Misión en el Trópico 14: Un rescate audaz

 


  Capítulo anterior: Misión en el Trópico 13: Una tensa calma previa a la tempestad

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Un descuido aterrador

 

 

“Ciego a las culpas, el destino puede

ser despiadado con las mínimas distracciones”.

Jorge Luis Borges

 

 

Shamu los vio alejarse por la ventana, sin hacer ni un gesto. Chechu intentó confortarlo, pero no hubo forma. A la atenta observación de la partida le siguió una melancolía profunda, sin ganas por nada.

Solo se quedó allí, vagando de un lado a otro de la sala, entre suspiros. Dirigía, cada tanto, la miraba por las ventanas hacia donde se habían ido.

No reía, ni quería comer, ni tocó los mandos del video juego. Chechu lo trajo con ella, pasando por los distintos canales del televisor sin éxito.

Se veía la tristeza, profunda, en su rostro.

Luego de ir al baño, a su regreso a la sala, no lo vio más. No estaba en el sillón donde lo había dejado.

Escuchó ruidos en la puerta trasera. Al ir, notó que provenían de afuera. Rasguñaban la puerta. Al abrirla, observó a un perro sin raza, tal mezcla de Collie con sabueso rodesiano y vaya a saberse cuántas razas más. Se lo veía cansado, con el pelaje sucio.

Se metió dentro antes que pudiera evitarlo. Luego, no hubo forma de sacarlo fuera. Se refugió bajo la mesa, sin ceder un centímetro a ser desalojado de allí. Por lo menos, no parecía agresivo.

Chechu entonces dejó de ocuparse del perro para volver a buscar al niño.

—Shamu, Shamu—lo llamó, sin que apareciera. 

Empezó por la sala a buscarlo, para seguir en el living, donde se hallaba el televisor prendido con los mandos de los videojuegos dejados arriba del sofá. Luego pasó a los cuartos. Revisó por debajo de las camas y en los armarios. En aquel que tenía la cama doble, notó que una parte del armario tenía la ropa impecablemente colgada y ordenada, con los uniformes con la secuencia que había aprendido en el Instituto. Supuso que era la parte de Laura y lo confirmó al ver la placa o el parche con el nombre puesto sobre el bolsillo derecho. Al otro lado, respecto a la pila anárquica de ropa encimada una sobre otra hasta parecer montículo de tela, no le quedó dudas que se trataba de las prendas de Leo.

—Shamuuuuu, Shamuuuuu, ¿dónde estás?

Recorrió toda la casa llamándolo, sin éxito.

Revisó hasta dentro del horno y el lavarropas, sin hallarlo.

—Shamu, no es gracioso. ¡Salí de donde estés de una buena vez!

Un frío escozor comenzó a recorrerle primero por la columna, y luego a todo el cuerpo hasta hacerle hormiguear las yemas de los dedos.

El perro la miró, desde debajo de la mesa. Al parecer, parecía más afligido por ella, por verla así que por su propia existencia en el abandono y el olvido.

Lo entendía a la perfección. Era lo mismo que experimentaba ella.

Laura iba a matarla, de haber pasado algo con el pequeño.

  

104

Cruce de egos

 

 

“No esperes el momento ideal, jamás llegará, empieza con lo que tienes y ve consiguiendo más herramientas en el camino”.

Napoleón Hill

  

Leo caminó atento a los detalles, alrededor del NH 90, llevando a cabo la inspección de prevuelo. No dejó de sentir cierto escozor al hacerlo. Al helicóptero lo habían configurado como si fuera a una verdadera guerra. El armamento que llevaban montado en dos estructuras alares en los laterales, cada una con dos pilones articulados inferiores y un punto de anclaje en el extremo era lo que en la jerga se conocía como “versión Bravo”, la modalidad más usada en las asignaciones de Combat Search and Rescue, los vuelos de rescate en ambientes de combate: dos tanque externo de 230 galones de combustible, uno en cada soporte, un contenedor con 19 cohetes de 70 milímetros en el de la derecha y un pod con un cañón de 30 milímetros en el de la izquierda.

Se preguntó, por milésima vez, qué estaba haciendo allí con ese uniforme y en ese lugar. La respuesta que se daba siempre, es que lo hacía por el amor de una mujer: solo podía tener a Laura estando en ese mundo. Lo más loco de todo, que a nadie le reconocería es que, contra todo pronóstico, del modo más extraño, le estaba empezando a gustar. La tensión y adrenalina de las misiones de combate lo hacía sentir tan vivo como estaba con Laura. Una locura, pero enteramente cierto.

Estaba comprobando que todo estuviera en orden por fuera, cuando se encontró con una sorpresa dentro del grupo que esperaba para subirse a bordo.

Esteban estaba allí, con uniforme de combate y equipo de infantería completo. Solo la boina terrosa calzada sobre su cabeza delataba su pertenencia al agrupamiento técnico.

—¿Se te perdió algo, Tebi?

—Voy a ir con ustedes.

—No te vi en la orden de operaciones.

—Tengo que ir.

Observó esa expresión decidida en aquella cara recia y de pocos amigos. El sentimiento era mutuo. Leo todavía le guardaba cierta animadversión por esas palabras emocionales en el gimnasio de campaña. Sobre todo, porque tenían bastante de verdad.

—No es posible. Estamos al límite del peso.

Esteban se acercó más, para que solo el pudiera oír lo que le dijera.

—Pues intentá detenerme. Voy a subir en este helicóptero.

Se miraron, y mal. Cada uno dejando en claro al otro que no iban a ceder un palmo en sus respectivas posturas. Frente a frente, observándose las caras a pocos centímetros. 

—¿Qué sucede? Parecen dos chichos peleando.

Laura apareció de alguna parte, llevaba la lista de chequeo en la mano y el casco por los arneses en la otra.

—Quiere que lo llevemos—le dijo Leo—. Trataba de explicarle que vemos justos con el peso.

Esteban volvió a insistir en ir. Laura puso una de sus malas caras que le resultaban características.

—Menos mal que nací sin testículos, así siento la necesidad de unirme a esta pelea de machos cabríos.

No iba a decírselo a ninguno, pero en el fondo, le molestaba que dos hombres pelearan por Cata. Uno de ellos, su marido.

Miró a Esteban primero y a Leo después, antes de sentenciar:

—El mecánico se queda abajo y subís vos, Tebi. Supongo que es un reemplazo adecuado, siendo un ingeniero aeronáutico.

Se fue hacia la parte delantera luego de decir eso. Leo la siguió, con el orgullo herido en tanto Esteban se acomodaba en la parte de carga. La mayor parte del espacio había sido acondicionado como una especie de estación de trauma e incluía a un médico y un enfermero en la tripulación a más de los rescatistas de combate.

Sobre el espacio que daba a la puerta corrediza de la derecha, por su no fuera suficiente con todo el poder de fuego que llevaban, había asimismo un artillero con una ametralladora de seis tubos rotatorios.

El panel de control de esa cabina de dos asientos situados lado a lado era digitalizado, con cinco pantallas multifunción al frente, entre bloques de botones y palancas. El equipamiento era tan completo como impresionante:  piloto automático de 4 ejes, FLIR de pilotaje, casco de vuelo con sistemas de información integrada en el vidrio del visor, radar meteorológico y táctico, generador de mapas digitales, sistema de localización de radiobalizas, grabador de datos y voz, comunicaciones aeronáuticas e IFF, así como contramedidas electrónicas. La aeronave contaba también con un sistema de bengalas y chaff, un sistema protección anti hielo, calefacción y flotabilidad de emergencia.

Cuando Leo ocupó su asiento y se ajustó el correaje, Laura estaba mirando, o haciendo que miraba, la lista de chequeo de pre vuelo.

—Pudiste haberme apoyado—le reprochó.

—No tenemos tiempo para andar peleando entre nosotros—contestó ella, seca, sin sacar los ojos de la lista.

—Pues parece que sí lo hay para desautorizarme delante de todos.

Laura se volvió a mirarlo, en tanto se colocaba el casco.

—No te desautoricé. Además de tu esposa, soy tu superior y la comandante de esta aeronave. A mí me competía decidir y lo hice.

—Pues me late que la superioridad va a dormir sola esta noche.

Leo se terminó de asegurar al asiento tras pronunciar esas palabras de herida y desafío, fingiendo ignorarla. Laura lo seguía mirando, y permaneció así hasta que ya no tuvo otra excusa para no enfocar su vista en ella.

—No podemos estar así. Tenemos una misión por delante.

—Y algo más, creo, entre nosotros—desafió él.

—¿Podemos dejar la pelea para después? Es de locos volar teniendo este clima.

Él asintió, sin demasiadas ganas. Por primera vez acordaba en algo con ella desde que estaba sentados, lado a lado en esa cabina.

Laura dejó de mirarlo y empezó con el chequeo de cabina previo al vuelo. Leía un ítem y Leo comprobaba. Toda la tarea se hizo de modo rápido y sin inconvenientes. Fluían como siempre cuando volaban. Dejaron de ser una pareja riñendo para pasar a convertirse en eso que resultaban, cuando no involucraban los sentimientos: un equipo de helicopteristas de rescate en combate.

 

105

Día D, Hora H

 

 

“No esperes el momento ideal, jamás llegará, empieza con lo que tienes y ve consiguiendo más herramientas en el camino”.

Napoleón Hill

 

 Los tres primeros helicópteros CH-53K King Stallion iban al completo de su capacidad de transporte: 55 soldados pertrechados en su compartimiento de carga en cada uno, para lo cual había debido incluirse una fila central de asientos, más otros cinco que conformaban la tripulación de combate: piloto, copiloto, un auxiliar de carga que hacía también de artillero derecho, más otro artillero izquierdo, y el de cola.

Un cuarto cerraba el conjunto, transportando el equipo pesado que iban a necesitar.

Cinco millas por delante, dos drones MQ-9 Reaper armados con misiles aire-aire, aire-tierra y bombas guiadas abrían la marcha. Tres mil pies por encima, una sección de Rafale, casi con el mismo armamento, se les unirían en breve para completar la protección del “paquete”.

Por detrás de ellos, el NH-90 de rescate en combate los seguía, escoltado por otro MQ-9 Reaper por detrás. Lo piloteaban Laura y Leo, que llevaban dos rescatistas de combate en el compartimiento detrás de sus asientos, junto a un médico y un enfermero.

Cada sistema de armas tenía una misión asignada. En tanto los drones y los cazas suministrarían la cobertura de fuego y superioridad aérea, los King Stallion desembarcarían sus tropas para asegurar el perímetro. Dentro de ellos, un grupo especial estaba asignado a rescatar a Cata del lugar donde se hallaba prisionera.

Una vez logrado eso, la tarea del helicóptero de Laura y Leo era evacuarla hacia Markani tan pronto como se pudiera.

El teniente coronel Medot, bajo cuyo comando se hallaba todo el elemento terrestre, iba en el primero de los King Stallion, apretujado entre hombres de caras tiznadas, pertrechados al completo. Todavía faltaba un buen rato para llegar y debía mantener a raya la ansiedad. No era su primera vez en este tipo de operaciones, pero siempre parecía de esa forma. Apoyó la cabeza contra el fuselaje del helicóptero. Algunos hombres dormían, otros solo estaban sumidos en sus pensamientos.

Era el ansiado día D, estaban ya en vuelo hacia el objetivo, faltaba menos de media hora para la hora H, el término que se empleaba militarmente para referirse al momento en que se inicia el ataque. Todo parecía encaminado, pero faltaba un último detalle, la formalidad final antes de considerar echada a la suerte a su contingente de rescate.  

Echó una miraba a su reloj táctico, por enésima vez. Volaban en absoluto silencio de radio, al ras de las aguas. Faltaban un par de minutos para el punto de no retorno. La última oportunidad de dejar sin efecto el ataque y ordenar el regreso a la base de todos.

Ya había sucedido una vez.

Miró hacia la cabina de los pilotos. No tardaron en transmitirle por la frecuencia interna a los auriculares que llevaba puestos la palabra enviada a la computadora táctica por el comando de misión: Walhalla.

Medot dejó escapar un suspiro de alivio. La conocía perfectamente en su significado, porque él mismo la había elegido personalmente al redactarse la orden de operaciones.

Pasó entonces a la frecuencia táctica, que lo enlazaba con los auriculares de todos los hombres allí sentados.

—Tenemos vía libre. Prepárense— miró su reloj—. Desembarco en veintidós minutos.

Hubo un murmullo de satisfacción y hasta de alegría en algunos. Entrarían en acción finalmente. Todos los días pasados de entrenamientos, finalmente llegaban a su fin: por primera vez para la inmensa mayoría, tomarían parte de una acción bélica.

Medot los observó a todos ellos, tratando de estar, desde los chistes o el comentario, a la altura de la situación. Eran buenos soldados, no temía que lo defraudaran. Respecto de lo que encontrarían al bajar a tierra, era una cuestión distinta. Sabía por propia experiencia que las situaciones tácticas tendían a ser bastante volubles en este tipo de misiones. Pero tampoco era eso lo que lo tenía realmente molesto.     

La conversación con esa francesa presuntuosa lo había dejado algo enojado. Hombre de posturas inalterables, ya le había hecho la cruz desde hacía tiempo. Desde que esterilizó la posibilidad de un rescate temprano. Ahora la crisis había escalado y tenían que casi invadir un país para rescatar a esa piloto. O, para decir mejor, sin el casi.

En su concepción de la vida, sabelotodos como esa mujer con sus modales impecables y sus trajes de diseñador, siempre tratando que la realidad se acomode a sus ideas, eran quienes llevaban al mundo a la incertidumbre en que estaba.

La quitó de su mente, pensando en aquella otra que iban a rescatar. La recordaba de sus días de cadete en el Instituto, cuando Medot fue destinado allí de instructor, siendo capitán. Nunca pensó que alguien de orígenes tan acomodados pudiera adaptarse a los rigores de la vida militar. Pero lo había hecho. También, de forma increíble había resistido a la captura por días.

Uno de sus hombres lo palmeó el hombro. Al volverse a mirarlo, el cabo de vuelo le ofreció un chicle cuadrado. La aceptó, luego de agradecerle. Mascar chicle era el pasatiempo preferido en esos tiempos de espera antes de la acción. Alguno leía, un par más rezaban, otros conversaban de deportes o alguna otra nadería. Pero la inmensa mayoría permanecía en silencio, con la vista puesta hacia adelante mirando a ninguna parte en realidad, mascando chicle.

Le quitó el papel y lo probó. Esa goma de mascar muy rosa, era definitivamente dulce y superduradera.

—Chicles argentinos. Bazooka. Los mejores del mundo.

Probablemente tuviera razón.  

Medot observó el parche en el hombre de la compañía de infantes del aire que había embarcado junto con la parte de su grupo de fuerzas especiales que no estaba ya desplegado en el terreno. “De oppresso liber” se leía en la divisa del emblema compuesto por dos fusiles cruzados de los que nacían alas a uno y otro lado.

Era latín, un idioma que no conocía, pero sí el significado de la frase. “Liberar a los oprimidos” era su traducción, palabra más o menos.

Lo tomó por un buen augurio. Era precisamente lo que iban a hacer.

  

106

Un nuevo acompañante

 

 

Quizá no los apreciara como debía entonces,

pero son recuerdos dulces que se irán para siempre.”

Suzanne Collins

 

 El general observó en el borde mismo de la calle de rodaje más cercana a la pista el despegue de los helicópteros. Antes había saludado a todos quienes tomaban parte de la operación.

Consultó su reloj. Dos secciones de Rafale se alistaba en la cabecera de pista y la calle de rodaje contigua para partir. Por su mayor velocidad, llegarían antes que la flota de helicópteros, a pesar de partir después.

Caía la tarde sobre esa parte del mundo y Carlos Cañones volvía a la guerra. Esta vez no como teniente sino como general, no para pelearla sino para dirigirla.

Estaba perdido en repasar una vez más toda la secuencia de la operación, en busca de algún detalle que se le hubiera escapado, cuando observó a esa patrulla de dos hombres, pertenecientes a sus fuerzas de protección terrestre. Vestían sus uniformes de combate y cascos, además de tener colocado el chaleco antibalístico de la infantería aérea. Por sus insignias, percibió que uno era un aeronauta de primera clase y el otro un cabo de vuelo. Este último traía de la mano a un pequeño que se le antojó conocido.  

—¿Qué ocurrió?

—Trató de llegar a los helicópteros que estaban despegando, mi general.

Cañones observó al niño.

—Shamu, ¿verdad?

El pequeño asintió, sin ocultar el recelo en la mirada. En su limitada experiencia de vida, los soldados nunca eran portadores de buenas noticias. Pero de un tiempo a esta parte, vivía entre ellos, sin que nada le pasara. De hecho, nunca había vivido tan bien antes. No sólo respecto de lo material, sino en cuanto a recibir tanto afecto.

—Creo que no hemos sido presentado—le ofreció la mano—. Soy Carlos.

Tras un momento de indecisión, tomó la mano.

—¿Te gustan los aviones, Shamu? Podemos ver algunos, en tanto tus amigos vuelven de donde han ido. ¿Te parece?

Esta vez, el asentimiento fue más decidido. Cañones se volvió al suboficial que lo había traído.  

—Me haré cargo de él, cabo de vuelo.

—¿Está seguro, mi general? Nos costó agarrarlo, es muy escurridizo. No sé por qué quería llegar a ese sector donde estaban despegando los King Stalion y el NH 90.

—No se preocupe. Creo tener una idea al respecto.

El cabo se cuadró, saludó militarmente y, tras solicitar autorización para retirarse, volvió con su compañero hacia la zona que debían patrullar.

 Cuando quedaron solos, el general se puso en cuclillas, quedando a la altura del pequeño.

—Es duro verlos partir, ¿no es cierto? —le preguntó.

Shamu asintió.

—A mí me pasa lo mismo—le reconoció.

Se quedaron allí, viendo como partían por escuadrillas de cuatro aviones, los Rafale. La primera cargaba todo tipo de armamento aire-tierra, más un par de misiles aire-aire para autodefensa. La segunda, tenía exclusivamente armamento aire-aire.

Tanto unos como otros llevaban, además, dos grandes tanques suplementarios de combustible, para permanecer en la zona de operaciones el mayor tiempo posible.

—Un día eres un teniente subiendo a esa cabina—le dijo Cañones, en tanto las aeronaves se perdían por encima del horizonte—, sintiendo tocar el infinito allá arriba en el cielo y al siguiente estás convertido en un general condenado a ver como otros suben a los aviones y emprenden vuelo.

Tales palabras tenían un inocultable dejo de nostalgia. Al volver la mirada al chico, descubrió que Shamu tenía la palma de la mano derecha tocando la sien. Imitaba el saludo militar a los aviones que partían. Tal como había hecho el general unos momentos antes.

Había mucha aflicción en esa mirada. La incertidumbre por un destino del que no se sabía que esperar y que probablemente podía no ser agradable.

—Volverán, no te preocupes.

Shamu solo tomó su mano. Notó en sus ojos que no le creía demasiado. Cañones experimentó cierta culpa por aseverar algo que era más una expresión de deseo que una seguridad.

—Sé que has volado en helicóptero. ¿Te gustaría hacerlo en uno de esos?

Le señaló al avión gris que venía en descenso final hacia la pista. Uno que llevaba la misma bandera que el general en el parche de uno de sus hombros.

El niño asintió. Cañones se encaminó a la parte de la plataforma operativa donde estaba previsto que se detuviera. Ya el personal de apoyo de tierra tenía una escalerilla metálica móvil prevista.

Un par de luces, en forma de puntos diminutos, se dejaban ver tras el alambrado contiguo a la estación aérea civil, perteneciente a Markani. Cañones resopló, fastidiado. Los estaban observando y filmando con los celulares un grupo de curiosos. Seguro, entre ellos había quien comunicaría todo lo visto a Kubatu. Se suponía que debía haber fuerzas de Markani custodiando esa parte, precisamente para evitar eso. Pero brillaban por su ausencia, como se decía.

Envió un mensaje de texto al presidente reclamándole. De momento, no obtuvo respuesta.

Creía saber el porqué de esa retracción. Últimamente se había desencadenado cierto sentimiento de solidaridad, entre los gobiernos autocráticos del continente, respecto de Dada Oumee. Markani mantenía relaciones con todos ellos, y estaba visto que Mohamed Diawara no quería complicarse más de la cuenta en situaciones que nada le aportaban.          

 Frente a esa falta de cooperación, la única solución a mano era apresurar lo más posible las cosas. Por eso al aterrizar el Northrop Grumman E-8 Joint STARS en la pista del aeropuerto de Markari no estuvo más de diez minutos allí. Abrieron la puerta delantera y colocaron allí una escalerilla sin que los pilotos apagaran los motores. Poco después, el Force Commander lo abordaba, en compañía de unos pocos. Incluido un niño de cinco años de shorts azules y una remera con la cara del Pato Donald.   

Por fuera, tenía la misma estructura de un Boeing 707 comercial. Pero estaba pintado de gris de baja visibilidad y lucía insignias militares. Eso, por fuera. Había otras modificaciones menos visibles, como motores potenciados JT8D y aviónica mucho más sofisticada para su manejo que el avión comercial. En su interior, en lugar de hileras de asientos tenía un completo sistema de mando y comunicaciones aerotransportado. Contaba con radar de seguimiento terrestre y aéreo de otras aeronaves a grandes distancias, un sistema integral de comunicaciones seguras, sistemas de seguimiento táctico y de control especiales. La aeronave tenía también la capacidad de reabastecerse en vuelo, y ser de difícil detección por los radares.

Poseía asimismo ayudas defensivas, DASS (defensive aids subsystem) en la jerga, que incluían un señuelo de radar remolcado, un sistema de alerta de aproximación de misiles y dispensadores de chaff y bengalas, que podían ser operados en modo automático, semiautomático o manual.

Su denominación castrense era Joint Surveillance Target Attack Radar System (de allí Joint STARS). Una aeronave con capacidad para llevar adelante las tareas de apoyo y gestión de una batalla en aire o tierra, que puede llevar a cabo el seguimiento de vehículos de tierra y en el aire, recolectar imágenes e información, así como actualizar la situación táctica y decidir sobre el particular por los comandantes de una fuerza militar.

Despegó, tan rápidamente como había aterrizado, poniendo rumbo hacia el mar. Los curiosos tras el alambrado no perdieron detalle de esa partida, filmándolo todo con sus celulares.

Uno de ellos, compartió la filmación por  whatsapp que un instante después, cruzó el mar para llegar a otro móvil, en la misma sede de gobierno de Kubatu.

 

 

107

Imprevistos tácticos

 

 

“No esperes el momento ideal, jamás llegará, empieza con lo que tienes y ve consiguiendo más herramientas en el camino”.

Napoleón Hill

 

 

 

El general dispuso que lo sentaran en alguna de las pantallas que estaban sin uso. Allí, colocaron la parte del mapa táctico que seguía la trayectoria del helicóptero de Leo y Laura.

Cuando Cañones le explicó lo que mostraba en tiempo real, Shamu se acurrucó en la silla ergonométrica, sin perder de vista a ese triángulo que avanzaba entre cuadrantes. En su mano, comenzó a recorrer las cuentas del tasbih que llevaba en la muñeca. Un par de veces, con la otra mano, tocó la pantalla con los dedos.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó Joan a Cañones.

—Creo que reza por ellos.

—Es algo irregular traer a un niño a un puesto de estas características—le dijo la teniente comandante de la marina de Estados Unidos. Percibió el general que buscaba ser amable al manifestar su censura a esa presencia.

—¿Qué puede sacar en claro de algo que realmente sea reservado? No es un secreto la existencia de este tipo de aviones y hasta hay fotos del interior de muchos.

—Aun así, no es el mejor lugar para que esté.

—Creo, Joan, que es el lugar más seguro para tener a un niño que está, nos guste o no, bajo nuestra protección y tiene la tendencia a escaparse de casi cualquier sitio. Incluyendo campos de refugiados vallados y con guardia.

Mc Gregor desistió de seguir argumentando sobre la cuestión.

—General—se acercó Rey con una Tablet en la mano—creo que debe ver esto.

Le mostró la pantalla, que filmaba desde arriba, procedente del satélite de reconocimiento conque contaban para la operación: Una persona era sacada a la rastra y subida a un vehículo ligero cubierto, flanqueado a cada lado por otros dos similares, que montaban ametralladoras en sus techos.

—¿Puede ampliarse la imagen?

Eso hizo Mariana, pero la luz no era buena y la vista de arriba no favorecía el reconocimiento. Más, con una capucha ocultando la cabeza.

Cañones lo observó.

—No es concluyente que sea ella—dijo Joan.

—¿Puede mostrarme el calzado?

Claro que se podía.

—Hasta un botón puede acercarse.

El general la observó por unos momentos. Reconoció la forma de las presillas, pero, sobre todo, el modo en que estaban acordonada.

—Son nuestras botas de vuelo. El modo en que están dispuestos los cordones.

Mariana asintió, aunque tenía algo para mostrar. A la última luz de la tarde no era lo mejor para visualizar cosas, pero le marcó la diferencia de tono en la tela, sobre la pierna derecha.

—Cojea de la pierna derecha, mi general, además de ese diferente color en la parte de la pierna en el buzo de vuelo. Casi estoy segura que es sangre seca de una herida.

—Tenemos una identificación positiva entonces—concluyó Joan. Esa teniente segunda tendía a ignorarla cada vez que podía. Todavía no sacaba el por qué.

Cañones estuvo de acuerdo con eso. Estaba visto que las filmaciones de celular habían llegado pronto a Kubatu. Toda la situación planeada, de extraerla de esa instalación militar, carecía de sentido si la sacaban de allí.

Siempre la realidad tendía a contradecir los planteos tácticos operacionales. Sobre todo, cuando se llevaba a cabo un rescate disponiendo de tan poca información sobre el terreno. Todo había tenido que pensarse con las imágenes conseguidas por los satélites espías y los drones.

—Eso parece. Rey, comuníqueme con el equipo en tierra que tengamos allí.

Debía pensar en algo. Y lo único que tenía a la mano, de momento, eran la pareja de observadores que habían planteado en cada sitio en que podían tenerla. En particular, en ese que era el más probable.

—Tiene un plan, ¿verdad? —le preguntó Joan, sin poder disimular la preocupación.

Cañones asintió, para dejarla tranquila. En realidad, solo barajaba opciones incompletas, a medio meditar.

—Tal vez deberíamos iniciar un planeamiento de emergencia.

—No hay tiempo.

Le señaló a la imagen en la pantalla central de esa gran habitación volante mostró lo que captaba el satélite en tiempo real: a una serie de vehículos saliendo por la entrada principal del complejo.

Se estaban llevando a quien iban a rescatar. Todo lo planeado por tanto tiempo, todos los recursos puestos en pos de la operación, podían irse al mismo demonio.

Rey le trajo un auricular con micrófono.

Tyr Uno está en la línea, mi general. Es parte de un equipo de dos observadores.

—Llevan fusiles de precisión como parte de su armamento, si mal no recuerdo de la orden de operaciones.

Mariana asintió.

Cañones se colocó el equipo, sin perder tiempo en establecer la conversación y decirle lo que debía hacer. Se trataba de lo único que había podido pensar para hacer frente a la contingencia imprevista.   

   

108

Planear sobre la marcha

 

 

“En tiempos difíciles puedes perder la alegría, pero no la esperanza. La esperanza es tu guía”.

Paulo Coelho

 

 El cabo tercero Aguirre ajustó la mira de su fusil de precisión. Era la primera vez que un general le daba una orden directa en operaciones. No sabía si estar orgullosa o empezar a preocuparse por donde la habían envidado.

Como siempre, no era nada fácil lo que le encargaban. Detener la caravana de vehículos que salía en ese momento del complejo militar que vigilaban, ocultos en el terreno, desde la distancia.

Luego de detenerlos, debía provocar una situación que pudiera ayudar a mantener a salgo al piloto que era conducido prisionero.

Aguirre no veía otra salida que disparar a uno de los neumáticos.

—Como dicen, que parezca un accidente—se sonrió de su propio chiste—. Solo así saldrán de los vehículos.

A su lado, su compañero asintió. Veía al convoy con sus prismáticos de visión nocturna. El aparato poseía, además, incorporado, un telémetro láser táctico monocular para calcular distancia y hasta velocidad si fuera necesario, además de marcar al blanco.

—¿A cuál vas a dispararle? —preguntó, para pasarle los datos de distancia y del anemómetro portátil que tenía para calcular el viento.

—Al primero— respondió Aguirre sin quitar la vista de la mira telescópica con capacidad de apuntar de noche, en total oscuridad—. Con la poca distancia que dejan, eso debería hacer que chocaran todos.

—Muy bien—Se enfocó en ese vehículo el observador—. Distancia estimada: quinientos veinte metros.

—Cinco, dos, cero—repitió la tiradora.

Para corregir la puntería, la mira telescópica tenía, a la mitad de su estructura, dos perillas de ajuste: una por encima, para la altitud y otra sobre el lado derecho para la deriva, es decir mover el punto de mira hacia la derecha o izquierda.

—Ajuste de mira: treinta y ocho clics.

Cada clic era mover una de las muescas de la perilla vertical de la mira. Lo giró y luego volví a fijar la vista en el lente.

En tanto lo hacía, el observador le echó una mirada rápida al anemómetro que había entre ambos en el suelo donde estaban echados, tras un arbusto bajo, se hallaba un anemómetro para medir el viento. El

—Sin variación por viento.

—Listo—dijo.

—Fuego libre.

El sonido del disparo no fue más que un chasquido, a causa del silenciador que tenía al arma en el extremo del cañón.

Medio segundo después, la rueda que habían dicho estalló de improviso. El vehículo que abría la marcha viró con violencia, el conductor aplicó los frenos y pudo detenerlo antes que volcara. Pero no logró evitar que el segundo chocara contra su lateral, y el tercero impactara contra la parte trasera del segundo.

Los hombres de dentro empezaron a salir, primero con todo tipo de precauciones, luego más abiertamente. Los vieron, con los visores nocturnos de sus miras, aglomerarse en torno de la rueda estallada.  

El observador sacó del estuche que tenía en la espalda, otro fusil de precisión. Deberían disparar coordinadamente, si querían conseguir el resultado de neutralizar a todos allí. Entre diez y quince hombres que debían dejarse fuera de juego, sin tocar a la rehén, lo más rápido que se pudiese. Antes, que cualquier de ellos buscara liquidarla o usarla como escudo.

—¿Cuántos cuentas?

—Unos doce.

—Trece. Acaba de salir otro de dentro.

—Lindo número. Espero no seas supersticioso—dijo Aguirre. Todavía pensaba en cómo empezar a dispararles.

—¿Alguna idea?

—Pensaba en eliminar primero a los dos de las ametralladoras en las cúpulas de los vehículos y luego ir de los que están más próximos a los que estaban cubriendo el perímetro externo.

 —Es una buena idea. Yo tomo al primer vehículo y luego a los blancos de la izquierda. Te queda la segunda ametralladora y los sujetos a la derecha del convoy.

—De acuerdo.

—Vamos a la cuenta de tres. Uno, dos, tres.

Empezaron a disparar conforme el reparto acordado. Sorprendidos en la oscuridad, los primeros cinco blancos fueron batidos sin que se dieran cuenta siquiera de lo que ocurría. Pero el resto se puso en guardia y hasta alguno llegó a identificar de donde provenían los disparos, antes de ser arrojado al suelo por una munición de alto impacto, como los demás.

Todo quedó en silencio, con un mar de cuerpos caídos alrededor de los tres vehículos.   Observaron entonces a una persona que salía de uno de los vehículos y corría. No podían observar sus rasgos por la distancia y el sistema de visión nocturna que no daba tanto detalle. Solo mostraba un mar de figuras verdes. Ambos la apuntaron con sus fusiles, pero al cabo Aguirre una cuestión le llamó la atención: la posición de los brazos por delante del cuerpo, sin que se movieran como hacen cuando una persona está corriendo.

No había braceo en ella, así como su paso no era rápido y cojeaba de una pierna, cayéndose en varias oportunidades.

—Alto el fuego. ¡No le dispares!

—No iba a hacerlo. Parece como que corriera con las manos amarradas.

Se miraron ambos. Era su objetivo. Solo que estaba corriendo no hacia ellos, sino alejándose para adentrarse en la jungla.

—Está yendo a esa parte de la selva que linda con la instalación, en vez de alejarse—dijo Aguirre—. Cubrila desde acá. Voy a ver si puedo interceptarla.

 

 

 

109

Cuando todo parece perdido

 

 

"Quid vitae sectabor iter?" (¿Qué camino he de seguir en la vida?)

Descartes

 

 

No entendía realmente lo que sucedía, pero iba a aprovechar la oportunidad. Luego que la introdujeran en el vehículo, habían andado por poco rato, antes de chocar contra algo. Sintió que sus guardianes salían fuera, para luego no sentir nada, hasta que los gritos y los disparos se cernieron sobre ellos. Luego, una calma fúnebre se posesionó de todo.

Por suerte le habían atado los brazos con precintos plásticos por delante. Se quitó la capucha para observar con incredulidad la escena de sus captores repartidos por el suelo.

Seguía sin entender nada, salvo que tenía la oportunidad de escapar. Y eso hizo.

Corrió, adentrándose en la selva cercana. La lluvia resbaló suavemente por su cara. No sentía los pies, le daba la impresión de estar avanzando entre algodones. Era como si estuviera ajena a lo que ocurría a su alrededor. Sentía, a cada momento, que ya no podía dar un paso más, que se desvanecería sin remedio. Se obligó a si misma a seguir avanzando, como pudiera. Le dolía horrores apoyar la pierna herida y el hombro le hacía ver las estrellas. Pero quienes fueran que hubieran disparado contra sus captores estaban allí, en algún lugar y Cata debía ubicarlos antes que los milicianos volvieran al lugar y la recapturaran.

     Lamentó no estar armada, no haberles quitado algún arma a sus captores muertos. En el momento, solo atinó a alejarse lo más posible. Era claro que no razonaba bien, solo pensaba en huir sin tomar precaución alguna.

Debería haberlo hecho. La idea de pegarse un tiro en lugar de ser hecha de nuevo prisionera, le resultaba por demás apetecible. Llevarse con ella alguno de esos hijos de puta le sonaba todavía mejor. No quería sufrir, volver a pasar por todo eso. Nunca más.

En el estado en que se hallaba, pensaba a cada paso doloroso, cojeando que daba, si no era mejor que todo terminara de una buena vez. Pero en alguna parte de esa selva estaba la posibilidad de huir. La esperanza le impedía darse por vencida.

No sabía cuánto había caminado, no más de quince minutos probablemente. El dolor en la pierna parecía jugar con el del hombro a ver cuál la martirizaba más. Sentía además que el cuerpo le quemaba por dentro. Por lo menos, había podido salvar la distancia libre de vegetación y entrar en la selva. Se afirmó contra un árbol, exhausta, sin posibilidad ya no de dar un paso más sino de tenerse en pie. Estaba mareaba, tenía ganas de vomitar, pero no podía y cada tanto el mundo parecía darle vueltas.

—¿Gringa, es usted? —escuchó, de alguna parte.

Se sobresaltó al oír su nombre. Miró a uno y otro lado, sin encontrar a nadie. Tal vez estuviera imaginado cosas.  

Entonces, alguien se echó sobre ella. Trató de luchar, pero la habían inmovilizado y una mano tapaba su boca. Un soldado de uniforme negro, la observaba a través de sus visores nocturnos.

—Torre caída. Torre caída—se apresuró a decirle.

Cata lo miró, dudando si dejar de tratar de zafarse o no. Acababan de darle la palabra clave para reconocer a otro de las propias fuerzas en casos de evasión y escape. Pero ella, a esas alturas, dudaba de todo.

Quien la retenía con fuerza levantó su visor nocturno y la miró, sin quitarle la mano de la boca.

—Cabo tercero Aguirre, mi teniente. Equipo Alfa. Vamos a sacarla de aquí.

Sus ojos la convencieron. Eran los primeros en mucho tiempo que no se mostraban hostiles con ella. Sintió que le retiraban la mano de la boca. Su contestación tuvo tono de súplica.

—Sí, por favor. Por favor.

Una segunda sombra surgió como de la nada y se apostó, en cuclillas a vigilar con la mira encima de su diminuto subfusil PP-19 Bizon.

Era la primera vez que Cata observaba de cerca a miembros de ese grupo de élite, del que poco y nada se sabía. Al punto de no saberse si en verdad existían. Sus miembros se entrenan en condiciones extremas. 

Estructurado sobre la base de organizaciones como la Sayeret Matkal israelí, el grupo Výmpel ruso y el SEAL Team Six estadounidense, su organización y misiones eran altamente clasificadas. Lo poco que se conocía de ellas era que incluían la infiltración profunda, custodia o destrucción de objetivos estratégicos, dependiendo el caso, y el rescate de rehenes.

Como parte del equipo de personal escogido por Medot, llevaban colocado sobre sus uniformes, las nuevas armaduras corporales inteligentes, aún en fase de prototipo. Realizados con una mezcla de Nomex para resguardarlo de llamas y Kevlar para la protección contra los disparos, tenían sensores integrados que permitían saber el estado de la respiración y pulso de quien los usaba. Refuerzos en articulaciones y brazos y piernas les permitían no solo resguardar de golpes a tales partes, sino de apoyar y mantener firme tales miembros en los esfuerzos pudiendo incrementar la fuerza natural del cuerpo.

En los hombros y parte superior del casco, cerrado y con equipo de comunicaciones y visión nocturna integrado por dentro, pequeños paneles solares ayudaban a extender la vida útil de las baterías para hacer funcionar tales equipos.

Al observarla un poco mejor, notó que se trataba de una mujer. Con la cara tiznada, en la oscuridad y al final de sus fuerzas, no se había percatado antes de eso.

Quien la atendía le dio de tomar agua con una cantimplora parecía a una botella de hidratación deportiva, pero en metal. No era solo agua, tenía gusto dulce. Cata solo pudo tragar, con apuro unos pocos tragos, antes que se la quitara para guardarla en uno de los muchos bolsillos de su chaleco de combate.

—Luego le daremos más.

Siguió revisando sus heridas, mientras hablaba por el auricular que sobresalía del casco a la altura de su boca.

—Tyr Uno a Odín, Tyr a Odín. Freyja asegurada, pero en estado crítico. Solicito extracción urgente.

A Cata, en una nebulosa del dolor y lo que fuera que le hubiese puesto, se le antojó que no era una buena noticia. Pero empezaba a sentir una extraña euforia, a la par que el dolor menguaba.

—¿Tyr, Odín?—le dijo, mirando a la nada—. Al parecer ya se acabaron los dioses griegos para las operaciones.

—El teniente coronel prefiere a las deidades vikingas. Dicen que son más recios que los griegos—explicó con una sonrisa Aguirre, en tanto revisaba sus pupilas con una pequeña linterna.

Ella supuso que se refería a Medot. Algunos lo sindicaban como el comandante de esa unidad tan misteriosa. Tras terminar con sus ojos, la mujer de negro pasó a tomarle el pulso, colocando dos dedos en su cuello.

—Tyr es de los más especiales. Solo se usa en operaciones de inserción profunda de mucho riesgo—le explicó—. Es el guerrero absoluto de entre todos los dioses vikingos, pero también a quien se asociaba a la sabiduría y las leyes.

—Linda mezcla—dijo Cata, ácida. El cabo tercero le estaba dando charla por algo que ella no podía llegar a precisar. Quizás, para mantenerla en calma o que permaneciera consciente.

—No dudaba en sacrificar hasta él mismo. Se dejó amputar el brazo izquierdo para que los dioses salvasen al mundo del lobo Fenrir. Sólo Thor lo superaba en cuestión de fuerza física.

A Cata la explicación de las leyendas nórdicas había dejado de importarle. Le costaba mantenerse atenta, los ojos tendían a cerrársele.

Aguirre observó eso, y la cacheteó sin previo aviso en ambas mejillas. Fue más el chasquido que la fuerza empleada, descubrió ella.

—Quédese conmigo, mi teniente. Nada de cerrar los ojos, míreme a mí. Solo resista un poco más.

Ella observó que sacaba otra jeringa, y le descorría el buzo de vuelo hasta dejar el hombro al desnudo. No pareció importarle que no llevara ropa interior.

 Esta vez, el pinchazo dolió más. Dejó escapar una protesta a medias, un quejido que no llegó a ser palabras.

Entonces, el otro miembro del equipo, que vigilaba, gritó antes de empezar a disparar su arma en cortas ráfagas hacia los límites de la selva.

—¡Contacto, once en punto!

Percibió, entonces, los disparos por sobre las copas de los árboles, no lejos de donde estaban.

 

 

110

Una situación comprometida

 

 

“Hay un momento para el valor y otro para la prudencia y el que es inteligente los distingue.”

Robin Williams

 

 

 

Aguirre dejó de atender a Cata para acercarse a su compañero. Al ver con los visores nocturnos advirtió la columna de vehículos que se habían detenido a corta distancia de donde estaban, sobre la ruta. Eran tres vehículos cerrados con ametralladoras instaladas en los techos. Una docena de sus ocupantes se bajaron de ellos. La mayoría con fusiles, aunque un par tenían largos lanzacohetes cargados al hombro. El que parecía dirigirlos observaba a donde estaban con Cata, mirando por unos visores nocturnos.

—Tyr Uno a Odín, Tyr Uno a Odín. Necesitamos apoyo aéreo. Hostiles en vehículos con armamento pesado a doscientos metros al noroeste de nuestra posición actual.

—Odín a Tyr Uno. ¿Puede iluminar el blanco?

—Afirmativo, Odín.

Devolvieron el fuego, pero el grupo se había guarnecido por detrás de sus vehículos, que al parecer eran inmunes a los disparos de sus fusiles especiales. Empezaron a dispararles de forma sostenida, con una puntería que no dejó de inquietarlos. Pronto, estallaron un par de cohetes por encima de ellos, despedazando a los árboles cercanos. Varias ramas cayeron cerca, con estrépito.

—Apresúrese, Odín. Esto se pone que cada vez peor.   

—Dos minutos, Tyr.

Aguirre contó entre dientes mientras seguía disparando. Los agresores habían dejado atrás la aprehensión inicial y batían la zona con todo lo que tenían. Era cuestión de tiempo antes que alguien les diera. Cuando llegó a cien en la cuenta, dejó de disparar para tomar el designador láser que portaba en uno de los bolsillos laterales del chaleco de combate integrado a esa armadura inteligente. No pasó mucho antes de escuchar en sus auriculares.

—En zona el apoyo, Tyr. Proceda a iluminar objetivo.

—Recibido.

Entonces lo apuntó al centro de la formación para luego accionarlo, dejándolo allí fijo. A través del lente observó que estaba correcta la marcación. Pero a un lado de ella, su compañero no pudo ver nada distinto de antes que lo hiciera. Cuando un objetivo era marcado por el designador, el haz de luz resultaba invisible y no brillaba. En su lugar, una serie de pulsos codificados de luz láser eran lanzados.

Era algo que desconocían quienes les disparaban; tanto como que eran ya un blanco imposible de errar.

Cómo existía una luz que no brillara, era algo que la cabo tercero Aguirre nunca había entendido demasiado, ni tampoco necesitaba comprender. En repetidas ocasiones, su experiencia de campo le había demostrado que todo ocurría era precisamente de esa forma.

Observó al cielo encapotado en tanto mantenía iluminado al grupo que les disparaba, esperó que la capa de nubes sobre ellos no degradara mucho la precisión del sistema. Se les iba la vida en eso. Los designadores láser funcionaban mejor cuando existían buenas condiciones atmosféricas. Nubes, lluvia o humo podían deteriorar la precisión del sistema de guía.

 Los disparos de los pulsos de luz láser codificados rebotaron en el grupo y se elevaron al cielo, sin dar noticia de su existencia.

 A cientos de kilómetros de allí, el operador del dron de ataque maniobró los controles del MQ-9 Reaper desde la estación de control que orbitaba ya por encima del manto de nubes donde estaba el equipo de inserción profunda que pidió el apoyo aéreo. No había salido de la base de despliegue, aunque lo que veía en las pantallas era el océano próximo a la más pequeña de las islas de Kubatu. El vehículo aéreo de combate no tripulado volaba a plena potencia de su turbopropulsor trasero de 950 caballos de potencia. Observó los datos de su panel de control. Volando a 480 kilómetros por hora al ras del mar para evitar radares, debería ganar altura apenas atravesara la costa, para poder lanzar la carga bajo sus alas.

Configurado para ataque, llevaba dos misiles AIM-92 Stinger para autodefensa en los dos puntos de anclaje bajo las alas más próximos al borde de ambas. También, cuatro misiles aire tierra AGM-114 Hellfire en pares en otros dos de esos anclajes y dos bombas guiadas GBU-12 Paveway II, uno en cada una de sus bodegas internas.

Se trataba de bombas guiadas, basadas en la bomba de aviación de propósito general Mk 82 de 500 libras, equivalente a 227 kilogramos, a la que se adicionaba el sistema de guía Paveway II.

Dicho sistema consistía en un buscador láser semiactivo, un grupo de control de computadora que contiene la electrónica de guía y control, una batería térmica, y un sistema de aumento neumático de control, llamado CAS en la jerga. A la bomba se le habían adicionado también canards frontales de control y alas traseras para otorgarle estabilidad.

Una vez lanzada el buscador adicionado a la bomba que caía detectó el haz de pulsaciones que penetraba la capa de nubes y dirigió allí al arma.  El sparkle, la luz reflejada del láser designador, guio a la bomba que planeaba en el aire: y accionó sobre los canards para guiar la bomba hacia el punto que se marcaba. El error era de unos tres metros y medio.

Seite segundos y medio después, estalló en el blanco que se iluminaba desde tierra.  Con todo estrépito, lanzando a la oscuridad a hombres despedazados y trozos de material.

  

111

Duro, rápido y letal

 

 

"Donde hay una empresa de éxito, alguien tomó alguna vez una decisión valiente".

Peter Drucker 

 

 El comandante del helicóptero en que iban le avisó, a los auriculares que llevaba puestos. Medot se apresuró a transmitir la noticia.

—¡Dos minutos al objetivo! ¡Cargar y en seguro! 

Los infantes, que tenían sus fusiles de asaltos apuntados al piso, colocaron los cargadores y echaron hacia atrás la palanca de armado. Se escuchó el grave sonido metálico de la munición siendo arrastrada del cargador hacia la recámara. Luego, los chasquidos de la puesta del seguro se escucharon por todas partes.

La aeronave empezó a descender. Un tanto hacia adelante.

“Un minuto” se escuchó una voz por los parlantes.

—Sacar seguros. Todos prestos para adoptar posición de asalto.

Otros chasquidos, Más apagados que los anteriores se oyeron. La tensión en todos era palpable. Algunos se santiguaron. Otros, se golpearon con los puños cerrados.

Los helicópteros tocaron tierra con las compuertas traseras abiertas. Medot puso el cronómetro de su reloj pulsera táctico en tanto los infantes salían con paso veloz.

—¡Vamos, vamos, vamos!

Para cuando Medot bajó con su operador de radio por detrás, ya se había establecido un perímetro defensivo de fusileros con una rodilla en tierra alrededor de las maquinas que habían aterrizado como las puntas de un rombo imaginario.

¡Solo las estrellas están por encima de nosotros! Al bajar del helicóptero, Medot recordó ese lema del Spetsnaz GRU, las unidades especiales dependientes de la inteligencia militar rusa en las cuales se había instruido. Era literalmente así, se desplegaban para el asalto bajo un cielo poblado de ellas.

—Informe a Odin que tocamos tierra sin oposición. 

El operador se apresuró a transmitir. A diferencia de los cascos que tenían colocados la infantería aérea, los del equipo de fuerzas especiales calzaban sus boinas, empezando por el teniente coronel.

—Thor a Odin, Thor a Odin. En objetivo sin oposición.

Terminaba de decirlo cuando se escucharon disparos a la lejanía.

Medot consultó el reloj. Primer minuto de la fase terrestre. Se dirigió al cuarto helicóptero, desde donde bajaban dos vehículos ligeros tácticos, armados con un lanzacohetes cada uno. Los hombres del equipo especial se subieron en ellos. Dos pequeños drones con hélices verticales y sistema para captar imágenes de noche se elevaron al aire. El operador le pasó a Medot una tablet desde donde podía ver lo que captaban tales cámaras voladoras. 

“Rápido, rápido”, gritó mientras se montaba en el primer vehículo, ocupando el asiento contiguo al conductor. 

Iba justo de tiempo. Solo le quedaban 22 minutos para hacerse con todo el complejo. Las imágenes captadas por los drones los orientó en su camino por la oscuridad. La para de la compañía reforzada de infantes aéreos que no estaba designada para resguardar a los helicópteros los siguió por detrás, prestos con sus armas, tal como se salva la última distancia de terreno enemigo, antes de tomarlo por asalto.  

  

112

Un largo camino a casa

 

 

“La voluntad es la intención favorecida por las emociones”.

Raheel Farooq

 

 

Luego de esa explosión cesaron los disparos. A Cata le quedaron zumbando los oídos por la detonación. Había sido cerca.

Por eso, al principio, apenas oyó el zumbido del helicóptero. Entonces los oídos adoloridos de Cata reconocieron ese ruido que había estado esperando por tanto tiempo. Su cuerpo extenuado y lastimado, se recobró de improviso, ganado por la adrenalina de la supervivencia. Por encima del silbido de los reactores, distinguió el siseo metálico característico de las aeronaves de alas rotatorias. Escudriñó hacia el cielo, por sobre las copas de los árboles, buscando el sitio de dónde venía ese susurro salvador. 

Quiso llorar, pero notó que estaba tan débil que no le salían las lágrimas. Débilmente, en el límite de su conciencia, notó el viento causado por el rotor de esa aeronave.

El latido acelerado de los motores se intensificó y, con ellos, las ansias en Cata.

El susurro y la briza pronto se convirtió en una ventosa furia rugiente, que sacudía los árboles de la jungla.

Notó que Aguirre iluminaba hacia arriba con el señalador láser. Vislumbró una temblorosa masa de metal verde flotar sobre el techo de hojas, que se agitaban a su paso. Se vio rodeado por una corriente de aire tremenda, como un huracán, que hacía revolotear hojas y sacudir las ramas a su alrededor. Aguirre gritó por el micrófono:

—¡En posición! ¡Están justo encima de nosotros!

El helicóptero se quedó suspendido por encima de sus cabezas, un poco más arriba de los árboles. Cata fue incapaz de contener su alegría. Pero el ánimo no le duró por demasiado tiempo. Solo hasta escuchar los dichos de Aguirre por el intercomunicador táctico, el micrófono que sobresalía a un lado de su casco.

—Tyr, aquí Freya. No es posible descenso de camilla. Procederemos al izado por arnés.

La voz de Laura sonó, metálica, en los auriculares de la mujer de fuerzas especiales. Pero lo que escuchó la mujer soldado en tierra no la conformó en absoluto.

—Tyr Uno a Freya. Negativo. No se halla en estado para ser izada con arnés. Condición crítica.

—Freya a Tyr Uno. Mantenga posición. Enviaremos personal para asistirla.

Cata miró al cielo. Su ánimo pasó del optimismo a la desesperanza. Estar en condición crítica no era una buena noticia, como que no pudieran sacarla por izado con arnés.  Solo veía hacia arriba las copas de los árboles. La vegetación arbórea era especialmente compacta allí. ¿Cómo diablos iban a sacarla de ese sitio?

Notó que un par de figuras salían por el costado del helicóptero en sombras, bajando despacio por cuerdas entre los árboles. En un par de ocasiones debieron patear ramas o pasar entre ellas para poder llegar a tierra.

Apenas se desengancharon de sus arneses, se precipitaron a donde estaba Cata. Uno de ellos llevaba una camilla plegable de combate amarrada a su espalda.

Cata observó una cara conocida que se le aproximaba. Parpadeó, incapaz de decidir si sus ojos la estaban engañando o no.

—Esteban… ¿Tebi sos vos?

El fortachón con la boina terrosa y cara tiznada solo asintió. Se lo veía emocionado. Ella no dejó de advertir cómo su rostro mudaba en una expresión de gran procuración al verla.

Tomó su mano, en tanto el otro rescatista armaba la camilla a un lado de donde estaba.

—Vamos a llevarte a casa, Cati. Solo sigue resistiendo—le dijo, y esas palabras sonaron a gloria para ella.

La cargaron en la camilla y entre los cuatro la levantaron para llevar a algún sitio. Pronto, dejó de ver la selva hacia arriba. Estaban en terreno abierto. Un helicóptero aterrizó un tanto más allá, en ese claro. La acercaron allí.

Cata por entonces luchaba contra sí misma, contra la debilidad de su propio cuerpo. Se sentía cada vez más mareada, más fuera de la realidad.

 

 

113

Ese descubrimiento impensado

 

 

“A veces uno realiza un hallazgo cuando no lo está buscando.”

Alexander Fleming

 

 

Bullía por su torrente sanguíneo la adrenalina de un combate veloz. Se había aplicado a tomar esa instalación de forma rápida e implacable. Desde las torres de vigilancia les habían abierto fuego de ametralladoras tan pronto como se acercaron, solo para ser silenciadas, una por una, mediante los lanzacohetes que traía montados en los vehículos ultraligeros tácticos.

 Luego con esa misma arma abrió un boquete en el alambrado por donde penetró a la cabeza de sus hombres, dispersándose el resto de la compañía de infantes aéreos por los diversos edificios.

Con el plano que la empresa constructora había proporcionado, se dirigió a la parte donde decía que se retenían a los prisioneros. Por detrás de él y su operador de radio, otro infante lo filmaba todo. El cambio de planes había determinado que no tendrían que liberar de allí a la rehén, pero quedaba en pie la otra parte pedida por el general, a instancias del consejo de su oficial auditor: buscar evidencias de los malos tratos que luego sirvieran tanto para castigar a los culpables, como para justificar esa incursión por fuera de toda autorización que no fuese la de su propio comandante.

El olor a miedo, orines y a encierro los recibió allí, en ese estrecho corredor de celdas. Los ingenieros de combates empezaron a volarlas con cargas controladas en las cerraduras. Apenas abiertas, el camarógrafo militar apunto hacia dentro el lente de su equipo.

Medot observó su reloj. Doce minutos le había tomado ganar el complejo. Uno menos que durante los ensayos.

 —Mi teniente coronel—le dijo el infante que filmaba, señalándole a una de las celdas—Es mejor que venga a ver esto.

 

 

  114

Despegue contra todo pronóstico

 

“La cometa se eleva más alto en contra del viento, no a su favor”.

Winston Churchill

 

 

Laura se miró con Leo. Cata no los había reconocido y eso no podía ser sino algo malo. Descender allí había sido algo inevitable, pero que los ponía ante una situación que dificultaba aún más el rescate: tener que despegar con el máximo peso.

Todo estaba listo. El equipo médico de campaña atendía a Cata en el compartimiento de carga, Esteban no soltaba su mano, el resto de la tripulación se hallaba embarcado. Solo quedaba salir de allí.

Leo le dirigió una mirada escrutadora a su esposa y superior.

—Estás tensa.

—No lo estoy.

—Claro que sí.

—Un despegue excedido de peso en una cosa seria—se justificó ella.

—No dejamos a nadie atrás. Además, quiero hacerlo yo.

—Ni que hablar, soy la comandante.

—Por supuesto que sí—le discutió—. Tengo más experiencia. Ya ha hecho dos, reales, ¿vos cuantos tenés, que no sean de entrenamiento?

Laura lo miró, desistiendo de discutir. Era cierto lo que decía. Solo había hecho la maniobra en simulador. Cómo Leo tenía tal “expertice”, era otra cuestión, no exenta de reproche: por su conducta cíclica de desafiar las reglas.

—Muy bien, Leo—miró a los comandos—. Todo tuyo. Cedo los mandos.

—Míos los mandos.   

Hicieron un chequeo rápido y Lau vio como Leo ponía los motores a pleno. Estaba condenada a ser espectadora de lo que fuera a suceder con la aeronave a su cargo.

—Tal vez pueda funcionar—le dijo él, con una sonrisa compradora que ella no aceptó en lo absoluto.

—Mejor, sacale ese tal vez. Y dejá de querer ponerme nerviosa.

Por fortuna el aparato tenía ruedas y no patines. Al tener demasiado peso para elevarse verticalmente, la maniobra consistía en lograr la mayor aceleración posible carreteando por el suelo, hasta alcanzar una velocidad que asegurara el despegue y poder ganar altura.

El único inconveniente para ello era la jungla existente a un centenar de metros, en la que podrían estrellarse. Por no decir, el barranco marcado en el mapa en la pantalla de navegación que, de modo engaños, se ocultaba luego de esa cortina de árboles densos, se llegaba a la nada misma, hacia abajo.

—Asegúrense todos—dijo Leo por el intercomunicador. Va a ser un viaje con baches.

Aspell se aseguró que los motores estuvieran al máximo rendimiento antes que liberar los frenos. El aparato empezó a desplazarse, a los saltos, por el terreno desparejo. Iba cada vez más veloz, rumbo a esa muralla verde.

—Cuidá la potencia—le dijo Laura en tanto se sacudían en sus asientos—. Si te pasás, no vamos a conseguirlo.

—Si me quedo corto, tampoco.

Unos cuatro segundos después, la selva pareció amenazadoramente cerca. Estaban yendo a toda velocidad en contra de ella.

—Leo…

—No todavía.

—¡Leo!

Tampoco le hizo caso esa vez. Prácticamente tenían los árboles encima. Contra su voluntad de mantenerse firme, Laura terminó por cerrar los ojos y aferrarse con las manos al asiento, en preparación para la inminente colisión.

Pero los segundos pasaron sin que ello sucediera. El aparato se elevó, pesado, casi al filo de dar con las copas de los árboles con las ruedas.

Hubo un griterío en el compartimiento trasero, al ver que estaban volando. Leo sintió como lo golpeaban en el brazo.

Al volverse notó que Laura estaba molesta y aliviada a la vez.

—Eso de subir en el último instante, lo hiciste a propósito para ponerme los pelos de punta—le recriminó, pasando la perilla de los intercomunicadores a cabina, para que solo pudieran escucharse ellos.

—Nada que ver. Simplemente quise aprovechar el terreno hasta el fin.

—No te creo.

Él le dedicó una gran sonrisa.

—Me da lo mismo.

Estabilizó el aparato a doscientos pies y puso rumbo a la base de despliegue adelantado en Markani.

—Dios santo, lo sabía desde el Instituto—continuo Laura enojada pero más tranquila, todavía sin poder pasar la impresión del despegue—. Lo sabía:  Me ibas a hacer sufrir.

—También te he dado cierta felicidad, digamos.

La notó que se esforzaba por no dar el brazo a torcer.

—Algunas veces.

—Muchas.

—Basta Leo, estamos en una misión.

—Cierto. Creí que como mi esposa me recriminaba, estábamos ya en casa.

Laura terminó por reírse, muy a su pesar. Durante toda la conversación, Leo no había dejado de sonreírle.

—Siempre el mismo exagerado—le retrucó.

Pasó la perilla del comunicador a su posición anterior, dando la conversación por terminada.

—Odin, aquí Frigg. Eureka. Repito, eureka.

Frigg aquí Odin. Recibido. Vertical dos punto cero una PAC los está escoltando.

Eso, traducido de la jerga operacional significaba que una sección de Rafale orbitaba sobre ellos, en previsión de cualquier elemento hostil que pudiera salirle al cruce. 

Freya está herida. Solicito equipo médico en espera. Tiempo estimado de arribo—hizo un cálculo rápido mirando la velocidad—: cuarenta minutos.

—Entendido Frigg. Los estarán esperando.   

Miró a Leo, luego de concluir con la conversación con el avión de mando aerotransportado. Él percibió que lo observaba y se volvió a verla también. Una sensación de euforia había seguido a la tensión del despegue en Laura. 

Cruzaron una mirada cómplice, por primera vez desde que habían subido al helicóptero.

Metódica como era, admiraba en él esa capacidad de arremeter contra todo lo establecido y salir bien librado…al menos, la mayoría de las veces. 

—Hacemos una buena pareja acá arriba, también—le dijo ella, con todo orgullo.

Él supo que, en lenguaje de su esposa, eso significaba un halago, a la par de una oferta de paz.

Por detrás de ellos, apenas se estabilizaron, el médico de combate empezó a ocuparse de Cata. La revisó, rápido, comprobando los signos vitales.

—Vamos a ponerte una vía—le informó. Esteban permanecía a su lado, sin soltarle la mano.

El enfermero le cortó una manga con una tijera, sin decirle nada. Le humedeció el brazo con un algodón, antes de clavar allí una aguja diminuta, conectaba a una larga y fina manguera plástica que a la mitad tenía una especie de tapón. Un poco más arriba se veía una llave reguladora. Colocaron el final de la vía a una bolsa roja que estaba en un gancho que sobresalía de las paredes de la cabina.

—Es tu sangre—le aclaró el médico, al darse cuenta que ella miraba a la bolsa colgada. Antes de un despliegue se hacía ese procedimiento con los pilotos para asegurarse de tener unidades que fueran por entero compatibles con el receptor, hasta en los más mínimos detalles—. Vamos a transfundirte en tanto llegamos. ¿Cómo prefiere que le diga, teniente? ¿Cata, Gringa?

—Dicen que cuando un médico militar es amable con una, es que está realmente mal—respondió ella, preocupada.

El médico sonrió a medias, como cuando a un niño lo encuentran en medio de una travesura. Luego se dirigió al enfermero. Le administraron el contenido de una jeringa por el dispositivo de punción que existía a mitad de la vía.

—¿Qué es eso? —preguntó ella.

—Un antibiótico. Y algo para ayudar a bajar la fiebre.  

—¿No tiene algo para el dolor? Me está matando—le pidió Cata.

—Esperaremos un poco para eso. Es mejor que estés consiente. Si me disculpa, teniente, debo hablar con los pilotos.

Ella apoyó la cabeza contra la camilla. Empezaba a sentirse mareada. Notó que el doctor iba hacia adelante y cambiaba unas palabras con Leo. No entendió al principio por qué no lo hacía desde allí, tenía los auriculares con el micrófono puesto.

“No quiere que escuche lo que está hablando”, pensó y eso la llenó de dudas. 

Luego que el médico les comentara lo apremiante de la situación, entres susurros para volver con su paciente, Leo y Laura se quedaron viendo.

—Necesitamos llegar cuanto antes—dijo él.

No era para menos. El galeno les había puesto claras las cosas: no estaba seguro de poder mantenerla estable por el tiempo estimado del vuelo.  

—Estamos al máximo de los motores.

—Si lanzaras los tanques suplementarios de combustible, el ahorro de peso nos haría ganar algo más de velocidad. Elevarnos un poco, también aportaría lo suyo.

Laura lo miró y Leo supo lo que pensaba. No era como estaba planificada la misión. Implicaba, asimismo, quedarse sin combustible extra para afrontar cualquier modificación del plan de vuelo. Retornarían a la base con lo justo. 

Ella echó una mirada, rápida, hacia atrás. Cata estaba muy quieta, tumbada en esa camilla. Se veía realmente mal, el sudor le corría por todo el rostro y tenía un leve temblor en la mano que aferraba Esteban.

Volvió la vista al panel de instrumentos y levantó una pequeña palanca metálica. Se sintió un ruido seco a ambos lados del helicóptero, a la par que la aeronave se sacudía levemente, antes de ganar altitud.

—Tanques externos lanzados—le dijo como si hubiera cometido el peor de los pecados, antes de empezar a tomar mayor altura. 


Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 15: Los frutos de la victoria


NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 


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