Julián atravesaba su duelo, bajo la mortificante sombra de sus recuerdos. Imágenes de un pasado feliz, perdido sin remedio, lo atormentaban.
Desde que Emilia murió, Julián dejó de hablar con el mundo. La casa se volvió un lugar incómodo. Cada objeto era un testigo silencioso de lo que ya no volvería.
Las noches eran las peores. Julián se sentaba frente al espejo del tocador, el mismo donde Emilia se peinaba tarareando tangos con melódico susurro, y se preguntaba si el dolor tenía fin. Una noche apabullante de verano, en que no podía conciliar el sueño en la ciudad dormida, tomó una decisión.
Al cumplirse el primer mes de su muerte, vestido con traje negro de tres piezas y luto, hasta con el listón en el hombro derecho, con sombrero oscuro y gesto impenetrable, salió de la casa solitaria sin Emilia en ella para ir a Retiro y tomar el tren hacia Tigre. Iba leyendo Los que pasaban, de Paul Groussac. No hablaba con nadie.
Una vez en destino, que acaso era el último de ellos, tomó en la estación un coche de caballos hasta el Tigre Hotel, en la confluencia del río Reconquista y el río Luján.
Se trataba de un lugar de categoría, en medio de la Venecia verde que la rodeaba. Tres pisos, fachada de madera tallada, coronamiento con mirador y torre. Ascensor, calefacción central, salones suntuosos y una escalinata de mármol de Carrara que conducía a una terraza frente al río eran signo de su distinción.
Lo reconocieron en la recepción, pese a que no había vuelto allí desde haber estado con ella. Atravesó las mismas calles arboladas, con aroma a río, entre el murmullo de las embarcaciones desplazándose por el agua. El calor era agobiante.
Pidió la habitación 17 en el hotel, y una vez allí, escribió una carta. Había ido hasta allí para acabar con todo, y entrado en ese cuarto para no salir. Quería terminar en un lugar que la recordara. En las mismas paredes que había sido tan feliz con ella, en los primeros días de su matrimonio.
Se vistió con el Dinner Jacket azul medianoche que llevó a los eventos mientras estuvo allí. Chaqueta de etiqueta, pantalón a juego con franja lateral de satén, camisa blanca con pechera rígida, pajarita negra, fajín de igual color y zapatos de charol tipo Oxford. Se tomó su tiempo para vestirse. Un raro sentimiento de decoro le advertía de culminar debidamente arreglado.
Luego colocó sobre la mesa, su breve carta, dirigida al señor juez de turno, para que no se culpara a nadie por su muerte y que no se investigara demasiado. Buscaba matarse con discreción. “No puedo más.” Era la única frase que se le ocurrió poner, para justificar semejante decisión.
La luz azul del atardecer se filtraba por las cortinas pesadas. El espejo ovalado, el mismo que Emilia había usado para contemplarse, parecía esperar algo. Julián se sentó frente a él. Ciego a los sentimientos, el vidrio pulido reflejó solo su figura, angustiada e impecablemente vestida, en lugar de la imagen de Emilia. Sacó de su única valija el whisky y el veneno.
De pronto, le temblaban las manos. Tomó un trago para calmarse, y luego otro. No había comido nada en el día y el alcohol pronto hizo efecto, atemperándolo todo.
Tomó otro trago más, y se echó en la cama. Quería rememorar el pasado, antes de partir. Recuerdos. De ella, de él, de lo mejor de su vida. No miraba por la ventana abierta al río, donde caída la tarde. Dentro suyo, esa noche eterna en el espíritu, alumbró una tenue luz. Su mente estaba cinco años atrás, cuando ambos llegaron en lancha a ese mismo hotel, justo antes del atardecer. Ella llevaba un vestido de seda color marfil, con guantes cortos y un sombrero ladeado que parecía desafiar al viento. Él, traje gris claro, pañuelo de bolsillo, mirada que no terminaba de decidir si estaba enamorado o en peligro. Tal vez, ambas cosas.
El Tigre Hotel los recibió como si supiera quiénes eran. La escalinata de mármol, el jardín de invierno, los espejos embutidos en las paredes: todo parecía dispuesto para una escena que ya había ocurrido en otro tiempo. Les asignaron una habitación en el segundo piso, con vista al río Luján. Ella pidió que dejaran las ventanas abiertas. Quería que el perfume del agua entrara sin permiso.
En el salón comedor, cenaron en silencio. Por entrada, consomé de ave con jerez para ella, Langostinos del Delta en gelée de limón para él. Luego, como principal, filet de lomo en salsa de champiñones y vino tinto. Emilia comía lentamente, como si cada bocado fuera parte de una coreografía. Él bebía más de lo que hablaba. En la mesa contigua, un grupo de ingleses jugaba a adivinar nombres de óperas. Nadie los miraba, pero todos los sentían.
Después de la cena, cruzaron al Tigre Club. La noche estaba tibia, y el edificio brillaba como un palacio flotante. En el salón principal, la ruleta giraba con su música de destino. Ella se acercó primero. Apostó al 17. Julián pensó que era por azar, en razón del número de su habitación. Pero no era así.
Ganó. Un pleno, en su primera jugada.
Él la miró como si recién la conociera. Ella sonrió sin alegría. Tomó las fichas, las dejó sobre la mesa, y se alejó hacia el balcón. Desde allí, el río parecía una cinta negra que ataba el pasado al presente.
—¿Por qué el 17? —preguntó él, acercándose.
Ella le explicó con la pasión que solo ponían en las contadas cuestiones que le interesaban. Pocos números son más simbólicos y profundos que el 17, le dijo como si estuviera haciéndole algún tipo de revelación. Combina las energías del 1 (inicio, liderazgo, voluntad) y del 7 (espiritualidad, introspección, sabiduría).
—En la Biblia, el Diluvio Universal comienza el día 17 del mes. En el Islam, aparece en las 17 unidades diarias de oración (rak'ahs). En hebreo, corresponde a la palabra tov, que significa “bueno”. Se trata de un número asociado con la bondad divina, la armonía espiritual y el propósito positivo. Y no pocas corrientes místicas lo entienden como el símbolo de un orden espiritual perfecto, que une la responsabilidad con la plenitud espiritual.
Dios es cálculo. Y todo está escrito en los números. Solo hay que entender las sumas y restas de la vida. Alcanzó a decir eso, antes que la orquesta comenzó a tocar un tango lento. A Julián no le llamaba demasiado el baile, pero sí a ella y debió rendirse a su pedido. Danzaron un par de piezas, antes de volver, tarde y risueños, al hotel.
Solo la música parecía poder sacudirla de la pasión por los números que la poseía de ordinario. Y solo él podía competir en su atención, y hasta derrotar, a su afición por la matemática.
En la habitación, ella se desvistió sin ceremonia. Se sentó frente al espejo, se soltó el cabello, desarmando su falso bob, y lo miró como si fuera la última vez. Julián entró a bañarse. Al salir, ella lo esperaba, descalza, mostrando sus piernas desnudas, cubierta solo por una camisa suya que tomó prestada. Siempre le gustaba hacer eso. Se las usaba a modo de robe de chambre.
No tardó en quitársela, sin dejar de mirarlo. Por debajo, asomó un camisón de seda, suelto, con encaje de puntilla fina en el escote y tirantes y los bordes.
Luego vino la enfermedad, el dolor, una agonía larga y mortificante. El patrimonio, otrora sólido de Julián, consumido en médicos, tratamientos, viajes a Europa en busca de una cura que nunca aparecía. Al morir Emilia, él estaba en la ruina.
Murió un 17 de enero, para su pesar. Buscaba recordar, pero las imágenes del pasado comenzaron a azotar demasiado su maltrecho espíritu.
De pronto tuvo una idea. Una suerte de último homenaje a ella, que gustaba tanto de los números.
Se levantó de la cama y contó las monedas de su bolsillo. Centavos en níquel de cobre de 2, 5, 20 y 50.
Apenas llegaba al peso y medio. Se jugó el todo por el todo, firmando un documento en la recepción para obtener un billete de 50 pesos. Le conocían de los buenos tiempos, e ignoraban su actual situación.
Salió del hotel mirando ese único billete de 50 pesos moneda nacional que mostraba una alegoría del progreso en forme de una mujer sentada con una antorcha encendida y el escudo nacional.
Tigre Hotel y Tigre Club
El espacio estaba dividido en salones de estilo renacentista, con techos altos y una decoración deslumbrante que buscaba reflejar el gusto parisino de la época. Pisos de mármol de Carrara, escaleras con barandas de hierro forjado y bronce, iluminados por brillantes arañas de cristal pesaban más de una tonelada.
En el club, tras cambiar el billete por fichas, fue directo a la ruleta. Buscó entre las 25 mesas de ruleta y punto y banca, aquella en donde Emilia había estado esa noche.
Nunca le había gustado jugar, y tampoco le entusiasmaba ahora, pero debía sacarse la duda de encima que le carcomía el seso.
Desde su posición central en la rueda, el número parecía mirarlo de frente.
—Todo al 17.
Se dijo que solo era producto de su mente. En la ruleta europea, el 17 ocupaba una posición central y visualmente destacada, lo que lo convertía en un número atractivo para muchos jugadores. Quiso pensar así. Pero en esa bola, solo él había puesto allí sus fichas.
Se sintió un imbécil de estar haciendo eso. Pero qué más daba. Hasta hace unas pocas horas, pensaba en terminar con su vida. Pero ahora, descubría que no podía hacerlo sin entender los extraños sucesos de ese cuarto.
La bola giró en tanto se autoflagelaba mentalmente. Saltó entre números, hasta detenerse en uno.
—Negro el 17.
No podía creerlo. Pagaron su apuesta. Él volvió a poner todo en ese número volvió a salir, ante la sorpresa de la mesa. No lo hizo de nuevo, en el entendimiento, tal como decía Emilia, que solo una vez se puede desafiar al destino. Tener el atrevimiento de convocar a lo inverosímil, para comprobar que ciertas regularidades existen.
Sacó sus fichas, en tanto otros ponían las suyas en el número. Los miró con cierta distante compasión. Tentados por lo que no podían entender, acicateados por la codicia, esta seguro que lo perderían todo.
—Rojo el 21.
Se quedó allí, con las fichas. Pasaron diez, quince bolas. Nunca salió el 17 de nuevo. Tampoco la siguiente vez. Vio la casilla vacía y dejó allí sus fichas, para perderlas. Que se las llevara la suerte. Y se volvió a la mesa para ir a la puerta.
—Negro el 17.
Fueron palabras que lo petrificaron a mitad de su camino de salida. Sintió en el cuello un sudor frío, de cuando se está ante lo inexplicable, al descubrir que había puesto sus fichas a 17 jugadas de la última vez que ganó.
No podía ser.
—Señor, señor: no se vaya. Aquí tiene sus fichas.
El crupier reclamaba a su ganador. Volvió, con un extraño sentimiento, para recogerlas. Hubo todo género de comentarios admirativos, y hasta aplausos. Nada es más realzado en un lugar de juego, que alguien supuestamente tocado por la fortuna.
Terminó cambiando las fichas por dos mil doscientos veinticinco pesos. Toda una suma.
Volvió al hotel, más confundido que como había salido. Temía que no hubiera nada de azar en lo vivido, sino una extraña alquimia, de lo que fue y no puede volver, pero aun no termina de irse.
Devolvió los cincuenta pesos y rompieron delante suyo el documento. Se quedó en el bar, bebiendo otros dos whiskies, temeroso no por lo que pudiera encontrar en su habitación, sino por la desilusión que sería constatar de nuevo su ausencia.
Ebrio de alcohol e incertidumbre, tomó el ascensor. Al entrar a su cuarto, nada parecía fuera de lugar. Revisó por todas partes, esperando algo que ni el mismo entendía. La pérdida volvió a abrumarlo y buscó el frasco con el veneno para terminar de una vez, sin hallarlo. Estaba seguro de haberlo dejado al lado de la botella. Terminó la botella sin formalidades, tomando lo que quedaba y entre sollozos fue a la cama.
Fue allí donde sintió esa presencia. Fue algo difícil de explicar, si es que tenía alguna lógica. La presión sobre su cuerpo, la abrasión en el cuello. El pantalón que se pujaba hacia abajo. Trató sin éxito, cada vez más nublada la vista y su comprensión por lo tomado, de izar lo inasible.
Escuchó una voz de mujer, antes de sumergirse en una agitada inconciencia: Todavía no hemos terminado. Palabras que se le antojaron un susurro melodioso, antes de sentir el escozor en el lóbulo.
La mañana lo encontró desnudo en una cama destendida. Sentía náuseas y le dolía la cabeza. Todas las prendas de su Dinner Jacket estaban desparramadas por el suelo, a excepción de su camisa, colgada de modo impecable en la percha ballet de pie, a un lado de la cama.
Al ir al baño descubrió el frasco del veneno, hecho añicos en el lavabo. Tenía una marca en su cuerpo adolorido, con todos los signos de haber tomado parte de una intimidad que no podía recordar en absoluto.
Al colocarse la camisa, podía jurar que sintió su perfume. My Sin, creado por Lanvin media década antes y muy popular en los años treinta por su nombre provocador y su aroma envolvente.
Aspiró las fragancias florales intensas con un toque de almizcle. Tan misterioso y seductor como la misma Emilia. Desatando sensaciones que juegan burlonas entre la virtud y deseo, al límite de lo formal, y aun de la misma cordura.
No sabía a ciencia cierta qué acababa de sucederle. ¿Estuvo o no con ella? Había sido tan vívido y tan brumoso a la vez. Por no decir los extraños sucesos de la ruleta. Quería creerlo, pero también era consciente de su ebriedad, y lo confuso de los recuerdos en su mente.
Recordó también a Emilia diciéndole que el 17 es por conformación, un número que representa resiliencia, perseverancia y la capacidad de transformar la adversidad en éxito. Asociado a personas que enfrentan pruebas, pero poseen una fuerza interior que los guía hacia la realización.
Esperó Julián que estuviera entre esos.
No volvió a procurar quitarse la vida ese día, ni ningún otro. La duda suplantó al dolor. Lo incierto de la situación lo tentó a tener un dejo de esperanza. Todavía no hemos terminado. Se trataba de cuatro palabras que ni siquiera estaba seguro de haber escuchado, pero que descubría resultaban un precio suficiente para seguir manteniéndose con vida.
Usó el dinero ganado para construirle un mausoleo en el cementerio de Recoleta. Al arquitecto no dejó de parecerle particular que todo debiera, en las medidas, ser 17 o múltiple de ese número.
Una vez al mes, Julián iba a visitar la tumba. Los días 17, a las 17 horas.
Lo consolaba acariciar la posibilidad de que ella, de alguna forma, estuviera en los números. Pensaba eso. Quería creerlo, con todo énfasis.
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Una presentación de novela
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SOBRE EL AUTOR DE LA NOTA: Luis Carranza Torres nació en Córdoba, República Argentina. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversas asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión, la docencia universitaria y el periodismo. Es autor de diversas obras jurídicas y de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El Corazón de la Espada (2020), Germánicus. Entre Marte y Venus (2021), Los Extraños de Mayo (2022), La Traidora (2023), Senderos de Odio (2024) y Vientos de Libertad (2025). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y como autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.
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