La ragazza del Ferrari

 


Salí de la terminal del aeropuerto luego de un vuelo transatlántico de doce horas, con tres de demora y tras pasar dos controles de seguridad especialmente inquisitivos. Alguien puso una bomba en algún sitio y el Aeropuerto Intercontinental Leonardo da Vinci literalmente se había militarizado.

Lo que menos pensé, al poner un pie afuera, recibiendo de pleno el sol de Fiumicino fue verla. Supe que mi madre era la culpable. Le había dicho mil veces que no le avisara. Sobre todo, porque buscaba sorprenderla. Para qué me habré gastado.

Ahí estaba, apoyada contra la puerta de un auto deportivo. Cruzada de brazos, inexpresiva desde sus grandes lentes negros.

Era alguien de mi pasado y el motivo de ese viaje. Chiara Ferrabone. Estaba bronceada, como siempre, aun estando ellos en invierno. Llevaba el cabello suelto, algo más largo y más claro que como la recordaba. Iba y venía, como cuando salíamos, mecha a mecha, entre el rubio que adoraba y el castaño que le era propio. Me perdí, por un momento, en ese cuerpo de atleta que había tenido, muchas veces, cerquísima del mío. Llevaba una polera blanca de cuello alto, lo suficientemente ceñida como para dar ideas de las formas del cuerpo. El pantalón era de cuero negro, aún más ajustado. Mostraba, aun cubiertas, esas piernas torneadas en el circuito internacional del tenis de las que tanto alardeaba. Supongo que su madre francesa le había heredado eso.

Ciao, Victor—me dijo, sin prodigarme el más mínimo sentimiento.

Se colocó los lentes sobre la cabeza, a modo de vincha. Sus ojos verdes, gatunos, asomaron desde su escondite. Eran hermosos, pero no me miraban nada bien. Podía entenderlo perfectamente.

Apoyaba la cola en un Ferrari F50 en el mejor tono rojo que el Cavallino Rampante podía pintarlo. No tardé en reconocer el modelo. Se trataba del superdeportivo producido por la casa italiana con motivo de los 50 años de la marca.

Su forma baja, sinuosa y reluciente, con la indudable majestad que le confería el estilizado alerón a lo largo de toda la parte trasera, no dejaba lugar a dudas del linaje en el auto. Casi tanto como el abolengo de quien lo conducía.

Mi pasión fierrera sabía que solo se habían fabricado 349 unidades que únicamente podían adquirir las personas que antes hubieran comprado otros dos modelos de la marca. Todo un detalle que hablaba tanto de sus gustos, como de la billetera de su padre.

Tras abrir la puerta del acompañante, ella se sentó en el asiento del conductor sin decir nada más. Dudé si aceptar o no esa invitación tan difusa. Terminé por sentarme allí, acomodando como pude la valija entre las piernas.

El Ferrari emitió un metálico rugido por sus cuatro tubos de escape antes de arrancar del lugar donde había sido estacionado y lanzarse, veloz, a la calle interna del aeropuerto. Pronto habíamos salido de allí y dejado atrás Fiumicino para ingresar a una autopista. Observé el velocímetro, en el tablero interior de fibra de carbono. La aguja acariciaba el límite de velocidad de los ciento treinta kilómetros por hora. Me alegré que el modelo de Chiara tuviera instalado en los asientos los cinturones con cuatro puntos de sujeción, en lugar de los tres que venía de fábrica.

El paisaje pasaba raudo, muy raudo, afuera de nosotros. Ella había bajado la capota y el viento acariciaba, con fuerza, su cabello. De pronto, ensimismado como estaba en ella, caí en la cuenta de algo.

—No te dije a donde voy.

Aceleró aún más, antes de responderme. Hecho en fibra de carbono y aluminio, las muchas curvas y el alerón de la carrocería lograba mantener dentro de lo razonable la carga aerodinámica a muy altas velocidades.

—Vamos a la villa de Toscana. Estamos ahí por el fin de semana—terminó por decirme, dos cambios de marcha después—. Papá te adora, mal que me pese.

Que terminara con ella no cambió los afectos de su padre por mí. Él la conocía aún mejor de yo en su carácter volcánico, supongo.

—Siempre ha sido un hombre de buen gusto.

—Es una decisión exclusivamente suya, en todo caso. No creas que esto signifique algo para mí.

Seguía enojada conmigo. Tal como yo lo había estado con ella, desde hacía un par de años. A diferencia mía, ella no parecía dispuesta a dar por superada nuestra pelea de entonces.

Chiara conducía ese auto como una extensión de ella misma. Algo de bastante mérito, por no contar el auto con dirección hidráulica, ni antibloqueo de frenos. De momento, con ambas manos en el volante, que parecía acariciar con sus largos y delicados dedos más que aferrarlo. Como si desmintiera el hecho de ser uno de los autos más difíciles de controlar.

Parecía ausente de mí, sólo concentrada en el manejo y en devorar kilómetros por la Autostrada del Sole. Sabía que se trataba de un simple disimulo. Aun cuando cambiara cada treinta segundos de carril para superar a otros autos y no dejara una misma marcha, de las seis que tenía la caja de velocidades manual, por mucho más tiempo. Parecía decidida a sacarle el máximo partido de los 520 caballos de potencia del sistema métrico decimal que poseía el motor.

Tenía la costumbre de quitar una de las manos para gesticular yendo a mucha velocidad, aspecto que me ponía particularmente nervioso. Pero en aquella oportunidad, fue la visión de un anillo matrimonial en su anular izquierdo lo que me sobresaltó.

Teníamos una historia inconclusa que de mi parte procuraba acomodar con este viaje. Solo para descubrir, con pena, que ella la había ordenado, tal vez, mucho antes.

 

 

 

En la radio, la masacre en una aldea India perpetrada por un grupo terrorista que mató a 74 personas, 16 niños y 32 mujeres entre ellos, no concitaba tanta atención en las noticias como el sorteo de la Copa Mundial de Fútbol de 1998 que se realizaba en Marbella. Así era el mundo. Imperfecto, descorazonado. Tal como nosotros dos.

Al parecer, a Chiara las noticias la habían cansado tanto como a mí. Puso un cassette en el equipo de música. Pop internacional, en inglés, como recordaba le gusta. La melodía marcadamente azucarada de Love shine a Light se dejó sentir. La interpretaba la banda Katrina & The Waves, que había ganado el festival de Eurovisión en mayo de ese año de 1997 en que estábamos.

 

Love shine a light in every corner of my heart

Let the love light carry, let the love light carry

Light up the magic in every little part let our love

Shine a light in every corner of our hearts.

 

Seguíamos teniendo los mismos gustos, pensé. Aunque anduviéramos con los sentimientos cambiados. El rencor en lugar del afecto que algún día nos prodigamos.

Me pregunté si había puesto adrede la canción o simplemente era buen gusto musical. Ella podía ser tan maquinadora como yo en los temas de los sentimientos. No dejar pasar una al otro, había sido lo que finalmente nos había separado. Le hicimos caso más al amor propio que a lo que sentíamos por el otro.

Luego de circunvalar Florencia, doblando por el Valdarno, antes de llegar a Arezzo salimos de la autopista tan velozmente como habíamos entrado. Pronto, cruzamos la verja de entrada al cuidado y verde parque que circunvalaba a la villa en la Toscana que tenía su padre para escapar del ajetreo de Roma.

Miré mi reloj. El mismo que ella me había regalado, en el último aniversario antes de pelearnos. Habíamos hecho poco más de doscientos kilómetros en poco menos de dos horas.

Cuando se detuvo frente al severo edificio renacentista, me sentí obligado a retomar la cuestión de por qué estaba allí. O, más precisamente, las razones que Chiara tenía para haberme traído.

—Podrías haberte opuesto a que me quedara en la villa. Tu padre no puede negarte nada, según recuerdo.

Ella sonrió, malévolamente, debajo de esos lentes negros.

—¿Y ahorrarme el gusto que me veas con otro? Habrás notado que llevo un anillo.

Por supuesto que sí. Pero no le dije nada.

— ¿Te casaste?

La pregunta quiso parecer inocente y despreocupada. No lo logré mucho.

—Hace seis meses. Se llama Renzo. Trabaja con papá en la empresa. Es su mano derecha.

Procuré disimular los celos. Sobre todo, cuando miré como ella me pispiaba de reojo. Los lentes oscuros con patillas delgadas no pueden disimular la mirada a los lados.

—Supongo que debo felicitarte.

—No es necesario.

—Me hubiera gustado que me avisaras de la boda.

Ella me miró por unos segundos, antes de volver la vista hacia adelante. Aun con esos lentes oscuros, podía ver que la había sorprendido.

—¿Por qué? ¿Hubieras venido?

—No, pero te habría enviado un regalo.

Noté como las manos aferraban aún más firme el volante. Los brazos se le pusieron rígidos por debajo de la blanquísima polera, y echó un tanto la cabeza hacia atrás, antes de decirme:

—No sé por qué pensé que encontraría alguien distinto del mismo imbécil de siempre.

Asentí. Había algo de cierto en lo que decía. Ella no era una mujer fácil de llevar pero yo había hecho lo mío, en hacer naufragar nuestra relación. Fue más por juventud que otra cosa. La vida nos pone delante desafíos que valen la pena pero que, por alguna razón, dejamos a mitad de la empresa. Con los años, cuanto entendemos el valor de aquello que hicimos a un lado, podía ser tarde. Como comprobaba cada vez que veía a ese anillo.

—Espero, entonces, que hayas mantenido ese gusto al casarte.

Me salió, más por bronca que otra cosa. Fueron palabras de las que me arrepentí inmediatamente luego de decirlas, pero ya era tarde. Como sucedía con muchas otras cosas nuestras.

Chiara pareció no acusar el golpe. Mantuvo la vista en el empedrado por delante de nosotros, como si no hubiera dicho nada. Un signo inequívoco de lo mucho que le había llegado.

Se bajó del auto. Tras un momento de indecisión, hice lo mismo.

Procuré calmarme, para no decir algo más de lo que me arrepintiera luego. Mi carácter era tan reactivo y pasional como el de ella. Miré hacia fuera. Más allá del auto, la temperatura de pocos grados sobre cero, contrastaba con lo caldeado del clima entre nosotros. Diciembre era muy fresco allí, tal como recordaba.

Chiara hizo ademán de entrar en la residencia, pero se detuvo a mitad de los escalones de la escalera de entrada para decirse:

—Dos años sin una noticia tuya—me echó en cara, luego de su silencio, sin volverse a mirarme— ¿Qué querías que hiciera?

Lo nuestro había terminado mal. Diciéndonos un montón de cosas que no sentíamos en realidad. El macho alfa versus la hembra alfa. Nada bueno podía salir de una pelea entre nosotros dos. Dejar Italia para volver a la Argentina fue también por Chiara. Sentí que debía poner tanta distancia como lo que había sentido por ella…o seguía sintiendo. Me calmé con el tiempo. Podría haberla llamado, en lugar de hacerme el distante. Ella, también. Pero uno era más orgulloso que el otro. Supongo que los dos nos quedamos esperando a que el contrario diera el primer paso. Ese que acababa de llevar a cabo, retornando, para descubrirlo inútil.

Aun así, con todo ese mar de fondo entre ambos, le dije lo que esperé de ella. Hubiera sido mejor seguir disimulando, pero ya no me daba. Se lo dije, hablando sin careta por primera vez desde que nos encontramos. A sabiendas que no tenía demasiado derecho a echarle nada en cara.

—Que fueras leal.

Ella, para mi sorpresa, bajó la escalera para venir directo a donde estaba, deteniéndose a un paso de mi cara. Estaba sacada, pero al menos era tan sincera en los sentimientos como yo. Bufó antes de responderme, con mal tono.

—¿A quién? ¿A alguien que solo tenía lugar en la vida para él?

No había que pensar demasiado para entender de qué persona se trataba ese “él”.

—No.

—Entonces, ¿leal a quién?—insistió, algo sacada. Para ser ella, se contenía bastante.

Miré el anillo que traía, por enésima vez en la última media hora. Trataba de aparentar calma, como ella.

—A lo que sentías—le dije.

Eso pareció atenuar su ira. Algo de culpa se coló en esa expresión de enojo.

—¿Y quién te dijo que no lo he hecho?—me preguntó, sin que fuera una pregunta en lo absoluto.

Miré el anillo, por toda respuesta. Era la centésima vez en el día, más o menos. Es curioso como un objeto nos puede remover tanto por dentro.

Debo haber puesto una cara de aflicción terrible. Al volver los ojos a ella, me sonrió divertida. Luego se quitó, como si nada, el anillo matrimonial.

—Esta—me dijo, mostrándomelo—, es por todas las que me hiciste.

Se lo guardó, en el bolsillo. Parpadeé un par de veces, sin entender. O más bien, decidiendo si estaba en lo cierto o no con aquello que creía estar entendiendo.

Ella sonrió aún más. Se rió, deliberadamente de mi cara que aún no se recuperaba de la sorpresa.

Chiara se acercó a mí. Me tomó por las manos, acercando esa boca suya peligrosamente a la mía.

—Deberías saber, con tanto tiempo que nos conocemos, que siempre he sido una muy buena mentirosa.

Aun se reía, entre dientes, cuando sus labios rozaron los míos. Por primera vez en mucho, demasiado tiempo.

Dejé de pensar en cómo vengar a mi orgullo herido y me dejé llevar por el sentimiento.

Ya tendría tiempo para ello. Una vida, si la ventura nos sonreía como ahora.


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NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019) y Germánicus. El corazón de la espada (2020). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires.



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