La fecha que se hizo calle
Por Luis Carranza Torres
Corrían los inicios del año 1852. La noticia de la derrota de Rosas por Urquiza en Caseros cae como un balde de agua fría en invierno al gobernador Manuel “Quebracho” López, jugado junto a la mayoría de la sociedad política cordobesa, en esa interna del partido federal a los tiros, por el perdidoso. Y para peor con el blasón de ayer, que hoy se transforma en sambenito, de haber sido durante casi dos décadas, desde la caída de los Reinafé en adelante, un importante puntal de Rosas en el interior.
Apenas se sabe la derrota en Córdoba, un grupo de antirrosistas gana la plaza
principal y quema en público el retrato del Restaurador de las Leyes, el 17 de
febrero de 1852. Lo que hasta días antes hubiera sido una sentencia de muerte
segura, ahora es tomado por la mayoría con disimulo, a la espera de cómo
terminan de desarrollarse los acontecimientos.
El preámbulo revolucionario
Cierto es que el brigadier general “Quebracho” López se había pronunciado en
contra de Urquiza y su legislatura había sido pródiga en su contra de venenos
revestidos con ropaje jurídico. Nada personal, simplemente por estrictas
razones del negocio político que se tenía con Rosas.
Frente a los nuevos acontecimientos, urgía dejar en claro y en su lugar a los
hechos pasados. Para ello, la Honorable Sala de Representantes de la Provincia
de Córdoba se reunió, presidida por el doctor Agustín Sanmillán, en sesión
especial la mañana del 23 de febrero de 1852. Pero se vio interrumpida por el
griterío desde la barra, la que debe ser desalojada a la bayoneta. Se grita el
deseo de un nuevo gobierno. El tumulto sale puertas afuera y se producen
corridas con el batallón de policía.
El 26 vuelven a reunirse. Y así Urquiza, antes tildado de “salvaje unitario y
vil traidor”, es ahora nombrado “Ilustre Libertador y Benemérito General”.
Hacía tres meses había sido colocado “fuera de la ley” por la Sala, pero merced
a la reconsideración pedida por el gobernador, es devuelto en el pleno goce de
todos sus derechos ciudadanos, en atención a que tales pronunciamientos
legislativos habían sido “arrancados por Rosas”. Y para que no hubiese
confusiones en las generaciones futuras, se mandó desglosar de los libros
legislativos toda acta que registrara tan engorrosa situación.
“Quebracho” López, que en sus 17 años de mando, ha superado un cúmulo de
conspiraciones, asonadas, revoluciones, invasiones de indios y líos
interprovinciales varios, merced al uso de una receta a partes iguales de
paternalismo y palos, esta vez ensaya algo distinto con los levantiscos.
Sea por los años de gobierno que tiene encima o por lo incómodo de su
situación, trata de echar mano a políticas de pacificación. Decreta una
amnistía respecto de los hechos del 23 de febrero, pero a tal altura de los
ánimos y acontecimientos, la diplomacia no le cuadra a nadie.
Los conjurados en la revuelta van en aumento: los Pizarro (Manuel, Modestino,
Ángel, Ramón y Laureano), Manuel Lucero, Silverio Arias, Manuel Antonio de
Zavalía, Luis Montaño, Aurelio Pinero, entre otros. Su punto de reunión es la
casa del primero, ubicada frente a la plazoleta de la Merced.
También, como suele ocurrir en estos casos, los acólitos del ayer se transformaron
en los opositores del presente. Sangre conspiradora nueva se agregó a la ya
tradicional. En una ciudad, la capital de la provincia, a cuya sociedad más
reconocida nunca había terminado de cuajarle cómo, con su universidad y sus
saberes, la venía gobernando desde casi dos décadas un gobernador de poca letra
y menos libros, pero dueño de una energía de acción que le había permitido
superar momentos críticos de la provincia.
López, resentido en su salud, no atina a dar con una receta salvadora de sí
mismo y, para peor, debe desprenderse de las riendas del Estado tales momentos
críticos. Sus dolencias, y un último intento para calmar los ánimos sociales,
lo llevaron a delegar el mando en su hijo José Victorio, un buen militar de
frontera pero extraño a los bemoles y mañas de la política capitalina.
Cierra filas con Urquiza, misión diplomática de Bernardo de Irigoyen mediante,
en marzo de 1852. Intenta oxigenar su gobierno, con el nombramiento como
ministro general del Dr. Alejo Carmen Guzmán, persona letrada, federal, de
enorme prestigio en la ciudad y, para completar el cuadro, afín a Urquiza. Pero
no basta.
Cuando penetran en el cuartel de los cívicos, que se levanta al sur de la Calle
Ancha, en el lugar donde hoy se encuentra el Patio Olmos, los tentáculos de la
revolución, su suerte está sellada. Paradójicamente, esto sucede con la llegada
de la compañía de Patricios desde Villa Nueva, ordenada por el propio gobierno
para su resguardo, cuyo jefe es leal al gobierno pero los demás oficiales están
ganados por la conjura. Ahora, el movimiento tiene la fuerza militar de la que
antes carecía, y puede pasar a la acción.
Aquella tarde
Así, llega el 27 de abril de 1852. La revuelta se percibe por casi todos en el
ambiente. Dato que, en una ciudad chica, donde todos son conocidos o medio
parientes, poco puede ocultarse. Salvo para el engañado, como resulta usual en
los negocios humanos.
Cinco y media de la tarde. Se toca generala en el cuartel de los cívicos. La
tropa forma al completo de efectivos y equipos, como si se fuera a concluir un
día más de faena. El comandante Maldonado, que se prepara para revistarlas, es
detenido por sus oficiales. Sin su jefe, las fuerzas militares salen a la calle
Ancha, para tomar hacia el norte. Por las calles arenosas, a paso de marcha,
con los tambores por delante, se dirigen hacia la Casa de Gobierno, ubicada
detrás de la Catedral. En el camino se les unen otros complotados. El coronel
Manuel Pizarro es la cabeza visible del movimiento.
La última cuadra se salva a la carrera. La escolta del gobernador se ha negado
a deponer armas y el recinto gubernamental es tomado por asalto. La
desproporción del número hace a un mismo tiempo a la resistencia, heroica e
inútil. Pero no hace mella alguna en al valor de algunos. El jefe del escuadrón
de escolta, capitán Montiel, prefiere caer en defensa de la sede gubernativa
antes que rendirla; el coronel Policarpio Patiño, edecán del gobernador, muere
a la puerta de tal despacho, al negarse, espada en mano, en solitario frente a
la masa que irrumpe por el pasillo, a franquearla, interponiéndose en su
camino. Lo acribillan a balazos. Al ver caer a sus jefes, el resto de la tropa
cesa la resistencia. Algunos se rinden, en tanto otros prefieren saltar tapias
y ganar el callejón de las Catalinas, para no caer en mano de la turba que
acompaña cada vez en mayor número a las tropas rebeldes.
Tras ser reducido por el número, el gobernador delegado, coronel Vitorio López,
es apresado en su despacho. Su padre, el brigadier general don Manuel “Quebracho”
López , será tomado prisionero en el dormitorio de su propia casa, donde se
hallaba enfermo y guardando cama.
Siete de la tarde. Hora de la oración. La revolución ha triunfado. El ministro
general del gobierno, doctor Alejo Carmen Guzmán, teniendo por lo que pudiera
pasarle, al principiar la asonada abandonó su casa para ir a refugiarse al
Convento de San Francisco, situado enfrente de su domicilio. Allí se quedó todo
un día, hasta que los revolucionarios, el 28 de abril en comitiva, lo entrevistaron
para comunicarle que una asamblea popular lo había designado gobernador
delegado.
“Rara lógica la de las revoluciones”, diría el doctor Luis Cáceres, algunos
años después, en los primeros meses de 1856 en su periódico El Imparcial, y
respecto de ese día.
Rara, pero la había. No había caído nada más que un gobernador, abandonado por
la mayoría de sus propios. Por eso, a nadie sorprendía ni escandalizaba que los
lopiztas de ayer eran los revolucionarios de hoy y fueran los funcionarios de
mañana.
Nota publicada en el Suplemento Temas del diario La Voz del Interior del domingo 25 de abril de 2004.
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