Noches de sopa de cebolla en París (cuento)

 



Por Luis Carranza Torres

Adèle les miente a todos, incluso a mí. Hasta lo hace con ella misma. A sus encandilados padres, en la residencia familiar en Versalles, les dijo de ir a fiesta de una amiga. Terminamos, en realidad, en una reunión estudiantil de pocos, discreta y oculta de las miradas del todos, en el Quartier latín. Por alguna razón, disfrazada de festejo, ella se perdió allí detrás de una puerta, la única mujer entre varios jóvenes con pinta de pensar, tal vez demasiado, en ciertas cosas. 

No me gusta ser dejado de lado, y decidí sumergirme en la fiesta para ignorarla. Había demasiado de todo como para no ceder a la tentación de quitarme la rabia de encima por haberme metido otra vez en algo, para solo disfrutar del momento. 

Cuando Adèle salió de su reunión, me halló con una alemana venida desde Hamburgo para un intercambio en la Sorbone, en plena danza, bastante eufóricos ambos. Contemplé con placer como una sorpresa enojosa cruzaba por su semblante, antes de volverse a tomar por la mano y un rubio carilindo participante de esa conversación de pocos, y venir con él a bailar justo al lado nuestro. 

Alternó, a partir de allí, el trago y el baile, haciendo lo uno sin dejar lo otro, hasta literalmente salir de sí misma. Soporté con estoicismo esa conducta, que buscaba arañarme con la culpa, hasta que no pude más. Dejé a un lado a la hamburguesa y fui hasta ella a decirle que era tiempo de irnos. Como esperaba, se negó. La cargué al hombro y salimos. 

Su compañía masculina, ese fulano llamado Jaques que la sigue como perro faldero cuando no está conmigo, hizo un amague de interponerse, pero mi cara de pocos amigos lo disuadió de inmediato. 

No era la primera vez que lo intentaba. En un recital de los Rolling Stone lo intentó, hasta trató de golpearme, solo para terminar sobre el césped con la nariz sangrando.    

Salimos al aire fresco de la noche de París. No me dirigía la palabra, pero tampoco hacía el menor amague de zafarse de mí y bajar al suelo. 

Un agente de la prefectura de Policía uniformado de azul, con su capa corta y quepí en la cabeza, dejó su puesto en una esquina para preguntarme que se suponía que estaba haciendo con esa mademoiselle a cuestas. Desde mi hombro, Adèle pareció volver a la conciencia para explicarle que había tomado de más y “su novio la estaba llevando a casa”.

Ambos pudimos ver la expresión reprobadora de ese miembro del orden público de mediana edad. La juventud está perdida y ese tipo de pensamientos. Luego de eso, nos dejó seguir con nuestro camino. 

Tras una distancia prudencial, ella empezó a reírse. No sé de qué, ni quise preguntarle. Hubo una parada forzosa, un par de cuadras más adelante. Debí bajarla para que desahogara el estómago. Le sostuve la cabeza mientras lo hacía, cerca del Jardin des plantes, preguntándome por qué demonios seguía con ella. No tuve respuesta. 

Era un chico de vida tranquila hasta conocerla. La consentida hija única de mi madrina, en cuya inmensa residencia me hospedaba mientras intentaba estudiar en la Sorbone, en los ratos que ella me dejaba.  

Ella caminó por delante de mí, con paso bastante seguro, último trecho hasta el departamento que su padre, ministro favorito del presidente Charles de Gaulle tiene en el centro de la capital para quedarse a pasar la noche cuando las tareas del ministerio así lo requieren.  


La vi encender uno de esos cigarrillos de tabaco negro que gusta fumar a escondidas de su tradicional familia. Me compadecí de su estómago, al tiempo que pensaba lo que tantas otras veces: aun conociendo lo autodestructiva que podía ser, con ella y quienes le rodeaban, cada tanto me sorprendía de hasta donde podía llegar en tal conducta.

Adèle pertenecía a una familia que se hallaba estrechamente relacionada con el poder en Francia. Los Dorléac d'Aubigny eran una amalgama entre la respetabilidad señorial y aristocrática con el poder e influencias que confiere el dinero. Nacida, crecida y educada en cuna de oro, por parte de madre tenía aun más de lo mismo que por apellido paterno. Marion Agathe Vendroux, la mamá de Adèle, mi madrina, era la sobrina predilecta de Yvonne Vendroux, la esposa de De Gaulle y madrina de Adèle. Provenían, tía y sobrina, de una familia de industriales de Calais y, en distintas épocas, habían ido al colegio de las Hermanas Dominicas en Asnières. De allí Marion había sacado a su más cercana amiga en la vida: Catherine Fabienne Simonot, mi madre. 

En tanto ella se echaba en un sofá de la sala, fui a la diminuta pero bien surtida cocina. Mis noches parisinas, cuando son con ella, terminan por lo general haciendo sopa de cebollas.

“¿Harás esa sopa milagrosa tuya, Alain?”, me preguntó con voz afectuosa. 

“Podrías venir y hacerla tú misma” contesté, en tanto empezaba a buscar los ingredientes en las alacenas de la cocina.

“Eres malvado conmigo. Sabes que no se me da para la cocina. Vamos, niño bueno, necesito recomponerme antes de caer por casa. No puedes abandonarme, así como estoy”.

Esa era ella. Siempre, de un modo u otro, la culpa recaía en mí en todos los casos. 

Me concentré en lo que hacía, mientras Adéle cantaba por lo bajo, Tous les garçons et les filles de Françoise Hardy. Tenía buena voz, debí admitir. 

Todos los chicos y chicas de mi edad
caminan por la calle de dos en dos
Todos los chicos y chicas de mi edad
Saben bien lo que es ser feliz

La cebolla es “escarcha, cerrada y pobre”, escribió Miguel Hernández en sus Nanas de la cebolla, reflejo de unos tiempos de hambre en los que algunas familias se alimentaban con esta humilde hortaliza, asociada a la escasez. Ya saben, «contigo pan y cebolla».
Sin embargo, esta verdura protagoniza algunos grandes platos de la cocina popular. Por caso, las cebollas rellenas de la tierra asturiana de los abuelos de mi padre antes de emigrar a la Argentina, pero también, y sobre todo, en la sopa de cebolla, esa soupe a l'oignon fundamental en las madrugadas parisinas. Con ella terminaban habitualmente las juergas en la capital francesa.
Adéle seguía con su canción. Le noté un tono emocionado y me asomé a verla, por un momento. Se había sentado en el sofá y tenía la mirada perdida en el piso. Pude divisar lágrimas en esos ojos por lo general implacables. 

¿Pronto sabré qué es el amor?
Como chicos y chicas de mi edad
me pregunto cuándo llegará el día
donde cara a cara y mano a mano
tendré un corazón feliz sin miedo al mañana
Ese día en que ya no tenga dolor en mi alma en absoluto
Ese día en que yo también tenga a alguien que me quiera

Me pareció estar profanando un momento íntimo que solo a ella le pertenecía. Volví a la cocina y a preparar la soupe a l'oignon.  

Decía Alejandro Dumas que “es una sopa muy querida de los cazadores y gentes de mala vida y venerada por los borrachos”. Sin duda, un perfecto reconstituyente tras una noche de excesos. Pan duro, caldo de carne, cebolla dulce caramelizada y un queso suave, preferiblemente gruyère, son sus ingredientes principales, junto con el ajo, la mantequilla, harina y un golpe de vino blanco o coñac. Con sus secretos aun siendo de sencilla realización, yo me preciaba de hacerla y muy buena. 

Recordé con añoranza cuando mi madre, esa distante desconocida, me enseñó a prepararla en mi niñez. Fue uno de los pocos gestos de afectividad que tuvo conmigo. “En los días de frío entona como nada más el cuerpo, tal como como recompone a cualquier trasnochador parisino”.

Puse la mesa en tanto Adèle había salido del sofá para ir al baño, sin preocuparse en cerrar la puerta. De allí me llegaba el sonido del agua de la ducha cayendo. No tardó en volver. Solo llevaba puesta una toalla que envolvía su cabello húmedo, estando por lo demás como Dios la trajo al mundo. Tomó asiento frente a uno de los platos y comenzó a dar cuenta de la sopa que acababa de servir, sin esperarme.

Bien sabía yo que me provocaba, con esa desnudez y la ausencia de modales, por alguna razón. Quizás la misma por lo que lo hacía siempre. Siempre trata de ponerme con esos modos en una especie de prueba permanente. Como si no terminara de creer algo de mí.   

Siempre me pregunto por qué me tomo tantas molestias con ella, por qué no la hago a un lado de mi vida y ya. En cambio, de eso, por alguna razón, me esmero en devolverla lo suficientemente arreglada como para que sus padres, su padre en particular, siga en su fantasía que tiene una hija perfecta. 

Adèle toma su sopa en tanto me observa muy detenidamente con ojos escrutadores. 

No sé si hago lo correcto, y menos aún, lo que ella intenta hacer conmigo. Pero una vez que uno entra en ciertos torbellinos, ya no puede escapar tan fácil. O no lo desea, por esa malsana curiosidad de quedarse a ver hasta donde los acontecimientos nos llevarán. 

Al menos, luego de la particular comida, intentó ayudarme a lavar los platos. Como en cualquier otro quehacer doméstico, carecía de la menor práctica y habilidad. Además, veía como se le cerraban los ojos. Tomé el plato que intentaba limpiar y le dije que fuera a dormir. 


Me miró con ojos afectuosos, antes de darme un beso en la mejilla e irse.

—Tal vez sí seas tú, después de todo y no me estés engañando. 

Cuando terminé de lavar y acomodar todo, volví a la pequeña sala y comedor. La vi dormir, tan plácida, con cara de ángel en el sofá. La cubrí con una frazada que saqué del cuarto. Antes de ir tirarme en la alfombra, abajo y al lado de ella (no quise ocupar la cama del señor ministro, ya demasiado con su hija como para tener además problemas con él), pensé en aquello que cantaba.

Allí estaba, pensé, la clave de todo: su desdicha y mi duda. Tal vez el universo, al cruzarnos, nos deparara algo más que esa extrañísima relación. 

1968 acababa de empezar y tenía un firme pálpito que no iba a irse sin poner todo de cabeza, tal como ya estábamos nosotros dos.

Para leer más en el blog:


Un amor rebelde en una época convulsa






NOTICIA DEL AUTOR: Luis Carranza Torres nació en Córdoba, República Argentina. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de diversas obras jurídicas y de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El corazón de la espada (2020), Germánicus. Entre Marte y Venus (2021) y Los Extraños de Mayo (2022). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y como autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba. 




Francia, mayo del 68, los estudiantes ganan las calles. Una rebelión está a punto de estallar. Y el mundo ya no volverá a ser el mismo.

En tiempos de ebullición, cuando todo parece querer estallar, es posible pensar un mundo distinto. Hay, en ese pensamiento, algo que se vuelve vital, que entusiasma: todo el tiempo se está en la barricada, hasta que, finalmente, el mundo cambia.

Alan llega a Francia. El mundo conocido por él ha quedado atrás y todo lo que sabía de este, al que acaba de llegar, ha quedado obsoleto. Ya no es la realidad atildada y circunspecta que ha conocido a través de los libros y las historias de su familia, sino que se encuentra una París en efervescencia, en la que se discute en cada café al psicoanálisis de Lacan y a los Rolling Stones, al cine de la nouvelle vague y la Guerra de Vietnam, a los hippies y a la revolución sexual.

También, además de esa realidad que lo deslumbra, Alan encuentra a Adèle, que lo guía en ese mundo nuevo para él. En medio de ese vínculo, que nace sin que lo hayan planeado, estallan las protestas del mayo francés de las que Alan y Adèle forman parte del lado de los estudiantes. Creen, como todos ellos, que pueden cambiar el mundo. Creen, también, a pesar de sentirse extraños, que son invencibles.

Autor: Luis Carranza Torres

Editorial: Vestales

Páginas: 384








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