Misión en el Trópico 15: los frutos de la victoria
Capítulo anterior: Misión en el Trópico 14: Un rescate audaz
Llegada contra reloj
“El tiempo es la cosa más valiosa que una persona puede gastar”.
Theophrastus
Esteban, sin soltar
la mano de Cata, observó como el mayor Arroyo, el médico de combate que
integraba el equipo de rescate, resoplaba en silenciosa contemplación de su
paciente.
Ni falta que hacía
preguntar a qué obedecía esa cara de frustración, de creciente preocupación.
Hacía un rato que Cata ya no apretaba la mano contra la suya. Entraba y salía
de la lucidez.
Por encima de
ellos, el motor aullaba metálicamente, exigido al máximo para descontar el
mayor tiempo posible en el tránsito a la base de despliegue adelantado.
La tensión era
palpable. Todos sabían lo que podía pasar y rogaban porque no ocurriera.
Estaban instruidos para lidiar con ese tipo de situaciones. Pero ningún
entrenamiento formaba cuando quien se evacúa herido es una cara conocida.
Alguien con quien se ha compartido cosas.
—Odin, aquí Frigg. Freya
en condición crítica. Solicitamos prioridad táctica.
Rompía, Laura, el
silencio de radio impuesto a la misión. Algo por demás llamativo en quien
siempre se ajustaba a las reglas.
La respuesta del
centro de control fue casi inmediata:
— Frigg aquí Odin. Autorizado. Tiene prioridad para
aproximación y aterrizaje. Se ha cerrado el espacio aéreo y el aeropuerto para
ustedes. Pista veintidós libre y a la espera.
El aeropuerto solo
tenía una pista, a pesar de la designación. Es que internacionalmente dichas
pistas se designaban conforme la dirección de despegue en grados magnéticos. En
Markani estaba orientada 220 grados hacia el suroeste por lo que se la
denominada 22 a pesar de resultar la única de la aerostación.
Claro que eso
implicaba quedar a medio kilómetro de la instalación médica de campaña a donde
debían llevar a Cata.
—No va a llegar—le
dijo Leo, que era el único además de Laura que escuchaba la comunicación con el
control de la misión.
—Negativo Odín,
descenderemos tan cerca como podamos del hospital móvil.
—Copiado. Personal
de apoyo terrestre enviado al lugar.
Ella miró hacia el
block de notas que tenía aferrado por una banda plástica a su pierna derecha,
sobre el cuádriceps. Allí había anotado lo que el médico de combate había
pedido.
—Necesitamos tengan
allí una sala de trauma, el quirófano preparado, con el personal al completo de
cada uno.
—Recibido, Frigg.
¿Tiempo estimado de llegada?
—Doce minutos,
Odim.
—Estará dispuesto.
Quedamos atentos en frecuencia abierta, Frigg.
Laura se miró con
Leo, Leo miró hacia atrás. El doc había tomado una mascarilla de oxígeno y se
la colocaba a una atribulada Cata.
—Vamos a ponerte
esto para que respires mejor—le dijo.
Conservaba la
tranquilidad en las formas, la sangre fría de quien ha visto a muchos en esas
situaciones. Ningún gesto, ninguna palabra delataba nada de lo que estuviera
pensando.
A Leo se le heló la
sangre de ver eso. Le parecieron palabras de funebrero, toda la escena le sabía
a un mal desenlace. Esteban, sin soltarle la mano, tan recio siempre, parecía a
un tris de empezar a llorar.
Volvió la vista
adelante. Por fortuna Laura llevaba los mandos, no sabía si él podía hacerlo.
La que estaba allí, cada vez peor era la mejor amiga que había tenido. Alguien
con quien no creía haberse comportado del todo bien.
Ella lo había amado
y él no. Leo se había refugiado en ella cuando rompió con Laura, solo para
terminar de entender que el amor de un solo lado, no se contagia al otro. Fue
una sola noche en que, apenas aquietadas las pasiones, ambos supieron que se
había tratado de un error. Con un dolor inmenso ella, con la mayor culpa él.
Se querían de
distinto modo, siempre lo habían hecho y a ninguno le agradaba ni conformaba lo
que el otro sentía por él. Era lo que los había llevado a evitarse durante todo
este tiempo. Laura, con muchos más motivos para recelarla, había limado
bastante de las asperezas entre ellas, sin volver a ser plenamente amigas. Como
lo había hecho, para Leo era un absoluto misterio.
Quizás, como él, la
distancia no surgía de odio ni del rencor, sino del temor tanto a lastimar como
a ser lastimado de nuevo. Por no querer perder la ilusión de una amistad, no se
había acercado a ella y eso ahora, viéndola así, le acuchillaba la conciencia.
Entraron a la zona
del aeropuerto todavía a máxima velocidad, en línea recta, sin orbitar ni nada
que se le pareciera. Los privilegios de tener toda el área para que solo ellos
volaran.
Sobrevolaron la
plataforma, despejada de aviones para ellos, pero Laura no aterrizó allí aunque
solo estuviera a un centenar de metros del hospital móvil. Lo hizo en un sitio
libre de vegetación por detrás de esa instalación que se utilizaba en ocasiones
como estacionamiento improvisado. Por fortuna, ese día no tenía vehículos.
Leo la observó
maniobrar en el poco espacio disponible, con árboles de una parte y una línea
eléctrica de la otra, sin que nada pareciera afectar su calma. No existía mucho
margen para nada, con las palas rotando a unos pocos metros por lado.
Quedó a pocos pasos
del conjunto de módulos que albergaban al hospital. Acababa de posar las ruedas
en la tierra, con los motores aun encendidos, cuando el equipo médico alrededor
de una camilla metálica con ruedas se precipitó sobre ellos. Vestían guardapolvos
blancos largos, abiertos por encima de sus uniformes de combate. La puerta
lateral se abrió y Cata fue traspasada de una camilla a la otra, de forma
veloz.
En tanto la
llevaban adentro, cada cual le hacía algo. Un par de asistentes cortaban con
unas tijeras el buzo de vuelto, en tanto los médicos, el de combate que había
bajado del helicóptero y el que había salido con la camilla se pasaban
instrucciones.
Cata observaba todo
eso con extrañeza. No estaba allí, no en verdad. Flotaba en alguna parte, ajena
en parte a sí misma. No se sentía dentro del cuerpo.
Observó a Leo
cuando la bajaron del helicóptero. Se habían esquivado todo ese tiempo. Vino,
la tomó por la mano y luego se fue. El gesto de un amigo o una muestra culposa,
tal vez un poco de ambas. Lo miró sin decir nada, pero mucho más la sorprendió
que no fue algo que la hiciera sentir mucho. Entendió el afecto, pero estaba
más pendiente de los ojos de Tebi, mortificada por lo preocupado que se hallaba
por ella. De una forma u otra, sin quererlo ella, él siempre terminaba
sufriendo por sus cosas.
No, no le provocó
mucho más que sentir el afecto. Fue el momento, mientras la entraban a la carrera
al hospital móvil que entendió que finalmente lo había dejado atrás.
Ya no eran. O,
mejor, él ya no era para ella lo que alguna vez había sido.
La debilidad y la mascarilla
de oxígeno que llevaba se lo impidió. Alguien trato de sacar a Tebi pero ella
lo tomó por la mano y no lo soltó. El mayor Lagos observó eso y le permitió
quedarse, advirtiéndole que no estorbara.
Se sintió pesada.
Como si todos los esfuerzos de los últimos dos días se abatieran, inclementes,
sobre ella.
Entrecerró los
ojos. Cada vez se sentía más distante de todo lo que le pasaba. Vio el rostro
del médico frente a su cara, pero no llegó a oír lo que le decían. Todos
hablaban muy bajo. Por el movimiento de los labios entendió que le decía algo
como que permaneciera despierta.
La camilla se
detuvo en algún sitio, que tenía una luz en el techo que martirizaba sus ojos. La
mano de Tebi se le soltó y no pudo asirla de nuevo. Los ojos se le cerraron
contra su voluntad. Caía en alguna parte.
116
Espectros humanos
“La tolerancia se
convierte en un crimen cuando se tiene tolerancia con el mal.”
Thomas Mann
Medot entró en esa celda húmeda y
maloliente, solo para encontrar allí los frutos de la miserabilidad humana.
Luego fue a otra, y otra más, con igualmente resultados. A la adrenalina de un
combate rápido, ahora se le unió la bronca.
La mayoría de las celdas estaban
ocupadas por seres de miraba perdida, cuerpos esqueléticos, golpeados,
quemados, con laceraciones y heridas varias. La mayoría no podía tenerse en pie
ni aferrar cosas. Los miraban con la extrañeza y ajenidad a lo que ocurre a su
alrededor de aquellos que han abandonado toda esperanza.
En un patio
alrededor de los edificios habían agrupado a los prisioneros. Era una imagen
impresionante de más de medio millar puestos de rodillas, alineados en filas e
hileras, con los brazos por detrás de la cabeza, siendo custodiados por muy
pocos guardias armados.
Medot los observó. No era algo cómodo estar
así pero no tenía otro remedio para controlar a tantos. Miró a sus rostros,
viendo la sorpresa y la incertidumbre en ellos. En realidad, si no fuera por el
quiebre de su voluntad de lucha, provocado por ese ataque repentino y
contundente, podrían por su solo número, aun desarmados, ponerlos en serios
aprietos.
Por eso, debían
permanecer así, pensando que estaban a merced de lo que pudieran hacerle sus
captores, creer que los hombres de Medot estaban en completo y definitivo
control de la situación.
El teniente
coronel puso a los prisioneros sacados de las celdas a reconocer a quienes
habían tomado parte de sus vejámenes. Algunos lo hicieron, otros se refugiaron
en el miedo.
A quienes
señalaban eran sacados del grupo y llevados aparte, donde se los ataba por las
manos con precintos.
Estaba en eso,
cuando al pasar con los liberados a un lado del inmenso grupo, algo le llamó la
atención: una tirrilla negra, de tela lustrosa que terminaba en un broche
dorado sobresalía del bolsillo del pantalón de combate.
Se volvió a ver,
para advertir que el hombre sudaba, tras haber advertido que lo mirada, por su
visión periférica.
Tiró de la cinta,
sacando fuera de ese bolsillo un corpiño de negro de encaje, hecho de seda, que
tenía la marca de Agent Provocateur, una línea de lencería de lujo
británica mucho más cara en sus prendas que la más visible Victoria's Secret.
No le quedaron
pocas dudas al teniente coronel, de a quien pertenecía esa prenda.
Lo sacó del grupo
y lo arrojó a la pared más cercana, con fuerza, sosteniéndolo por el cuello del
uniforme.
—¿Así que te gusta
sacarles la ropa a las mujeres?
Se lo entregó a
uno de los suyos, antes que cediera a la tentación de hacer algo mucho, mucho
más drástico. No podía cederse a las pasiones, cuando el tiempo corría y la
operación inicial se habían complejizado. Debía acomodar una treintena de
nuevos evacuados, para lo cual decidió prescindir de los dos vehículos
ultraligeros que había traído, básicamente artillería móvil, que ya habían
cumplido su cometido. Los acomodaría en el espacio resultante en el cuarto
helicóptero.
Tras quitarle las
lanzaderas de cohetes, los hizo estallar con granadas incendiarias. Dos piras
de llamas rojizas se elevaron al cielo, desbordando las estructuras de metal y
carbonizando todo lo que no era de ese material, incluidos neumáticos y
asientos.
Mandó a llamar,
entonces, al oficial que había llevado a cabo la faena.
El teniente segundo Cabriza se le presentó desde la oscuridad. Estatura media, delgado, bigote de
rigor para quienes hasta hace no mucho no podían tenerlos por ser alumnos de un
instituto militar. La insignia de fuerzas especiales y la de paracaidistas que
casi todos llevan allí, le suma en la manga la de “sapper” del ejército
estadounidense. Un especialista en remover obstáculos varios. En la mayoría de
los casos, haciéndolos saltar por los aires.
—¿Tenemos
explosivos para destruir todo esto?
El oficial se lo
quedó mirando.
—¿Qué quiere decir
con eso mi teniente coronel? ¿Este edificio?
—Hablo del cuartel
entero. Hasta los cimientos mismos.
El zapador asintió,
procurando disimular el entusiasmo.
—Podríamos usar la
reserva de combustible que tienen, para potenciar el explosivo que tenemos.
Ardería como una hoguera gigante, lo que quedara tras la detonación.
—Me parece
perfecto, teniente segundo. Quiero que todo esto desaparezca del mapa.
117
Retorno con gloria
“No me basta tu
recuerdo, ahora quiero tu regreso”
Tiziano Ferro
Bajaron
con la euforia de los vencedores, con el personal de tierra aplaudiéndolos,
abrazándolos y vivándolos en tanto bajaban de los helicópteros.
Medot
participaba de la algarabía general, hasta que vio a esa mujer insufrible
acercársele.
—Parece muy alegre por lo que acaba de hacer.
Percibió
con cierto hartazgo que venía en son de pelea.
—Teníamos
una misión y se cumplió. Estoy satisfecho de eso.
—Llama
misión a eso. ¿Arrasar con todo lo que pudo? Ví la filmación del satélite. Una
orgía de violencia.
Él pensó
en esos cuerpos esqueléticos, en el tráfico de comunicaciones en la evacuación
de una piloto que no estaba nada bien.
—Dígale
como quiera. O más bien, no me venga con sus lindas y altisonantes palabras
cuando no sabe nada de lo que ocurrió allí.
—¿Dígame
entonces que pasó para tener semejante conducta?
Entonces
la tomó por el brazo, sin previo aviso, y la llevó con él. A Madie, como le
decían a sus espaldas en el edificio de cristal de la secretaría general de la
ONU, el arrebato la tomó desprevenida. Tano, que no pudo reaccionar sino tras
haber dado una decena de pasos.
—Oiga,
que está haciendo.
—¿Quiere
la verdad? Muy bien, voy a enseñársela.
La soltó
recién cuando llegaron a la rampa del cuarto helicóptero, donde personal de
sanidad se ocupaba de los prisioneros que habían rescatado.
—¿Qué es
esto?
Todavía
luchaba por recobrar el equilibrio emocional. A Madeleine Seydoux nunca pensó
que pudiera pasarle eso. Que un gesto, por brusco que fuera, pudiera
movilizarla de esa forma.
—¿Qué le
parece que sea, señora representante especial?
Seydoux
estaba atónita con lo que veía. Lo había leído mil veces en informes, visto
otras en filmaciones. Pero nunca lo había tenido en frente, a un par de metros
nada más de sus zapatos de taco bajo de diseñador italiano.
—¿Usted
les hizo esto? Está visto que más allá de su uniforme y sus insignias no es más
que un violento.
Medot le
señaló a los hombres con precintos que eran bajados bajo custodia armada, del
King Stalion contiguo.
—Fueron
ellos. Aunque repugne a su delicadeza diplomática, el mundo está mejor sin una
prisión donde se torturaba gente.
Por una
vez, ella no supo qué decir.
—No tenía
idea—dijo al fin, sin salir de su asombro.
—Eso
queda más que claro—le arrojó Medot, para luego darse la vuelta para volver con
los integrantes de su unidad.
—¿Es un
hombre insoportable, sabe? —oyó que le decían, por detrás.
—Usted es
la que viene a increparme, madame. Si me permite, tengo heridos de mi gente que
debo ir a ver.
Lo vio
alejarse, tratando de recuperar la respiración. Hacía tiempo que no perdía el
control de ese modo. Que Medot hubiera hecho explotar unos edificios o media
isla no era el problema. Lo que realmente le molesta de él era esa
seriedad de piedra, esa actitud recia con casi todo. La atraída y la
enojaba al mismo tiempo. Sedoux tenía un título de sicología de la Sorbona que
le llevaba a comprender ese fenómeno: se trataba de la negación del deseo.
118
Reencuentros
Solo nos separamos para reencontrarnos.
John Gay
Hubiera
querido que se la tragara la tierra, luego de escuchar esa pregunta.
—¿Dónde
está Shamu?
—Eso es
precisamente de lo que quiero hablarle, mi teniente.
Para
peor, el perro ese que no solo no se le despegaba, sino que se refregaba contra
la pierna de Chechu.
—¿Y ese
perro? ¿Por qué anda con un perro en lugar de Shamu?
“Nunca
pensé que preferiría la muerte a seguir una conversación” pensó Chechu. Cuando
Laura la trataba de usted, sin mencionar nombre o grado, es que estaba
verdaderamente a un paso de pasar de la tranquilidad a la cólera con ella.
La cosa
no pasó a mayores cuando Laura observó a Shamu bajando del avión de mando con
el general.
—Ya vamos
a hablar—le tiró con cara muy seria a Chechu, en tanto iba a su encuentro.
Insólitamente,
el perro dejó de rascarse en su pierna para ir tras Cayetano. Al principio,
Laura fingió que no existía, pero cuando tras alzar en brazos al pequeño, éste
quiso bajarse para jugar con el perro, no tuvo más remedio que empezar a
tomarlo en consideración.
—Se portó
muy bien—le dijo Cañones.
—Es algo
inquieto—justificó Laura por anticipado.
El
general le contó entonces cómo había logrado que se quedara quieto: ponerlo en
una pantalla que seguía el curso de su helicóptero. Leo se sintió orgulloso y
Lau pensó que iba a morir de felicidad.
Volvieron
a la antigua residencia del comandante de la base francesa, esta vez no solo
con un chico, sino también con un perro. Shamu no había querido separarse de su
nuevo amigo. Verlo sonreír tanto, convenció a Cayetano de tener que seguir
soportando al can.
—Empezamos
a parecernos peligrosamente a una familia—bromeó Leo.
—¿Y eso
te molesta? —preguntó ella, manteniéndole la mirada en busca de percibir su
reacción al asunto.
—Hubiera
huido despavorido hasta no hace mucho. Pero no, por alguna razón, no es algo
que me moleste. Todo lo contrario. Debe ser el clima, el maldito calor de este
país.
El último
comentario había sido una de sus clásicas chanzas que decía cuando se descubría
que hablaba demasiado en serio para su gusto. A Leo no le gustaba ponerse
solemne, ni hacer las cosas como los demás. Pero, por lo que fuera, últimamente
estaba bastante hogareño. Laura quiso pensar que era por ella y le rodeó el
brazo con el suyo.
Sí, tenía
razón. Empezaban a parecerse a una familia. Y lo que era más importante en la
cuestión para ella: empezaba a ver que con Leo no solo podía apasionarse sino
también construir un hogar. Muchas de sus dudas al respecto, se habían
evaporado, notó entonces.
Laura tomó
una ducha luego de quitarse un buzo de vuelo empapado como si hubiera nadado en
un río. Se quedó bajo la lluvia, apoyada con las manos contra los grifos. El
vapor saturaba cada centímetro de espacio en ese espacio vidriado.
Todavía
tenía las vivencias de la misión sacudiéndose en el cuerpo. Había roto las
reglas por primera vez en vuelo. Arrojar los tanques, mandarse ese aterrizaje
en el mínimo espacio detrás del hospital. De hecho, el NH 90 seguía allí.
Ningún otro piloto se había animado a sacarlo de ese sitio, por lo que
esperaría por ella hasta el siguiente día, para elevarlo y llevarlo a su lugar
habitual.
Estaba
desconocida. Si Shamu le había mostrado un mundo de sentimientos, el estar allí
de misión parecía despertar su lado salvaje cuando volaba.
Se sentía
una desconocida para sí misma, en transición hacia alguna parte. Era algo que
no dejaba de tenerla inquieta, sobre todo a la perfeccionista y escrupulosa
cumplidora de formas que había sido hasta entonces.
Recordó
las clases de biología en el Instituto. Metamorfosis, del griego meta-morfé, "más
allá de la forma anterior". Se preguntó si algo de eso podía
aplicársele, en que estadio estaría de ser así y, lo más importante: a dónde es
que estaría yendo.
Hasta
entonces, desde entrar al liceo militar a los 12 años y luego al Instituto de
oficiales, su vida había girado en torno del mundo castrense, sus ritos,
exigencias y objetivos. Luego, Leo puso su mundo de cabeza y esta misión había
terminado por darle la vuelta completa.
Por
primera vez en su existencia, otras cosas que los logros militares ocupaban su
tiempo y sus ganas.
Sintió el
vidrio de la puerta de la ducha que se abría y unos brazos conocidos que la
tomaban por detrás. Una voz aún más conocida le susurró al oído.
—Antes
que preguntes, está muy dormido. Acabo de llevarlo a su cuarto.
No, no iba a preguntar eso. Desde que Shamu estaba con ellos, su vida íntima se había complicado un poco. Solo se echó hacia atrás, sacando las manos de los grifos para echarlas atrás y buscar las caderas de Leo. Necesitaba de él. Era ese presencia que imprimía colores a su mundo, la contenía y morigeraba los arrebatos propios de su carácter guerrero.
Como siempre luego de una misión de riesgo, terminaban buscándose el uno al otro, como si tuvieran fuego por dentro.
Su vida era la aviación, como la de Leo. Era la natural consecuencia de tener alas en el alma. Pero, ella siempre tan estructurada y celosa de sus deberes antes que practicar sus alegrías, había encontrado en Leo aquel con la capacidad de abrirle una Puerta a otro mundo: donde las obligaciones cedían al placer, donde uno podía ser uno, dejar de ser un teniente, un comandante de aeronave, un oficial con todos sus tareas.
Y también allí, como hacía mucho cuando todavía ambos eran cadetes, se elevaron otra vez, con las ponderosas alas de un espíritu en llamas que abrazaban pero no los consumían, a través de ese cielo interno que ambos habían construido. Se fundieron en él, en tanto llevaban más y más alto, muy adentro en lo profundo de la noche, en el vapor de una ducha.
Se hundió en él. Vehemente, ansiosa, expectante, tenaz. Y, siempre tan pendiente de todo, se dejó caer en las emociones. Se entregó y abrió a él, como Leo lo hacía con ella.
Fue de los mejores vuelos que tuvieron. De esos otros, que justificaban seguir sintiéndose vivos. La clave de vuelo por la cual, pese a resultar tan distintos, pese a las fricciones diarias, a tener diferente opinión en casi todo, permanecían monolíticamente juntos.
119
Volver en sí
"Tenemos la
mala costumbre de no apreciar lo que de verdad importa, y solo entonces te das
cuenta de lo que de verdad importa.''
Charles Bukowski
Fue lo primero en que reparó, luego
de volver de las brumas de la anestesia. La habían operado o algo así. Le era
difícil recordar algunas cosas de su rescate. Y, considerando por lo que había
pasado, tal amnesia no dejaba de ser una dicha. Pero sí tenía perfectamente en
claro que Esteban había estado allí, todo el tiempo, con ella.
Lo observó entonces, dormido en la
silla con la cabeza caía a un lado, la posición era incómoda y se notaba en su
sueño esforzados. Todavía no sabía qué tenía con él, pero se trataba de algo
especial. Esteban nunca había perdido la fe en eso, ella sí. Se había
equivocado, lo descubrió allí, en esa cama, al verlo allí.
Sí, había algo entre ambos. Lo podía
ver en la forma que aun peleados no querían romper con la relación primero, y
luego de esa noche en Nairobi, cómo se mantenían juntos sin dar ninguno otro
paso, sin declaración alguna, sin volver a caer en fórmulas del pasado que
habían dolido y mucho. Parecía que habían borrado las palabras novios,
comprometidos, entre otras. Pero no la intención de estar ligados de alguna
forma.
No hablaban mucho, se entendían con
la mirada, nada se pedían, pero estaban siempre atentos a lo que pudieran dar
al otro. Lograban empalmar de nuevo, luego de haber roto no hacía mucho. Ambos
estaban cambiados por ese fracaso, y la pérdida subsiguiente. Por eso ahora, en
esa nueva instancia, ya no eran tan tercos, ya no tan orgullosos, ya no tan
ciegos a lo que podía sentir el otro, ni obstinados en tener la razón, más
atentos a disfrutar de estar juntos, de apasionarse de a dos sin orgullo ni
pretensiones. Dejaron de quererse a medias, de no mostrar aquello que sentían.
Es que en el tiempo pasado el uno sin el otro, se habían extrañado demasiado y
añorado aún más. En el caso de Cata era aún más mortificante: debía aceptar que
había perdido el tiempo detrás de espejismos, de metas imposibles, de falsos
sueños.
Esteban se despertó. Se estiró,
adolorido, antes de percibir que ella lo miraba. Cata le extendió su brazo
sano, el izquierdo, al otro lo tenía vendado y adolorido.
Él se paró de la silla y tomó esa
mano.
Cuando cadetes en el instituto, había
una frase que se decía: las personas que realmente te importan son aquellas en
las piensas cuando realmente crees que vas a morir. Cata durante su tiempo huyendo
en la selva, y luego en esa celda de cemento oscura donde la mantuvieron
prisionera, había pensado mucho en él.
Hubo una sonrisa de alivio que ella
adoró. Fueron unos cortos segundos que mostraron toda la preocupación y el
dolor que había tenido por ella hasta entonces. Ese gesto sencillo le reveló
mucho más sobre él y cómo la había pasado en su ausencia que cualquier palabra
que le dijera.
Cata descubrió que no era la única
que había sufrido por todo lo que le había ocurrido.
También esa sonrisa le mostró que la
felicidad para él, invariablemente la comprendía a ella. Y eso era algo
que, descubrió, le importaba y mucho.
Solo se quedaron así, por un buen rato. Sin dejar de mirarse, sin romper ese silencio que una sola palabras. Tomados de la mano, sin soltarla él, sin soltarse ella. Experimentando, por primera vez en mucho tiempo, un momento en que volvían ser una pareja. Quizás, como nunca antes lo habían sido.
120
Conferencia de
prensa
“La política es un
asunto demasiado serio como para confiárselo a los políticos”.
Charles De Gaulle
Madeleine Sedoux sonrió con satisfacción ante las cámaras. La operación de rescate había llegado a los titulares de los medios del mundo y ella estaba dispuesta a capitalizarlo.
Enfrente
de ella, parada tras un atril, dos docenas de reporteros de los principales
medios del mundo se ufanaban por hacerle preguntas.
—Buenos
días. Haré primero una declaración y luego contestaré alguna de sus preguntas.
Las voces
se acallaron y la calma volvió a ese recinto que se usaba para los encuentros
con la prensa en la base adelantada de despliegue de la fuerza internacional.
Asombrosamente,
el Force Commander no había puesto ningún obstáculo a que la llevara a cabo.
Todavía no entendía esa generosidad. En el palacio de cristal de dónde provenía
en Nueva York, se trataba de un sentimiento desconocido.
—En el
día de ayer, fuerzas de la coalición internacional que opera bajo mandato del
Consejo de Seguridad para restablecer la paz en las islas de Kubatu lanzó una
operación de rescate a fin de liberar a la Teniente de Vuelo Catalina
Bataglini, quien estaba allí prisionera flagrante violación del derecho
internacional.
Se
aseguró de ver hacia adelante y comprobar que las cámaras detrás de los
periodistas sentados la enfocaban, antes de expresar la siguiente frase:
—Me
complace, como Representante Especial de Naciones Unidas, en anunciarles que la
operación ha tenido éxito y la teniente Bataglini está sana y salva entre
nosotros.
La
primera pregunta de la ronda correspondió a un hombre canoso de cara angulosa
que vestía una campera en la primera fila.
—Anderson Cooper de CNN ¿Usted autorizó esta
operación?
—Como
dije, la operación fue conducida por fuerzas de la coalición internacional.
Procuramos apoyarla en todo lo posible para que fuera exitosa y lo hemos
logrado. Siguiente pregunta.
—Megyn
Kelly para Fox News, algunos países de la región al censurado la violencia
desplegada en la operación.
Madie
conocía bien a esa rubia con corte carré desmechado. Se había peleado con Trump
en la campaña que le hiciera ganar la presidencia. Desde entonces no la pasaba
mucho. Es que entre las pocas fotos que atesoraba para su intimidad, que nunca
mostraría en público, la más grande de todas y con mejor portarretrato, era la
de Madie con Donald Trump.
—Aun sin
estar vinculada a su planeamiento, creo que no debemos perder de vista que se trató
de una misión de rescate en una localización donde miembros de una milicia
armada del partido gobernante en Kubatu violaba derechos humanos básicos.
Esperó un
par de segundos, como para hacerla caer. Cuando Kelly intentó abrir la boca
para repreguntar, se le adelantó con las maestría que solo tres años como
vocera de la ONU podían darle.
—Siguiente
pregunta.
La rubia
intentó protestar, pero un colega se le adelanto con una pregunta nueva:
—John
Sudworth de la BBC, ¿qué se hará con las personas capturadas en esa incursión?
—Serán
enjuiciadas. Aquí, en Markani. Algunas de las víctimas son nacionales de este
país y eso posibilita la jurisdicción local, conforme el asesoramiento brindado
por el órgano jurídico de la Fuerza Internacional. Entiendo asimismo que las
autoridades del país están dispuestas en tal sentido.
Sonrisas,
flashes, filmaciones varias. Ella también tendría, luego de esa conferencia de
prensa, su parte de gloria en el asunto.
Sonrió
aun más ampliamente al pensar en eso.
121
Una visita especial
“Admirar es amar con la mente”.
Theophile Gautier
Cata abrió los ojos
a desgano. Al principio no pudo recordar dónde se hallaba, No podía recordar dónde
se encontraba. Parpadeó, intentando aclararse la visión y las ideas. Pasaron
unos segundos antes que reconociera al cuarto de hospital. Era la única
paciente en el módulo de internación femenina, lo que equivalía a tener una
especie de cuarto espacioso solo para ella. Las metálicas se hallaban pintadas
de un blanco uniforme. Entre su cama y la siguiente había varios aparatos de
acero inoxidable y una bombona de oxígeno sobre un carrito. Tenía un tubo de plástico
metido en la nariz, varias almohadas junto a ella, y la mitad superior de su colchón
estaba algo elevado sobre la horizontal.
El apagado zumbido
de unos motores de avión terminó por espabilarla. Un Rafale despegaba hacia
alguna parte.
Vestía una bata
blanca de hospital que se anudaba por detrás. Tenía una sonda en su brazo que
terminaba en una especie de sachet de un líquido transparente.
El atontamiento por
los sedantes se desvanecía, terminando de hacerla adentrarse en la lucidez.
Recordó al doctor,
el mismo que la había tratado en el helicóptero, echando con amabilidad, pero
también firmeza a Esteban de allí para que fuera descansar la noche anterior.
Luego, pese a sus protestas, le había inyectado un sedante para que durmiera.
Se quitó la cánula
nasal conectada a un tubo de oxígeno que tenía en su extremo dos extensiones
nasales cortas y blandas que se le introducían en la nariz. El dolor en el
hombro, que le habían vendado y en la pierna donde la habían operado será
asordinado, mucho más soportable que antes de ser llevada allí. Aun cuando le
dolía la cabeza y tenía un gusto ácido en la boca, ya no tenía fiebre.
La puerta se abrió y entró el doctor
que le había asistido en el helicóptero primero, y que la había puesto a dormir
la pasada noche. Llevaba un guardapolvo blanco con el caduceo alado del cuerpo
médico aéreo bordado en el bolsillo. Por debajo se asomaba, en las piernas el
pantalón de combate y en la parte del cuello, una remera de cuello redonda
color verde oliva.
—Buen día, teniente. ¿Cómo se despertó
esta mañana?
—Bien, supongo. —Cata parpadeó, para
luego intentar erguirse. Un dolor muscular le hizo desistir de momento—. ¿Cuándo
podré irme?
—No creo que pueda ni
levantarse, teniente.
Se acercó a la cama y comenzó a
examinarla. Le tomó la fiebre, la tensión, así como examinó su hombro vendado y
la pierna herida, anotando los resultados en la Tablet que traída consigo. Por
suerte, no volvió a colocarle ese pequeño dispositivo en sus fosas nasales.
—Tiene una asombrosa capacidad de recuperación, teniente. Al menos para alguien con un hombro dislocado y una esquirla en la pierna. La dejaremos en observación otro par de días y luego la evacuaremos a casa si su condición sigue estable.
—¿Puedo opinar al respecto?
—No. Eso es lo bueno de la medicina
militar. A los pacientes se les ordena en lugar de brindar solo un parecer
médico. Ah, tiene una visita esperando fuera.
—¿Una visita?
—Exacto. Si es que quiere recibirla.
Cata barajó sus opciones. No tenía
ganas de platicar con nadie.
—Realmente, no me siento con fuerzas.
—No se preocupe, le diré al general
que necesita descansar. Cosa que por otra parte es cierta.
—¿El general Cañones? —Sintió una
inexplicable sensación de sorpresa y vergüenza por lo dicho antes—. ¿Está aquí?
—Está esperando en la puerta. No
quiso entrar sin que le preguntáramos primero —Arrojo le dirigió una mirada de
complicidad—. ¿Lo dejo pasar entonces?
—Sí, claro—respondió Cata, intentando
sin éxito disimular su embarazo por haber dicho lo contrario un instante antes.
Si a alguien no podía dejar de atender, por varias razones, era precisamente a
su antiguo director y actual comandante—Un momento, ¿podría darme unos minutos
para ponerme presentable?
El galeno mantuvo esa actitud
cómplice.
—Veré cuanta charla pueda darle a un
general. Pero no creo que sean más de cuatro o cinco.
Cuando el doctor Arroyo salió del
cuarto, Cata se incorporó en la cama. Experimentó un ligero vahído y se quedó
sorprendida ante el rostro que la miró desde el espejo compacto que sacó del neceser
que encontró junto a la cama. Lucía demacrada y en las nacientes de su cabello
rubio se dejaban ver los primeros atisbos de la oscuridad propia de sus raíces.
Trató de ponerse lo más presentable
posible con el mínimo contenido del pequeño Tal vez Esteban lo había dejado
allí. Conocía sus gustos. Reprimió el sentirse algo absurda y superficial,
cuando observó la puerta abrirse. Apoyó la espalda en el respaldar metálico de la
cama, tratando de mantener la una postura lo más decorosa posible.
Cañones traía un pequeño paquete
entre manos.
—¿Cómo se siente? —se interesó, luego
de saludarla
—Mejor de lo que parezco.
Le entregó lo que llevaba entre
manos: chocolate suizo.
—¿Siempre trae esto a sus pilotos
derribados?
—Sé lo importante que es levantar el
ánimo luego de pasar por estas cosas. En realidad, es una vieja costumbre
cuando alguien volvía luego de pasarla mal en el frente.
—Habla de la guerra.
—Exacto.
—No creo que lo merezca. Perdí mi
avión y eché a la basura 70 millones de euros. Por no decir que me dejé
capturar.
—No sea tan terrible consigo misma.
No fue su culpa ninguna de las dos cosas. Nadie le endilga ninguna
responsabilidad. Todo lo contrario, van a proponerla para una medalla.
—Solo me alegro de estar viva. Es
usted demasiado generoso.
—No soy yo quien la propuso.
—¿No? ¿Entonces quién?
—El mayor Guillermo Montjuïc. Su jefe
de escuadrón.
Notó como ella se sorprendía con la
noticia.
—Pensé que no le caía en gracia.
—Es una persona de reglas firmes y
exigente con sus deberes. Pero no confunda eso con una animosidad en contra de
nadie. De hecho, está esperando fuera para entrar a verla.
—¿Puede hacerlo esperar un poco más?
— bromeó ella—. Me la hizo difícil en verdad.
Cañones sonrió.
—Típica perversidad femenina.
—Solo con algunos, mi general. Y
gracias. Sus palabras significaron mucho para mí estando allí.
—Nadie es olvidado en una situación
así. Estará en observación un par de días, por la operación. Luego la evacuaremos
a casa.
Notó que Cata se mostraba contrariada
a eso.
—Querría pedirle algo especial, mi
general.
—Sí, claro.
—No quiero ser evacuada. Quiero
quedarme, y volver con mi escuadrón.
Cañones lo pensó por unos momentos.
—Hablaré con el médico y veré lo que
puedo hacer. Pero solo si puede ser atendida convenientemente aquí.
—Lo que usted diga, mi general.
Se despidió y fue hasta la puerta. Se
detuvo allí, antes de tomar el picaporte.
—¿Gringa?
—¿Sí, mi general?
—Cualquier padre estaría orgulloso de
lo que ha hecho. Y un superior militar, también.
—Sería estupendo que quien lo es en
realidad me lo dijera.
—De hecho, debo llamarlo. Le prometí
que lo haría cuando despertase.
—Típico de él. Terceriza todo. Hasta
las relaciones con los hijos.
—No sea tan dura. Quiere hablar con
usted, pero no está muy seguro de cómo reaccionaría.
Cata no cambió su expresión de
desagrado.
—¿Por qué debería cambiar algo?
—Cuando toca vivir estas cosas, con
toda esa miseria, odio, sufrimiento, miedo y valor, a uno debe servirle, en
lugar de lamentarse, para intentar ser una mejor persona.
—Estoy bien.
Cañones le dedicó una de esas miradas
inquisitivas.
—No, no lo está. Como no puede
estarlo nadie que haya pasado por todo eso. No intente hacerse la fuerte,
Gringa. No es necesario, ni saludable.
Ella se lo quedó mirando. Había cosas
por demás embarazosas para decir. Tanto, como sentirlas. Una mezcla de bronca,
vergüenza, impotencia que la asaltaba a veces.
Solo asentí.
—No estoy loca…
—Nadie dice eso. Sólo que no juegue a
las escondidas ni oculte lo que siente. Ni se prive de recibir asistencia con
aquello que necesita para estar bien.
—Solo quiero estar a la altura de las
circunstancias.
—Lo ha estado, de sobra. Pero eso no
va en contra de sanar heridas. Se llevó el índice a la sien—. Aquí dentro.
—Usted se eyectó también—le dijo
Cata, con tono de pregunta. La relación de admiración con Cañones le venía de
sus días de cadete en el Instituto. Había leído todo sobre él, en los varios
libros de historia que tocaban la guerra.
—Dos veces, sobre territorio enemigo ambas. Se
lo digo con conocimiento de causa, Gringa. No sea cabeza dura y déjelo salir.
Busque ayuda especializada si lo necesita. La quiero bien y volando tan pronto
tenga las cosas en orden.
Era el mejor aliciente para imponerle
cualquier cosa, pensó Cata. Como cuando era director en el Instituto, el
general prefería mostrar el premio al final del camino que enfatizar los
castigos por no caminar.
Ella solo asintió.
—La dejo, tiene otra gente que
atender y luego debe descansar.
—¿Puedo pedirle algo más, mi general?
—Por supuesto.
—Esa medalla, si me la dan. Querría
que fuera usted quien la prendiera en mi pecho. Aquí en Markani, de ser
posible.
Cañones se sonrió.
—Es algo demandante, teniente.
Ella le devolvió una tímida sonrisa.
Como observó el general, era la primera sonrisa pícara que le veía desde
recuperarla de Kubatu.
—Ser consentida un poco me vendría
bien para esa recuperación de la que me habla.
—Puedo hacerlo con alguien que es
obediente en otros aspectos, como su salud.
Le extendió la mano. Cata notó que
era la izquierda, así no debía mover aquella con su hombro maltrecho. Como siempre,
pensaba en todo, varios pasos por delante. Ella se apresuró a estrecharla.
—Tenemos un trato, teniente de vuelo
Bataglini—le dijo, yendo a la puerta luego del apretón—. Cumpliré mi parte
cuando vea que hace lo mismo con la suya. Ahora, no sea demasiado dura con su
acongojado jefe de escuadrón.
Cata le dijo que sí a las dos cosas.
Mientras esa puerta se cerraba, pensó que él había obtenido de ella mucho más
que a la inversa. Pero advertir eso no le molestaba en lo más mínimo. Ver que
se preocupaba por ella, que estaba orgulloso de todo ese desastre de días
pasados, eclipsaba todo lo demás.
Como mientras se hallaba en el
Instituto, o cuando lo reencontró por esta misión en el trópico, se sintió
orgullosa de estar bajo su mando. Y, una vez más, envidió a aquella mujer que
había podido disfrutarlo como padre, por derecho propio y a tiempo completo.
122
El alivio de una
partida
“Justo cuando pensaba que era el final,
en realidad era el comienzo de algo especial”.
Charmaine J. Forde
Conjurada la crisis del derribo del
Rafale, tenido sus cinco minutos ante las cámaras para dejar en claro que era
parte del éxito, Madeleine Sedoux se apresuró en partir a Nueva York tan
imprevistamente como había venido.
Por qué
el general le había pedido que estuviera a su lado en la despedida, no lo
entendía. O, mejor dicho, no quería entenderlo.
Para
peor, a Cañones le sonó el celular y se retiró unos metros para hablar.
Quedaron solo él y ella, al pie de la escalerilla del Gulfstream G650 blanco
que debía llevarla de vuelta a la ciudad de la Gran Manzana. Se trataba de una
de las aeronaves civiles con tecnología de instrumentos más avanzada que
surcaban el cielo.
Vestía de
blanco un traje Chanel de dos piezas con zapatos negros de taco bajo. Mantenía
su cartera Louis Vuitton aferrada por las dos asas de la parte superior, con
ambas manos. Era muy vistosa, de lona Monogram, cierre con cordón en lateral
más otro cierre con gancho, con acabado en tono dorado.
Ella lo
miró con ojos cómplices.
—Creo que
debo disculparme por lo del otro día.
Se
trataba de una complicidad que él no iba a compartir. Por eso, tales palabras
no suavizaron en nada la rudeza de su expresión.
—¿Cómo
puede hacerlo, si sigue pensando lo mismo sobre mí? Que soy una suerte de
gorila con cierto pensamiento.
—¿Siempre
es tan directo?
—No
entiendo otra forma de ser que decir claras las cosas.
—Solo
quise ser amable
—No
siempre se puede serlo. O vale la pena
Ella le
echó una mirada admirativa.
—No estoy
acostumbrada a hombres tan... intensos. Esa brusquedad suya, despierta mi
curiosidad.
Al
parecer, eso de la sinceridad se le había pegado, pensó ella.
Quien
tenía enfrente era distinto de los demás exponentes del género masculino que había
conocidos. Seres cuyos modales impecables escondían una falta total de
carácter. Ególatras incapaces de tolerar que se los contradijera en algo. Seres
más preocupados por su aspecto, lo que vestían o como tenían arregladas sus
uñas.
Apostaba
a que Medot no se depilaba el pecho. Nunca había salido con un hombre que no lo
hiciera. Ese pensamiento la excitó y debió refrenarse para mantener la
compostura.
Se
conocía. Se había interesado en él, como un cazador con su presa. No se lo
sacaría de la cabeza, hasta lograr satisfacerse de él.
Es muy
distinto de las personas que frecuento. le reconoció, suprimiendo toda
referencia a que ese colectivo solo abarcaba hombres.
Medot la
miró como diciendo que ese era su problema y no el suyo.
—Nos
veremos, teniente coronel.
—Adiós,
madame
Ella
sonrió, malévola.
—Yo no
diría eso.
Al pasar,
Medot noto cierta presión en su trasero. Ella siguió como si nada, luego de
eso.
Cañones
había terminado con su llamada, justo a tiempo para saludarla ya con un pie en
la escalerilla del avión.
—Gracias
general. Fue muy instructivo pasar un tiempo con ustedes.
—Espero lo
aproveche.
—Créame que
sí y respecto de varias cuestiones.
—Me alegro
que hayamos podido entendernos.
—¿Acaso
me dejó otra salida? Usted es peor que yo general.
Lo miró,
seria esta vez. No había ni por asomo, la actitud para con Medot. El general no
pareció afectarse en absoluto por eso.
—No
estoy seguro que sea un cumplido. Que tenga un buen viaje, madame.
No esperó
a tener respuesta alguna de su parte para hacerse con la gorra. Se fue con ella
a su escritorio, caminando con un acompasado balanceo de caderas el cual, a
Medot no le quedaba duda alguna que era tan poco casual y tan calculado como
todo lo demás en ella.
Se volvió
para verlo de reojo, a un paso de entrar dentro de la aeronave. Pero el oficial
de comandos, rápido de reflejos, desvió la mirada hacia su oficial superior.
Como pudo
ver por la visión periférica, Sedoux tuvo un gesto
de desagrado, antes de entrar finalmente y que la puerta de la aeronave se
cerrase con un estrépito metálico.
Cañones
le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Todo en
orden?
—No lo
sé. Creo que acabo de ser ultrajado por una mujer. O algo así.
—No
parece muy afectado.
—Ese es
precisamente el problema.
El
general solo asintió. Se quedaron allí, sin cruzar otra palabra, hasta ver al Gulfstream
G650 blanco elevarse al cielo tras un corto carreteo por la pista.
—Por qué
la dejó organizar esa conferencia de prensa como si nos hubiera apoyado y parte
del mérito fuera suyo.
—¿Qué
mejor defensora quiere en la ONU sobre lo que hicimos que ella, ahora que no
puede separarse de lo llevado a cabo?
—Como
sea, es un alivio verla partir—se permitió reconocer Medot.
—En más
de un sentido, teniente coronel.
Medot se
volvió a verlo. Conocía que ese tono enigmático al pronunciar ciertas frases,
solo era el prolegómeno de mayores revelaciones.
—Ella
nunca aprobaría de lo que quiero hablarle, Medot.
Sí, era
tal cual. No se había equivocado al pensar eso.
En tanto
Cañones lo ponía al tanto de su idea no pudo evitar sorprenderse. Tenía todo
que ver con esa llamada que acababa de recibir.
Se trataba, con creces, de la cosa más loca y riesgosa que pudiera pensar Medot hacer allí, en ese trópico que amenazaba ser caliente no solo por las altas temperaturas, sino además por las luchas que se desatarían en breve.
Se pasó la mano por el cuello, sin saber qué decir. Nunca pensó que Cañones le estuviera hablando de llevar a cabo algo de esa entidad.
Esta historia se continúa en: MISIÓN EN EL TRÓPICO 16 (CAPÍTULO FINAL): LA GLORIA DE REGRESAR A CASA
NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.