Un blanco andante (cuento)
Por Luis R. Carranza Torres
Soy la última de un grupo de seis. La única superviviente de una
Patrulla de Reconocimiento de Largo Alcance. PARLA, en la jerga militar. Todos
los demás han muerto. O, más precisamente, los han matado con toda técnica,
furtivamente, en el momento y lugar más imprevisto, a lo largo de nuestra ruta,
amparado en la oscuridad nocturna. No debía haber pasado eso, sólo era una más
de otras doce misiones similares que había hecho ya antes, sin ninguna novedad, en esa
área montañosa con densa selva subtropical, interrumpida, de tanto en tanto,
por claros donde crecía hierba hasta la altura de la cabeza. Un lugar en
ninguna parte donde se libraba una guerra sin nombre a la que, en un arranque
de inconsciencia juvenil, había pedido me enviaran.
Mi profesora de biología en la escuela secundaria, una regordeta
de grandes lentes cuadrados y pelo aprisionado en un rodete, siempre se ufanaba
que por lo general, las hembras eran más peligrosas que los machos en cualquier
especie. Y que pese a las apariencias, también era de esa forma entre los seres
humanos.
No sé por qué pero he pensado en eso muchas veces en estos días.
Quizás, para darme valor. Tú puedes, muchacha, y todo eso. Cosas que una hace
con una misma, cuando no se tiene la menor idea de quien ha despedazado a tus
compañeros hasta dejarte sola en esa selva verde. Siempre por la noche, sin
dejar rastros. No importa las precauciones que se tomaran. En todos los casos,
con un cuchillo de hoja corta y algo curva por silencioso instrumento de muerte.
Quiero creer que sigo vivita y andando sobre mis extenuadas
piernas porque he tenido algo que el resto no. Suerte, vigilia, experticia.
Pero no me hago muchas ilusiones sobre eso. Tal vez quien sea que lo haya hecho
sólo esté jugando y dejándome para el final. Lo percibo.
Me llamo Muriel, pero aquí soy Seis Azul. En este tipo de operaciones,
así como no puede traer nada personal que pueda ayudar a identificarte, tampoco
tienes nombre. Sólo un número para cada integrante y al grupo se lo identifica
por un color. El nuestro era, o es, azul. Primero mataron a nuestro líder, Uno.
Luego a Tres, Cinco, Dos y Cuatro, en ese orden.
Arrastro mi culpa por lo ocurrido. Nada he podido hacer para
impedirlo. Dormía en todos los casos. Y con mi último compañero fue aun peor. Cerré
los ojos por unos momentos en la guardia que, espalda con espalda, hacíamos con
Cuatro. Luego, de pronto, sin aviso previo, él dejó de afirmarse en mí y la
sangre empezó a mancharme por detrás.
Lo he sentido más por él que por lo demás. Cuatro era el único que
tenía algún atisbo de amabilidad para conmigo. Incluso me defendió, a su modo,
cuando Tres me acusó, un par de días antes, de estar detrás de esa sucesión de
bajas. “No es cierto que llevar mujeres a
las guerras traiga mala suerte. Déjala en paz, que ya tenemos bastantes
problemas para tener que pelear por ella”, le dijo. A pesar de hablar
sobre mí, ninguno me dirigió palabra ni mirada durante esa charla.
Pienso en ellos todas las noches. Siento pena porque los hayan
matado en esa forma pero también experimento rencor. No me la hicieron fácil,
desde que los conociera. Era la primera mujer entre ellos y eso no le gustaba a
ninguno. Para peor, en un grupo de fuerzas especiales. Siempre tuve, de todos, esa
distancia y esa censura silente de machos sobre mí. Era la culpable de estar
invadiendo terreno de hombres. Una intrusa que no tenía lugar en ese cerrado
clan masculino. Se acostumbraron a tenerme con ellos, aun cuando les reventaba
que los superara en tiro o las pruebas que implicaban algo más que la fuerza
bruta, tales como la navegación terrestre. Soportada, apenas, pero nunca
aceptaba. Siempre teniendo que demostrar que era lo suficientemente buena como
para poder seguir allí en el equipo. Pero esa actitud de estar siempre siendo
escrutada, de saber que era juzgada sin ninguna benevolencia, fue la que hizo
que adquiriera la firmeza interior necesaria para seguir adelante. Me volví un
tanto introvertida, aprendí a lamer para adentro mis heridas. A no conversar
con nadie, a guardarme alegrías y tristezas. Ellos dejaron de importarme y me
concentré en mí. Después de todo, como nos repetían hasta el cansancio en el
entrenamiento, el adversario no son los otros sino uno mismo: uno lucha contra
sus propios límites, contra sus flaquezas. Contra la parte débil y oscura que
todos llevamos en el espíritu.
Hice callos en el alma para no ser herida por cualquier cosa y
para no mostrarlo cuando conseguían lastimarme. Me hice más fuerte, más segura,
más decidida...hasta esta patrulla.
Confieso que quedarme sola en medio de la nada, me inquieta,
espanta y preocupa más de lo que quiero admitir. Y no solamente porque sé que
quien mató al resto me acecha y vendrá por mí. Ya no soy una exploradora
disimulada en territorio hostil. Entiendo perfectamente que me he convertido en
un blanco andante, sin saber de quién. Instintivamente, al pensar en eso mis
manos aferran con más fuerza al fusil de asalto que llevo.
Lo he esperado por dos noches y dos días, sin topármelo y eso
comienza a desesperarme. Me he expuesto como cebo, fingido estar descuidada,
sin conseguir atraerlo a mis trampas. Ninguno de los trucos parece resultar con
ese adversario que está allí pero no se muestra todavía.
Normalmente soy tranquila, pero ahora una extraña inquietud me
posee, y crece conforme pasa el tiempo. He estado rara desde el comienzo de la
misión. Quiero creer que es el maldito calor, la humedad asfixiante o el
enjambre de diversos insectos que te asola la piel día y noche. O tener que
beber de continuo agua turbia con el gusto horrible a las pastillas
potabilizadoras. O comer de paquetes de raciones deshidratas que apenas tienen
gusto. Pero no estoy segura. Cada vez me cuesta más y más mantenerme en calma.
Con la cabeza fría y en guardia.
Les dije antes que me dormí durante mi guardia, pero no es del
todo cierto. En ciertos momentos, desfallezco. Eso pasó, como otras veces, la
noche en que debía cuidar la espalda de Cuatro. Pierdo de improviso la
conciencia, apenas me relajo un poco del equipo que cargo en la espalda y me
afirmo contra un árbol o una roca para descansar por unos momentos. Vuelvo luego
en mí, inquieta, aturdida, con la boca ácida y reseca.
Empiezo a pensar que hay algo en mi cabeza que no funciona como
debiera. Espero que solo sea la tensión nerviosa propia de la misión y no
alguna tara más permanente. Tal vez estas muertes y la soledad me afecten más
de lo que puedo aceptar.
Sigo, sola, hacia el punto de reunión donde un helicóptero habrá
de sacarme de este sitio maldito. Un lugar, un día y dos horarios para la
extracción, distanciadas por una franja de tres horas. Todo ello establecido de
antemano, en virtud del silencio total de comunicaciones que la misión impone.
Si falla el sacarnos o no llegamos a la primera cita, volverán tres horas
después al mismo sitio. No estar o contactarnos en el segundo intento, se
asumirá que hemos sido muertos o capturados y no se dispondrán nuevas
operaciones para sacarnos de allí. De permanecer viva, solo seré olvido en el
medio de la nada. Tan muerta, aun en vida, como el resto de mi patrulla.
A estas alturas, solo quiero salir de allí. Diviso el claro en la
selva y la confronto con el mapa ensangrentado que saqué del cuerpo de Uno.
Luego consulto al reloj táctico que llevo en la muñeca. Faltan un par de horas
para lo convenido. Casi lo he logrado, salvando distancias a marcha forzada por
casi una semana. Estoy justo allí, a tiempo. Solo debo mantenerme viva un poco
más. Y habré sobrevivido a esta locura que no puedo explicar.
Busco un lugar en lo más espeso de la jungla para ocultarme. No
muy lejos, no muy cerca. Me afirmo contra un tronco, en cuclillas, sin quitarme
la mochila. Poso la vista en esa pequeña planicie cubierta de hierba donde
descenderá el helicóptero. El sonido del agua que discurre en un río cercano
llega a mis oídos, desde detrás. Y entonces, me ocurre de nuevo. Todo se vuelve
negro, oscuro y profundo. Como si me desconectaran. Caigo en la nada misma.
Cuando vuelvo en mí, todo es oscuro alrededor mío. Tengo la boca
reseca y ácida como las otras veces. Miro con pavor hacia el claro que no se
distingue en la oscuridad. Parpadeo un par de veces antes de entender que es ya
de noche. Una mirada a mi reloj me confirma que ha pasado el tiempo de los dos
encuentros.
Trato de ordenar mis pensamientos y no caer en pánico. Pero
descubro lo que humedece mi uniforme camuflado. No es sudor, sino sangre.
Alguien me ha cortada en brazos y piernas, hasta hacerme jirones la ropa.
No siento la mochila en la espalda. Tampoco tengo mi fusil de
asalto ni la pistola en la cartuchera del tobillo. Salgo corriendo, sin saber
por qué ni ha donde. Vencida en el espíritu, por primera vez en todos esos
días.
El sonido del agua me guía. Llego hasta ese río, con el espanto
mordiéndome por dentro. Hay algo más allá, en la orilla. Me acerco, sin tomar
ninguna precaución. Es un bulto, atrapado en la orilla barrosa. Al principio
pensé que era un cuerpo, pero al acercarme más observé que se trataba de mi
propia mochila. Alguien la ha cortado tanto o más que a mí, y vaciado de todo
el contenido. Algunas pocas cosas están por allí, cerca. Tiradas a lo largo un
centenar de metros en esa orilla.
También está allí, la mitad de las piezas del fusil. Supongo que
ha echado el resto al agua como ha hecho con lo principal de mi equipo. Y ni
noticias de la pistola.
Me acerco más al río y me agacho para beber con las manos. Ya no
soporto el gusto ácido y lo rasposo en mi garganta. Debo tranquilizarme. Veo
entonces mi rostro, reflejado en el agua a la luz de esa luna plena y luminosa
que tengo, por encima, a mis espaldas. Observo, atónica, las cortadas que
también tengo en el rostro y que empuño la navaja de supervivencia que llevo de
ordinario oculta entre mis ropas. De hoja corta y algo curva. Manchada con mi
misma sangre.
Entiendo entonces todo: los desmayos, las muertes. Y también sé
que no saldré nunca de allí, por mi propia culpa. Solo he sido yo la causante
de todo. Por una decisión propia, tomada en lo profundo de mí y que desconocía
hasta ese momento.
Mi peor enemiga los había matado y ahora haría igual conmigo,
condenándome a vagar en tierra de nadie, sin nada para resguardarme, hasta que
desfalleciera.
Por algún motivo, la parte oscura que llevaba dentro me reservaba
una agonía más larga y peor que a ellos.
Sí, mi profesora de biología tenía razón: la hembra es más
peligrosa e implacable que el macho. Hasta para sí misma.
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NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba, República Argentina. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de diversas obras jurídicas y de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020) y Germánicus. Entre Marte y Venus (2021). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.