Misión en el Trópico 14: Un rescate audaz
103
Un descuido
aterrador
“Ciego a las culpas, el destino puede
ser despiadado con las mínimas
distracciones”.
Jorge Luis Borges
Shamu los vio alejarse por la
ventana, sin hacer ni un gesto. Chechu intentó confortarlo, pero no hubo forma.
A la atenta observación de la partida le siguió una melancolía profunda, sin
ganas por nada.
Solo se quedó allí, vagando de un
lado a otro de la sala, entre suspiros. Dirigía, cada tanto, la miraba por las
ventanas hacia donde se habían ido.
No reía, ni quería comer, ni tocó los
mandos del video juego. Chechu lo trajo con ella, pasando por los distintos
canales del televisor sin éxito.
Se veía la tristeza, profunda, en su
rostro.
Luego de ir al baño, a su regreso a
la sala, no lo vio más. No estaba en el sillón donde lo había dejado.
Escuchó ruidos en la puerta trasera.
Al ir, notó que provenían de afuera. Rasguñaban la puerta. Al abrirla, observó
a un perro sin raza, tal mezcla de Collie con sabueso rodesiano y vaya a
saberse cuántas razas más. Se lo veía cansado, con el pelaje sucio.
Se metió dentro antes que pudiera
evitarlo. Luego, no hubo forma de sacarlo fuera. Se refugió bajo la mesa, sin
ceder un centímetro a ser desalojado de allí. Por lo menos, no parecía
agresivo.
Chechu entonces dejó de ocuparse del
perro para volver a buscar al niño.
—Shamu, Shamu—lo llamó, sin que
apareciera.
Empezó por la sala a buscarlo, para
seguir en el living, donde se hallaba el televisor prendido con los mandos de los
videojuegos dejados arriba del sofá. Luego pasó a los cuartos. Revisó por
debajo de las camas y en los armarios. En aquel que tenía la cama doble, notó
que una parte del armario tenía la ropa impecablemente colgada y ordenada, con
los uniformes con la secuencia que había aprendido en el Instituto. Supuso que
era la parte de Laura y lo confirmó al ver la placa o el parche con el nombre
puesto sobre el bolsillo derecho. Al otro lado, respecto a la pila anárquica de
ropa encimada una sobre otra hasta parecer montículo de tela, no le quedó dudas
que se trataba de las prendas de Leo.
—Shamuuuuu, Shamuuuuu, ¿dónde estás?
Recorrió toda la casa llamándolo, sin
éxito.
Revisó hasta dentro del horno y el
lavarropas, sin hallarlo.
—Shamu, no es gracioso. ¡Salí de
donde estés de una buena vez!
Un frío escozor comenzó a recorrerle
primero por la columna, y luego a todo el cuerpo hasta hacerle hormiguear las
yemas de los dedos.
El perro la miró, desde debajo de la
mesa. Al parecer, parecía más afligido por ella, por verla así que por su
propia existencia en el abandono y el olvido.
Lo entendía a la perfección. Era lo
mismo que experimentaba ella.
Laura iba a matarla, de haber pasado
algo con el pequeño.
104
Cruce de egos
“No esperes el momento ideal, jamás
llegará, empieza con lo que tienes y ve consiguiendo más herramientas en el
camino”.
Napoleón Hill
Leo caminó atento a los detalles, alrededor
del NH 90, llevando a cabo la inspección de prevuelo. No dejó de sentir cierto
escozor al hacerlo. Al helicóptero lo habían configurado como si fuera a una
verdadera guerra. El armamento que llevaban montado en dos estructuras alares
en los laterales, cada una con dos pilones articulados inferiores y un punto de
anclaje en el extremo era lo que en la jerga se conocía como “versión Bravo”, la
modalidad más usada en las asignaciones de Combat Search and Rescue, los vuelos
de rescate en ambientes de combate: dos tanque externo de 230 galones de
combustible, uno en cada soporte, un contenedor con 19 cohetes de 70 milímetros
en el de la derecha y un pod con un cañón de 30 milímetros en el de la
izquierda.
Se preguntó, por milésima vez, qué
estaba haciendo allí con ese uniforme y en ese lugar. La respuesta que se daba
siempre, es que lo hacía por el amor de una mujer: solo podía tener a Laura
estando en ese mundo. Lo más loco de todo, que a nadie le reconocería es que,
contra todo pronóstico, del modo más extraño, le estaba empezando a gustar. La
tensión y adrenalina de las misiones de combate lo hacía sentir tan vivo como
estaba con Laura. Una locura, pero enteramente cierto.
Estaba comprobando que todo estuviera
en orden por fuera, cuando se encontró con una sorpresa dentro del grupo que
esperaba para subirse a bordo.
Esteban estaba allí, con uniforme de
combate y equipo de infantería completo. Solo la boina terrosa calzada sobre su
cabeza delataba su pertenencia al agrupamiento técnico.
—¿Se te perdió algo, Tebi?
—Voy a ir con ustedes.
—No te vi en la orden de operaciones.
—Tengo que ir.
Observó esa expresión decidida en
aquella cara recia y de pocos amigos. El sentimiento era mutuo. Leo todavía le
guardaba cierta animadversión por esas palabras emocionales en el gimnasio de
campaña. Sobre todo, porque tenían bastante de verdad.
—No es posible. Estamos al límite del
peso.
Esteban se acercó más, para que solo
el pudiera oír lo que le dijera.
—Pues intentá detenerme. Voy a subir
en este helicóptero.
Se miraron, y mal. Cada uno dejando
en claro al otro que no iban a ceder un palmo en sus respectivas posturas.
Frente a frente, observándose las caras a pocos centímetros.
—¿Qué sucede? Parecen dos chichos
peleando.
Laura apareció de alguna parte,
llevaba la lista de chequeo en la mano y el casco por los arneses en la otra.
—Quiere que lo llevemos—le dijo Leo—.
Trataba de explicarle que vemos justos con el peso.
Esteban volvió a insistir en ir. Laura
puso una de sus malas caras que le resultaban características.
—Menos mal que nací sin testículos,
así siento la necesidad de unirme a esta pelea de machos cabríos.
No iba a decírselo a ninguno, pero en
el fondo, le molestaba que dos hombres pelearan por Cata. Uno de ellos, su
marido.
Miró a Esteban primero y a Leo
después, antes de sentenciar:
—El mecánico se queda abajo y subís
vos, Tebi. Supongo que es un reemplazo adecuado, siendo un ingeniero aeronáutico.
Se fue hacia la parte delantera luego
de decir eso. Leo la siguió, con el orgullo herido en tanto Esteban se
acomodaba en la parte de carga. La mayor parte del espacio había sido
acondicionado como una especie de estación de trauma e incluía a un médico y un
enfermero en la tripulación a más de los rescatistas de combate.
Sobre el espacio que daba a la puerta
corrediza de la derecha, por su no fuera suficiente con todo el poder de fuego
que llevaban, había asimismo un artillero con una ametralladora de seis tubos
rotatorios.
El panel de control de esa cabina de
dos asientos situados lado a lado era digitalizado, con cinco pantallas
multifunción al frente, entre bloques de botones y palancas. El equipamiento
era tan completo como impresionante: piloto
automático de 4 ejes, FLIR de pilotaje, casco de vuelo con sistemas de
información integrada en el vidrio del visor, radar meteorológico y táctico, generador
de mapas digitales, sistema de localización de radiobalizas, grabador de datos
y voz, comunicaciones aeronáuticas e IFF, así como contramedidas electrónicas.
La aeronave contaba también con un sistema de bengalas y chaff, un sistema
protección anti hielo, calefacción y flotabilidad de emergencia.
Cuando Leo ocupó su asiento y se
ajustó el correaje, Laura estaba mirando, o haciendo que miraba, la lista de chequeo
de pre vuelo.
—Pudiste haberme apoyado—le reprochó.
—No tenemos tiempo para andar
peleando entre nosotros—contestó ella, seca, sin sacar los ojos de la lista.
—Pues parece que sí lo hay para
desautorizarme delante de todos.
Laura se volvió a mirarlo, en tanto se
colocaba el casco.
—No te desautoricé. Además de tu
esposa, soy tu superior y la comandante de esta aeronave. A mí me competía
decidir y lo hice.
—Pues me late que la superioridad va
a dormir sola esta noche.
Leo se terminó de asegurar al asiento
tras pronunciar esas palabras de herida y desafío, fingiendo ignorarla. Laura
lo seguía mirando, y permaneció así hasta que ya no tuvo otra excusa para no
enfocar su vista en ella.
—No podemos estar así. Tenemos una
misión por delante.
—Y algo más, creo, entre
nosotros—desafió él.
—¿Podemos dejar la pelea para
después? Es de locos volar teniendo este clima.
Él asintió, sin demasiadas ganas. Por
primera vez acordaba en algo con ella desde que estaba sentados, lado a lado en
esa cabina.
Laura dejó de mirarlo y empezó con el
chequeo de cabina previo al vuelo. Leía un ítem y Leo comprobaba. Toda la tarea
se hizo de modo rápido y sin inconvenientes. Fluían como siempre cuando
volaban. Dejaron de ser una pareja riñendo para pasar a convertirse en eso que
resultaban, cuando no involucraban los sentimientos: un equipo de
helicopteristas de rescate en combate.
105
Día D, Hora H
“No esperes el momento ideal, jamás
llegará, empieza con lo que tienes y ve consiguiendo más herramientas en el
camino”.
Napoleón Hill
Los tres primeros helicópteros CH-53K King Stallion iban al completo de su capacidad de transporte: 55 soldados pertrechados en su compartimiento de carga en cada uno, para lo cual había debido incluirse una fila central de asientos, más otros cinco que conformaban la tripulación de combate: piloto, copiloto, un auxiliar de carga que hacía también de artillero derecho, más otro artillero izquierdo, y el de cola.
Un cuarto cerraba el conjunto,
transportando el equipo pesado que iban a necesitar.
Cinco millas por delante, dos drones
MQ-9 Reaper armados con misiles aire-aire, aire-tierra y bombas guiadas abrían
la marcha. Tres mil pies por encima, una sección de Rafale, casi con el mismo
armamento, se les unirían en breve para completar la protección del “paquete”.
Por detrás de ellos, el NH-90 de
rescate en combate los seguía, escoltado por otro MQ-9 Reaper por detrás. Lo
piloteaban Laura y Leo, que llevaban dos rescatistas de combate en el
compartimiento detrás de sus asientos, junto a un médico y un enfermero.
Cada sistema de armas tenía una
misión asignada. En tanto los drones y los cazas suministrarían la cobertura de
fuego y superioridad aérea, los King Stallion desembarcarían sus tropas para
asegurar el perímetro. Dentro de ellos, un grupo especial estaba asignado a
rescatar a Cata del lugar donde se hallaba prisionera.
Una vez logrado eso, la tarea del
helicóptero de Laura y Leo era evacuarla hacia Markani tan pronto como se
pudiera.
El teniente coronel Medot, bajo cuyo
comando se hallaba todo el elemento terrestre, iba en el primero de los King
Stallion, apretujado entre hombres de caras tiznadas, pertrechados al completo.
Todavía faltaba un buen rato para llegar y debía mantener a raya la ansiedad. No
era su primera vez en este tipo de operaciones, pero siempre parecía de esa
forma. Apoyó la cabeza contra el fuselaje del helicóptero. Algunos hombres
dormían, otros solo estaban sumidos en sus pensamientos.
Era el ansiado día D, estaban ya en
vuelo hacia el objetivo, faltaba menos de media hora para la hora H, el término
que se empleaba militarmente para referirse al momento en que se inicia el
ataque. Todo parecía encaminado, pero faltaba un último detalle, la formalidad
final antes de considerar echada a la suerte a su contingente de rescate.
Echó una miraba a su reloj táctico,
por enésima vez. Volaban en absoluto silencio de radio, al ras de las aguas.
Faltaban un par de minutos para el punto de no retorno. La última oportunidad
de dejar sin efecto el ataque y ordenar el regreso a la base de todos.
Ya había sucedido una vez.
Miró hacia la cabina de los pilotos.
No tardaron en transmitirle por la frecuencia interna a los auriculares que
llevaba puestos la palabra enviada a la computadora táctica por el comando de
misión: Walhalla.
Medot dejó escapar un suspiro de
alivio. La conocía perfectamente en su significado, porque él mismo la había
elegido personalmente al redactarse la orden de operaciones.
Pasó entonces a la frecuencia
táctica, que lo enlazaba con los auriculares de todos los hombres allí
sentados.
—Tenemos vía libre. Prepárense— miró
su reloj—. Desembarco en veintidós minutos.
Hubo un murmullo de satisfacción y
hasta de alegría en algunos. Entrarían en acción finalmente. Todos los días
pasados de entrenamientos, finalmente llegaban a su fin: por primera vez para
la inmensa mayoría, tomarían parte de una acción bélica.
Medot los observó a todos ellos,
tratando de estar, desde los chistes o el comentario, a la altura de la
situación. Eran buenos soldados, no temía que lo defraudaran. Respecto de lo
que encontrarían al bajar a tierra, era una cuestión distinta. Sabía por propia
experiencia que las situaciones tácticas tendían a ser bastante volubles en
este tipo de misiones. Pero tampoco era eso lo que lo tenía realmente molesto.
La conversación con esa francesa
presuntuosa lo había dejado algo enojado. Hombre de posturas inalterables, ya
le había hecho la cruz desde hacía tiempo. Desde que esterilizó la posibilidad
de un rescate temprano. Ahora la crisis había escalado y tenían que casi
invadir un país para rescatar a esa piloto. O, para decir mejor, sin el casi.
En su concepción de la vida, sabelotodos
como esa mujer con sus modales impecables y sus trajes de diseñador, siempre
tratando que la realidad se acomode a sus ideas, eran quienes llevaban al mundo
a la incertidumbre en que estaba.
La quitó de su mente, pensando en
aquella otra que iban a rescatar. La recordaba de sus días de cadete en el
Instituto, cuando Medot fue destinado allí de instructor, siendo capitán. Nunca
pensó que alguien de orígenes tan acomodados pudiera adaptarse a los rigores de
la vida militar. Pero lo había hecho. También, de forma increíble había
resistido a la captura por días.
Uno de sus hombres lo palmeó el
hombro. Al volverse a mirarlo, el cabo de vuelo le ofreció un chicle cuadrado.
La aceptó, luego de agradecerle. Mascar chicle era el pasatiempo preferido en
esos tiempos de espera antes de la acción. Alguno leía, un par más rezaban,
otros conversaban de deportes o alguna otra nadería. Pero la inmensa mayoría
permanecía en silencio, con la vista puesta hacia adelante mirando a ninguna
parte en realidad, mascando chicle.
Le quitó el papel y lo probó. Esa
goma de mascar muy rosa, era definitivamente dulce y superduradera.
—Chicles argentinos. Bazooka. Los
mejores del mundo.
Probablemente tuviera razón.
Medot observó el parche en el hombre
de la compañía de infantes del aire que había embarcado junto con la parte de
su grupo de fuerzas especiales que no estaba ya desplegado en el terreno. “De
oppresso liber” se leía en la divisa del emblema compuesto por dos fusiles
cruzados de los que nacían alas a uno y otro lado.
Era latín, un idioma que no conocía,
pero sí el significado de la frase. “Liberar a los oprimidos” era su traducción,
palabra más o menos.
Lo tomó por un buen augurio. Era
precisamente lo que iban a hacer.
106
Un nuevo
acompañante
Quizá no los apreciara como debía
entonces,
pero son recuerdos dulces que se irán
para siempre.”
Suzanne Collins
El general observó en el borde mismo de la calle de rodaje más cercana a la pista el despegue de los helicópteros. Antes había saludado a todos quienes tomaban parte de la operación.
Consultó su reloj. Dos secciones de
Rafale se alistaba en la cabecera de pista y la calle de rodaje contigua para
partir. Por su mayor velocidad, llegarían antes que la flota de helicópteros, a
pesar de partir después.
Caía la tarde sobre esa parte del
mundo y Carlos Cañones volvía a la guerra. Esta vez no como teniente sino como
general, no para pelearla sino para dirigirla.
Estaba perdido en repasar una vez más
toda la secuencia de la operación, en busca de algún detalle que se le hubiera
escapado, cuando observó a esa patrulla de dos hombres, pertenecientes a sus
fuerzas de protección terrestre. Vestían sus uniformes de combate y cascos, además
de tener colocado el chaleco antibalístico de la infantería aérea. Por sus
insignias, percibió que uno era un aeronauta de primera clase y el otro un cabo
de vuelo. Este último traía de la mano a un pequeño que se le antojó
conocido.
—¿Qué ocurrió?
—Trató de llegar a los helicópteros
que estaban despegando, mi general.
Cañones observó al niño.
—Shamu, ¿verdad?
El pequeño asintió, sin ocultar el
recelo en la mirada. En su limitada experiencia de vida, los soldados nunca
eran portadores de buenas noticias. Pero de un tiempo a esta parte, vivía entre
ellos, sin que nada le pasara. De hecho, nunca había vivido tan bien antes. No
sólo respecto de lo material, sino en cuanto a recibir tanto afecto.
—Creo que no hemos sido presentado—le
ofreció la mano—. Soy Carlos.
Tras un momento de indecisión, tomó
la mano.
—¿Te gustan los aviones, Shamu?
Podemos ver algunos, en tanto tus amigos vuelven de donde han ido. ¿Te parece?
Esta vez, el asentimiento fue más
decidido. Cañones se volvió al suboficial que lo había traído.
—Me haré cargo de él, cabo de vuelo.
—¿Está seguro, mi general? Nos costó
agarrarlo, es muy escurridizo. No sé por qué quería llegar a ese sector donde
estaban despegando los King Stalion y el NH 90.
—No se preocupe. Creo tener una idea
al respecto.
El cabo se cuadró, saludó
militarmente y, tras solicitar autorización para retirarse, volvió con su
compañero hacia la zona que debían patrullar.
Cuando quedaron solos, el general se puso en
cuclillas, quedando a la altura del pequeño.
—Es duro verlos partir, ¿no es cierto?
—le preguntó.
Shamu asintió.
—A mí me pasa lo mismo—le reconoció.
Se quedaron allí, viendo como partían
por escuadrillas de cuatro aviones, los Rafale. La primera cargaba todo tipo de
armamento aire-tierra, más un par de misiles aire-aire para autodefensa. La
segunda, tenía exclusivamente armamento aire-aire.
Tanto unos como otros llevaban,
además, dos grandes tanques suplementarios de combustible, para permanecer en
la zona de operaciones el mayor tiempo posible.
—Un día eres un teniente subiendo a
esa cabina—le dijo Cañones, en tanto las aeronaves se perdían por encima del
horizonte—, sintiendo tocar el infinito allá arriba en el cielo y al siguiente estás
convertido en un general condenado a ver como otros suben a los aviones y
emprenden vuelo.
Tales palabras tenían un inocultable
dejo de nostalgia. Al volver la mirada al chico, descubrió que Shamu tenía la
palma de la mano derecha tocando la sien. Imitaba el saludo militar a los
aviones que partían. Tal como había hecho el general unos momentos antes.
Había mucha aflicción en esa mirada.
La incertidumbre por un destino del que no se sabía que esperar y que
probablemente podía no ser agradable.
—Volverán, no te preocupes.
Shamu solo tomó su mano. Notó en sus
ojos que no le creía demasiado. Cañones experimentó cierta culpa por aseverar
algo que era más una expresión de deseo que una seguridad.
—Sé que has volado en helicóptero. ¿Te
gustaría hacerlo en uno de esos?
Le señaló al avión gris que venía en
descenso final hacia la pista. Uno que llevaba la misma bandera que el general
en el parche de uno de sus hombros.
El niño asintió. Cañones se encaminó
a la parte de la plataforma operativa donde estaba previsto que se detuviera.
Ya el personal de apoyo de tierra tenía una escalerilla metálica móvil prevista.
Un par de luces, en forma de puntos
diminutos, se dejaban ver tras el alambrado contiguo a la estación aérea civil,
perteneciente a Markani. Cañones resopló, fastidiado. Los estaban observando y
filmando con los celulares un grupo de curiosos. Seguro, entre ellos había
quien comunicaría todo lo visto a Kubatu. Se suponía que debía haber fuerzas de
Markani custodiando esa parte, precisamente para evitar eso. Pero brillaban por
su ausencia, como se decía.
Envió un mensaje de texto al presidente
reclamándole. De momento, no obtuvo respuesta.
Creía saber el porqué de esa
retracción. Últimamente se había desencadenado cierto sentimiento de
solidaridad, entre los gobiernos autocráticos del continente, respecto de Dada
Oumee. Markani mantenía relaciones con todos ellos, y estaba visto que Mohamed
Diawara no quería complicarse más de la cuenta en situaciones que nada le
aportaban.
Frente a esa falta de cooperación, la única
solución a mano era apresurar lo más posible las cosas. Por eso al aterrizar el
Northrop Grumman E-8 Joint STARS en la pista del aeropuerto de Markari no
estuvo más de diez minutos allí. Abrieron la puerta delantera y colocaron allí
una escalerilla sin que los pilotos apagaran los motores. Poco después, el
Force Commander lo abordaba, en compañía de unos pocos. Incluido un niño de cinco
años de shorts azules y una remera con la cara del Pato Donald.
Por fuera, tenía la misma estructura
de un Boeing 707 comercial. Pero estaba pintado de gris de baja visibilidad y
lucía insignias militares. Eso, por fuera. Había otras modificaciones menos
visibles, como motores potenciados JT8D y aviónica mucho más sofisticada para
su manejo que el avión comercial. En su interior, en lugar de hileras de
asientos tenía un completo sistema de mando y comunicaciones aerotransportado.
Contaba con radar de seguimiento terrestre y aéreo de otras aeronaves a grandes
distancias, un sistema integral de comunicaciones seguras, sistemas de
seguimiento táctico y de control especiales. La aeronave tenía también la
capacidad de reabastecerse en vuelo, y ser de difícil detección por los radares.
Poseía asimismo ayudas defensivas,
DASS (defensive aids subsystem) en la jerga, que incluían un señuelo de radar
remolcado, un sistema de alerta de aproximación de misiles y dispensadores de
chaff y bengalas, que podían ser operados en modo automático, semiautomático o
manual.
Su denominación castrense era Joint
Surveillance Target Attack Radar System (de allí Joint
STARS). Una aeronave con capacidad para llevar adelante las tareas de apoyo
y gestión de una batalla en aire o tierra, que puede llevar a cabo el
seguimiento de vehículos de tierra y en el aire, recolectar imágenes e
información, así como actualizar la situación táctica y decidir sobre el
particular por los comandantes de una fuerza militar.
Despegó, tan rápidamente como había
aterrizado, poniendo rumbo hacia el mar. Los curiosos tras el alambrado no
perdieron detalle de esa partida, filmándolo todo con sus celulares.
Uno de ellos, compartió la filmación
por whatsapp que un instante después,
cruzó el mar para llegar a otro móvil, en la misma sede de gobierno de Kubatu.
107
Imprevistos
tácticos
“No esperes el momento ideal, jamás
llegará, empieza con lo que tienes y ve consiguiendo más herramientas en el
camino”.
Napoleón Hill
El general dispuso que lo sentaran en
alguna de las pantallas que estaban sin uso. Allí, colocaron la parte del mapa
táctico que seguía la trayectoria del helicóptero de Leo y Laura.
Cuando Cañones le explicó lo que
mostraba en tiempo real, Shamu se acurrucó en la silla ergonométrica, sin
perder de vista a ese triángulo que avanzaba entre cuadrantes. En su mano,
comenzó a recorrer las cuentas del tasbih que llevaba en la muñeca. Un par de
veces, con la otra mano, tocó la pantalla con los dedos.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó
Joan a Cañones.
—Creo que reza por ellos.
—Es algo irregular traer a un niño a
un puesto de estas características—le dijo la teniente comandante de la marina
de Estados Unidos. Percibió el general que buscaba ser amable al manifestar su
censura a esa presencia.
—¿Qué puede sacar en claro de algo
que realmente sea reservado? No es un secreto la existencia de este tipo de
aviones y hasta hay fotos del interior de muchos.
—Aun así, no es el mejor lugar para
que esté.
—Creo, Joan, que es el lugar más
seguro para tener a un niño que está, nos guste o no, bajo nuestra protección y
tiene la tendencia a escaparse de casi cualquier sitio. Incluyendo campos de
refugiados vallados y con guardia.
Mc Gregor desistió de seguir
argumentando sobre la cuestión.
—General—se acercó Rey con una Tablet
en la mano—creo que debe ver esto.
Le mostró la pantalla, que filmaba
desde arriba, procedente del satélite de reconocimiento conque contaban para la
operación: Una persona era sacada a la rastra y subida a un vehículo ligero
cubierto, flanqueado a cada lado por otros dos similares, que montaban
ametralladoras en sus techos.
—¿Puede ampliarse la imagen?
Eso hizo Mariana, pero la luz no era
buena y la vista de arriba no favorecía el reconocimiento. Más, con una capucha
ocultando la cabeza.
Cañones lo observó.
—No es concluyente que sea ella—dijo
Joan.
—¿Puede mostrarme el calzado?
Claro que se podía.
—Hasta un botón puede acercarse.
El general la observó por unos
momentos. Reconoció la forma de las presillas, pero, sobre todo, el modo en que
estaban acordonada.
—Son nuestras botas de vuelo. El modo
en que están dispuestos los cordones.
Mariana asintió, aunque tenía algo
para mostrar. A la última luz de la tarde no era lo mejor para visualizar
cosas, pero le marcó la diferencia de tono en la tela, sobre la pierna derecha.
—Cojea de la pierna derecha, mi
general, además de ese diferente color en la parte de la pierna en el buzo de
vuelo. Casi estoy segura que es sangre seca de una herida.
—Tenemos una identificación positiva
entonces—concluyó Joan. Esa teniente segunda tendía a ignorarla cada vez que
podía. Todavía no sacaba el por qué.
Cañones estuvo de acuerdo con eso.
Estaba visto que las filmaciones de celular habían llegado pronto a Kubatu.
Toda la situación planeada, de extraerla de esa instalación militar, carecía de
sentido si la sacaban de allí.
Siempre la realidad tendía a
contradecir los planteos tácticos operacionales. Sobre todo, cuando se llevaba
a cabo un rescate disponiendo de tan poca información sobre el terreno. Todo
había tenido que pensarse con las imágenes conseguidas por los satélites espías
y los drones.
—Eso parece. Rey, comuníqueme con el
equipo en tierra que tengamos allí.
Debía pensar en algo. Y lo único que
tenía a la mano, de momento, eran la pareja de observadores que habían
planteado en cada sitio en que podían tenerla. En particular, en ese que era el
más probable.
—Tiene un plan, ¿verdad? —le preguntó
Joan, sin poder disimular la preocupación.
Cañones asintió, para dejarla
tranquila. En realidad, solo barajaba opciones incompletas, a medio meditar.
—Tal vez deberíamos iniciar un
planeamiento de emergencia.
—No hay tiempo.
Le señaló a la imagen en la pantalla
central de esa gran habitación volante mostró lo que captaba el satélite en
tiempo real: a una serie de vehículos saliendo por la entrada principal del
complejo.
Se estaban llevando a quien iban a
rescatar. Todo lo planeado por tanto tiempo, todos los recursos puestos en pos
de la operación, podían irse al mismo demonio.
Rey le trajo un auricular con
micrófono.
— Tyr Uno está en la línea, mi general. Es parte de
un equipo de dos observadores.
—Llevan fusiles de precisión como
parte de su armamento, si mal no recuerdo de la orden de operaciones.
Mariana asintió.
Cañones se colocó el equipo, sin perder
tiempo en establecer la conversación y decirle lo que debía hacer. Se trataba
de lo único que había podido pensar para hacer frente a la contingencia
imprevista.
108
Planear sobre la
marcha
“En tiempos
difíciles puedes perder la alegría, pero no la esperanza. La esperanza es tu
guía”.
Paulo Coelho
El cabo tercero Aguirre ajustó la mira de su fusil de precisión. Era la primera vez que un general le daba una orden directa en operaciones. No sabía si estar orgullosa o empezar a preocuparse por donde la habían envidado.
Como siempre, no era nada fácil lo
que le encargaban. Detener la caravana de vehículos que salía en ese momento
del complejo militar que vigilaban, ocultos en el terreno, desde la distancia.
Luego de detenerlos, debía provocar
una situación que pudiera ayudar a mantener a salgo al piloto que era conducido
prisionero.
Aguirre no veía otra salida que
disparar a uno de los neumáticos.
—Como dicen, que parezca un accidente—se
sonrió de su propio chiste—. Solo así saldrán de los vehículos.
A su lado, su compañero asintió. Veía
al convoy con sus prismáticos de visión nocturna. El aparato poseía, además,
incorporado, un telémetro láser táctico monocular para calcular distancia y
hasta velocidad si fuera necesario, además de marcar al blanco.
—¿A cuál vas a dispararle? —preguntó,
para pasarle los datos de distancia y del anemómetro portátil que tenía para
calcular el viento.
—Al primero— respondió Aguirre sin
quitar la vista de la mira telescópica con capacidad de apuntar de noche, en total
oscuridad—. Con la poca distancia que dejan, eso debería hacer que chocaran
todos.
—Muy bien—Se enfocó en ese vehículo
el observador—. Distancia estimada: quinientos veinte
metros.
—Cinco,
dos, cero—repitió la tiradora.
Para
corregir la puntería, la mira telescópica tenía, a la mitad de su estructura,
dos perillas de ajuste: una por encima, para la altitud y otra sobre el lado
derecho para la deriva, es decir mover el punto de mira hacia la derecha o
izquierda.
—Ajuste
de mira: treinta y ocho clics.
Cada
clic era mover una de las muescas de la perilla vertical de la mira. Lo giró y
luego volví a fijar la vista en el lente.
En tanto lo hacía, el observador le echó una mirada rápida al anemómetro que había entre ambos en el suelo donde estaban echados, tras un arbusto bajo, se hallaba un anemómetro para medir el viento. El
—Sin
variación por viento.
—Listo—dijo.
—Fuego
libre.
El sonido del disparo no fue más que
un chasquido, a causa del silenciador que tenía al arma en el extremo del cañón.
Medio segundo después, la rueda que
habían dicho estalló de improviso. El vehículo que abría la marcha viró con
violencia, el conductor aplicó los frenos y pudo detenerlo antes que volcara.
Pero no logró evitar que el segundo chocara contra su lateral, y el tercero
impactara contra la parte trasera del segundo.
Los hombres de dentro empezaron a
salir, primero con todo tipo de precauciones, luego más abiertamente. Los
vieron, con los visores nocturnos de sus miras, aglomerarse en torno de la
rueda estallada.
El observador sacó del estuche que
tenía en la espalda, otro fusil de precisión. Deberían disparar
coordinadamente, si querían conseguir el resultado de neutralizar a todos allí.
Entre diez y quince hombres que debían dejarse fuera de juego, sin tocar a la
rehén, lo más rápido que se pudiese. Antes, que cualquier de ellos buscara
liquidarla o usarla como escudo.
—¿Cuántos cuentas?
—Unos doce.
—Trece. Acaba de salir otro de
dentro.
—Lindo número. Espero no seas
supersticioso—dijo Aguirre. Todavía pensaba en cómo empezar a dispararles.
—¿Alguna idea?
—Pensaba en eliminar primero a los
dos de las ametralladoras en las cúpulas de los vehículos y luego ir de los que
están más próximos a los que estaban cubriendo el perímetro externo.
—Es una buena idea. Yo tomo al primer vehículo
y luego a los blancos de la izquierda. Te queda la segunda ametralladora y los sujetos
a la derecha del convoy.
—De acuerdo.
—Vamos a la cuenta de tres. Uno, dos,
tres.
Empezaron a disparar conforme el reparto
acordado. Sorprendidos en la oscuridad, los primeros cinco blancos fueron
batidos sin que se dieran cuenta siquiera de lo que ocurría. Pero el resto se
puso en guardia y hasta alguno llegó a identificar de donde provenían los
disparos, antes de ser arrojado al suelo por una munición de alto impacto, como
los demás.
Todo quedó en silencio, con un mar de
cuerpos caídos alrededor de los tres vehículos. Observaron
entonces a una persona que salía de uno de los vehículos y corría. No podían
observar sus rasgos por la distancia y el sistema de visión nocturna que no
daba tanto detalle. Solo mostraba un mar de figuras verdes. Ambos la apuntaron
con sus fusiles, pero al cabo Aguirre una cuestión le llamó la atención: la
posición de los brazos por delante del cuerpo, sin que se movieran como hacen
cuando una persona está corriendo.
No había braceo en ella, así como su
paso no era rápido y cojeaba de una pierna, cayéndose en varias oportunidades.
—Alto el fuego. ¡No le dispares!
—No iba a hacerlo. Parece como que
corriera con las manos amarradas.
Se miraron ambos. Era su objetivo.
Solo que estaba corriendo no hacia ellos, sino alejándose para adentrarse en la
jungla.
—Está yendo a esa parte de la selva
que linda con la instalación, en vez de alejarse—dijo Aguirre—. Cubrila desde
acá. Voy a ver si puedo interceptarla.
109
Cuando todo parece
perdido
"Quid vitae
sectabor iter?" (¿Qué camino he de seguir en la vida?)
Descartes
No entendía realmente lo que sucedía,
pero iba a aprovechar la oportunidad. Luego que la introdujeran en el vehículo,
habían andado por poco rato, antes de chocar contra algo. Sintió que sus guardianes
salían fuera, para luego no sentir nada, hasta que los gritos y los disparos se
cernieron sobre ellos. Luego, una calma fúnebre se posesionó de todo.
Por suerte le habían atado los brazos
con precintos plásticos por delante. Se quitó la capucha para observar con
incredulidad la escena de sus captores repartidos por el suelo.
Seguía sin entender nada, salvo que
tenía la oportunidad de escapar. Y eso hizo.
Corrió, adentrándose en la selva
cercana. La lluvia resbaló suavemente por su cara. No sentía los pies, le daba
la impresión de estar avanzando entre algodones. Era como si estuviera ajena a
lo que ocurría a su alrededor. Sentía, a cada momento, que ya no podía dar un
paso más, que se desvanecería sin remedio. Se obligó a si misma a seguir
avanzando, como pudiera. Le dolía horrores apoyar la pierna herida y el hombro
le hacía ver las estrellas. Pero quienes fueran que hubieran disparado contra
sus captores estaban allí, en algún lugar y Cata debía ubicarlos antes que los
milicianos volvieran al lugar y la recapturaran.
Lamentó
no estar armada, no haberles quitado algún arma a sus captores muertos. En el
momento, solo atinó a alejarse lo más posible. Era claro que no razonaba bien,
solo pensaba en huir sin tomar precaución alguna.
Debería haberlo hecho. La idea de
pegarse un tiro en lugar de ser hecha de nuevo prisionera, le resultaba por
demás apetecible. Llevarse con ella alguno de esos hijos de puta le sonaba
todavía mejor. No quería sufrir, volver a pasar por todo eso. Nunca más.
En el estado en que se hallaba,
pensaba a cada paso doloroso, cojeando que daba, si no era mejor que todo
terminara de una buena vez. Pero en alguna parte de esa selva estaba la
posibilidad de huir. La esperanza le impedía darse por vencida.
No sabía cuánto había caminado, no más
de quince minutos probablemente. El dolor en la pierna parecía jugar con el del
hombro a ver cuál la martirizaba más. Sentía además que el cuerpo le quemaba
por dentro. Por lo menos, había podido salvar la distancia libre de vegetación
y entrar en la selva. Se afirmó contra un árbol, exhausta, sin posibilidad ya
no de dar un paso más sino de tenerse en pie. Estaba mareaba, tenía ganas de vomitar,
pero no podía y cada tanto el mundo parecía darle vueltas.
—¿Gringa, es usted? —escuchó, de
alguna parte.
Se sobresaltó al oír su nombre. Miró
a uno y otro lado, sin encontrar a nadie. Tal vez estuviera imaginado cosas.
Entonces, alguien se echó sobre ella.
Trató de luchar, pero la habían inmovilizado y una mano tapaba su boca. Un soldado
de uniforme negro, la observaba a través de sus visores nocturnos.
—Torre caída. Torre caída—se apresuró
a decirle.
Cata lo miró, dudando si dejar de
tratar de zafarse o no. Acababan de darle la palabra clave para reconocer a
otro de las propias fuerzas en casos de evasión y escape. Pero ella, a esas
alturas, dudaba de todo.
Quien la retenía con fuerza levantó su
visor nocturno y la miró, sin quitarle la mano de la boca.
—Cabo tercero Aguirre, mi teniente.
Equipo Alfa. Vamos a sacarla de aquí.
Sus ojos la convencieron. Eran los
primeros en mucho tiempo que no se mostraban hostiles con ella. Sintió que le
retiraban la mano de la boca. Su contestación tuvo tono de súplica.
—Sí, por favor. Por favor.
Una segunda sombra surgió como de la
nada y se apostó, en cuclillas a vigilar con la mira encima de su diminuto subfusil
PP-19 Bizon.
Era la primera vez que Cata observaba
de cerca a miembros de ese grupo de élite, del que poco y nada se sabía. Al
punto de no saberse si en verdad existían. Sus miembros se entrenan en
condiciones extremas.
Estructurado sobre la base de
organizaciones como la Sayeret Matkal israelí, el grupo Výmpel ruso y el SEAL
Team Six estadounidense, su organización y misiones eran altamente
clasificadas. Lo poco que se conocía de ellas era que incluían la infiltración
profunda, custodia o destrucción de objetivos estratégicos, dependiendo el
caso, y el rescate de rehenes.
Como parte del equipo de personal
escogido por Medot, llevaban colocado sobre sus uniformes, las nuevas armaduras
corporales inteligentes, aún en fase de prototipo. Realizados con una mezcla de
Nomex para resguardarlo de llamas y Kevlar para la protección contra los disparos,
tenían sensores integrados que permitían saber el estado de la respiración y
pulso de quien los usaba. Refuerzos en articulaciones y brazos y piernas les permitían
no solo resguardar de golpes a tales partes, sino de apoyar y mantener firme
tales miembros en los esfuerzos pudiendo incrementar la fuerza natural del
cuerpo.
En los hombros y parte superior del
casco, cerrado y con equipo de comunicaciones y visión nocturna integrado por
dentro, pequeños paneles solares ayudaban a extender la vida útil de las
baterías para hacer funcionar tales equipos.
Al observarla un poco mejor, notó que
se trataba de una mujer. Con la cara tiznada, en la oscuridad y al final de sus
fuerzas, no se había percatado antes de eso.
Quien la atendía le dio de tomar agua
con una cantimplora parecía a una botella de hidratación deportiva, pero en
metal. No era solo agua, tenía gusto dulce. Cata solo pudo tragar, con apuro
unos pocos tragos, antes que se la quitara para guardarla en uno de los muchos
bolsillos de su chaleco de combate.
—Luego le daremos más.
Siguió revisando sus heridas,
mientras hablaba por el auricular que sobresalía del casco a la altura de su
boca.
—Tyr Uno a Odín, Tyr a Odín. Freyja asegurada,
pero en estado crítico. Solicito extracción urgente.
A Cata, en una nebulosa del dolor y
lo que fuera que le hubiese puesto, se le antojó que no era una buena noticia.
Pero empezaba a sentir una extraña euforia, a la par que el dolor menguaba.
—¿Tyr, Odín?—le dijo, mirando a la
nada—. Al parecer ya se acabaron los dioses griegos para las operaciones.
—El teniente coronel prefiere a las
deidades vikingas. Dicen que son más recios que los griegos—explicó con una
sonrisa Aguirre, en tanto revisaba sus pupilas con una pequeña linterna.
Ella supuso que se refería a Medot.
Algunos lo sindicaban como el comandante de esa unidad tan misteriosa. Tras
terminar con sus ojos, la mujer de negro pasó a tomarle el pulso, colocando dos
dedos en su cuello.
—Tyr es de los más especiales. Solo se
usa en operaciones de inserción profunda de mucho riesgo—le explicó—. Es el guerrero
absoluto de entre todos los dioses vikingos, pero también a quien se asociaba a
la sabiduría y las leyes.
—Linda mezcla—dijo Cata, ácida. El
cabo tercero le estaba dando charla por algo que ella no podía llegar a
precisar. Quizás, para mantenerla en calma o que permaneciera consciente.
—No dudaba en sacrificar hasta él
mismo. Se dejó amputar el brazo izquierdo para que los dioses salvasen al mundo
del lobo Fenrir. Sólo Thor lo superaba en cuestión de fuerza física.
A Cata la explicación de las leyendas
nórdicas había dejado de importarle. Le costaba mantenerse atenta, los ojos
tendían a cerrársele.
Aguirre observó eso, y la cacheteó
sin previo aviso en ambas mejillas. Fue más el chasquido que la fuerza empleada,
descubrió ella.
—Quédese conmigo, mi teniente. Nada
de cerrar los ojos, míreme a mí. Solo resista un poco más.
Ella observó que sacaba otra jeringa,
y le descorría el buzo de vuelo hasta dejar el hombro al desnudo. No pareció
importarle que no llevara ropa interior.
Esta vez, el pinchazo dolió más. Dejó escapar
una protesta a medias, un quejido que no llegó a ser palabras.
Entonces, el otro miembro del equipo,
que vigilaba, gritó antes de empezar a disparar su arma en cortas ráfagas hacia
los límites de la selva.
—¡Contacto, once en punto!
Percibió, entonces, los disparos por
sobre las copas de los árboles, no lejos de donde estaban.
110
Una situación
comprometida
“Hay un momento
para el valor y otro para la prudencia y el que es inteligente los distingue.”
Robin Williams
Aguirre dejó de atender a Cata para
acercarse a su compañero. Al ver con los visores nocturnos advirtió la columna
de vehículos que se habían detenido a corta distancia de donde estaban, sobre
la ruta. Eran tres vehículos cerrados con ametralladoras instaladas en los
techos. Una docena de sus ocupantes se bajaron de ellos. La mayoría con
fusiles, aunque un par tenían largos lanzacohetes cargados al hombro. El que
parecía dirigirlos observaba a donde estaban con Cata, mirando por unos visores
nocturnos.
—Tyr Uno a Odín, Tyr Uno a Odín. Necesitamos
apoyo aéreo. Hostiles en vehículos con armamento pesado a doscientos metros al
noroeste de nuestra posición actual.
—Odín a Tyr Uno. ¿Puede iluminar el
blanco?
—Afirmativo, Odín.
Devolvieron el fuego, pero el grupo
se había guarnecido por detrás de sus vehículos, que al parecer eran inmunes a
los disparos de sus fusiles especiales. Empezaron a dispararles de forma sostenida,
con una puntería que no dejó de inquietarlos. Pronto, estallaron un par de
cohetes por encima de ellos, despedazando a los árboles cercanos. Varias ramas
cayeron cerca, con estrépito.
—Apresúrese, Odín. Esto se pone que
cada vez peor.
—Dos minutos, Tyr.
Aguirre contó entre dientes mientras
seguía disparando. Los agresores habían dejado atrás la aprehensión inicial y
batían la zona con todo lo que tenían. Era cuestión de tiempo antes que alguien
les diera. Cuando llegó a cien en la cuenta, dejó de disparar para tomar el
designador láser que portaba en uno de los bolsillos laterales del chaleco de
combate integrado a esa armadura inteligente. No pasó mucho antes de escuchar
en sus auriculares.
—En zona el apoyo, Tyr. Proceda a
iluminar objetivo.
—Recibido.
Entonces lo apuntó al centro de la
formación para luego accionarlo, dejándolo allí fijo. A través del lente
observó que estaba correcta la marcación. Pero a un lado de ella, su compañero
no pudo ver nada distinto de antes que lo hiciera. Cuando un objetivo era marcado por el
designador, el haz de luz resultaba invisible y no brillaba. En su lugar, una
serie de pulsos codificados de luz láser eran lanzados.
Era algo que desconocían quienes les
disparaban; tanto como que eran ya un blanco imposible de errar.
Cómo existía una luz que no brillara,
era algo que la cabo tercero Aguirre nunca había entendido demasiado, ni
tampoco necesitaba comprender. En repetidas ocasiones, su experiencia de campo
le había demostrado que todo ocurría era precisamente de esa forma.
Observó al cielo encapotado en tanto
mantenía iluminado al grupo que les disparaba, esperó que la capa de nubes
sobre ellos no degradara mucho la precisión del sistema. Se les iba la vida en
eso. Los designadores láser funcionaban mejor cuando existían buenas
condiciones atmosféricas. Nubes, lluvia o humo podían deteriorar la precisión
del sistema de guía.
Los disparos de los pulsos de luz láser
codificados rebotaron en el grupo y se elevaron al cielo, sin dar noticia de su
existencia.
A cientos de kilómetros de allí, el operador
del dron de ataque maniobró los controles del MQ-9 Reaper desde la estación de
control que orbitaba ya por encima del manto de nubes donde estaba el equipo de
inserción profunda que pidió el apoyo aéreo. No había salido de la base de
despliegue, aunque lo que veía en las pantallas era el océano próximo a la más
pequeña de las islas de Kubatu. El vehículo aéreo de combate no tripulado
volaba a plena potencia de su turbopropulsor trasero de 950 caballos de
potencia. Observó los datos de su panel de control. Volando a 480 kilómetros
por hora al ras del mar para evitar radares, debería ganar altura apenas atravesara
la costa, para poder lanzar la carga bajo sus alas.
Configurado para ataque, llevaba dos
misiles AIM-92 Stinger para autodefensa en los dos puntos de anclaje bajo las
alas más próximos al borde de ambas. También, cuatro misiles aire tierra AGM-114
Hellfire en pares en otros dos de esos anclajes y dos bombas guiadas GBU-12
Paveway II, uno en cada una de sus bodegas internas.
Se trataba de bombas guiadas, basadas
en la bomba de aviación de propósito general Mk 82 de 500 libras, equivalente a
227 kilogramos, a la que se adicionaba el sistema de guía Paveway II.
Dicho sistema consistía en un
buscador láser semiactivo, un grupo de control de computadora que contiene la
electrónica de guía y control, una batería térmica, y un sistema de aumento
neumático de control, llamado CAS en la jerga. A la bomba se le habían
adicionado también canards frontales de control y alas traseras para otorgarle
estabilidad.
Una vez lanzada el buscador
adicionado a la bomba que caía detectó el haz de pulsaciones que penetraba la
capa de nubes y dirigió allí al arma. El
sparkle, la luz reflejada del láser designador, guio a la bomba que planeaba en
el aire: y accionó sobre los canards para guiar la bomba hacia el punto que se
marcaba. El error era de unos tres metros y medio.
Seite segundos y medio después,
estalló en el blanco que se iluminaba desde tierra. Con todo estrépito, lanzando a la oscuridad a
hombres despedazados y trozos de material.
111
Duro, rápido y
letal
"Donde hay una empresa de éxito, alguien tomó alguna vez una decisión valiente".
Peter Drucker
El comandante del helicóptero en que iban le avisó, a los auriculares que llevaba puestos. Medot se apresuró a transmitir la noticia.
—¡Dos minutos al objetivo! ¡Cargar y en seguro!
Los infantes, que tenían sus fusiles de asaltos apuntados al piso,
colocaron los cargadores y echaron hacia atrás la palanca de armado. Se escuchó
el grave sonido metálico de la munición siendo arrastrada del cargador hacia la
recámara. Luego, los chasquidos de la puesta del seguro se escucharon por todas
partes.
La aeronave empezó a descender. Un tanto hacia adelante.
“Un minuto” se escuchó una voz por los parlantes.
—Sacar seguros. Todos prestos para adoptar posición de asalto.
Otros chasquidos, Más apagados que los anteriores se oyeron. La tensión
en todos era palpable. Algunos se santiguaron. Otros, se golpearon con los
puños cerrados.
Los helicópteros tocaron tierra con las compuertas traseras
abiertas. Medot puso el cronómetro de su reloj pulsera táctico en tanto los
infantes salían con paso veloz.
—¡Vamos, vamos, vamos!
Para cuando Medot bajó con su operador de radio por detrás, ya se había
establecido un perímetro defensivo de fusileros con una rodilla en tierra
alrededor de las maquinas que habían aterrizado como las puntas de un
rombo imaginario.
¡Solo las estrellas están por encima
de nosotros! Al bajar del helicóptero, Medot recordó ese lema del Spetsnaz GRU,
las unidades especiales dependientes de la inteligencia militar rusa en las
cuales se había instruido. Era literalmente así, se desplegaban para el asalto bajo un cielo poblado de ellas.
—Informe a Odin que tocamos tierra sin oposición.
El operador se apresuró a transmitir. A diferencia de los cascos que
tenían colocados la infantería aérea, los del equipo de fuerzas especiales
calzaban sus boinas, empezando por el teniente coronel.
—Thor a Odin, Thor a Odin. En objetivo sin oposición.
Terminaba de decirlo cuando se escucharon disparos a la lejanía.
Medot consultó el reloj. Primer minuto de la fase terrestre. Se
dirigió al cuarto helicóptero, desde donde bajaban dos vehículos ligeros
tácticos, armados con un lanzacohetes cada uno. Los hombres del equipo especial
se subieron en ellos. Dos pequeños drones con hélices verticales y sistema
para captar imágenes de noche se elevaron al aire. El operador le pasó a Medot
una tablet desde donde podía ver lo que captaban tales cámaras voladoras.
“Rápido, rápido”, gritó mientras se montaba en el primer vehículo,
ocupando el asiento contiguo al conductor.
Iba justo de tiempo. Solo le quedaban 22 minutos para hacerse con
todo el complejo. Las imágenes captadas por los drones los orientó en su camino
por la oscuridad. La para de la compañía reforzada de infantes aéreos que no
estaba designada para resguardar a los helicópteros los siguió por detrás,
prestos con sus armas, tal como se salva la última distancia de terreno
enemigo, antes de tomarlo por asalto.
112
Un largo camino a
casa
“La voluntad es la
intención favorecida por las emociones”.
Raheel Farooq
Luego de esa
explosión cesaron los disparos. A Cata le quedaron zumbando los oídos por la
detonación. Había sido cerca.
Por eso, al
principio, apenas oyó el zumbido del helicóptero. Entonces los oídos adoloridos
de Cata reconocieron ese ruido que había estado esperando por tanto tiempo. Su
cuerpo extenuado y lastimado, se recobró de improviso, ganado por la adrenalina
de la supervivencia. Por encima del silbido de los reactores, distinguió el
siseo metálico característico de las aeronaves de alas rotatorias. Escudriñó
hacia el cielo, por sobre las copas de los árboles, buscando el sitio de dónde
venía ese susurro salvador.
Quiso llorar, pero
notó que estaba tan débil que no le salían las lágrimas. Débilmente, en el
límite de su conciencia, notó el viento causado por el rotor de esa aeronave.
El latido acelerado
de los motores se intensificó y, con ellos, las ansias en Cata.
El susurro y la
briza pronto se convirtió en una ventosa furia rugiente, que sacudía los
árboles de la jungla.
Notó que Aguirre
iluminaba hacia arriba con el señalador láser. Vislumbró una temblorosa masa de
metal verde flotar sobre el techo de hojas, que se agitaban a su paso. Se vio
rodeado por una corriente de aire tremenda, como un huracán, que hacía
revolotear hojas y sacudir las ramas a su alrededor. Aguirre gritó por el
micrófono:
—¡En posición! ¡Están
justo encima de nosotros!
El helicóptero se quedó suspendido por encima de
sus cabezas, un poco más arriba de los árboles. Cata fue incapaz de contener su
alegría. Pero el ánimo no le duró por demasiado tiempo. Solo hasta escuchar los
dichos de Aguirre por el intercomunicador táctico, el micrófono que sobresalía
a un lado de su casco.
—Tyr, aquí Freya. No es posible descenso de
camilla. Procederemos al izado por arnés.
La voz de Laura sonó, metálica, en los auriculares
de la mujer de fuerzas especiales. Pero lo que escuchó la mujer soldado en
tierra no la conformó en absoluto.
—Tyr Uno a Freya. Negativo. No se halla en estado para ser izada con
arnés. Condición crítica.
—Freya a Tyr Uno. Mantenga posición. Enviaremos personal para asistirla.
Cata miró al cielo. Su ánimo pasó del optimismo a
la desesperanza. Estar en condición crítica no era una buena noticia, como que no
pudieran sacarla por izado con arnés. Solo veía hacia arriba las copas de los
árboles. La vegetación arbórea era especialmente compacta allí. ¿Cómo diablos
iban a sacarla de ese sitio?
Notó que un par de figuras salían por el costado
del helicóptero en sombras, bajando despacio por cuerdas entre los árboles. En
un par de ocasiones debieron patear ramas o pasar entre ellas para poder llegar
a tierra.
Apenas se desengancharon de sus arneses, se
precipitaron a donde estaba Cata. Uno de ellos llevaba una camilla plegable de
combate amarrada a su espalda.
Cata observó una cara conocida que se le
aproximaba. Parpadeó, incapaz de decidir si sus ojos la estaban engañando o no.
—Esteban… ¿Tebi sos vos?
El fortachón con la boina terrosa y cara tiznada
solo asintió. Se lo veía emocionado. Ella no dejó de advertir cómo su rostro
mudaba en una expresión de gran procuración al verla.
Tomó su mano, en tanto el otro rescatista armaba la
camilla a un lado de donde estaba.
—Vamos a llevarte a casa, Cati. Solo sigue
resistiendo—le dijo, y esas palabras sonaron a gloria para ella.
La cargaron en la camilla y entre los cuatro la
levantaron para llevar a algún sitio. Pronto, dejó de ver la selva hacia
arriba. Estaban en terreno abierto. Un helicóptero aterrizó un tanto más allá,
en ese claro. La acercaron allí.
Cata por entonces luchaba contra sí misma, contra
la debilidad de su propio cuerpo. Se sentía cada vez más mareada, más fuera de la
realidad.
113
Ese descubrimiento impensado
“A veces uno realiza un hallazgo cuando no lo está
buscando.”
Alexander Fleming
Bullía por su
torrente sanguíneo la adrenalina de un combate veloz. Se había aplicado a tomar
esa instalación de forma rápida e implacable. Desde las torres de vigilancia
les habían abierto fuego de ametralladoras tan pronto como se acercaron, solo
para ser silenciadas, una por una, mediante los lanzacohetes que traía montados
en los vehículos ultraligeros tácticos.
Luego con esa misma arma abrió un boquete en
el alambrado por donde penetró a la cabeza de sus hombres, dispersándose el
resto de la compañía de infantes aéreos por los diversos edificios.
Con el plano que la
empresa constructora había proporcionado, se dirigió a la parte donde decía que
se retenían a los prisioneros. Por detrás de él y su operador de radio, otro
infante lo filmaba todo. El cambio de planes había determinado que no tendrían
que liberar de allí a la rehén, pero quedaba en pie la otra parte pedida por el
general, a instancias del consejo de su oficial auditor: buscar evidencias de
los malos tratos que luego sirvieran tanto para castigar a los culpables, como
para justificar esa incursión por fuera de toda autorización que no fuese la de
su propio comandante.
El olor a miedo,
orines y a encierro los recibió allí, en ese estrecho corredor de celdas. Los
ingenieros de combates empezaron a volarlas con cargas controladas en las
cerraduras. Apenas abiertas, el camarógrafo militar apunto hacia dentro el
lente de su equipo.
Medot observó su
reloj. Doce minutos le había tomado ganar el complejo. Uno menos que durante
los ensayos.
—Mi teniente coronel—le dijo el infante que
filmaba, señalándole a una de las celdas—Es mejor que venga a ver esto.
114
Despegue contra todo pronóstico
“La cometa se eleva más alto en contra del viento,
no a su favor”.
Winston Churchill
Laura se miró con
Leo. Cata no los había reconocido y eso no podía ser sino algo malo. Descender
allí había sido algo inevitable, pero que los ponía ante una situación que
dificultaba aún más el rescate: tener que despegar con el máximo peso.
Todo estaba listo.
El equipo médico de campaña atendía a Cata en el compartimiento de carga,
Esteban no soltaba su mano, el resto de la tripulación se hallaba embarcado.
Solo quedaba salir de allí.
Leo le dirigió una
mirada escrutadora a su esposa y superior.
—Estás tensa.
—No lo estoy.
—Claro que sí.
—Un despegue excedido de peso en una
cosa seria—se justificó ella.
—No dejamos a nadie atrás. Además,
quiero hacerlo yo.
—Ni que hablar, soy la comandante.
—Por supuesto que sí—le discutió—.
Tengo más experiencia. Ya ha hecho dos, reales, ¿vos cuantos tenés, que no sean
de entrenamiento?
Laura lo miró, desistiendo de
discutir. Era cierto lo que decía. Solo había hecho la maniobra en simulador. Cómo
Leo tenía tal “expertice”, era otra cuestión, no exenta de reproche: por su
conducta cíclica de desafiar las reglas.
—Muy bien, Leo—miró a los comandos—.
Todo tuyo. Cedo los mandos.
—Míos los mandos.
Hicieron un chequeo rápido y Lau vio
como Leo ponía los motores a pleno. Estaba condenada a ser espectadora de lo
que fuera a suceder con la aeronave a su cargo.
—Tal vez pueda funcionar—le dijo él,
con una sonrisa compradora que ella no aceptó en lo absoluto.
—Mejor, sacale ese tal vez. Y dejá de
querer ponerme nerviosa.
Por fortuna el aparato tenía ruedas y
no patines. Al tener demasiado peso para elevarse verticalmente, la maniobra
consistía en lograr la mayor aceleración posible carreteando por el suelo,
hasta alcanzar una velocidad que asegurara el despegue y poder ganar altura.
El único inconveniente para ello era
la jungla existente a un centenar de metros, en la que podrían estrellarse. Por
no decir, el barranco marcado en el mapa en la pantalla de navegación que, de
modo engaños, se ocultaba luego de esa cortina de árboles densos, se llegaba a
la nada misma, hacia abajo.
—Asegúrense todos—dijo Leo por el
intercomunicador. Va a ser un viaje con baches.
Aspell se aseguró que los motores estuvieran
al máximo rendimiento antes que liberar los frenos. El aparato empezó a
desplazarse, a los saltos, por el terreno desparejo. Iba cada vez más veloz,
rumbo a esa muralla verde.
—Cuidá la potencia—le dijo Laura en
tanto se sacudían en sus asientos—. Si te pasás, no vamos a conseguirlo.
—Si me quedo corto, tampoco.
Unos cuatro segundos después, la
selva pareció amenazadoramente cerca. Estaban yendo a toda velocidad en contra
de ella.
—Leo…
—No todavía.
—¡Leo!
Tampoco le hizo caso esa vez.
Prácticamente tenían los árboles encima. Contra su voluntad de mantenerse
firme, Laura terminó por cerrar los ojos y aferrarse con las manos al asiento,
en preparación para la inminente colisión.
Pero los segundos pasaron sin que
ello sucediera. El aparato se elevó, pesado, casi al filo de dar con las copas
de los árboles con las ruedas.
Hubo un griterío en el compartimiento
trasero, al ver que estaban volando. Leo sintió como lo golpeaban en el brazo.
Al volverse notó que Laura estaba
molesta y aliviada a la vez.
—Eso de subir en el último instante,
lo hiciste a propósito para ponerme los pelos de punta—le recriminó, pasando la
perilla de los intercomunicadores a cabina, para que solo pudieran escucharse
ellos.
—Nada que ver. Simplemente quise
aprovechar el terreno hasta el fin.
—No te creo.
Él le dedicó una gran sonrisa.
—Me da lo mismo.
Estabilizó el aparato a doscientos
pies y puso rumbo a la base de despliegue adelantado en Markani.
—Dios santo, lo sabía desde el
Instituto—continuo Laura enojada pero más tranquila, todavía sin poder pasar la
impresión del despegue—. Lo sabía: Me
ibas a hacer sufrir.
—También te he dado cierta felicidad,
digamos.
La notó que se esforzaba por no dar
el brazo a torcer.
—Algunas veces.
—Muchas.
—Basta Leo, estamos en una misión.
—Cierto. Creí que como mi esposa me
recriminaba, estábamos ya en casa.
Laura terminó por reírse, muy a su
pesar. Durante toda la conversación, Leo no había dejado de sonreírle.
—Siempre el mismo exagerado—le
retrucó.
Pasó la perilla del comunicador a su
posición anterior, dando la conversación por terminada.
—Odin, aquí Frigg. Eureka. Repito,
eureka.
— Frigg aquí Odin. Recibido. Vertical dos punto cero
una PAC los está escoltando.
Eso, traducido de la jerga
operacional significaba que una sección de Rafale orbitaba sobre ellos, en
previsión de cualquier elemento hostil que pudiera salirle al cruce.
— Freya está herida. Solicito equipo médico en
espera. Tiempo estimado de arribo—hizo un cálculo rápido mirando la velocidad—:
cuarenta minutos.
—Entendido Frigg. Los estarán
esperando.
Miró a Leo, luego de concluir con la
conversación con el avión de mando aerotransportado. Él percibió que lo
observaba y se volvió a verla también. Una sensación de euforia había seguido a
la tensión del despegue en Laura.
Cruzaron una mirada cómplice, por
primera vez desde que habían subido al helicóptero.
Metódica como era, admiraba en él esa
capacidad de arremeter contra todo lo establecido y salir bien librado…al
menos, la mayoría de las veces.
—Hacemos una buena pareja acá arriba,
también—le dijo ella, con todo orgullo.
Él supo que, en lenguaje de su
esposa, eso significaba un halago, a la par de una oferta de paz.
Por detrás de ellos, apenas se
estabilizaron, el médico de combate empezó a ocuparse de Cata. La revisó,
rápido, comprobando los signos vitales.
—Vamos a ponerte una vía—le informó.
Esteban permanecía a su lado, sin soltarle la mano.
El enfermero le cortó una manga con
una tijera, sin decirle nada. Le humedeció el brazo con un algodón, antes de
clavar allí una aguja diminuta, conectaba a una larga y fina manguera plástica
que a la mitad tenía una especie de tapón. Un poco más arriba se veía una llave
reguladora. Colocaron el final de la vía a una bolsa roja que estaba en un
gancho que sobresalía de las paredes de la cabina.
—Es tu sangre—le aclaró el médico, al
darse cuenta que ella miraba a la bolsa colgada. Antes de un despliegue se hacía
ese procedimiento con los pilotos para asegurarse de tener unidades que fueran
por entero compatibles con el receptor, hasta en los más mínimos detalles—.
Vamos a transfundirte en tanto llegamos. ¿Cómo prefiere que le diga, teniente?
¿Cata, Gringa?
—Dicen que cuando un médico militar
es amable con una, es que está realmente mal—respondió ella, preocupada.
El médico sonrió a medias, como
cuando a un niño lo encuentran en medio de una travesura. Luego se dirigió al
enfermero. Le administraron el contenido de una jeringa por el dispositivo de
punción que existía a mitad de la vía.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Un antibiótico. Y algo para ayudar a
bajar la fiebre.
—¿No tiene algo para el dolor? Me
está matando—le pidió Cata.
—Esperaremos un poco para eso. Es
mejor que estés consiente. Si me disculpa, teniente, debo hablar con los
pilotos.
Ella apoyó la cabeza contra la
camilla. Empezaba a sentirse mareada. Notó que el doctor iba hacia adelante y
cambiaba unas palabras con Leo. No entendió al principio por qué no lo hacía
desde allí, tenía los auriculares con el micrófono puesto.
“No quiere que escuche lo que está
hablando”, pensó y eso la llenó de dudas.
Luego que el médico les comentara lo
apremiante de la situación, entres susurros para volver con su paciente, Leo y
Laura se quedaron viendo.
—Necesitamos llegar cuanto antes—dijo
él.
No era para menos. El galeno les
había puesto claras las cosas: no estaba seguro de poder mantenerla estable por
el tiempo estimado del vuelo.
—Estamos al máximo de los motores.
—Si lanzaras los tanques
suplementarios de combustible, el ahorro de peso nos haría ganar algo más de
velocidad. Elevarnos un poco, también aportaría lo suyo.
Laura lo miró y Leo supo lo que pensaba.
No era como estaba planificada la misión. Implicaba, asimismo, quedarse sin
combustible extra para afrontar cualquier modificación del plan de vuelo.
Retornarían a la base con lo justo.
Ella echó una mirada, rápida, hacia
atrás. Cata estaba muy quieta, tumbada en esa camilla. Se veía realmente mal, el
sudor le corría por todo el rostro y tenía un leve temblor en la mano que
aferraba Esteban.
Volvió la vista al panel de
instrumentos y levantó una pequeña palanca metálica. Se sintió un ruido seco a
ambos lados del helicóptero, a la par que la aeronave se sacudía levemente,
antes de ganar altitud.
—Tanques externos lanzados—le dijo
como si hubiera cometido el peor de los pecados, antes de empezar a tomar mayor
altura.
Esta historia se continúa en: Misión en el Trópico 15: Los frutos de la victoria
NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.