Volver en el tiempo










Por Luis R. Carranza Torres


Macarena, parapetada a un lado de la puerta, miró su reloj pulsera. Era una antigüedad, con más años de los que quería acordase, dado por alguien que había buscado olvidar aún más. 

Con un chaleco antibalas en el cuerpo y un pasamontaña oscuro cubriéndole el rostro, sólo sus ropas civiles la diferenciaban de los cinco individuos de uniforme negro, con idénticos chalecos y los rostros cubiertos, que desde el otro lado del estrecho pasillo apuntaban sus pequeños fusiles Tavor a la puerta.

Ella puteó en silencio, en tanto sacaba con la izquierda su pistola Glock 17, dejándola apuntada al piso, cargada y con la falange del dedo acariciando la cola del disparador. 

Iba a llevar tarde. No tendría que estar ahí. Pero estaba, y ya era tarde para arrepentirse de algo.

Golpeó la puerta con la misma mano que había consultado su reloj, la que sostenía un papel en la mano.

— ¡Policía Judicial! ¡Tenemos una orden de allanamiento! —gritó— ¡Abran la puerta!

Se escucharon un par de insultos desde dentro. Ella hizo una seña, y dos hombres de negro descargaron contra la puerta un cilindro metálico, grueso y de medio metro de largo, el que sostenían por unas abrazaderas. En el primer golpe, la puerta quedó maltrecha pero todavía aferrada a sus bisagras y cerradura. Era evidente que la habían reforzado. Con el segundo, se desplomó hacia dentro.  

Los hombres de negro se precipitaron hacia dentro del departamento apuntando sus armas, listos para dispararlas. 

Macarena, como era usual, siguió su maldita costumbre de entrar inmediatamente después del equipo táctico, sin esperar a oír que el área estaba asegurada. Apenas pisó el living, vio cómo un hombre de barba entrecana, al otro lado, arrojaba un jarrón, antes de ser tirado al piso por el equipo táctico, como otros dos que ya estaban reducidos y esposados. Fue todo muy rápido, no le dio tiempo a correrse demasiado. A medio camino de echarse hacia un lado, sintió como el objeto le impactaba en el borde de su cabeza, destruyéndose con gran estrépito. 

Cayó al suelo, atontada. 

— ¡Asegurado!—escuchó una voz a su espalda. 

Un instante después, sintió como unos brazos la tomaban por las axilas y la hacía volver a estar de pie. Era, también, uno de los hombres de negro.

— ¿Está bien, jefa?—le preguntó, en tono respetuoso, en tanto buscaba ver que tan firme era su mirada.

Ella vio como el resto del grupo táctico se llevaba los detenidos, en tanto los de secretaría científica entraban, con sus ropas marrones y con sus valijas de equipos, ya con guantes de plástico en las manos.  

La aludida se sacó entonces el pasamontaña. Una cabellera castaña, lacia, con algunos mechones cobrizos se desperdigó por su cabeza hasta caer por debajo de sus hombros. Se miró en el espejo que había a un lado de la puerta. Una mujer en sus treinta y pico, muy bien llevados, con expresivos ojos oscuros y facciones delicadas le devolvió una puteada, al ver la contusión que tenía en la parte derecha de la frente, extendiéndose hacia abajo hasta el costado del ojo.

Justo hoy tenía que ser que le pasara eso, pensó, justo hoy que debía volver a cruzarse con esa basura, justo cuando debería estar más espléndida que nunca, para demostrarle que el tiempo pasado sin él, claramente la había favorecido.

La imagen en el espejo volvió a putear. Ella dejó unas indicaciones para relevar la escena y se fue de ahí, descartando de plano cualquier pedido de esperar a que la revisara un médico.

Bajó por las escaleras, a contramano de los policías que subían. Cuando llegó a la calle y ubicó su auto, dejó en el baúl su chaleco y el pasamontaña, guardándose el arma en la pistolera de su cintura, por debajo de la remera. 

Arrancó y fue hasta donde debía ir, por más que no le gustara nada. Sentía que se lo debía. Había sido su jefe, el jefe de ambos en realidad. Antes, los había tenido como alumnos de derecho penal en la Facultad de Derecho. Ya a Marcelo lo conocía de ese tiempo, de la facu, luego rindieron juntos para la policía judicial, estuvieron juntos en la primera unidad judicial, tuvieron sexo juntos por un buen tiempo y después se pudrió todo. 

Ella, en tanto manejaba hacia el cementerio, no sabía por qué o en qué momento dejó de pensar en su mentor fallecido para fijar sus recuerdos en Marcelo.

Pedazo de soberbio, nada para él era suficiente. Una unidad judicial no era suficiente, una fiscalía de instrucción no era suficiente. Él lo quería todo y acababa de conseguirlo.

Estacionó cerca de la entrada del cementerio y, una vez dentro, no tardó mucho en ubicar donde era. La gente desbordaba, por los cuatro costados de la calle, el panteón ubicado en una de las esquinas de la necrópolis. Es que en una ciudad que no era pacífica en gustarle casi nadie, su antiguo profesor y fiscal del tribunal supremo hasta su muerte, se trataba de una persona apreciada por casi todos. 

Llevaba tarde. El sacerdote ya había terminado con sus palabras. Él estaba allí, a un lado del cura, junto a la familia. Maldito ególatra exhibicionista. Debía encantarle estar ahí, aunque no se notaba en su rostro. Parecía realmente acongojado y eso le provocó cierta ternura, pese a todo lo que pensaba sobre Marcelo. Su cabello castaño mostraba las primeras canas, pero eso era todo. La barba rala le quedaba demasiado bien para engañarse. Seguía tan buen mozo, tan apuesto como cuando ella se fue de su lado, esa noche terrible de una luna llena y violácea.

Como siempre, vestía impecable en ese traje oscuro, camisa blanca y corbata negro petróleo, perfectamente a tono con la triste ocasión. Había sido por dos años, el segundo del difunto. Ello había determinado, a su muerte, que el gobernador lo nombrase en tal cargo apenas conocida la noticia del deceso. Marcelo siempre se había sabido mover muy bien en las arenas de la política.  

No lloró, aunque hubiera querido de sobremanera hacerlo. Si algún hombre merecía sus lágrimas, era su antiguo profesor y mentor. Pero ya, a pocos años de tener cuarenta, la vida le había mostrado demasiada mierda sobre el costado más miserable de los seres humanos, como para poder verterlas. 

No quería cruzárselo. Iba a irse apenas terminara todo, pero él se adelantó y fue a su encuentro. 

Él estaba apuesto, muy seguro de sí, e impecable. Ella, de jeans y remera, despeinada y con un moretón cada vez más violáceo en el rostro, que ni sus lentes negros lograban disimular. Se odió por haber dejado que él la viera de esa forma.

—Hola Maca—le dijo él, casi con timidez, cuando la tuvo enfrente— Supe de tu ascenso. La primera mujer en dirigir la unidad contra el crimen organizado. Felicitaciones.

Él era el único que le decía así. Maca por Macarena. Un sobrenombre nacido entre susurros, cuando era jóven y creía en el amor. En particular, el de él. Se sacó esos flashes de la cabeza para ponerse en rígida.

—Gracias, señor Fiscal del Supremo.

—Antes no me tratabas tan formalmente.

Se mostraba conciliador. Ella siguió tan firme y hosca como en su agradecimiento. 

—El tiempo cambia mucho las cosas.

—Nunca me dijiste por qué te fuiste.

Él quería hablar. Ella lo mandó a la mierda por toda respuesta y se fue. Al volver a su auto notó que uno de los neumáticos estaba desinflado, en llanta. Para peor, lo había cambiado hacía una semana por la rueda de auxilio sin poder hacer tiempo de llevar a arreglarlo. Es decir, no tenía rueda de auxilio que la auxiliara en nada. 

Cuando pensaba que su mala estrella no podía ser más negra, un auto se detuvo junto a ella. Era un Mercedes Benz importado, Clase A último modelo. Al bajar el vidrio polarizado notó que se trataba de Marcelo.

—Te puedo llevar, si querés.

Estuvo a un tris de volverlo a mandar a ese mismo lado que antes, pero el cielo gris plomizo amenazaba con lluvia y el dolor del golpe empezaba a incomodarla más de lo que quería aceptar.

Él iba solo. Se sentó a su lado en el asiento del acompañante, sin siquiera mirarlo.

Marcelo condujo sin decirle nada. En la radio, la noticia del día era la muerte de su común profesor y jefe.

—No puedo creer que ya no esté con nosotros—comentó él, sin volverse a verla.

Macarena no le contestó, no quería conversar con Marcelo, pero sentía exactamente lo mismo. Temía volver a ser Maca, caer en los mismos errores de ella. En el trayecto de vuelta al centro, la zona del moretón comenzó a latirle y las emociones a fluir. Toda la adrenalina del procedimiento la había abandonado y ahora experimentaba un repentino cansancio. Llevaba una semana durmiendo poco y salteado, dedicada a vigilar ese domicilio, hasta ver entrar a los que finalmente quería capturar. El cuerpo ahora le cobraba su precio. Cansada, desilusionada, con la boca reseca, cada vez se sentía peor. 

Siempre había pensado cómo sería cuando se lo cruzara de nuevo. Nunca se imaginó que sucedería en tales circunstancias. 

El auto se detuvo. Miró hacia fuera, confundida. No era su edificio sino el de él.

—¿A dónde me trajiste?—le preguntó, levemente indignada, aun sabiendo la respuesta. 

Marcelo le señaló el moretón.

— Tenés que curarte eso. 

—Llamo al médico cuando llegue a casa. Ni te pienses que voy a subir con vos ahí.

—No soy un estúpido, Maca. Seré muchas cosas, y supongo que vos me consideras algunas más, pero nunca he sido un acosador. Subimos, te curo y te llevo donde quieras. Sabes que tengo mano para eso.

Sí, era cierto todo lo que había dicho. María Macarena Ferreyra bajó con él del auto y entraron en el edificio. “Qué día de mierda”, pensó. Por una cosa u otra había tenido que tragarse sus palabras dos veces en la jornada, ya. Y en ambas ocasiones, frente a él. Sí, era una mina jodida, lo aceptaba aunque sólo ante sí misma. Que tenía carácter era evidente para todo el que la conociera por más de dos minutos. Pero una vez más, Marcelo había demostrado que era de los pocos hombres que la podían forzar a cambiar de parecer.

Una vez dentro, se sentó en el living, dirigiéndole una mirada fulminante, que revelaba que ni loca iba a pasar cerca de ese dormitorio.  Marcelo fue a buscar las cosas al baño. En tanto, ella echó una mirada por el departamento. Todo parecía igual que como entonces, a pesar de los siete años transcurridos. 

Sobre el aparador del living estaba, todavía abierto, ese viejo reloj de cadena, con la misma hora de entonces. Se fijó en los varios portarretratos que había, descubriendo que allí seguía uno con una foto de ellos juntos. Igual que entonces, cuando ella entraba allí como si fuera su propio hogar. Se sorprendió que no la hubiera tirado como ella hizo con todas las de él.

Estudió la fotografía contenida en ese portarretrato. Se veía a sí misma, lo veía a él, diez años antes, mucho más jóvenes y totalmente cómplices, sentados muy juntos, comentándose cosas como una pareja por demás unida.

No iba a mentirse a sí misma: Fue hermoso mientras duró. Él era muy tierno, servicial, y por demás competente en la cama, como para no satisfacerla en casi todos los planos. Eso, hasta que empezó a poner su carrera por encima de ella.

Marcelo vino con un pequeño botiquín sobre dos toallas. Con una, húmeda, le limpió la zona. Luego la secó, antes de ponerle una crema y un apósito. 

Ella pretendió, todo ese tiempo, hacer como si no le pasara nada, pero la tentación de volver a ser Maca, aun cuando fuera por un rato, estaba ahí. Tenía una mano maravillosa para esas cosas. Y el roce de sus dedos sobre su piel, aun despertando molestia o dolor por la contusión, la sacó de escuadra más de lo que pensó.

—¿Ya nos podemos ir?—le preguntó de mala forma, cuando él desapareció por unos minutos tras llevarse las cosas que había traído.

No obtuvo respuesta. 

Se levantó, más para buscar pensar en otra cosa que no en él y llegó hasta el equipo de música. Como pasaba siempre con él, tenía la última novedad en el rubro. Pulsó el botón de encendido y la música surgió de inmediato. Reconoció la canción en los primeros acordes de la melodía. Era Iggy Pop cantando a dúo con Kate Pierson la canción "Candy".

La habían escuchado mil veces juntos. Basta, se quería ir de ahí. Todo parecía un volver a esos días. Pero no era así, simplemente lo parecía. Sólo era una ilusión, una mentira cruel que el destino le plantaba para sacarla de las casillas en ese mal día. 

Marcelo volvió entonces con una bandeja con unos tallarines humeantes y un vaso con gaseosa. Lo dejó en la mesa y le hizo señas que viniera.

—Mejor nos vamos. Es tarde y tengo cosas para hacer en mi casa.

— ¿Hace cuánto que no comés algo digno?—le preguntó él.

Demasiado tiempo, pensó, pero no se lo dijo. Sentía hambre, y bastante. Marcelo siempre había tenido como una bola de cristal para saber sus necesidades sin que ella le dijera palabra. 

Se sentó y comió buscando disimular lo mucho que le gustaba. Extrañaba que cocinara para ella, tal como añoraba muchas otras cosas.  Marce, entonces, pareció reparar en la canción que sonada en su equipo.

—Me pregunto por qué pusiste ese tema.

—No sé, estaba tocando botones y salió esa—contestó Maca. 

—Siempre me gustó.

Sí, lo sabía. A ella le traía demasiados recuerdos... de él. Procuró concentrarse en la comida para alejar esos repentinos recuerdos de Marcelo sobre su piel o explotando dentro de ella.

No iba a reconocerle tampoco, lo que ese tema le provocaba.

—Tiene ritmo, pero en el fondo me parece una canción triste.

—Es sobre una novia de su adolescencia, llamada Betsy. Aunque otros dicen que en realidad se trata de una prostituta.

No se dijeron nada más. Ella se sumergió en sus tallarines y él fue hasta el ventanal que daba al balcón. El edificio neo clásico de los tribunales dominaba toda la vista. “Candy” terminó y comenzó a sonar Bruce Springsteen cantando “Dancing in the Dark”. Macarena concluyó  con su plato y tomó el vaso de gaseosa lima limón.

—Parece que cada vez pasan temas más viejos—le dijo él. Su rostro tenía impreso la nostalgia—. Un viaje al pasado. 

A ella casi se le atragantó la gaseosa.

—¿Es que estaremos viajando ahí?— terminó Marcelo por preguntarle, mirándola como si buscara penetrarla con sus ojos.

Ella le esquivó la mirada.

—No, eso es imposible—le dijo tratando de sonar lo más resuelta posible—. No vamos a ninguna parte, sólo a estrellarnos si seguimos escuchando huevadas.

Se levantó para irse. Él se acercó a Maca. Ella quiso alejarse, pero descubrió de pronto que estaba como petrificada. También se le había endurecido el estómago y secado la boca.

Ella era absolutamente consciente de que tenía sus ojos sobre ella y al mismo tiempo sintió vergüenza, bronca y una especie de regocijo, todo eso junto. No podía ser que ella dejara que pasara eso, pensó, no podía…

Kim Wilde cantaba, casi a los gritos, “Can´t get enough” cuando él la besó.

De pronto, Marcelo la alzó en sus brazos y la llevó hasta su dormitorio sin esfuerzo aparente, como si se tratara de una criatura. Ella le pasó los brazos por el cuello que le pareció tan duro como un tronco y le acarició los músculos de su espalda bajo la suave tela del abrigo. Él tenía el olor a madera de su perfume, un aroma muy varonil, mucho más que el de cualquier joven que hubiera conocido y que la excitó poderosamente. Él la bajó sobre la cama, pero sus manos no la dejaron, la apretó contra sí en tanto sus manos buscaban desabrochar los botones de su jean. La contempló en silencio mientras Maca volvía a cobrar vida, para quitarse con prontitud la remera que traía puesta. Su ropa interior era blanca, el corpiño tenía aro y encaje, un pequeño lazo rosa se dejaba ver en el centro de su bombacha. Marce sintió que la excitación le crecía por dentro. Por un instante se detuvo, al tocar un objeto rígido y frío, a un lado de la cintura de Macarena.

—Con cuidado—le dijo ella—. Es mi arma reglamentaria y está cargada.

Ella se quitó entonces la cartuchera que enfundaba su Glock 17 y la dejó en el suelo. Estaba en esa misma cama, la de tantas veces antes. 

—Siempre la misma pistolera vos, con ese gusto por andar reventando puertas.

Fue un comentario como al pasar, sin ninguna intensión aparente, pero que a Maca le cayó muy mal, rompiendo el clima de hasta entonces. Ella lo hizo a un lado, para luego incorporarse.

—Lo prefiero, a besar el culo de los políticos para ser fiscal del supremo—le dijo, subiéndose y abotonando el pantalón otra vez.

Lo dejó ahí, yéndose al living, en busca de esa botella que sabía que estaba en la puerta izquierda del aparador. 

Estaba furiosa con él por esa frase y más con ella por dejar que las cosas hubieran llegado tan cerca de una grotesca rendición de su parte.  

Maca se sirvió dos dedos de Johnnie Walker etiqueta negra en un vaso grueso de cristal de roca tallado en rombos. Lo tomó en silencio mientras miraba al ventanal. Ya era de noche y las luces de la ciudad se entreveraban con las estrellas.

No quería irse así y ya. No sin dejarle bien claras ciertas cosas. 

Él llegó por detrás, desde el silencio, tomándola por los hombros. Ella se libró de ellos con un movimiento brusco, pero Marce puso otra vez sus manos allí y en esa ocasión Maracarena no se movió.

—Basta. No juegues conmigo.

—Nunca hice eso, Maca.

Ella se dio vuelta, mirándolo con enojo.

—Me han disparado, me han golpeado y me han apuñalado. Pero nunca nadie me hizo más daño que vos.

Marcelo le devolvió una mirada igualmente dura.

—Pues entonces estamos parejos. Nunca otra mujer me hizo sufrir lo que vos.

Ella procuró no dejarse ganar por la culpa que ese comentario le provocó. Debía mostrarse fuerte, decidida. Ahora más que nunca. No había espacio para Maca de nuevo, pensó.

—Sí, debe haber sido terrible para tu ego que te dejara.

—No, fue eso de desaparecer, así como así, de buenas a primeras, sin ninguna explicación, sin querer tener nunca más una comunicación conmigo.

Ella evitó mirarlo.

—No estábamos bien.

—Discutíamos un poco, sí. Pero lo que fuera, podía arreglarse. 

—Peleábamos todo el tiempo, Marcelo. 

Él la miró a los ojos. 

—Siempre fuimos muy distintos, pero nos queríamos. Supongo que, en algún momento, dejamos de aguantarnos.

Maca asintió. Él tenía el pecho desnudo y no pudo evitar apoyar su cabeza allí, tal como entonces. Su furia había pasado, tan solo había quedado el dolor. 

—Sólo tenías tiempo para tu bendita carrera—le recriminó.

Por fin se lo había dicho. Sintió como él la acariciaba en el cabello.

—Sí fue mi error. Volvería el tiempo atrás, si pudiera, para actuar de otra forma.

—Nunca el tiempo vuelve atrás, Marcelo. Nunca.

Descubrió que estaba por largarse a llorar. Encima, por él. Su enojo con Marcelo, en el fondo, solo era una forma de mentirse a sí misma respecto de lo que le seguía importando todo el asunto.

Él la tomó por el mentón, elevándole el rostro hasta que volvieron a mirarse a los ojos.

—Claro que se puede. Renunciaría mañana mismo a mi cargo, si supiera que tengo una posibilidad, aun una remota posibilidad, de que vuelvas conmigo.

Él la apretó contra la pared; sintió cómo sus manos se le introducían por detrás de los jeans, acariciándole los glúteos. A Macarena le excitó de sobremanera esa caricia firme y se apretó aún más contra él. Por un instante lucharon torpemente, como en un combate, pero pronto se pusieron de acuerdo y comenzaron a moverse con un mismo ritmo.

Sus cuerpos avanzaban y retrocedían como participantes en la más íntima de las danzas. El ritmo se hizo más frenético; se olvidaron del mundo, gimiendo y golpeándose contra la pared en un rictus de pasión que sorprendió a ambos; cayeron más allá de los sentidos, y se apagaron poco a poco y sin remordimientos, sobre la inmaculada alfombra azul del living.

Luego permanecieron inmóviles en el suelo, sin tocarse, mientras la agitación de sus respiraciones se normalizaba gradualmente. Tras eso, Macarena se alejó de él, vistiéndose nuevamente. Volvió a colocar en su sitio en la cintura su arma, antes de ir hacia la puerta.

Esperaba que él le dijera algo antes que saliera pero no fue así. Se encontró esperando que la detuviera, que le dijera que eso no había solo un tema de sacarse las ganas, que había algo más. Cuando cerró tras de sí la puerta sin que nada pasara, experimentó cómo la ira volvía a subirle por dentro. 

“Sos una pelotuda”, se recriminó a sí misma, “te dice algo ilógico, estúpido y ya le crees como toda una boba, dejando que te haga lo que quiera. El tiempo no vuelve atrás”.

Más ahora, que había llegado donde siempre había querido, él no iba a cambiar. Pasaría a vivir en ese despacho, en el primer piso del Palacio de Tribunales, más que en su casa. La gente es como es y no cambia.

Al siguiente día, mientras estaba en su despacho liberándose de la rutina de papeles administrativos, notó que unas directivas de la fiscalía del Supremo Tribunal estaban firmadas por el adjunto y no por Marcelo. Era raro. En todos sus demás puestos, desde el día de puesta en función había desperdigado por doquier papeles con su firma, para hacerse ver. 

No le dedicó mucho tiempo al tema, pues debía realizar otro allanamiento que se anticipaba complejo, con dos unidades de equipos tácticos actuando y la policía cerrando dos manzanas alrededor del objetivo.

Estaba por entrar a la sala de reuniones para la previa del operativo, cargada de papeles e indicaciones para dar, cuando escuchó un comentario de uno de sus hombres.

— ¿Se acuerdan de Marcelito? Tanto que jodió para ser Fiscal del Supremo, y ahora que le dieron el cargo, renunció por cuestiones “estrictamente personales”. Así, sin más. Es el comentario de todo el primer piso. Nadie sabe por qué hizo eso.

Macarena se quedó helada por la noticia, pero Maca no dejó, en su interior, de sonreírse. Apenas si participó con un par de comentarios en la reunión, luego de eso. Tenía la cabeza en otro lado. 

Dos horas y media más tarde, cuando se allanó el objetivo, por primera vez desde que tenía memoria, ella esperó a que los del táctico ingresaran y aseguraran el área, antes de poner un pie dentro. 

Quería saber si el tiempo, realmente, estaba volviendo atrás.


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NOTICIA DEL AUTOR DE LA NOTA: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germanicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires.

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