Pasar por el espejo
Mi reflejo en el espejo no era yo sino
aquella que había sido antes. De alguna forma, sabía eso. Parada frente al
espejo, fogonazos de esa vida que no alcanzaba a comprender, me azotaban la
mente y me sacudían en lo profundo del espíritu. Otra yo en otra vida, espejo
de por medio. Mi imagen se reflejaba distinta sobre el vidrio pulido, provocándome
una gran confusión. No entendía muchas cosas pero sabía que esa, al otro lado
del espejo, era yo. Aun cuando tuviera un palmo más de altura, o el color de su
cabello no fuera castaño sino negrísimo. Lo confirmaba al verla a los ojos, a
pesar del distinto color alrededor de las pupilas. A mi tono ámbar el espejo lo
devolvía como un gris apagado. Pero podía ver la misma mirada de estupor que
estaba sintiendo. Una mezcla de temor y ansiedad, pero también de creciente
excitación.
Observaba, maravillada, como no se
parecía en nada a mi actual aspecto. Claro que, también pensé, tampoco yo lucía
del mismo modo que al nacer, o cuando niña.
No me cabía duda alguna, me reconocía
por lo que mostraban esas facciones: angustia, orfandad. Siempre me había visto
así, más acá o más allá del espejo.
Castaña o morocha, más alta o más baja.
—No luches—me dijo la figura al otro lado
del espejo. Movía sus labios aunque yo tuviera paralizado los míos—. Es inútil.
No depende de ti ni de mí. Sólo tiene que suceder. Volver a ser una. La
felicidad pasa por estar completas.
El espejo, o ella en el espejo, me
atrajo hacia el otro lado. Se trataba de una sensación extraña, que principió
con un cosquilleo y luego prosiguió en tremendos espasmos. Una corriente
inmaterial que me arrastraba hacia lo que tenía en frente, espejo de por medio.
La imagen de la que era en otra parte o había sido en otro tiempo. Un otro yo
que me buscaba, para unirse a mí. Nuestras palmas de las manos se tocaron a uno
y otro lado. Experimenté entonces una especie de una corriente eléctrica,
intensa. Una sacudida dolorosa pero liberadora que, por alguna razón, contenía
una promesa de paz. Asustada, estremecida, no pude dejar de mirarla, ni de ir
hacia ella. Me resultaba imposible dejar de observarla o resistirme a ser
arrastrada. Ella me atraía, como un imán espiritual poderoso, a lo profundo del
espejo, a fundirme con esa que era yo. Tras todas dudas y algo de pelea, me
dejé ir. Mi rostro se agrandó hasta ser tragado por el espejo en un estallido
de estrépito.
Todo se volvió blanco. De un blanco
brillante que deslumbraba. Dolor. Me sentí flotar. El resplandor se transformó
en luz. Parpadeé para acostumbrarme, desde la oscuridad dolorosa en la que
había caída, a la nueva claridad donde me hallaba.
Un hombre de blanco y lentes me
observó. Muy serio.
—¿Qué me pasó?—pregunté.
El hombre de blanco me respondió con
voz cansada:
—Otra vez olvidaste tomar tus
pastillas.
(Publicado en suplemento Rostros y Rastros del diario Puntal del domingo 26/08/2018) .
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NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019) y Germánicus. El corazón de la espada (2020). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires.