Matar a su profesor
Por
Luis R. Carranza Torres
Producidos
los sucesos de mayo de 1810, con motivo del no acatamiento a la autoridad de la
Primera Junta por parte de las autoridades de la gobernación intendencia de
Córdoba, se despachó a nuestras tierras una expedición militar al mando de
Ortiz de Ocampo. El rápido movimiento desbarató los planes de Santiago de
Liniers y los suyos, de organizar una fuerza de oposición, siendo apresados en
su huida.
Como
nos cuenta Adrián Pignatelli en El fusilamiento de Liniers: traiciones,
maltratos y la orden de matarlo en un día prohibido: “El 28 de julio la Junta
había dispuesto la pena de muerte para los complotados, sentencia que firmaron
todos los integrantes de la Junta, menos Manuel Alberti, por su condición de
cura. Se ordenaba que todos fueran arcabuceados “en el momento que todos o cada
uno de ellos sean pillados, sean cuales fuesen las circunstancias, se ejecutará
esta resolución, sin dar lugar a minutos que proporcionasen ruegos y relaciones
capaces de comprometer el cumplimiento de esta orden y el honor de V.S. Este
escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo sistema y una lección
para los Jefes del Perú, que se abandonan a mil excesos por la esperanza de la
impunidad”. Entre el 4 y el 5 de agosto la noticia de la sentencia fue conocida
en la ciudad de Córdoba”.
El término "arcabuceados" que se usa en la resolución, claramente fuera de época, cuando tales armas habían sido ya reemplazadas por fusiles a chispa, lleva a José María Rosa a expresar en su Historia Argentina que se debe a la inexperiencia de su redactor, Mariano Moreno, en todo lo concerniente a los asuntos de la materia.
Ortiz de Ocampo se muestra remiso a cumplir tal orden cuando se le anoticia, y tan sólo despacha a los nueve
cabecillas hacia Buenos Aires bajo escolta armada.
Pero Ortiz de Ocampo se muestra remiso a cumplirla, y tan sólo despacha a los nueve
cabecillas hacia Buenos Aires bajo escolta armada.
La
Junta envía entonces a Juan José Castelli, para que su orden se cumplimente perentoriamente.
Mariano Moreno lo ha elegido, porque sabe que a diferencia de casi todos los
otros, comparte su jacobinismo revolucionario. Está convencido como él, que la
novel planta de la revolución sólo podrá afianzarse regada con sangre. Y sabe
que no va a dudar en hacer tal cosa.
Como
cuenta Paul Groussac, en su obra Santiago
de Liniers, Conde de Buenos Aires, el 26 de agosto de 1810, a las diez de
la mañana llegaron los prisioneros a un punto que distaba dos leguas de la
Cabeza del Tigre; allí se encontraron con el vocal Castelli, al frente de una
compañía de húsares del rey, ya formada y con sus armas dispuestas; le
acompañaba como secretario el doctor Rodríguez Peña.
Hicieron bajar a los presos, amarrándolos con los brazos atrás, a excepción del obispo. El único que salvaba su suerte. Castelli leyó la sentencia de muerte. Tenían tres horas para sus disponer de los asuntos relativos a la vida que iban a quitarles. Luego les concede una más.
El obispo Orellana, el único de los apresados al que se dispensaba la vida por su investidura eclesiástica, intentó aplazar el cumplimiento de la sentencia, argumentando que no se realizaban ejecuciones los domingos. Castelli rechazó el argumento y le dijo que se apartara de lo que no le concernía.
Entre
los que acababa de notificar que iban a morir, se encontraba Victorino
Rodríguez, con cincuenta años cumplidos, acaso el más respetado de los abogados
de la Córdoba de aquellos tiempos. Había estudiado en el
Colegio de Monserrat, para luego obtener en la Universidad de Charcas su título
de leyes, en 1784.
Vuelto
a Córdoba, se destacó en los temas del derecho público. Tanto, que tres años
después, el gobernador Rafael de Sobremonte lo nombre como asesor legal con
carácter permanente. Ocupó también en diversas oportunidades, el cargo de
gobernador interino, durante ausencias de éstos de la capital provincial. Fue
también el primer profesor de la cátedra de Instituta en la Universidad de
Córdoba, hito a partir del cual comienza la existencia de lo que hoy es la
Facultad de Derecho.
En
1810 era asesor legal del gobernador Juan Gutiérrez de la Concha. Cuando llegó
a Córdoba la noticia de la Revolución de Mayo en 1810, participó de las reuniones
de Liniers con el gobernador Juan Gutiérrez de la Concha, asesorando en su
ramo. Pese a que su responsabilidad política en la oposición a la Junta era
casi nula, no se salvó de escuchar incluido su nombre en la sentencia de
muerte.
Don
Victorino, estaba unido a Castelli por una circunstancia particular: había sido
uno de sus alumnos más brillantes, en el Monserrat. Por eso, cuando éste último
terminó de leer la resolución que les imponía la pena capital, se la impugnó
carente de todo derecho, terminando sus palabras, con la siguiente frase: "Doctor Castelli, ¿es esto conforme a la
jurisprudencia que Ud. ha estudiado?”.
Se
refería, indudablemente, a eso de ejecutar prisioneros de guerra sin mediar juicio
alguno. Algo que él no le había enseñado en lo absoluto. Castelli, el alumno
que iba a matar a su profesor, no pudo contestarle nada.
A
las dos y media de ese día se cumplió la orden de la Junta. Fueron puestos en
línea, en un descampado del paraje llamado "Monte de los Papagayos", al frente de la tropa formada. Les vendaron
los ojos, y los fusilaron. Victorino Rodríguez murió entonces junto a junto con
Liniers, el propio gobernador de Córdoba Gutiérrez de la Concha, y sus demás
compañeros de infortunio.
Se le atribuye haber dicho la frase: “Hoy compareceremos en el tribunal de Dios”, instantes previos al fusilamiento. Ironías de la historia: fueron pasados por las armas conforme a las regulaciones militares del ramo, emanadas del rey de España al que permanecían leales.
El pelotón de fusilamiento estaba compuesto por fusileros ingleses desertores de su ejército en las invasiones inglesas, según algunas fuentes. Se buscaba evitar actos de indisciplina en la tropa criolla. Los comandaba Domingo French quien fue el encargado de dar el tiro de gracia luego de la descarga, a aquellos que quedaban vivos. Todo ello, conforme la normativa real antes expresada.
Tal como escribe Luciana Sabina en La trágica ejecución de Santiago de Liniers: "La ejecución fue, sobre todo, un acto de temor político. Buenos Aires veneraba a Liniers, y su presencia podría haber puesto en riesgo la revolución. Era más seguro matarlo en Córdoba que permitir que pisara la capital (...) Así, el héroe de la Reconquista se convirtió en mártir de la Revolución, víctima de un tiempo en que las lealtades y los miedos se cruzaban en un escenario donde nacería una nueva patria".
En
su Biografía de Liniers, Groussac señala que: “...El anhelo emancipador de los americanos era por cierto legítimo, y
fuera santo á no cobijarse bajo un engañoso estandarte; pero en ningún caso era
dudosa la obligación que a cualquier soldado español se imponía. Liniers y sus
compañeros murieron por ser fieles á su nación y á su rey, y cayeron como
buenos al pie de su bandera; y el solo hecho de ser ésta la misma que sus
enemigos tremolaban, nos enseña que fue inicua su condena. Aunque la causa de
la metrópoli fuera políticamente tan injusta como era justa la causa de las
colonias, no tenían que averiguarlo los jefes españoles, sólo llamados a
defenderla”.
Nicolás
Rodríguez Peña, miembro de la Junta,
diría años después: “Castelli no era feroz, ni cruel; obraba así, porque así
estábamos comprometidos todos a obrar… Hombres de nuestro temple no podían
echarse atrás. Repróchennoslo ustedes, que no han pasado por las mismas
necesidades, ni han tenido que obrar en el mismo terreno. ¿Qué fuimos crueles?
¡Vaya con el cargo! Mientras tanto, ahí tienen ustedes una patria que no está
ya en el compromiso de serlo. La salvamos como creíamos que debíamos salvarla,
¿Había otros medios? ¡Así será! Nosotros no los vimos, ni creímos que con otros
medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos”.
Por
entonces, y a pesar del tiempo transcurrido, el fusilamiento seguía siendo uno
de los actos más discutidos de ese primer gobierno patrio.
En
pocas palabras se sintetiza mejor lo ocurrido que en aquella frase que se puede
leer en una placa de mármol que la Armada Argentina colocó en el Panteón Naval
de Cádiz, en la tumba de Santiago de Liniers, allá por el año 1960: “Los
últimos héroes de la Patria vieja, fueron los primeros mártires de la Patria
nueva”.
No sería la última vez en nuestra agitada historia, que alguien pasara por las cuitas de la política, de héroe a villano. O a la inversa.
Publicado en el diario Comercio y Justicia del 23 de mayo de 2014. Revisado y actualizado para el blog el 24 de agosto de 2025.
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