Misión en el Trópico 16 (capítulo final): La gloria de regresar a casa
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Reclamos y
constataciones
“Como siembres, así recogerás”.
Cicerón
La observó, cabizbaja, recogiendo los
borradores de la reunión de operaciones que acababa de concluir para ir a
incinerarlos, tal como marcaban las regulaciones de seguridad.
Cañones sabía el porqué de esos ojos
tristes de Mariana.
—Termine con eso y tómese el resto de
la tarde, teniente segundo.
—Hay trabajo por hacer todavía.
—Creo que podremos arreglarnos sin su
tradicional eficiencia por un rato. Vaya.
Ella observó al general, sin entender
si le estaba diciendo lo que creía o no.
—No se guarde cosas, si realmente le
interesa.
—No son muy amables las que tengo
dentro para decir.
—Háblelo. Quizás no es como piensa.
—Lo pensaré, mi general.
—No se demore. Partirán en unas
horas. Usted sabe cómo yo los riesgos que implica.
Ella bajo la vista, procurando
ocultar lo afectada que estaba.
—Sí.
—De lo único que se arrepiente uno,
con quienes tiene afecto, es de lo que ha querido decirles y no lo hizo. Voy a
confesarle algo, de las cosas que más lamento de la guerra, luego de las
muertes, es no haberme podido despedirme en algunas ocasiones de quienes
partían en una misión.
Mariana lo miró. Qué otra cosa podía
hacer, después de decirle eso, que correr a un lado su orgullo y miedos para
hacerle caso.
Salió disparaba al módulo donde tenía su cuarto ese abogado, tan
particular y extraño como ella. Tocó la puerta, sin importarle lo que pudieran
decir. No era algo habitual que las mujeres fueran al sector de varones y
viceversa.
Al abrirse la puerta, lo observó
vesido con el uniforme de campaña negro, propio de las fuerzas especiales.
Sintió que el corazón se le agitaba en el pecho. Procuró calmarse.
Él la miró con extrañez.
—Supe que irá a una misión—dijo ella,
como si justificara que estuviera allí.
Él asintió.
—Despliego en unas cuatro horas.
—¿Le molesta que pase? No tomará
mucho tiempo.
—Ehh me encantaría, pero las reglas…
—Qué raro, un abogado hablando de
reglas—dijo ella, algo molesta, para entrar sin esperar a que dijera otra cosa.
Javier cerró la puerta.
—No es por mí, sino por usted. No me
gustaría que las habladurías…
—He pasado la mayoría de vida
cuidándome de cosas. Creo que me he cansado de ser tan cauta. No ayuda en nada.
—Entiendo.
—No, no comprende nada. Lo que le
pasó a Bataglini me removió muchas cosas. Más de las que podía llegar a
imaginar.
—Como a todos, supongo. Es algo que
podría pasarnos a cualquiera.
—Más aun a los que se ofrecen como
voluntarios para ir a una operación de riesgo. No siendo personal de combate,
sino de apoyo de combate.
Javier la miró, era claro que hablaba
de él. Mariana se paró en seco, antes de echarle en cara la pregunta de por qué
lo hacía. Debía controlarse para no mostrar la preocupación por lo que pudiera
pasarle, convertida en enojo. Temía por él y eso la hacía estar enfadada por lo
que había hecho.
—En resumidas cuentas, no me parece
que juegue al héroe.
—No se trata de eso. Hay ciertos
actos que debe cumplirlos un abogado, para que no puedan argüir luego una
nulidad. En cierto sentido, no quedaba otra que fuera parte del equipo.
Ella lo miró, buscando contradecir
eso, pero sin encontrar argumentos para llevarlo a cabo. Para su aflicción, era
cierto lo que decía.
Adoptó entonces un distinto ángulo
para sacar fuera lo que sentía.
—Me puso como su albacea, en caso que
le pase algo.
—Es el procedimiento. Antes de
cualquier misión operativa uno tiene que hacer todo ese papeleo.
—No son solo papeles. Es sobre mí.
¿Por qué lo hizo?
—Creo que no puedo pensar en nadie
mejor para arreglar mis cosas si algo me sucediera.
—No sé si sentirme halagada o enojada
con usted.
—¿Por qué tendría que molestarse?
— ¿No cree que va a afectarme que le
haya pasado algo, como para tener que lidiar con tontos trámites que no van a
cambiar nada?
Él la miró, sin saber muy bien que
decir frente a esa molestia.
—No fue esa la intención.
—También puso los seguros a mi
nombre.
—Nunca antes había tenido que pensar
en eso y no tengo a nadie que resguardar con ellos.
— ¿Usted cree que el dinero puede
compensarme no tenerlo?
Él la contempló unos instantes,
indeciso, antes de terminar por decir:
—Esta conversación se está volviendo
algo extraña.
—Qué más da. Usted es una persona
extraña. Yo soy una persona extraña
Percibió como la alteraba hablar de
esas cosas. Pero no podía dejar de hacerlo.
—Yo no diría eso. No de usted, al
menos.
—¿Y como diría que es?
—Alguien con una tremenda
personalidad, con un atractivo apabullante.
Otra vez, esos ojos detrás de los
anteojos se posaron en ella, la impactaron más bien.
Ella se acercó, le tomó por la cadena
metálica sus placas de identificación, terminó por quitársela sacándosela por
encina de la cabeza. Su parte racional le decía que se trataba de algo muy
loco, pero no la escuchó. Hacía rato que había dejado de hacerle caso.
—¿Qué se supone que está haciendo?
Ella se quitó las suyas, en lugar de
responderle entonces, para poner ambas sobre una repisa.
—¿Podemos dejar de ser soldados?
¿Solo por un rato?
Le apoyó las manos en el pecho,
sorprendida para ella misma de cómo estaba actuando.
Javier sonrió.
—¿Alguna vez lo hemos sido?
—Acá la vida puede cambiar en un
instante, y yo no quiero perderme éste.
—Concuerdo.
Otra vez, orbitaban en su mente los riesgos del amor. Quería su carrera tanto como tener una relación con un hombre que valiera la pena, pero había visto en otras que eso no siempre era compatible.
El amor la asustaba por los riesgos
que implicaba. Era permitirse sentir, era vivir y experimentar sin red ni
seguridades. Mostrarse ante el otro como era en verdad, exhibiendo todas sus
debilidades. Esos eran, para Mariana, los riesgos del amor.
Entonces, Mariana, siempre tan
medida, tan reservada, tan cauta, se escuchó decir por dentro, “Basta, no
llegué hasta acá para echarme atrás ahora”. Era algo que parecía surgirle muy
desde el fondo. Ni mil ejércitos de miedo, ni todas las trampas de la timidez
iban a detenerla en la búsqueda de aquella verdad: qué era ella para él.
Había hecho el corto camino hasta
allí con mil dudas en la cabeza. Indecisa, ansiosa, afligida por lo que pudiera
pensar de ella al presentarse así. O lo que pensarían los demás si la veían
hacer eso. Quebraba las reglas, como pocas veces, acaso como ninguna. Tan
intenso era el magnetismo que ese hombre extraño le provocaba.
Fue dejarse, por una vez, ir hacia lo
que sentía. Una decisión que abrió una senda hacia los deseos más básicos e
insatisfechos.
En lo profundo, al entrar y verlo,
supo que realmente quería hacerlo, pero estaba asustada de cruzar esos límites,
para poner un pie en esos territorios de las relaciones no explorados con él.
Él parecía tener una empatía con
ella. Se dio cuenta de sus reservas y no la empujó a llevar a cabo nada.
Tenerlo encima suyo fue como Mariana había fantaseado y le excitación de
tenerlo así fue descomunal
Conforme se acercaba, la ansiedad
crecía y crecía. A duras penas conseguía no correr hasta allí. El pensamiento
de intimar finalmente con él era subyugante y no podía hacer otra cosa que
pensar en él. Descubrió como su corazón latían con más y más fuerza.
Estar con él fue distinto y mucho más
abrazador que cualquier relación anterior. Se olfateaba que Javier era sensual
pero no tenía ninguna idea cuánto. Quizás era porque ella estaba con la mente
poseída por el deseo de tenerlo. O, quizás era porque lo había pensado y
repensado a cada momento durante una semana. O quizá era porque ella había
querido esto para pasar para tan largo.
Cualquiera fuera la razón, Javier la
había embrujado al instante.
Mariana prácticamente lo echó sobre
la cama de campaña. "He estado esperando esto durante mucho tiempo."
Estaba desatada, por lo que fuera. La
espera o la perspectiva de verlo partir en misión. No dejó, por lo mismo, de
cumplir con los deseos sexuales que había estado guardando desde que comenzó a
resultarle interesante. Estaba encantada de abrirse, de compartir sentimientos,
de darle su amor a un hombre como Javier.
Se trató de un apasionamiento que no
cayó en saco roto. Parecía que, también allí, en la intimidad, se conocían
desde siempre. Eso al principio la extrañó un tanto, de ser tan compatible con
un sujeto que lo hacía por primera vez, pero luego esa constatación la excitó
terriblemente.
Encontró, pasada la incredulidad
inicial, algo tremendamente erótico descubrir que Javier parecía conocer todos
sus deseos, gustos, costumbres. Parecían estar sincronizados.
Con él, esa intimidad no solo se
había tratado de una experiencia que la abrió a lo infinito; reveló igualmente
un vínculo, un invisible ligamen que los enlazaba.
Después de una hora de deseo ardiente
desatado, se acostaron uno al lado del otro. Él la aferró por detrás, Mariana descansó
la cabeza en su hombro y quedaron de esa forma sin hablar por varios minutos.
—Quería ser clara. Vine para tener en
claro las cosas y vea como terminamos.
—¿Acaso no es lo suficientemente
claro?
—Fue algo mágico—le reconoció ella, pero no sabía lo que él pensaba al respecto. Debía preguntar: —¿Realmente piensa que pudiera funcionar? ¿Lo de nosotros?
—Creo que está funcionando.
Ella lo tomó de los brazos e hizo que
la estrechara más fuerte.
—Ve a través mío como si fuera
transparente. Tiene los mismos gustos que yo.
—¿Es algo malo?
—No sé si malo, pero si…atemorizante.
—No sé vos—le dijo Javier—, pero
ahora sí creo en la eternidad.
A Mariana le encantó oír eso, por
todo lo que implicaba. Era de decir frases raras, como ella, algo que
encontraba por demás tranquilizador. Ella se colocó una remera de Javier para tapar su desnudez. Tenía os colores púrpura y el escudo de la facultad de derecho, le quedaba algo grande, por lo que terminó pareciendo como si fuera una suerte de camisón.
—Soy un hombre bendecido—dijo Javier,
y esas palabras a ella le supieron a gloria.
No dejó de mirarla, luego de
decirlas. Mariana sintió como la emoción la ganaba hasta llenársele los ojos de
tibias lágrimas. Cuando lo abrazó, supo que lo estaba haciendo con quien la
amaba del modo más extraño e intenso que nunca había podido ni siquiera
imaginar.
Las dudas sobre él, se esfumaron.
—Todo está bien. Y lo seguirá
estando.
Ella se había prometido que no caería
en alguna debilidad sentimental. Él ya tenía demasiado con irse a una misión
delicada como para complicarle más a nivel de los sentimientos.
Pero la emoción pudo más y se echó
sobre ese pecho, aferrándose a él.
Debían vestirse para que el partiera.
Se puso el uniforme sin quitarse la
remera de Javier que llevaba puesta desde hacía rato. Tampoco él se la pidió.
Cuando, un par de horas después,
observó al helicóptero alejarse, descorrió un tanto la cremallera del buzo de
vuelo para acariciarla.
Esperaba que todo saliera bien y
volviera pronto con ella. El destino no podía ser tan implacable de privarla de
él luego de finalmente aceptar todo lo que le estaba pasando.
124
Una filmación
atípica
“No son las noticias
las que hacen el periódico sino el periódico el que hace las noticias”.
Umberto Eco
Agazapado en una zanja de la cuneta
del camino que llevaba al palacio presidencial, Fargas enfocó su cámara hacia
el grupo de autos que venía hacia donde estaba. Era una especial, que podía
filmar en la completa oscuridad en la que se hallaba, cortesía de la fuerza de
intervención internacional. Era como cualquier otra, salvo que como comprobó al
pegar al visor el ojo derecho, todas las imágenes eran de distintos tonos de
verde.
Accionó primero en zoom para fijarlo
con nitidez y luego lo fue cerrando a medida que se acercaban.
Sintió, casi con los autos pasando a
un lado suyo, como de la otra parte del camino, hombres de negro literalmente
patearon a un cebú hasta echarlo sobre el pavimento.
El convoy de cinco autos se detuvo,
con sonoros chirridos, al enfocar los faros al cebú sobre la ruta. Que se quedó
muy quieto, mirando con ojos ausentes a las luces encendidas de los autos,
imperturbable.
—¿Cómo van a conseguir que se quede quieto?
—Le había preguntado al teniente coronel de rostro severo que estaba a cargo
del operativo, más temprano.
—Lo drogamos—fue su parca respuesta.
Entonces, una oficial joven, de pelo
corto, encargada de la información pública, había intervenido en la charla para
aclarar, sin que nadie se lo pidiera, que la sustancia que usaban estaba
probada y no iba a generarle ningún efecto nocivo a futuro al animal.
—Llevamos adelante nuestras
operaciones bajo estrictos criterios ecológicos, siempre que es posible—terminó
diciendo esa joven teniente segundo.
El teniente coronel Medot la miró
como si hablara en chino.
—Sí, eso mismo—le afirmó.
A Fargas le tenía sin importancia lo
que le pasara al cebú. Ya fue bastante incómodo trasladarse en helicóptero
compartiendo cabina con el dichoso animal. De hecho, si hubieran atropellado
los autos, la toma hubiera sido más espectacular. Pero tanto en Kubatu como en Markani
esos animales eran objeto de un inmenso respecto. No tanto como las vacas en la
India, pero por ahí iba la cosa.
Era por eso que los autos se habían
detenido. Era con lo que contaban el pequeño grupo que estaba emboscado a los
dos lados del camino. Algunos de ellos, próximos a donde se hallaba él.
Luego de detenerse los vehículos,
todo ocurrió muy rápido. De ambas cunetas, dos parejas de hombres de negro,
munidos de unos extraños triángulos de metal, se escurrieron velozmente cuerpo
a tierra hasta el vehículo del centro. Una vez allí, encajaron esos objetos en
las cuatro ruedas, fijándolos con un apagado sonido metálico. Tras lo cual,
rodaron sobre sí, hacia las cunetas de donde habían venido.
Del auto de vanguardia tocaron bocina
para que el cebú se moviera. El animal solo siguió allí, mirando con expresión
perdida a los autos.
Fargas dejó de enfocar al animal,
para concentrarse en el primero de los vehículos, tal como le habían dicho sin
darle mayores explicaciones. Se alegró de hacerlo. Un par de segundo después de
tenerlo en foco, un fogonazo cerca de él iluminó la noche tras lo cual, el auto
estalló en llamas. Luego, al segundo en la fila le ocurrió igual, seguido de
los dos últimos. Solo el del centro quedó intacto, en medio de los fuegos.
Entonces, los hombres de negro
surgieron de la oscuridad, de ambos lados del camino, apuntando sus fusiles al
único auto que no era un amasijo de metal en llamas.
Del auto intentaron escapar, pero lo
que fuera que hubieran puestos en sus ruedas, las habían inmovilizado por
completo.
— Izindla phezulu! Izandla phezulu okanye siyadubula!
¡Manos arriba! ¡Manos arriba o
disparamos! Ese era el significado de tales palabras, según le habían
explicado, en tanto veían como los rudos hombres de fuerzas especiales las
repetían ante la oficial de información pública. A pesar de la práctica, hasta
el camarógrafo se daba cuenta que la pronunciación era espantosa.
Fargas encontraba al kubatu era
bastante parecido al Noxha que había escuchado en Sudáfrica. Tal vez por ser
ambas lenguas bantúes.
El grupo de negro, con sus pequeños
fusiles apuntados, convergió en un círculo en torno del vehículo, en tanto
otros se disponían en un anillo mayor, apuntando hacia fuera.
Escuchó un débil sonido por encima
suyo, en el cielo. Debía ser el helicóptero que los había llevado hasta allí
más temprano. Pero no perdió tiempo en tomarlo con la cámara. Lo interesante
estaba por pasar en tierra. Todo sucedía según le habían explicado.
Acercándose desde atrás, uno de los
hombres del círculo interior colocó una carga cuadrada en la parte de la
cerradura de la puerta. La detonación, tan pronto como se retiró, fue de un
sonido increíblemente apagado. Sin embargo, la puerta literalmente voló por el
aire.
Fargas también filmó todo eso, aun a sabiendas que luego se lo
confiscarían. Pero pactos eran pactos. Tenía un acuerdo con el general a cargo
de la fuerza internacional y lo cumpliría. Al final, solo se emitirían emitió
los doce segundos finales, luego de volada la puerta. En dicha secuencia, tras
sacar por la fuerza a Oumee del auto, era amarrado en las manos por un precinto
plástico, antes de serle colocada una capucha en la cabeza y ser enganchado por
el cuerpo al arnés de uno de los hombres de negro, que fue izado hacia el
cielo. La cámara entonces era apuntada hacia arriba y la toma culminaba con
ambos cuerpos siendo subidos a un helicóptero.
Era lo que menos espectacularidad
tenía de todo lo filmado, pero aun así, transmitir en directo la detención de Oumee
era una noticia por sí sola. Probablemente ganara un Premios Pulitzer por ese
reportaje.
Otro helicóptero aterrizó sobre el
pavimento, a cincuenta metros del cebú, que parecía empezar a reaccionar. Una
mano firme lo tomó por el hombro, haciéndolo incorporar.
Sin mediar palabra, fue llevado hacia
el segundo helicóptero a la carrera, aferrado por el brazo. Una vez en la
cabina, volteo hacia él el lente de la cámara. Al tiempo que comenzó a respirar
de modo agitado.
—Reportando desde algún lugar de Kubatu,
Arturo Fargas, en exclusiva con la detención del prófugo internacional, el
dictador Dada Oumee.
Era un remate que acababa de
ocurrírsele y que le iría de perlas a la acción de la nota. Sonrió para sí, en
tanto los hombres de negro lo miraban con extrañeza. Tanto como él a ellos
durante el operativo de apresamiento. Cada cual, con sus trucos, pensó.
125
Novedades en vuelo
“Si no hubiera
malas gentes no habría buenos abogados”.
Charles Dickens
Las turbinas de los tres motores
instalados en la parte superior del fuselaje se hallaban a pleno.
Esa noche, además de su tripulación
de vuelo normal compuesta por tres hombres, llevaba cinco pasajeros en el
centro de la parte media de la desierta sección de carga, todos ellos en
completo silencio.
El único de ellos con precintos de
plástico en sus muñecas, que tampoco vestía de negro ni tenía cubierto su
rostro era Dada Oumee.
Ayudado por sus brazos, atados por
delante, se incorporó un tanto de su asiento bajo la severa mirada de sus
captores. Se levantó lo suficiente para mirar hacia fuera por el vidrio de una
de las pocas ventanas laterales.
Observando al sol moribundo,
comprendió que volaban hacia el norte. Era algo fuera de toda lógica. Markani
quedaba al este y la flota estadounidense se hallaba al sudeste de la isla
principal de las tres que componían el país que gobernaba con puño de acero
hasta hacía un par de horas.
—¿Dónde me llevan? No hay nada hacia
el norte. Solo agua.
Medot apenas si lo miró. Como si no
tuviera la menor importancia el contestarle.
—No irán a tirarme al océano, ¿verdad?
Nadie le contestó nada a eso tampoco.
El gobernante de Kubatu empezó a
sudar. Las caras de sus captores, todavía cubiertas por pasamontañas, eran poco
amigables y demasiado silenciosas como para quedarse tranquilo.
Intentó incorporarse para pedir
explicaciones, pero un par de manos robustas lo hicieron sentar por la fuerza.
—¡No pueden hacer eso! —gritó, sin
obtener respuesta tampoco a eso.
En tanto lo sujetaban, la voz del
piloto se escuchó en los auriculares que llevaban Medot y aquel extraño de
uniforme negro como los demás, pero que dejaba ver unos lentes pequeños por
fuera de la abertura del pasamontaña.
—Acabamos de entrar en aguas
internacionales—le dijo Medot al único allí que no pertenecía a las fuerzas
especiales.
—¿Está completamente seguro? —preguntó
el de los lentes.
—Verificamos con el Centro de
Información de Combate nuestros datos. Concuerdan.
Oumee apenas si escuchó esa
conversación, pero sí pudo observar que el individuo de los lentes se acercaba
a él con un portapliegos de cuero acababa de abrir.
—Señor Dada Oumee—le dijo, en buen
francés—. Queda arrestado por crímenes contra la humanidad, conforme la orden
internacional detención y entrega librada contra de su persona por la Corte
Penal Internacional.
Le entregó un papel, que el
gobernante tomó, más por acto reflejo que otra cosa. Era un documento de seis
páginas, en francés y kubata, en donde se le explicitaban los cargos en su
contra.
—Asimismo, señor Dada Oumee—prosiguió,
sacando otro papel de su portapliegos y dándoselo también— esta es una nueva
acusación en su contra por crímenes de guerra cometidos contra de una piloto de
la fuerza internacional.
El último documento trataba sobre las
vejaciones cometidas contra Bataglini. El general había sido especialmente
insistente en que la Fiscalía de la Corte lo procesara para poder entregárselo
junto a la orden original.
Oumee miró ambos papeles por unos
momentos, antes de tirarlos al suelo. “Que haga lo que quiera con ellos” pensó
Gerin. “Ya está notificado”.
—Mi país no reconoce la jurisdicción
de esa Corte. Ni Markani tampoco. Ni siquiera sus amigos estadounidenses lo
hacen.
—Está ahora en espacio aéreo
internacional, dentro de una aeronave militar de nuestro país, que sí es parte
del convenio de la Corte. Es territorio soberano, conforme el derecho
internacional. Por lo que debemos arrestarlo y remitirlo a La Haya de inmediato
en cumplimiento de los deberes internacionales a nuestro cargo como firmantes
de ese tratado.
Medot le echó una mirada al auditor.
Su francés era inexistente, salvo por un par de insultos. Pensó que le estaba
dando demasiadas explicaciones. Pero bueno, los abogados eran gente de
palabras.
—No es posible—dijo Oumee, en tanto
miraba los documentos, ahora en el suelo de la cabina.
El oficial jurídico sonrió, por
primera vez en todo el trayecto. Con la cuantiosa fortuna que se le adjudicaba,
no pasaría mucho antes que un bufete de abogados internacionales lo defendiera
en La Haya. Comenzarían por buscar pedir la nulidad del arresto. Pero lo vieran
por donde lo vieran, todo era perfectamente conforme a las normas.
—Por supuesto que sí. Sería
recomendable que consiga un buen abogado. Pero quizás, no le alcance ni con
eso.
126
Prácticas agitadas
“Lo inevitable rara
vez sucede, es lo inesperado lo que suele ocurrir.”
John Maynard Keynes
Aun con Cata rescatada y Dada Oumee
fuera del juego, formalmente seguían en una zona de conflicto. El general no
quería bajar la guardia, aun cuando el vacío de poder en Kubatu había abierto
ciertos canales de conversaciones entre grupos antes enfrentados a muerte.
Por eso, las practicas de combate se
mantenían y ese día Lau y Leo volaban hacia al ras del agua, tal como le
gustaba a ella en particular, hacia un blanco mar adentro, para una práctica de
armamento.
Esa era la razón por la que el NH 90
se hallaba artillado con un cañón y cohetes además de los tanques
suplementarios de combustible.
Apenas alcanzada la distancia máxima
de tiro, Laura llevó el helicóptero en ascenso con un ángulo de más de 45
grados, para luego caer en una espiral que cortaba el aliento. Disparó el cañón
apenas nivelado la aeronave. El rugido del cañón los hizo vibrar, a 15 metros
del agua.
Con una voz que se esforzaba por
aparentar estar calmo, Leo le dijo:
—Pensé que nos íbamos al agua—se
aclaró un poco la garganta antes de continuar—Es un buen tiro.
Laura era muy buena en eso, como en
casi todo lo demás. No era un disparo fácil. El blanco, estirado entre dos
pértigas colocadas sobre boyas no ancladas, que se movían por el oleaje del
mar, estaba perforado en el centro.
En tanto invertían el rumbo, desde
una lancha auxiliar, una clase Komar rusa, perteneciente a la Marina de Markani
que embarcaba personal de la fuerza internacional, reemplazarían el blanco por
otro para la práctica con misiles.
Así, un cuarto de hora después, tras
el aviso de haber concluido el cambio y situado al blanco en otra parte, volvieron
al ras del mar para disparar un misil AGM-114 Hellfire guiado por láser desde
su distancia máxima, a unos ocho kilómetros. Se trataba de un misil de
entrenamiento, sin cabeza explosiva, que también dio de pleno en el blanco.
Tras
agradecer a los de la lancha, retornaron a la base. Laura llevaba la euforia
propia de cuando se logra la puntuación máxima. Pero el buen humor que tenía se
evaporó poco después de llegar a tierra, cuando, de improviso, una alarma
empezó a sonar y varias luces a encenderse en el panel de los controles.
—Falla
en el motor dos—dijo.
Leo
le echó un vistazo al panel de control.
—Confirmo.
Motor dos no operativo.
Acalló
la alarma. Ya era suficiente estar en una emergencia de ese tipo, no quemante
al decir en la jerga, como para tener un sonido taladrando los oídos. Apenas un
momento después, la alarma volvió a sonar y se encendieron otras luces más en
el panel dejando a todo ese sector más iluminado que un árbol de navidad.
—Perdimos
el motor uno también—expresó una atribulada comandante de la aeronave.
Laura
miró, extrañada, pero era así: un fallo simultáneo en ambos motores. Terminó
por acallar, otra vez, el sonido de la alarma, que indicaba una falla general
en el aparato. La única salida era aterrizar de inmediato.
Podían
sentir el distinto sonido procedente del rotor. Ya no era accionado por un
motor. Solo se accionaba por la inercia de la fuerza remanente. Por suerte,
habían ascendido lo suficiente como para poder lidiar con la situación.
—¿Cómo
es posible esto? ¿Los dos motores a la vez? Todavía tenemos combustible, así
que... solo que estuviera contaminado. Implicaba, esa posibilidad, un sabotaje
en la aeronave.
—Tendremos
que averiguarlo después—le dijo Leo—. Perdemos altitud.
—Procedo
a reencendido en vuelo.
Leo
le señaló el altímetro, que caía con fuerza en sus números.
—No
hay tiempo, vas a tener que bajar en autorrotación.
Era
el término técnico para manejar un helicóptero sin motor, usando la aceleración
de la caída para que el rotor continuara girando y poder así aterrizar en
tierra lo más gentilmente que le situación diera.
—Afirmativo.
Bajando el colectivo.
Unos
cuantos metros más abajo, Lau notó que las revoluciones del rotor subían.
Apenas lo necesario para mantener la sustentación del aparato.
—Treinta
metros del suelo—le cantó Leo. Era lo previsto en esas situaciones. Uno miraba
los controles en tanto el otro se centraba en dirigir al aparato para posarlo
sobre algo lo más nivelado posible. Por suerte estaban en un lugar
bastante despejado. La maniobra del flare era la parte más compleja de algo de
por sí complicado. Empezó a "matar la velocidad" y a cargar de
vueltas al rotor. Próxima a quedar sin velocidad de traslación, lo puso
paralelo al piso e inició el descenso final. Estaban por entonces a menos de
cinco metros del suelo.
Laura
repetía lo que hacía. Por las dudas estuviera olvidando algo, para que su
compañero se lo marcase.
Cuatro
segundos después tocaron tierra en un claro. Fue un fin de descenso algo
brusco. Las ruedas se posaron haciendo uso de todo el sistema de amortiguación.
Laura
echo la cabeza hacia atrás, buscando recuperar la tranquilidad de la
respiración. Suspiró, fuerte y largo. Al volverse a ver a Leo, notó la calma de
éste en la mirada.
—Felicidades,
pasaste la prueba—le dijo.
Ella
se lo quedó viendo sin entender. Luego, él accionó de vuelta la palanca en los
controles de la parte superior de la cabina. Los rotores comenzaron a ganar
fuerzas, accionados por el motor. Entonces cayó en la cuenta de lo que había
pasado. Leo había apagado el motor.
—¿Qué
se supone que buscabas hacer? —le dijo de mala manera.
—Habilitarte.
—No
estaba previsto practicar esto.
—Es
una decisión del habilitador comunicarlo o no al evaluado.
Lau
lo miró peor aún.
—Vos
no sos un oficial habilitador.
—Estas
en un error, querida esposa—la sonrisa de satisfacción en Leo era desbordante—.
Lo soy desde hace tres días. El general me convenció, junto con aceptar otra
prórroga de mi servicio. “Es un puesto con la suficiente adrenalina como para
mantenerlo con nosotros”, creo que fueron sus palabras
No
pareció lamentarse mucho al decir eso, sobre permanecer en la aviación militar.
Los
motores habían vuelto a la normalidad. Laura accionó los mandos, elevando la
aeronave como un cohete tan pronto pudo.
—Tendrías
que estar contenta. Sigo estando entre los chicos de uniforme. Como te gusta.
Ella
ni lo miró.
—No
me hables.
—Sabía
que lo ibas a pasar sin problemas. Y lo nerviosa que te ponés en estas cosas.
Por eso, pensé que lo mejor era no decirte nada.
Lau
siguió sin hablarle. Pero conforme descontaban distancia hacia la base, su
enojo decrecía. Leo tenía una forma muy particular para decirle que seguía en
la milicia. Por otra parte, tenía toda la razón, mal que le pesara, en esa
justificación suya. Ella, de estar en su lugar, habría hecho lo mismo.
Podría
haber terminado por calmarse, si no fuera que Leo empezó a cantar.
Yo no sé cómo empezó
Solo sé que sucedió
Fue tal vez sin darme cuenta
Fingió
no escucharlo. Pero conforme pasaban las estrofas, cantaba más y más fuerte. Al
punto de estar prácticamente a los gritos.
Mientras estás lejos, espero siempre aquí
Que lo nuestro vuelva a ser
Porque pude comprender
Que eres el amor de mi vida
Te lo dice mi corazón que no te olvida
Terminó,
como siempre, por hacerla reaccionar.
—Basta,
Leo. No tiene nada de gracioso la situación.
—Tampoco
de trágico.
—No
quiero hablar con vos.
—Entonces,
voy a seguir cantando hasta que me digas que estamos bien.
—Olvidate
que voy a olvidarme…
Ya no
sabía no lo que decía. Media estrofa más, acabó por decirle:
—Está
bien, lo que quieras. Pero dejá de cantar de una buena vez.
Una
risa de Leo cerró la conversación. Después de eso la situación se aflojó y
volvieron a ser una pareja, en eso de volar. Aterrizaron poco después en el
sector reservado a ellos en el aeropuerto de la capital de Markani.
Apenas detenido el rotor, Lau abrió
la puerta y bajó, lívida, del helicóptero. Apenas pudo pisar con los borcegos
de vuelo el asfalto de la pista y quitarse el casco, antes de arquearse sobre
su estómago y vomitar en forma violenta. Se afirmó como pudo, con una mano en
el fuselaje de la aeronave.
—¿Estás bien?
Leo la miraba con cara de culpa. Y en
cierto sentido, pensó Laura, él era el responsable de eso.
—Depende de cómo lo veas.
127
El retorno de un
particular guerrero
“El placer de la
caza es el placer de la espera.”
Joseph Antoine René Joubert
En la vuelta al módulo donde dormía,
Javier observó el mensaje en el celular. Mariana le había mandado un video. En
él se veía a Fargas, hablando en off mientras la cámara mostraba cuando bajaban
a su apresado en la cubierta de ese barco.
—Fuerzas internacionales arrestaron
en el día de ayer al presidente Dada Oumee en una operación de estilo comando
que incluyó, a más de las fuerzas especiales comprometidas, cazas de combate,
helicópteros y buques de guerra. Estamos en condiciones de afirmar que Oumee
fue arrestado en un helicóptero en vuelo sobre espacio internacional, para
luego ser entregado en la cubierta de la fragata de la real marina holandesa HNLMS
De Ruyter, donde autoridades de la fiscalía de la corte penal interancional esperaban para recibir
al prisionero.
Abajo del video había un mensaje, de
solo dos palabras: “Estoy orgullosa”.
Lo leyó varias veces, alabado como
nunca antes. Solo por eso había valido la pena el riesgo y el esfuerzo.
Había sido un día largo al que había
seguido otro de papeles igualmente extenso en el buque holandés, entregando
toda la evidencia contra el detenido a los funcionarios de la Corte
Internacional. No estaba habituado a las esperas sobrevolando una zona, a los
trayectos en total silencio y casi en la oscuridad, casi al ras del nivel del
mar.
Estaba rendido, luego de dos días
fuera de la base. Para más, al bajar del aparato, los hombres de Medot lo
habían llevado en andas, para luego lanzarlo por los aires con una manta. Luego
de todo eso, al ser depositado en el suelo, le echaron tierra por encima.
—¿Creía que se iba a escapar a su
primera vez, Juez? Lo hizo bien, para tratarse de un abogado.
Le puso entonces la boina púrpura que
llevaban todos.
—Es uno de nosotros, ahora. Claro que,
para ganar la insignia, deberá hacer el curso, como todo el mundo.
Javier lo miró, procurando disimular
que no estaba ni en sus planes más arrojados, presentarse como voluntario para
el curso de fuerzas especiales.
—Es de los poco que tiene nuestra
boina de unidad sin haberlo hecho. Nada mal para ser abogado.
Se trataba de uno de los bautizos de
primera misión, algo que a Javier no le cayó demasiado. Pero al ver a esas
personas duras, estrecharlo en abrazos como si hubiera entrado en alguna suerte
de fraternidad secreta, empatizó de cierta forma con ellos.
Al cansancio acumulado, la manteada y
los abrazos le sumaron una espalda a la miseria. Pensó que ya no era un
jovencito para hacer esas cosas, que, por otra parte, nunca antes había
hecho.
Al llegar a su módulo, encontró a
Mariana dormida sobre su cama. Se había quitado el buzo de vuelo y llevaba
puesta la remera de la facultad que Javier había buscado sin hallar.
No se había percatado que ella se la
había llevado, cuando se separaron, hacía ya unas cuarenta horas. Aunque le
parecía que había pasado mucho más tiempo. Toda una eternidad.
La encontró terriblemente inocente,
mucho más joven incluso de la edad que tenía. Era una vida extraña la suya.
Cuando ya había perdido la esperanza de encajar con alguien, había aparecido
ella. En apariencia muy distinta, y en realidad igual a él.
A diferencia del calor de fuera, allí
dentro estaba bastante fresco, por obra del aire acondicionado. Mariana misma
se había recogido los brazos contra el cuerpo.
Por una vez, el aparato funcionaba
por encima de lo que se le pedía.
La tapó con una sábana, antes de
buscar la esterilla acolchada de su equipo de despliegue y la almohada cervical
que siempre llevaba en sus viajes, fueran militares o civiles por la
universidad.
Se quitó las botas y dispuso todo
para acostarse en el piso, procurando no hacer ningún ruido que la despertase.
Probablemente ella se lo reprochara en la mañana, pero allí y entonces, le
pareció la conducta adecuada. Venía de un día de emociones intensas, de verse
cara a cara con uno de los peores rostros del ser humano. No quería quebrar esa
imagen de paz, de tranquila inocencia que ella prodigaba desde su calmado
sueño.
Como abogado en primer término y como
auditor militar luego, le había tocado batirse con casi todo el espectro de la
miserabilidad humana. Esa joven de cabello corto y rostro angelical entre
sueños, le recordaba que el género humano tenía otras cosas que dar, mucho,
muchísimo más agradables.
128
La opción del amor
“Al final del día, la clave más abrumadora para el éxito de un hijo es
la participación positiva de los padres”.
Jane D. Hull
Era una
larga cola en un patio de tierra al rayo del sol. Se cubrió como pudo, mientras
mandó a Shamu a la sombra. Pasó una eternidad antes que pudiera llegar a la
mesa donde atendían del ministerio para la alegría infantil. El funcionario la
miró. Vestía una especie de camisa blanca de mangas cortas, adornada con
bordados verticales, y con bolsillos en la pechera. Laura le explicó sobre el
pedido de custodia y le mostró los papeles. El funcionario apenas si los
observó, sin recibirlos.
—No es
posible. Las adopciones internacionales no están permitidas.
—Es una
custodia.
—Tampoco
eso.
—En la
sede del ministerio me dijeron que sí. Es ahí donde me dieron los papeles.
—Se
equivocaron.
Se volvió
a ver al niño. Llevaba una prenda Bukutu y mantenía en su mano libre un tasbih:
un pequeño collar de treinta y tres granos grandes y ovalados unidos entre sí
por un hilo que remataban en tres cuentas alargadas.
—¿Son
musulmanes?
—Su
familia lo era. Por eso lo educamos como tal.
—Vuelva
en unos meses.
Laura
pretendió discutir, pero el hombre llamó al próximo. Cuando iba a irse, notó
que uno de los policías la detenía por el brazo.
—El niño
se queda aquí.
Al
escuchar eso, Shamu se abrazó a ella. Laura vio la expresión de terror en su
rostro y buscó de tranquilizarlo.
—Umama.
Laura se
quedó maravillada de escucharlo hablar por primera vez. Vino otro policía y
aunque quisieron separarlos, el niño se estrechó con fuerzas a ella, en tanto
repetía esa palabra.
—Umama,
unmama, umama...
el
funcionario dejó de atender para aproximarse donde los policías trataban de
separarlos. Para su alivio, Laura observó cómo se abría paso entre la fila
hacia donde estaba, Leo con el abogado de la fuerza.
—Esta es
una autorización de custodia del presidente Mohamed Diawara—Gerin le
plantó el papel delante de la vista del funcionario—. Y los señores que me
acompañan, son de la guardia presidencial. Por si le queda alguna duda,
señor...
—Feraka.
El
funcionario dejó de gritar y la policía, de tratar de separarlos.
—Nadie me
había dicho esto—protestó.
—Pues
ahora lo sabe. No tenemos mucho tiempo.
—Cómo
quieres que haga mi trabajo, mujer—le gritó a Laura en francés—, si me cuentas
la mitad de las cosas.
Cayetano
se limitó a mirarlo con mala cara.
Fue hasta
la mesa y selló tres o cuatro veces el documento, para luego firmarlo en dos o
tres sitios más con amplios ademanes. Todo ello bajo la seria mirada de los
soldados con anteojos negros debajo de sus boinas rojas.
Les
devolvió de mala gana el papel.
—Tiene
que venir una vez por año a renovarlo. Y devolver al país al niño a la mayoría
de edad.
—Shamu es
su nombre—protestó Laura—lo tiene escrito en todos los papeles.
—Cumpla
la ley con él.
—Es lo
que pretendo hacer.
El hombre
dijo unas palabras en bakutu.
—Está
recitando una especie de admonición—le explicó a Laura el intérprete—. Para que
sea una mujer maldita si trata mal al niño.
Shamu lo
observó con ojos aterrorizados. No hubo forma que dejara de abrazar a Laura,
aún luego de entregarles los papeles para irse de allí.
—Umama.
Era lo
único que decía, esquivando de mirar al funcionario.
—¿Qué
quiere decir eso? —le preguntó al intérprete.
—Mamá, en
bakutu.
Laura
entonces solo lo estrechó, viéndolo cada vez más difuso, a través de la cortina
de sus propias lágrimas.
129
Fin de misión
“Todo final en la historia del mundo contiene necesariamente un nuevo
inicio”. Hannah Arendt
Las exclusivas que le había brindado, habían catapultado a Fargas al estrellato de los medios. Se lo veía mañana, tarde y noche hablando de los cambios de la situación en Kubatu. Ahora, incluso, le habían enviado un camarógrafo para que le filmara y no tener que hacerlo el mismo.
En esa nota en particular, se
mostraba con el palacio de gobierno del país como fondo, transmitiendo desde la
misma capital.
—Luego de la detención de Dada Oumee
se ha logrado un acuerdo entre los actores locales—dijo en su informe—. Habrá elecciones democráticas bajo supervisión internacional, las primeras en diez
años que formarán un Gobierno de Transición Nacional para encarrilar al país.
Reconciliación y democracia es el lema bajo el cual la representante especial
del secretario general de la ONU ha establecido el cronograma electoral, que
incluye la desmovilización de fuerzas combatientes y liberación de presos
políticos.
Cañones minimizó la pantalla de la computadora
donde había bajado el informe de Fargas desde la página web del Telediario
internacional. Al fin, todo parecía encaminarse. Como diría Medot: al mundo le
iba mejor sin alguna gente.
Joan tocó a la puerta. Traída una
botella de whisky en una mano y dos vasos en la otra.
—¿Se puede pasar?
—Sí, por supuesto.
—Parece que hemos terminado aquí.
—Sí, eso parece.
Dejó sobre el escritorio del general
la botella.
—Pensé que debíamos festejar.
Él solo asintió. La texana sirvió los
dos vasos con sendas medidas generosas. Cada cual tomó el suyo. El primer
brindis fue algo cantado: por la misión que estaban por culminar. Tanto, que
una miraba bastó para tenerlo por dicho.
—Cheers.
—Santé.
Era un buen whisky pensó Cañones. Bourbon
estadounidense. Hecho a partir de maíz, cebada y trigos fermentados,
conservados por años en barricas de roble carbonizadas. Por los menos una
década, juzgó, de acuerdo a lo equilibrado de su aroma y saber a vainilla y
roble teñido con sutiles toques de especias, miel de bosque y cítricos.
—Old Rip Van Winkle 10 años—le
explicó la teniente comandante al verle la satisfacción en el rostro—. Creo que
la ocasión lo ameritaba.
—Muy bueno en verdad.
—Qué le depara el futuro, general.
Cuando vuelva a su país—preguntó ella con interés.
—No lo sé en realidad. La
superioridad se ha mostrado bastante misteriosa al respecto. Tal vez sea una
palmada en el hombro y el retiro.
—No creo. Es el héroe del momento.
—Tampoco me disgustaría poder pasar
más tiempo con mi familia.
—No lo veo arreglando enchufes en la
casa, general.
—Mi esposa es apasionada de la jardinería. Me
ha gustado ayudarla en eso cuando he podido.
—Tampoco lo veo como jardinero.
—De hecho, he pensado en
retirarme.
—Debe estar bromeando.
—¿Por qué? Creo que ya he hecho todo
lo que puede hacerse. Hay que dejar paso a los jóvenes. Y disfrutar los últimos
años con los afectos.
Ella lo miró, sin aceptar nada de lo
que decía.
—Espero que su nuevo destino sea militar, y también mejor que el
mío.
—¿Y cuál es su futuro, Joan?
—Hablan de enviarme al Departamento
de Estado como consultor militar en la oficina para asuntos femeninos. Secretary’s
Office of Global Women’s Issues
—El nombre resulta impresionante.
—Es engañoso. No deja de ser un
destino de escritorio.
—Pero con las vinculaciones políticas
que alguien como usted podría capitalizar para ir luego a otro sitio más
operativo.
Joan bebió un trago de su vaso.
—Es acaso lo único bueno que tienen
esos sitios.
—Supongo que debe ver la parte del vaso lleno.
—No lo sé. Es muy distinto del camino
que busco: ser un XO en un portaaviones. Ya hubo una mujer allí. La capitán Amy
Bauernschmidt. Para eso hay que estar embarcado. Es el sitio más adecuado para
luego ser considerada para estar al mando de un buque.
—Pues brindo para que lo consiga
Joan.
Chocaron los vasos. Cada cual bebió
del suyo. Notó entonces Cañones que su segunda se quedaba algo pensativa. Con
la mirada en ninguna parte y algo seria.
—Espero poder lograrlo—admitió—. Con
dos matrimonios fallidos y sin hijos, mi carrera es lo único que me queda.
—Lamento oír eso.
—Fue mi elección. Aunque no siempre
de manera consiente.
—Reconozco que es mucho más difícil
para una mujer que el hombre compatibilizar la carrera militar con una familia.
—Algunas lo logran—sonrió, ya vuelta
de su ensimismamiento, antes de beber otro trago—. Es evidente que no estoy en
ese grupo selecto. Tener un esposo comprensivo es vital para conseguirlo y
nunca tuve esa suerte.
—Ya. En este tipo de ocupación, quien
tengas a tu lado lo es todo, la mayoría de las veces.
— ¿Cómo es su esposa? Es algo que me
intriga. Si no le molesta que le pregunte.
—No, en absoluto. Dispare, como dicen
ustedes. Shot me.
—Llevan casados mucho tiempo,
entiendo.
—Veintiséis años.
—Dios santo, nunca he entendido cómo
la gente puede estar junta tanto tiempo.
—No sabría decirle. Supongo que
gustamos de estar el uno con el otro. Cuando podemos, por cierto. Los
sentimientos son algo misterioso.
—Es un afortunado, general.
—No tiene que decírmelo. Estábamos de
novios cuando fui a la guerra. La mitad de mis aniversarios de boda e sus
cumpleaños he estado en algún otro sitio. El tener un hogar donde volver es
algo que me ha ayudado mucho, en las peores situaciones.
—Debe ser una gran mujer—expresó
Joan.
—Es mucho más que eso—replicó
Cañones—. Mi Patria es ella.
130
Camino de regreso
“Qué insensata es
la persona que deja transcurrir el tiempo estérilmente”.
Goethe
Aun con sus grandes dimensiones, el
interior de la amplia bodega de ese Antónov An-124 Ruslán estaba al completo de
carga. Pero no solo replegaba los últimos materiales desde Markani. En la
cubierta superior, por detrás de la cabina, no había un solo asiento libre de
los 88 disponibles allí. Era el remanente, el último escalón del primer
contingente de la fuerza internacional desplegada allí por la situación de Kubatu.
Otra, mucho más pequeña, de observadores tomaría su posta en las islas.
Como siempre, el sistema de
jerarquías castrense imponía ciertas formas. Se tomaba asiento por antigüedad,
los de menor grado al fondo y los de mayor, al frente. El último en entrar
siempre era el más antiguo. Pero esa vez, el general la llamó a Mariana para
hablar un tema. Dejó entonces su asiento en las últimas filas para pasar a uno
desocupado en la primera.
—Leí que pidió un cambio al Cuartel
General. Pensaba que iría a la Base de Loma Linda, al escuadrón de drones de
ataque.
—Entraron otras variables en mi
radar, general. Como quien dice.
Cañones le dirigió una mirada a Gerin,
que, en la segunda fila, fingía leer unos papeles. Tal vez no fuera casualidad
que allí estuviera también la jefatura del cuerpo jurídico aéreo donde cierto
teniente coronel abogado estaba destinado.
—Entiendo. Estar de misión en el
extranjero genera una preferencia de destino al regreso. Todavía tengo que
visar su pedido. Me gustaría que lo reconsiderara. Me parece el mejor paso para
su carrera.
Ella lo miró, como un goloso que debe
privarse de los dulces.
—Como le dije…
—Juez, ¿podría darme un momento de su
atención?
El abogado levantó la vista casi de
inmediato.
—Sí, claro mi general.
—¿Qué le parece ir al Centro de
Instrucción en Derecho Operacional de Loma Linda? Creo que este tiempo aquí le
ha dado bastante para enseñar.
El abogado parpadeó un par de veces.
—No me molesta, general. Creo que le
he agarrado el gusto a la parte operativa.
—Hecho entonces— se volvió a
Mariana—. Respecto a usted, Rey, y su pedido…
—No tengo problemas en ir a Loma
Linda, mi general— se apresuró a decir.
Apenas podía creer en la suerte que
le tocaba: tenía ya decidido ir a un puesto administrativo para no estar
separada de Javier. Ahora, podía conjugar el tenerlo cerca con estar en uno de
los mejores destinos para su carrera.
—Gracias, mi general.
—Quédese cerca, Rey. Quizás la
necesite más luego. En la segunda fila creo que hay algún asiento libre.
Mariana no tuvo que escucharlo dos
veces, antes de ir a tomar asiento en el lugar contiguo de Javier.
El que no lucía no contento era
Medot, en el extremo de la hilera donde estaba Gerin y ahora, Rey.
—¿Pasa algo, comando? —preguntó
Cañones, al percibir su expresión, mucho más seria de lo que ya usualmente era.
Era así como se les decía, en modo afable, a los integrantes de fuerzas
especiales.
—Solicité dos veces ir como
observador a alguna misión de Naciones Unidas y en lugar de eso, me mandan a la
Secretaría General en Nueva York. Departamento Operaciones de Paz.
—Lo hablé con el Comandante General.
No es una decisión nuestra el cambio. Lo pidieron expresamente de ONU.
—Sí, lo sé, mi general. Me huele a
emboscada.
—Para alguien que operó con la
Sayeret Matkal israelí y los Spetsnaz GRU rusos, es algo que no debiera
inquietarlo—comentó el general, divertido.
Él como Medot, se maliciaban por
donde las Naciones Unidas estaba de pronto tan interesada en que fuera a Nueva
York en lugar de a un lugar remoto del mundo. Le latía que cierta pérfida
funcionaria que gustaba vestir de tailleur estaba tras de esos acontecimientos.
—No creo estar entrenado para ese
tipo de emboscadas, mi general.
—Yo, en cambio, le tengo fe, Medot. Y de ser usted, empezaría a practicar el francés.
Varias hileras de asientos hacia
atrás. Cata iba sentada al lado de Esteban. Vio en sus ojos algo que vería una
y otra vez: el deseo ardiente de amarla.
En la mano de Cata, aplicadamente
acomodada en su estuche azul con una insignia alada, había guardado la medalla
que, como último acto de la misión, Cañones había prendido de su pecho.
En los fundamentos de la concesión de
la medalla por acciones distinguidas se indicaba: “Desplegar como piloto en
un avión de caza un alto grado de destreza en vuelo y, tras eyectarse
descendiendo en un territorio hostil, evidenciar un gran dominio de sí misma,
aplomo y valor, con riesgo de la propia vida en su evasión y escape y hasta su
recuperación por las fuerzas propias”. Cuatro formales líneas que
englobaban a una semana en el infierno.
—Ya terminó—le dijo Esteban a su lado,
viéndola contemplar pensativa al estuche.
—Sí, lo sé. Supongo que no todo fue
tan malo.
—No creo que pueda haber algo bueno.
Ella se volvió a mirarlo.
—Yo sí. Aclaré muchas cosas cuando
estaba huyendo—se rio entre dientes, nerviosa—. Parece algo loco, pero fue así.
—¿Y qué cosas fueron?
Notó que Cata lo miraba más profundo.
—Lo que sentía.
Esteban no recordaba que antes lo hubiera visto de esa forma. Tampoco le
disgustó que lo hiciera: era una mirada límpida, tranquila, de buenos
comienzos.
131
Un recibimiento con
sorpresas
“Como una
bienvenida lluvia de verano, el humor puede instantáneamente limpiar y enfriar
la tierra, al aire y a usted”.
Langston Hughes
El gigantesco avión de transporte Antónov
detuvo sus motores ocupando la parte de la plataforma operativa, huérfana de
otras aeronaves. La banda militar empezó entonces a tocar, en tanto el resto de
las tropas formabas presentaba armas.
Cañones miró por la ventanilla. Otros
de los pasajeros de ese viaje de doce horas se amontonaban en las restantes.
Por detrás de los efectivos formados, tras unas vallas, un gentío numeroso
saludaba agitando pequeñas banderas. En algunas partes de las vallas se dejaban
ver carteles con algunos mensajes: “Bienvenidos a casa”, “Papá te
extrañamos”.
Cata se hallaba en la ventanilla
contigua, mirando mirando a las personas que aguardaban abajo.
—Debe ser algo habitual para usted—le
dijo, reparando en la cercanía de Cañones. Se la notaba emocionada—. ¿Cuántas
veces ha pasado por esto?
—Algunas. Pero siempre es la primera
vez.
—¿Siempre alguien estuvo para
recibirlo? Digo, de su familia o amigos.
—Sí.
—Eso es algo afortunado.
—No creo ser el único con esa
fortuna.
Ella parpadeó, insegura.
—No lo entiendo.
—Mire bien, teniente. Hacia el centro
del grupo, por delante del primer hangar. La única persona con cara seria y que
no mueve la banderita que lleva en la mano.
Vio hacia donde decía y se
sorprendió de ver a su propio padre y hermano. Sin la inaguantable de Débora,
para variar.
Cata se volvió a verle.
—Usted he tenido algo que ver.
—¿Por qué tendría?
—¿Por qué contesta a mi pregunta con
otra?
—Que alguien le haya avisado de
nuestro regreso, no quita que haya venido y esté allí. Puedo asegurarle que nadie
lo trajo contra su voluntad. Aunque no parece participar del entusiasmo
general.
—Odia no ser el centro de algo.
Apenas puedo creer que esté ahí.
—Tal vez, la perspectiva de perderla
lo hizo repensar ciertas cosas.
—No—negó ella con énfasis—. La gente
no cambia. Y él, menos que nadie.
—Es un gesto venir a recibirla. Si me
permite el consejo, tómelo.
—Es muy distinto de mí. No comulgo
con casi nada de lo que hace.
—Pero, aun así, sigue siendo su papá.
Hasta entre enemigos puede haber al menos una tregua. No veo por qué no con
miembros de una misma familia.
—Es fuerte lo que me pide.
—Tomar el camino duro a veces te
lleva exactamente a donde quieres estar.
Ella lo miró. Vio en sus ojos que
tenía la tentación de actuar como le decía.
—Gracias.
La puerta se abrió y bajaron,
formando a un lado del avión. La recepción corrió por cuenta del Comandante
General en persona. Como era costumbre, los discursos fueron breves y el
personal rápidamente liberado para que pudiera ir con quienes les esperaban.
Las tropas se desconcentraron y las
vallas se abrieron para permitir los encuentros.
En tanto Cañones iba a donde Cande
estaba, banderita en mano, observó como Cata se reunía con su padre.
Se miraron, algo incómodos. Luego, en
un gesto al parecer nunca previsto por ella, su padre la abrazó.
No pudo ver mucho más. Ya estaba a
pocos pasos de Cande. La besó, la estrechó en sus brazos descubriendo que había
extrañado eso por demasiado tiempo.
—¿Pauli no vino? —le preguntó, luego
de los saludos.
—Permiso para presentarme, mi
general.
Cañones se dio vuelta, algo extrañado
por esas palabras pronunciadas tras su espalda, cuya voz reconocía. Se
sorprendió aún más de ver a Paulina con el uniforme de cadete para ceremonias.
Su largo cabello castaño, estaba
ahora cortado a los hombros.
—No estuve de acuerdo con que no te
avisara—observó Cande—. Pero bueno, ya es una mujer mayor de edad y ella lo
decidió así.
Cañones notó el nombre en el
rectángulo sobre el pecho, todavía sin recuperarse de la sorpresa. “C.
Paganini” se leía.
—¿Paganini?
—No quería ninguna ayuda por ser tu
hija, papá.
—Falsear un apellido en registros no
es un buen comienzo de carrera.
—No hice nada de eso. Simplemente,
abrevié el primero con una ce. Y puse completo el de mamá.
—A quien me hará acordar—comentó
divertida Cande—, en eso de torcer un poco las cosas para salirse con la suya.
—Por favor, papá, no te enojes. Voy a
arreglarlo tan pronto pueda.
Cañones la miró, sin saber muy bien
que decir. Eran demasiadas novedades inesperadas.
—Salió octava de mil trescientos
inscriptos—comentó Cande, orgullosa, para romper ese silencio.
—Mil trescientos treinta y
dos—corrigió Paulina.
Su madre se rio, mirando a primero a
su hija y luego a su marido.
—Dios santo, qué va a ser de mi vida
con dos aviadores en la familia.
Paulina miró al otro lado de la
plataforma, donde estaban dispuestos una serie de ómnibus con las insignias del
instituto. Frente a ellos, el grupo de cadetes que había participado de la
recepción, comenzaba a formarse.
—Creo que tengo que irme.
Besó rápido a su madre y se paró ante
su padre, saludando militarmente. Pero Cañones, luego de devolver el saludo, la
abrazó y la besó en le mejilla.
—Con o sin uniforme, siempre voy a
estar orgulloso de mi pequeña.
—Papá, me estás avergonzando. ¡Qué va
a decir mi jefe de compañía!
—Nada—le dijo al oído—. Soy muy más
antiguo.
Río de su propio comentario. Paulina
se separó, arreglando su gorra que se le había desacomodado con el abrazo.
—Quiero ver esa cuestión del nombre
arreglada, cadete—le dijo, un poco en serio y otro poco en broma.
—Así lo haré, mi general.
Paulina se apresuró a ir donde los
demás formaban, antes que su padre tuviera alguna otra efusividad.
Cañones la siguió con la vista, en
tanto Cande lo tomaba por el brazo.
—¿Cuándo creció?
—Me pregunto lo mismo.
—Nunca pensé que le gustara la vida militar.
—Supongo que ha salido reservada como
vos. Tengo el auto estacionado más allá de los hangares.
Empezaron a caminar hacia ese
lugar.
—Vi a Laura y Leo con un chiquito.
Supongo que hay una explicación para eso.
—Es un niño refugiado. Perdió a su familia
en el ataque a una aldea y ella lo rescató. Tiene ahora su custodia legal, dada
en Markani.
Cande quedó pensativa por unos
momentos.
—Martita nos invitó este domingo a
comer. Pero no sé si es el mejor momento. Tenía una hija soltera que se fue al extranjero
y ahora vuelve no solo casada sino con un niño pequeño.
—¿No les dijo nada?
—Hasta donde yo sé, no.
—Tampoco de lo otro, supongo.
—¿Qué es ese “otro” Carlos? —Cande se
lo preguntó con cierta aprehensión. Con Laura nunca podía terminar de saberse
las cosas.
—No viene con un chico, sino con dos.
Cande no disimuló la sorpresa del
tema.
—Me parece que ya son muchas noticias
para que mi hermana las procese. Por no decir cierto camarada tuyo.
Cañones lo pensó durante unos
momentos.
—Tenés razón, Cande. Mejor vamos la
otra semana.
Cande insistió en manejar y él no le
discutió. Lo largo del viaje empezaba a hacerle efecto. Al estacionar a un lado
de la casa, observó el listón amarillo en el árbol, sin poder dejar de
emocionarse. Todavía lo reclamaban en La Haya y en Nueva York, para reconocerlo
públicamente por el manejo de la crisis. Pero él había preferido, antes que
nada, volver a su casa.
Acaso lo único bueno de partir lejos
de su familia, era tener, a la vuelta, este tipo de recibimientos.
Bajaron. El jardín estaba, como era
usual, inmaculado. No dejó que Cande tocara siquiera uno de sus bolsos.
Miró el frente de la casa y pensó en
Paulina en el Instituto. Tal vez fuera grande para ellos dos.
Se lo comentó a Cande, pero como
siempre, ella tenía un punto de vista mucho más optimista del asunto.
—En realidad, pensaba que al no estar
Pauli es como volver a los primeros tiempos de casados.
Ella lo miraba con esa sonrisa
compradora que lo había encandilado cuando la viera por primera vez, siendo
cadete él, ella estudiante en la universidad. Había sido un tiempo hermoso, de
mutuo conocimiento en eso de empezar una convivencia. Nunca antes, de novios,
habían estado tanto tiempo juntos, ni solos sin familiares que controlaran.
“Cuando algo parte de tu vida, otra
cosa llega”, pensó en tanto descontaba con creciente expectación, los últimos treinta
pasos para finalmente volver a estar en casa.
132
Vivir la vida
Una mujer que se ríe es una mujer conquistada.
Napoleón Bonaparte
Suponía que se encontraría con
Esteban para salir. Pero en cambio de hacer el recorrido del alojamiento de
oficiales solteros al estacionamiento donde tenía Cata su Jeep, caminaron por
el patio interno, hasta el quincho.
Tebi, al parecer inmune a responder
cualquier pregunta de ella sobre lo que estaba haciendo, se metió en la
oscuridad del lugar. Cata lo siguió, dudando si era una buena idea. Pero
entonces, las luces se encendieron y el grupo de sonrientes enfrente de ellos,
gritó al unísono:
—¡Sorpresa!
En los parantes de madera del amplio
recinto había globos colgando y una gran pancarta. “Feliz cumple Gringa”,
decía. En la pared del fondo, lucía otro, con el dibujo de un cernícalo volando
con el mapa de África acunado en sus garras. Por encima, podía leerse:
“Bienvenidos de nuevo al nido, fuerza expedicionaria de la 702”.
Era un festejo particular. Dos en
uno, en realidad: la vuelta de la fuerza expedicionaria del escuadrón 702 a la
base de tiempo de paz y el cumpleaños de Cata. Sumaban más de cincuenta
personas en el quincho de la unidad. Nadie había querido perdérselo.
En cuanto pudo terminar con la
felicitaciones y saludos, ella se volvió a él.
—Vas a pagármela, mecánico.
—Cuando quiera, pilota.
Ambos rieron. Él la besó de
improviso, abrasándola con fuerza y echándola atrás en el envión. Por una vez,
Cata se dejó llevar, consintió en ser asegurada, cuidada por otro. No era
cualquiera, sino él.
—Me parece que te falta algo—le dijo
Esteban, al terminar con el beso y volver a la posición vertical ambos.
Mantenía sus manos por detrás de la espalda.
—¿Qué cosa?
Le mostró entonces la corbata azul
con los signos del triángulo invertido. La cual anudó alrededor de su cuello,
pese a todas sus protestas.
La empresa Martin Baker, fabricante
de los asientos de eyección del Rafale, se había contactado con el Comando
General a fin de ubicarla y sumarla a un club tan exclusivo como particular:
uno cuya membresía dependía exclusivamente si alguna vez tuvo que salvar tu
vida por una eyección o no.
El "Ejection Tie Club" se
fundó en 1957 por Sir James Martin,
presidente de la compañía, y a la fecha contaba con más de 6000
"miembros". Tal como cada uno de ellos, Cata recibió un carnet de
socio con su número particular, un parche, una corbata, un certificado y un
broche por ser mujer, en reemplazo del prendedor de solapa de los hombres, que
atestiguaban que había sido eyectada de un asiento Martin-Baker.
Todos esos objetos exhibían en su
diseño la señal de advertencia del triángulo rojo invertido, el símbolo
internacional de peligro reconocido para un asiento eyectable.
Quedó raro regalar una corbata de
hombre a una mujer, por lo que el representante de la compañía sumó un ramo de
una docena de rosas al presente, por propia iniciativa.
No fue la única chanza que le hicieron
allí. También debió subir a un tallímetro para que le midieran su altura. El
brutal impulso hacia arriba del asiento hacía que no pocas veces, la columna se
contrajera, con la pérdida de una porción de centímetros en la altura del
cuerpo.
Era un chiste que le hacían con
conocimiento de que la junta de medicina de vuelo la había aprobado para volver
a los cielos días atrás. No se lo hubieran hecho, de mediar un resultado en
contrario.
La mantuvieron allí por un rato,
mintiéndole el resultado varias veces hasta que Cata se bajó, sin perder la
sonrisa en los labios. Alguien le alcanzó una cerveza, que tomó directamente de
la botella.
Recordó las palabras de ese superior
suyo tan cercano en los afectos: “no se
moleste porque le hagan bromas. Es la mejor señal que forma parte del grupo.
Preocúpese si no se las hacen, si nadie repara en usted”.
Cañones estaba, como no, invitado,
pero se había excusado por anticipado. La fecha coincidía con un llamado al
Comando General, de esos que suponían una nueva asignación.
—Lo que sea, cuénteme en su equipo.
—¿Qué le hace pensar que aceptaré?
Ella sonrió, antes de contestar:
—Está en su naturaleza, mi general.
Sonrió al recordarlo. Lo recibido de
él también contaba entre la parte buena de esa Misión al Trópico tan movida.
Miró a su alrededor. Flotaba en el
aire un sentimiento extraño, difuso, embriagador. Era palpable la atracción y
complicidad entre ellos. Todos cambiaban miradas, muy cómplices, sobre Esteban
y Cata. Demasiado juntos, demasiado de a dos para no darse cuenta de lo
evidente.
Sonó el feliz cumpleaños al unísono y
cuando estaba terminando (justo antes de soplar) con los ojos cerrados como si
fuera su deseo encontrarla, el apoyo su mano en su pierna y la apretó
suavemente. Como tantas veces. Pero la última, hace tanto tiempo.
Llevaba unos shorts ese día y una
remera azul de cuello tipo camisa. Por una vez, no se había arreglado casi
nada. Al levantarse el día de su cumple, sintió que no lo necesitaba.
Sopló las velas, expectante,
esperando por una vez a ver qué hacía él. Sintió, con los aplausos, dos dedos
contra la barbilla, que le llevaban el rostro de lado, hasta dejarlo, frente a
frente, con el de Esteban. Pensó que le diría la consabida frase de feliz
cumpleaños, pero en cambio le escuchó deslizarse entre los labios, apenas un
susurro entre el bullerío circundantes, un "te amo".
—También yo— se apresuró a
reconocerle ella. Nunca antes lo había dicho de esa forma, con ese tono de
seguridad. Sin culpa por los fantasmas pasados. Todo lo pasado le había
enseñado a que los murmullos en su cabeza no le impidieran ser feliz.
La agarró por la nuca y la atrajo
hacia ella. Se dieron un beso entre los aplausos y el griterío de los demás.
Eran el centro de todas las miradas al separar los labios, pero ellos solo
siguieron mirándose. Cata se acercó al oído de Tebi y le susurró:
— No voy a irme esta vez.
— Lo sé.
Tuvieron que separarse, en medio de
las cargadas y comentarios de todos. La sonrisa de Cata era ahora una muy
amplia, abierta y franca. Plena. Se recostó contra él y apoyó la cabeza sobre
el hombro mientras Rey cortaba la torta.
Mariana, siempre tan discreta en
todo, había dado que hablar al llegar de la mano con un viejo conocido y nuevo
instructor en el centro jurídico que tenía la Base de Loma Linda. No era el
único cambio, pensó Cata, observando como ese cabello corto no lo era ya tanto
y pronto le pasaría de los hombros. Nada es mejor indicador de una nueva etapa
en una mujer que un cambio de peinado.
No se acabaron allí las sorpresas. Laura
y Leo no se habían separado un minuto, ni este podía dejar las manos por mucho
tiempo de la incipiente barriga que presentaba Cayetano.
Si Laura no podía sustraerse de las
manos de su esposo, tampoco podía de las sucesivas llamadas de su propia madre,
que no cesaba de brindar consejos sobre la maternidad. Shamu, al cuidado de los
padres de Laura, la había llamado ya dos veces.
Cata se los quedó mirando. Se
alegraba por ellos. Y, todavía más, de haber podido recomponer las cosas. Como
siempre, todo lo que pasaba entre ellos eran muy, muy particular.
Esteban la rodeó desde detrás con los
brazos y ella los juntó aún más, en derredor de su cintura. Aspiró, hacia
atrás, ese aroma tan suyo. Sintió como él la besaba en la base de la nuca.
Cerró los ojos, pensando que eso quizás fuera para siempre. Ella, siempre tan
escéptica frente al futuro y las permanencias.
El amor iba a seguir sucediendo en su
vida, en muchas formas y colores, siempre que ella lo dejara.