La justicia según Sócrates
Por Luis Carranza Torres
Indio Montanelli en su Historia de los Griegos, expresa que la
condena de Sócrates ha pasado a la historia no sólo como una de las farsas de
juicio de mayor cuantía de la humanidad, sino también como uno de sus más
grandes misterios históricos. Salidos de una tiranía sangrienta, la restaurada
democracia ateniense hizo una sola excepción a la sabia regla de la tolerancia
política, y en perjuicio de un hombre que era sin duda el más grande de los
atenienses vivos: Sócrates.
Visto
como un filósofo sabio y benévolo, martirizado a causa de sus creencias
intelectuales, su real figura histórica era bastante distinta.
Para
empezar, su vida fue mayormente la de un hombre de acción, siempre metido en la
polémica pública: había rehusado obediencia a los Treinta tiranos y denunciado
el mal gobierno de Critias. Se había destacado como un militar valeroso
integrando las filas militares de la infantería pesada ateniense, como hoplita.
En las batallas de Potidea, Delio y Anfípolis, se destacó por ayudar a los
heridos y ser de aquellos últimos que siguen el combate en la derrota, para
posibilitar que sus compañeros de armas escapasen. Nada más alejado del
pensador contemplativo que ha llegado a nuestros días.
También
fue un abogado destacado, cuyas defensas dejaron más de un principio que seguimos
hoy en día. Por caso, cuando en el año 406 a.C. se debió juzgar a los generales
que combatieron en la batalla de la Isla Arginusas, un combate desastroso para
los atenienses, el cual ganaron perdiendo 2000 marineros y 25 barcos. La opinión
pública pidió venganza por esa amarga victoria, y los mismos políticos que
habían alentado la expedición, al solo efecto de disimular responsabilidades
propias, pidieron la pena de muerte en bloque de todos los generales
intervinientes. Sócrates alzó su voz, en soledad y sin éxito, para expresar que
eso era abiertamente injusto y que sólo cabía juzgar a cada quien por sus
propios actos. Se trata de la primera enunciación del principio de personalidad
de la pena de que tengamos noticia en la historia.
Era también
un doctrinario del derecho, con una concepción bastante sofisticada para la
época y que supera la divisoria de positivistas y naturalistas. David Lévystone
en “What Rules and Laws does Socrates Obey?” ha resumido su pensamiento de esta
forma: “El pensamiento de Sócrates sobre la justicia y la obediencia a las
leyes trata de evitar los efectos destructivos de las críticas y teorías
sofísticas de las leyes. Así, él requiere, en contra de las teorías de ley
natural, una obediencia casi absoluta de la ley, en tanto esta ley respete el
sistema legal de la ciudad. Sin embargo, en contra del positivismo legal, Sócrates
no admitirá que una ley es justa solo porque es una ley: él busca la verdadera
Justicia. Aun así, como es común en la filosofía socrática, Sócrates no puede
aceptar que dos derechos o valores morales igualmente justificados y legítimos
estén en conflicto”.
Sócrates,
tanto en la vida política, como en su práctica de abogado, era una presencia
molesta. Denunciaba los excesos de poder, y las corrupciones de quienes
gobernaban. Y lo peor, advertía de lo fácil que resultaba pasar de una
democracia a una tiranía, cuando se comenzaban a tolerar ciertas relajaciones de
los gobernantes. Sus denunciados, para sacarlo del medio guardando un tanto las
formas, le “armaron” un juicio.
Así en el
año 399 a.C. cuando tenía ya más de 70 años de edad, se presentó en su casa el
sicofonte, notificador de las denuncias presentadas ante el arconte o juez
instructor de las causas abiertas contra ciudadanos atenienses. Traía para notificarlo
una denuncia en los siguientes términos: “Ha sido registrada y jurada la
siguiente acusación de Meleto, hijo de Meleto de Pito, contra Sócrates, hijo de
Sofronisco de Alopece: Socrates comete un crimen al no adorar a los dioses que
la ciudad tiene registrados. Igualmente quebranta las leyes al corromper a la
juventud. La pena que le corresponde es la de muerte”. Acto seguido fue
requerido para presentar su alegato de defensa en el plazo de dos días,
personalmente o mediante un representante o defensor.
Ramón
Álvarez en su trabajo sobre el juicio “Sócrates: una pésima defensa y un final
aceptado” expresa que “fue la impropia e ineficaz defensa que el propio
Sócrates realizó de su causa” la que determinó su condena a muerte al
mostrarse arrogante ante el tribunal, contestar de modo sarcástico y rechazando
llegar a acuerdo alguno, así como de plantear una alternativa a su
condena.
Se trata
de un error que aun hoy cometemos los abogados. 22 siglos más tarde, otro
abogado y político como él, Abraham Lincoln, lo expresaría como nadie: “Quien se defiende a sí mismo, tiene un
tonto por cliente y un imbécil por abogado”.
Tanto Platón
como Jenofonte calificaron a ese juicio como uno de los más famosos de la
Antigüedad. Fue juzgado por el tradicional jurado de 500 ciudadanos designados
por sorteo, el tamaño habitual de la Heliea para juicios públicos Votaron a favor de condenarlo por 280
contra 221.
Lo
demás, es ya historia conocida. Pudo ir al destierro y no lo hizo. Cumplió con
la pena dentro de tiempo de 24 horas establecido con la sola preocupación que
se pagara un gallo que debía. Actuó hasta el fin por sus ideas como hombre de
leyes.
Una rara y
extrema forma de coherencia de vida que casi nadie más seguiría en la historia.
Singular hasta su mismo fin, respecto de la conducta que debe tenerse con las
leyes.
Para leer más en el blog:
Los secretos de las gladiadoras
Dos amantes que se separan, que se pierden en los caminos que los alejan de Roma.
Amantes y guerreros, enfrentados por el lugar que cada uno ocupa en la sociedad,
que anhelan estar juntos sin que importe el mundo.
Entre Marte y Venus, en ese lugar imposible se libran todas las batallas.
Publio Valerio Aquilio, estrella ascendente del Senado romano, ha sido enviado a Germania por la ira del emperador que no quiere que nadie pueda hacerle sombra. Lo que para los demás es un exilio, para Publio se transforma en la búsqueda de su origen. Aunque pierda los encuentros secretos con Kendrya.
Kendrya, gladiadora celta que ha ganado la libertad, también escapa de Roma ante la imposibilidad de un lugar allí: no quiere seguir en las luchas en el Coliseo, no quiere más los encuentros clandestinos con Publio que, además, ha partido. Odia a Roma y a los romanos, por lo que asolar el Mediterráneo con actos de piratería le parece una buena forma de venganza.
Cada uno de ellos, guerreros y amantes, busca un destino al que aferrarse en un mundo convulsionado como una tormenta en medio del mar. Entre las sombras de un imperio decadente y las luces de una cultura, entre el despotismo imperial y la silenciosa revuelta, entre Marte y Venus, Kendrya y Publio libran una batalla imposible con ellos mismos.
Luis Carranza Torres retoma personajes y escenarios de Germanicus. El corazón de la espada en esta novela total sobre la Roma imperial, sobre las costumbres, la historia y la vida del siglo I d. C.