún soldado olvidado, madame. Es nuestro deber y, más aun, una cuestión de honor.

—Lo que usted llama de esa forma, honor o deber, para mí es solo violencia.

—Pues estamos a mano. Lo que usted llama diálogo es solo cobardía para mí. 

Fueron palabras dichas con rudeza. No estaba acostumbrada a hombres que hablaran así, que fueran tan directos, sin medias tintas. Ella dirigió la mirada al grupo sentado al otro lado de la bodega. Todos estaban concentrados en sus equipos, con los preparativos finales para el salto.

—Mire a sus hombres. Solo son testosterona de macho chauvinista, niños jugando con juguetes costosos.

Medot por toda respuesta, hizo una seña al grupo sentado. Dibujó una especie de número con la mano, dos veces, dos distintos. De entre los miembros del grupo, dos personas de negro se acercaron. Llevaban, como los demás, además del casco y antiparras, las máscaras de oxígeno colocadas.

Medot les hizo quitarse el casco, subirse las antiparras y desprender la máscara los dos militares. Una tenía, bajo el parche de la bandera en el hombro, la solitaria línea oblicua de un cabo tercero. En el otro caso, eran tres rectas, de sargento de vuelo.

Generalmente no llevaban insignias, pero el abogado había sido muy insistente en que debían tenerlas a la vista, para poder invocar la protección de los Convenios de Ginebra en caso de ser apresados.

Madeleine las miró a las dos. Una llevaba el cabello muy claro y muy corto. En la otra era oscuro y estaba trenzado por detrás de la cabeza. Ambas eran mujeres.

—Madame Sedoux, le presento a la cabo tercero Aguirre y el sargento de vuelo Serals. Como verá, sus ideas sobre nosotros solo nacen del prejuicio.

—No pensé que hubiera mujeres en este tipo de grupos.

—El teniente coronel fue quien nos abrió las puertas, hace un tiempo—dijo la sargento de vuelo, con inocultable orgullo de pertenecer.

Sedoux se quedó impresionada. Nunca pensó que ese militar rudo pudiera tener ese tipo de actitudes incluyentes. La sorpresa inicial le duró a la Special Representative apenas un par de segundos. Luego, las saludó a las dos y se echó un par de párrafos sobre la importancia para los derechos de la mujer que ellas hicieran lo que hacían. Respecto a lo cual, solo tenía una muy vaga idea y eso saltaba a la vista.

Ambos suboficiales mirando a Medot sin entender muy bien si las había llamado solo para eso. El teniente coronel les agradeció y volvieron a su sitio.

Se abrió la compuerta trasera y el viento helado comenzó a colarse hacia el interior de la gran bodega de carga. La temperatura bajó de inmediato, varios grados. El grupo se aproximó a la compuerta. Allí, otro par de hombres con el buzo de vuelo y enganchados a una cuerda de alta resistencia en el arnés de seguridad que llevaban, les dieron las indicaciones finales. Una luz cambió de rojo a verde a un lado de la compuerta y en rápida sucesión, los ocho miembros del grupo se lanzaron al vacío, con las manos y piernas extendidas.

Medot los vio saltar desde la penumbra del interior de la aeronave hacia la oscuridad de la noche con una mezcla de preocupación y envidia.  No le gustaba mandar a otro a donde él mismo no iba. 

Pronto, desaparecieron en la oscuridad. No abrirían sus paracaídas hasta el último momento para evitar cualquier localización. Como saltaban desde ocho mil metros, era necesario que usaran máscara de oxígeno durante casi todo el trayecto en el aire.

Era un tipo de salto militar en paracaídas que se denominaba HALO, un acrónimo en inglés de High Altitude-Low Opening (Gran altitud-Baja apertura). Era lo que debía hacerse, cuando el avión no puede volar sobre un territorio sin suponer un peligro para la aeronave.

Sedoux lo miró, todavía absorto en sus pensamientos, en tanto la compuerta de carga se cerraba con un sonido metálico, grave. Era obvio que estaba preocupados por quienes acababan de lanzarse.

Ella nunca, en todo su tiempo en la diplomacia internacional, había visto a una persona conducirse de ese modo con quienes le dependían.

Era un hombre extraño, totalmente opuesto a ella, pero que le despertaba curiosidad.

   

97

Planes en curso

 

 

“Solo con la prudencia, la sabiduría y la destreza se logran grandes fines y se superan los obstáculos. Sin estas cualidades nada tiene éxito”.

Napoleón Bonaparte

  

Los misiles conseguidos por Mc. Gregor no habían conseguido el resultado esperado de amedrentar lo necesario a Dada Oumee para que liberara a Cata. Lo único que restaba por hacer era ir a sacarla de donde estuviera por la fuerza. 

La reunión de planificación con las posibles opciones militares había arrancado a primera hora. Ya sobre el mediodía, todos los oficiales de ese estado mayor habían expuesto sobre sus temas: personal, material, comunicaciones. Inteligencia afirmaba haber dado con el lugar donde tenían a Cata. Habían observado las imágenes de satélites procuradas por Mc Gregor sobre las distintas localizaciones posibles en esa isla. Una parecía la más probable: habían reforzado la seguridad y se detectó movimiento de vehículos ingresando pocas horas después de la captura de la piloto.

Pero faltaba una confirmación y fue Mariana quien la procuró:

—Podemos interferir sus comunicaciones ¿Por qué no mandamos un mensaje falso que ha escapado la piloto prisionera a su radio? Si vemos por las imágenes del satélite que se alborota la instalación, es que la tienen allí.

Eso hicieron. Recibida la comunicación, en pocos minutos esa base pareció un hormiguero que es pateado. Pero no pasó mucho antes que la calma volviera.

—No se agitaron por mucho tiempo—comentó Javier.

—Fueron a su celda, o donde sea que la tengan, y comprobaron que estaba allí.

Todos estaban pendientes de las imágenes en la pantalla de mayores dimensiones de la sala de situación que mostraban desde arriba a la instalación.

Mariana observó como Javier posteaba algo en su celular. Lo que nunca pensó es que recibiría ese mensaje.

Ella dejó de observar las imágenes para concentrarse en la pantalla de su móvil. Era un mensaje de Javier, con la encriptación de seguridad usual en los aparatos que utilizaban. Solo se veía un mar de letras y número sin sentido.

Seleccionó el texto y puso su clave de identificación. Entonces, vio como las letras y números que parecían colocadas al azar desaparecían para ser sustituidas por un texto legible: “Me gusta compartir cosas con una mujer inteligente”.

Se ruborizó al leerlo, como si se tratara de algún tipo de mensaje indebido. Guardó el celular en tanto Joan le comentaba al general:

—Es bueno que sepamos donde está. Pero se halla en el peor de los sitios.

Cañones asintió, muy serio. Mariana supo a que se refería. Era una de las instalaciones que mayores fuerzas militares concentraba. Y otra dificultad aun mayor: no tenían el detalle de la distribución interna dentro de los distintos edificios.

—Es toda una paradoja que esté allí—le dijo Joan.

—¿Por qué lo dice?

—La base es de las más avanzadas en el país. ¿Sabe quien la construyó?: una subsidiaria del conglomerado de empresas que tiene el padre de su piloto.

Eso a Cañones le dio una idea.

—Consigan el número de celular del ingeniero Bataglini.

No pasó mucho antes de obtenerlo. De nuevo, Joan fue la que procuró esa información.

—Supongo que pidió un favor a algún amigo en la CIA—bromeó el general.

—En realidad—respondió ella con inocultable orgullo—, fue a la Securities and Exchange Commission. Están investigando a un par de sus empresas por transferencias no autorizadas de activos.

Cañones conocía lo suficiente como para entender que se trataba de la Comisión de Bolsa y Valores​ de Estados Unidos. Una agencia federal encargada de hacer cumplir las leyes federales de los valores y regular la industria de los valores, los mercados financieros de la nación, así como las bolsas de valores, de opciones y otros mercados de valores electrónicos.

En buen romance, lo investigaban por lavado de dinero.

Discó el número. No tardó mucho antes que atendieran al otro lado.

 —¿Quién habla?

Cañones le dijo quien era. Y que resultaba el superior militar de su hija. Pero a Franco pareció importarle más cómo había conseguido ese número.

—No tengo mucho tiempo ingeniero. Necesito algo de usted, referente a su hija.

—No creo tener nada que hablar con usted al respecto.

—Pues creo que sí, si es que le importa verla de regreso, sana y salvo.

—Ustedes son las que la pusieron allí, en primer lugar. No me venga con…

—No pretenda darme lecciones de moral, Bataglini—Cañones elevó un tanto la voz, sin perder las demás formas—. No me gustaría estar en sus zapatos.

—¿Por qué me dice eso?

—Es feo perder a una hija por dinero, ingeniero. No querría vivir en su conciencia. Ella está allí, apresada, sometida a tratos inhumanos en un lugar que fue construido por usted. Los cuarteles de la guardia popular en la isla más pequeña del país.  

Notó cierto silencio incrédulo al otro lado de la línea.

—No podía saberlo cuando acordé ese contrato.

—Creo que su sentido de lograr ganancias lo llevó a no preguntar demasiado por el uso que le darían. Y no le ha incomodado mucho que lo hayan usado con las hijas de otros. Hasta que le tocó a la suya.

—¡Le digo que no podía saberlo! ¡Solo soy un hombre de negocios, la política no me interesa!

—Tampoco los derechos humanos. Y ahora, a la que se los están violando es a su hija.

—¿Qué quiere de mí? —le voz había perdido su aplomo inicial, para sonar mucho más emotiva.

—Los planos de ese lugar. Con el mayor detalle posible.

Bataglini no sólo los procuró, en tiempo récord, sino le sumó otra información: un listado de las cuentas a las que había transferido fondos para Dada Oumee. Cañones se lo pasó a Joan.

—Creo que puede quedar bien con sus amigos con esto.

—¿Quedar bien? —murmuró ella, leyendo con entusiasmo el papel—. Van a adorarme. Con esto, nuestro amigo Oumee tendrá menos efectivo que un homeless para mañana. Me encargaré que le bloqueen todos estos activos.

 Con los planos no tardó en darse forma a un plan tentativo. En ese punto, el general convocó a Medot.

 —¿Qué fuerzas de tierra necesitaría para rescatarla de allí?

El hombre de fuerzas especiales se tomó su tiempo para ver los gráficos, datos de efectivos probables y armamento disponible en esa instalación.   

—Estaríamos hablando de un asalto aéreo en toda regla, no de una simple incursión de un grupo pequeño.

   —Soy consciente de eso, teniente coronel.

Medot le mantuvo la mirada por unos momentos. Sí, era tal como intuía. Iba a invadir un país con tal de traerla de vuelta. Le agradó esa audacia. 

—Una compañía reforzada de infantes del aire para asegurar el perímetro y un equipo de fuerzas especiales para llevar a cabo la extracción. Aparte del apoyo aéreo, claro.

Cañones hizo un cálculo rápido.

—Son alrededor de unos doscientos hombres. ¿Cree que serán suficientes?  

—Con esa cantidad de infantes aéreos, capturaría el mismo infierno si fuera necesario. 

La mayoría sonrió por la ocurrencia. Cañones, en cambio, se quedó muy serio.

—Es precisamente a donde deberán ir, Medot.  

 

 

98

El momento de decidir

 

 

“Como militar y comandante, siempre recordaré el instante preciso que seguía después de tomada la decisión para ejecutar alguna acción: cuando los oficiales y ministros lentamente se levantan de sus asientos; el mirar de sus espaldas, el sonido del golpe de la puerta, y enseguida, el silencio en que permaneceré solo “.

Isaac Rabin

 

 

Cuando todo estuvo dicho, los planes presentados, todas las opciones analizadas y tan sólo debía tomarse la decisión final por parte del Force Commander, Cañones pidió unos minutos a solas. Pero en lugar de retirarse todo el estado mayor, como era costumbre en el ramo, quien salió del recinto fue él, no sin antes decirles que esperaran allí.

Necesitaba pensar. La estadística era favorable: sesenta por ciento de éxito, calculado según un largo algoritmo. Pero Cañones, con una guerra encima, sabía que la situación táctica tiende, a veces para bien y otras para mal, a demostrar la falibilidad de tales cálculos.

Caminó un corto trecho hacia la plataforma operativa. Los integrantes del equipo de fuerzas especiales que todavía no desplegaban estaban jugando —y perdiendo— un partido de fútbol contra los del escalón técnico sobre el cemento de las pistas que rodeaban el hangar más próximo al área de dónde venía. No cabía duda de que estaban disfrutando mucho más que el resto, a la espera de noticias dentro del recinto del centro de comando.

Cañones los contempló, sin perder el hilo de sus cavilaciones. Necesitaba pensar, dejando a un lado por un tiempo esas pantallas y el tráfico continuo de datos y comunicaciones.

Sabía que tenía una oportunidad de traerla de vuelta. Pero también, que de salir mal las posibilidades que eso ocurrieran descendían casi al cero absoluto.

Todo el plan propuesto era un movimiento audaz que, de llevarlo a cabo con éxito, bien podía terminar con todo el asunto de una buena vez.

Podía ver las patrullas armadas recorriendo el perímetro, los blindados con ametralladoras o lanzagranadas apostados en los puntos clave. Un helicóptero sobre ellos, escudriñando desde el aire con una minigun, un cañón rotatorio, que se dejaba ver desde uno de los laterales. Todo formaba parte del refuerzo en la seguridad, luego de haber pasado a condiciones de combate.

Observó como Medot se le acercaba. Se situó a su lado, con la vista fija en el partido de futbol improvisado.

—¿Cuál es el estimado de bajas? —le preguntó.

Lo sabía perfectamente. Pero quería ver que le decía quien había elegido para llevar a cabo la operación.

El jefe de los comandos arqueó un poco los hombros antes de contestar, tan cruzado de brazos como antes.

—Estadísticamente en torno del diez por ciento. Pero es difícil de decir. No creo mucho en esos cálculos. Las cosas sobre el terreno no pueden medirse en números, la mayoría de las veces.

Estaba de acuerdo. El general observó a quienes jugaban. Serían unos veinte. Dos posiblemente terminaran muertos, de ordenar lo que tenía en mente. Muchos pensarían que era un costo aceptable, con todas las vidas en juego. Pero tener a esos dos jóvenes delante de él, fueran quienes fueran, lo hacían demorar un pronunciamiento al respecto.

—Estamos listos, mi general. Podemos hacerlo.

La confianza de Medot era una buena señal. Lo sabía un profesional en tales lides. Pero también, no dejaba de ver que era como se esperaba que actuar alguien en su rama de servicio. Rara vez las fuerzas especiales, acostumbradas a tener como sus encargos operativos el lidiar con las mayores adversidades, renunciaban a emprender algo por las penalizaciones que tuviera la operación.

Acababan de meterles un gol a los hombres de Medot. La pelota pasó entre el espacio situados entre dos cascos colocados sobre el cemento. Notó, por la visión periférica, como al teniente coronel eso no le gustaba en lo absoluto.  

Miró otra vez a esos jóvenes. Detrás de cada orden siempre había personas cuyas vidas cambiaban por como mandara. Como siempre, podía tener todos los asesoramientos posibles, todos los datos y un equipo multitudinario de especialistas a quien recurrir. Pero una vez que se hace todo eso, se llega a esa última instancia del mando. Una que, como el nacer y el morir, se lleva a cabo a solas con uno mismo.

Otro gol, esta vez de los hombres de fuerzas especiales. Observó como Medot rompía su tradicional frialdad para dejar escapar un insulto de aliento a los suyos.

—Vamos, carajo.

Cañones se volvió a él. Decidir era ser un hombre solitario. No importa lo necesario, lo seguro que estuviera de lo que ordenaba. Siempre la incertidumbre y el solo contar con uno mismo acompañaba como obligados e incómodos compañeros.

—Prepare a sus hombres. Tiene luz verde para actuar.

 

 

99

Una conversación atípica

 

 

“De no hablar sino cuando fuere preciso, raramente despegaríamos los labios”.

Epicteto

 

Terminaba de validar desde su computadora las órdenes para poner en marcha la operación, cuando su celular dejó escuchar un silbido particular. Era el sonido que había escogido para cuando su hija le enviaba mensajes.

No era el mejor momento para que le llegaran noticias, pero no dejó de ver la pantalla. Se descubrió, en tanto lo hacía, expectante por lo que esa hija escurridiza pudiera decirle.

 

“Hola papá Disculpá x no contestar antes. Estuve a mil”

 

Contempló el mensaje de su hija con cierta incredulidad.

Tecleó la respuesta con una extraña ansiedad:

“¿Qué tal el nuevo trabajo?”

“¿Como sabes?” la pregunta vino acompañada de la figura de una persona con la mano en la frente y los ojos muy, muy abiertos. Supuso que era algo relacionado a una sorpresa. O una emoción del estilo.

Se sintió obligado a aclararle:

“Tu mamá me dijo que estabas por entrar a trabajar en alguna parte que vos me contarías”.

“Todavía estoy en eso. No tendría que haberte dicho nada”.

“Fue muy general, Pauli. Aparte, estaba preocupado. No te comunicabas ni devolvías mensajes desde hacía un par de días”.

“Estoy bien, pa” escribió con una carita sonriente.

“Lacónica como tu papá”, tecleó Cañones.

A modo de respuesta, llegaron primero los emoticones sonrientes, seis para ser exactos, antes del mensaje: “Y la sangre tira jajaja. Tengo que irme. Después te mando mensaje”.

“No te pierdas. Sobre todo, para explicarme en que andás, tan misteriosa”

“Obvioooo. Te quiero papá”

“Igual yo. Cuidate”

Por toda contestación hubo una serie de emoticones lanzando corazones.

Cañones se quedó viéndolos, por un buen rato. Tenía una corazonada respecto de tanto misterio. Una loca posibilidad, ella nunca había dicho nada al respecto. 

Decidió salir de dudas y pidió hablar al instituto militar que alguna vez había dirigido. Lo atendió el nuevo director, el general Boco que había estado como subdirector suyo.

—Tordo, qué sorpresa. Lo hacía en el extranjero, en una operación de imposición de la paz.

—De hecho, sigo en esta misión, Duende. Lo llamo desde Markani, necesito saber algo. Es personal. 

—Sí, claro. Lo que sea.

—Están en el periodo de selección para el ingreso de los nuevos cadetes. 

—Correcto, desde hace unos días. 

—¿Se podría fijar un nombre en el listado? 

—Faltaba más. Deme un minuto, lo tengo en la computadora. 

Por alguna razón, los treinta segundos que siguieron fueron capturados por cierta dosis de ansiedad.

—Dígame el nombre, Tordo. 

—Cañones, Paula Candelaria.

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—¿Estamos hablando de su hija, Tordo? 

—Sí, exacto. Me quiero sacar una duda, Duende. 

—Déjeme ver….no no me aparece. De hecho, no hay nadie con ese apellido, varón o mujer.

Le agradeció y cortó. 

“No, no podía ser”, pensó. “Solo lo imaginé”.

De alguna forma, constatar que estaba errado no le resulta nada grato.     

 

 

100

La diferencia entre adiós y hasta luego

 

 

“El ser humano se descubre cuando se mide contra un obstáculo”.

Antoine de Saint Exupery

           

Laura cerró la cremallera del buzo de vuelo, comprobó que tuviera el cabello bien sujeto hacia atrás, antes de ir volverse al pequeño que seguía aferrado a una de sus piernas.

Laura no pudo evitar pensar si solo era una cuestión de sentimientos, o el niño presentía algo respecto a la misión que tenían por delante.

—No pongas esa cara. No te estamos abandonando. Tenemos que ir a trabajar. Es un ratito.

A Shamu la explicación no pareció conformarlo demasiado. Siempre que debía volar era difícil separarse, pero la más de las veces, uno de los dos se quedaba con el niño. Pero ahora, como en el anterior intento, debían ir los dos.

—Shamu, ¿me podés soltar la pierna?

El niño negó con la cabeza, mirándola con ojos desvalidos.

—No quiere que te vayas—dijo Leo, entrando en el cuarto.

—Ya no sé qué hacer para que entienda.

Laura dijo estas palabras más afligida que otra cosa.

—Ya tendríamos que haber salido.

Por toda respuesta, Leo le estiró los brazos al niño que, luego de un momento de indecisión, fue a su encuentro. Laura miró sorprendida como lo alzaba en brazos sin la mejor oposición del niño.

—No sé como haces para que te haga caso.

—Supongo que tenemos la misma edad mental—bromeó Leo, antes de ir con el pequeño al living. Allí Chechu los esperaba, hojeando una revista en el sofá, con cara de estar en un velorio.

Al ver entrar a Leo con Shamu, dejó a un lado el ejemplar de Cosmopolitan y le ofreció los brazos al niño. Antes que Shamu pudiera objetar algo, Leo se lo depositó con un movimiento rápido.

—No es justo. Ustedes van y yo tengo que quedarme acá.

—Podría ser peor— dijo Leo.

—No veo cómo. 

Leo puso cara de pícaro, señalando a Laura que estaba viniendo del cuarto.

—Podrías tener que ir con ella.

—Te escuché, Leonardo Aspel. 

Laura se acercó con cara de pocos amigos. Pero cuando vio que Shamu se sonreía, aflojó bastante.

—Si terminaste con los comentarios jocosos, nos tenemos que ir—reciminó a su esposo.

Se acuclilló para hablar con el pequeño, sentado en el sofá a un lado de Cecilia.

—Te quedás con la tía Chechu, ¿estamos?

Al chico no le pareció muy interesante esa perspectiva. Pero asintió, sin muchas ganas.

Salieron de la antigua casa del comandante francés, hacia la parte de la base donde se ubicaban los módulos de la base de despliegue avanzado.

—¿Viste cómo se sonrió?

Leo asintió.

—Justo pensaba en eso.

—Creo que el día menos pensado lo tenemos hablando.

Leo la vio tan esperanzada que juzgó prudente recordarle la cruda realidad.

—Laura, el tema es que va a pasar con él cuando tengamos que irnos.

—Pensé…

Se paró sin terminar de decir la frase, tal como le ocurría con las cuestiones que le resultaban especialmente incómodas.

—¿Llevarlo con nosotros? —aventuró Leo.

—Adoptarlo.

Sorpresa, sorpresa. La propuesta de Laura era algo que no esperaba que dijera. No supo muy bien que pensar al respecto, así que dijo lo primero que se le vino a la mente.

—No sé si es posible. Por no decir que viene de un mundo completamente distinto del nuestro.

—Nos llevamos bien, ¿no?

—El tema es como llevaría el crecer en un lugar que no tiene nada que ver con sus raíces.

—Leo, en ese país se salvó que lo mataran. Por no decir que no comía, ni vivía como se debía.

—Aun así. Es su gente, su lugar en el mundo.

—Lleno de carencias. Hablé varias veces en el centro de refugiados. Nadie ha preguntado por él, ni ido a buscarlo. Quizás, no tenga pariente alguno. O no les interese.

—Creo que es algo aventurado de decir en medio de una crisis humanitaria con tanto desplazado y familias separadas.

—No tiene a nadie en el mundo. Salvo por nosotros—prosiguió Laura, al parecer sin escuchar sus razones.

—Lo quiero, lo paso fenómeno con él pero… ¿pensaste todo lo que implica? No tenemos hijos y vamos a adoptar un niño del que no sabemos casi nada.

—Me saca cuando te ponés tan conservador y rígido—dijo ella, con tono de molesta en la voz.

—No sé como tomar eso, viniendo de alguien que es conservadora y rígida a más no poder.

—¡Leo! —se sobresaltó Laura— Yo no soy nada de eso.

Se hallaban a pocos pasos de entrar a la sala contigua al módulo de Comando donde se haría el briefing de la misión.

—Dejémoslo así por ahora. Tenemos trabajo. Lo charlamos después— ofreció Leo, en son de paz.

Laura asintió. Pero él vio que ya la idea se le había puesto en la cabeza. Conocía, por experiencia, que una vez que eso pasaba, ya no salía de allí por motivo alguno.

 

 

101

No lo comprenderás

 

“El único momento en que la mayoría de la gente piensa

en la injusticia es cuando les sucede a ellos”.

Charles Bukowski

 

Luego de ese chateo tan extraño con Paulina, volvió al Centro de Comando, Información y Control, solo para ver que la Special Representative de ONU lo estaba esperando.  

—General, sé lo que pretende hacer. Sepa que no apruebo esto.

—Muy bien, mademoiselle Seydoux. Lo tendré presente.

—Enviaré un informe detallado a Nueva York, dejando en claro mi postura al respecto.

Cañones solo asintió, tratando de no perder las formas. Lo que escribiera era la menor de sus preocupaciones por el momento.

—¿Todo este despliegue por una sola persona? ¿Arriesga a tantos por solo uno?

Cañones la miró con muy mala cara.

—Es algo que usted nunca entendería.

—Tengo dos títulos universitarios y un doctorado, general. Tal vez pueda comprenderlo si me lo explica.

La sorna en sus palabras era evidente.

—Si esa persona fuera usted, estoy seguro que querría que fueran a rescatarla.

Seydoux no dijo nada a eso.

—No dejamos nunca a ninguno de los nuestros detrás—prosiguió—. No es ella en particular, sino todos. Cualquiera de nosotros que arriesgue su vida por una misión, puede estar tranquilo que, si las cosas van mal, no lo dejaremos librado a su suerte.

 Ella no dijo nada a eso. No quiso, no supo, no pudo. Se fue sin agregar otra palabra, pero dejando en claro desde sus gestos, que la cosa no iba a terminar allí.

Salió del módulo de control, decidida a subir a su auto y volver al hotel cinco estrellas donde se hospedaba en la cercana capital. No llegó a hacerlo.

Una sección al completo de infantes del aire totalmente pertrechados le pasó por delante, a unos pocos pasos. Estaba esperando que despejaran el paso, cuando observó al teniente coronel Medot dirigiendo el embarque de tropas, en tres inmensos helicópteros que ocupaban casi toda la plataforma de operaciones.

Desde el vuelo con los paracaidistas, era un hombre que la tenía intrigada. Demasiado rudo, recio, seguro de sí de mismo para ser verdad. Muy distinto de los especímenes con los que había salido, cuyas mayores preocupaciones eran sus clases de yoga y no tener arrugas en la frente usando botox.

Se aproximó a él. Medot se levó la palma abierta a la sien. El típico saludo militar. Esperó que lo que fuera que viniera a hacer, no le quitara mucho tiempo. En menos de una hora estaban despegando y todavía le quedaba mucho por controlar.

—Madame.

—Se lo ve ocupado, coronel.

—Teniente coronel—corrigió él, de inmediato.

—Disculpe. No entiendo mucho de grados militares.

—Se nota.

Ella trataba de ser amable y él le marcaba las distancias. Sedoux pensó que era toda una ironía del destino. Generalmente era al revés, en sus relaciones.

—¿Puedo desearle suerte?

Por alguna razón insistía en tender puentes. Como él, en dinamitarlos.

—No creo en eso.

—Vaya, en qué cree entonces.

—En la preparación, la planificación y el arrojo frente a los imprevistos.

—Muy impresionante. ¿Siempre se muestra, así como una versión uniformada de Rambo?

No me muestro, madame. Soy como me ve. 

Ya era mucho intento sin ver correspondencia alguna en el otro. Decidió dejar en claro, lo que fuera que estuviera pasando para tener una conversación en tales términos.

—Tengo la impresión que no le simpatizo.

—Está en lo correcto.

—Tal vez podría decirme por qué.

Medot la miró unos momentos, antes de echar fuera esas palabras:

—Ustedes son los que provocan las guerras que luego nosotros tenemos que pelear.

  

102

A otro lugar

 

“No todos los que deambulan están perdidos”.

 J. R. R. Tolkien

 

 Estaba echada contra la pared, soportando el dolor de cabeza y el frío tiriteo del cuerpo. Tenía sed, no cualquier sed. La boca parecía deshacérsele por un poco de agua.

La puerta se abrió de improviso, con un ruido metálico en los goznes.

La luz la deslumbró. La mantenían en la oscuridad de aquella habitación de paredes y piso de cemento, sin muebles ni ventanas. Cata se puso una mano en la frente, a modo de improvisada visera, para poder ver.

Tres hombres con uniformes verde oliva, dos de ellos armados con fusiles AK 47, entraron en ese recinto lúgubre. El tercero era el mismo que siempre la interrogaba y que abusó de ella esa vez, a las puertas de algo incluso más grave. Llevaba varias bridas de plástico amarradas a su chaleco antibalas, modelo estadounidense.

—¡De Pie! —ordenó mientras le hacía un gesto imperativo con las manos.

Cata temió lo peor. Que vinieran por ella para matarla. Se acurrucó contra la pared, desviándoles la mirada. Un par de brazos la levantaron como si fuera una pluma. Toda resistencia fue inútil. Se hallaba muy débil y no tardaron en atarle las manos por delante.

—Que van a hacerme.

El hombre la miró. Tenía una sonrisa provocadora, como si gustara de verla así, en ese estado.

—Impedir que sus amigos la rescaten.

La encapucharon y luego sacaron de allí. Caminó, siendo prácticamente arrastrada, por un pasillo húmedo. Escuchó otras voces. Casi tropezó al llegar a una escalera, que subió como pudo. Percibió luego de eso que una mayor luz una mayor luz a través de la tela de la capucha.

Otras voces, muchas. Hablan en un idioma que no logra entender. La suben, por detrás, a algún tipo de vehículo, que arranca hacia vaya saber dónde.

En el trayecto trata de mantener la cabeza lo más fría posible, de conservar la calma. Esta acojonada, a límite de toda resistencia. Huele a húmedo, a selva.

Piensa en aquello que le dijeron. El rescate. La cambian de sitio para evitar que la encuentren. Débil y enferma, solo quiere que todo termine de una buena vez. Solo pide que lo que tenga el destino preparado para ella, pase de una buena vez y ya.

En el Instituto, como parte de la educación en el autoconocimiento, había un ejercicio que pedía que pensaran en lo último que querrían tener recuerdo, antes del fin. Nunca le había llevado demasiado el apunte. Pero allí, en la soledad y la oscuridad, varias veces había recordado eso.

¿Cuál quería que fuera su último pensamiento? Más tarde o más temprano, la imagen de Esteban se le presentaba. Era el único hombre que verdaderamente la había amado y ella, lejos de honrar ese sentimiento, se había portado errática y terrible con él durante mucho tiempo.

Pensó que esa noche en Nairobi le había dado una segunda chance, de poder volver a estar desde otro sitio. Pero no había tenido ningún tiempo para poder materializarlo.

¿Qué haría Esteban, que harían todos? ¿Sabrían cuánto estaba sufriendo, lo cerca que se hallaba de quebrarse y darles a esos hombres todo cuanto pedían? Se avergonzaba de sí misma, de su debilidad.

Pensaba en que lo mejor era que todo terminara rápido, dejara de sentir esa debilidad y ese dolor, cuando un estampido se dejó oír, como de un neumático reventado y el vehículo en que iba derrapó por unos metros antes de detenerse con una violencia que la arrojó hacia atrás de donde estaba.

 

Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 14: Un rescate audaz


NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 

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