La guerra profética de H. G. Wells
Por Luis Carranza Torres
Herbert George Wells, más conocido como H. G. Wells, fue un escritor y novelista británico nacido en 1866 y muerto en 1946.
“Bertie”, lo apodaban sus amigos. De familia trabajadora, sus padres eran una pareja de mayordomos que con sus ahorros habían montado una modesta tienda de objetos de porcelana para ganar dinero extra.
Entusiasmado con la obra de Charles Darwin, obtuvo una beca para estudiar biología en el Royal College of Science de Londres. Allí tuvo como profesor al fisiólogo T. H. Huxley, gran defensor de la teoría de la evolución y abuelo del futuro novelista Aldous Huxley. Allí también fundó la revista The Science School Journal, donde en 1888 publicó el cuento The Chronic Argonauts, donde pueden verse las líneas de trama que luego manifestaría en La máquina del tiempo.
Era un hombre tanto de ciencia como de letras. Y utilizó a la segunda para mostrar lo que podía hacer la primera cuando era indebidamente utilizada. Por lo demás, entendía que la ciencia y la educación serían lo único que haría dar a la especie humana daría un salto cualitativo en el futuro.
La más famosa de ellas resulta “La guerra de los mundos”, publicada primera vez en 1898, que describe una invasión marciana a la Tierra y que fuera adaptada por Orson Welles, en octubre de 1938 para emitir un serial radiofónico que en la época creó gran desasosiego en la sociedad.
Pero si bien famosa, no es la más profética. Wells gustaba del subgénero de las guerras futuras y en 1907 publicó otra en esa línea, llamada “La guerra en el aire” (The war in the air, en el título original).
Dicha obra fue escrita en cuatro meses y publicada por entregas en The Pall Mall Magazine, tal como se acostumbraba por la época.
La deshumanización creciente de la guerra había sido tratada ya por el autor en el relato corto “Los acorazados terrestres” (1903) y continuada por esta novela: el hombre ha encontrado nuevas formas devastadoras de luchar, en conflictos globales que alcanzan a toda la humanidad y en los que nadie triunfan, sirviendo solo para desatar, a más de las elevadísimas pérdidas de vidas y la inmensa destrucción, para todo género de desastres en lo económico y social.
La literatura concibió a la aviación militar mucho antes que existiera cualquier tipo de cuerpo aéreo castrense. Los usos bélicos de las aeronaves habías sido ya tratados por Julio Verne en Robur el Conquistador (1886) y Dueño del mundo (1904). En 1893 George Griffith en El ángel de la revolución, narró sobre ingenios aéreos arrasaban las ciudades. Y el mismo Wells en Cuando el durmiente despierte describió en 1899 un combate aéreo.
No era la obra preferida del autor. De hecho Beatrice Webb molestó a Wells al preferirla a a Tono-Bungay , que él consideraba su obra maestra, según cuenta Michael Sherborne (HG Wells: otro tipo de vida, Peter Owen, 2010, págs. 185–86.)
En su trama, las fuerza aérea alemanas llamadas “Imperial German Flying Corps” , que comprenden aeronaves y Drachenfliegers, prácticamente un calco de los Zepelines, atacan por sorpresa Nueva York dando inicio a una guerra a escala mundial.
También liquidan a la flota estadounidense en el Atlántico, destruyéndola por completo y demostrando que los acorazados Dreadnoughts son obsoletos e indefensos contra los bombardeos aéreos.
También, más adelante en la obra, tanto Londres como París son desbastadas por dicha flota aérea germana.
No pasó mucho antes que lo escrito se plasmara en la realidad. Y fue algo que se temió desde muchísimo antes a que se concretara.
El conde Ferdinand von Zeppelin dio a conocer el primero de sus diseños de dirigibles, el Luftschiff Zeppelin (LZ1) en julio de 1900. Era el corolario de una década de experimentación con diseños de dirigibles rígidos. En el inicio de la Primera Guerra Mundial los Zeppelin tenían una estructura cilíndrica de aleación de aluminio y un casco cobertor de tela que contenía celdas de gas separadas. Se usaban aletas multiplano para el control y la estabilidad, dos góndolas para la tripulación bajo el casco, con propulsores adheridos a ambos lados. En tiempo de paz, existía una cabina para pasajeros localizada entre las dos góndolas, que declaradas las hostilidades se convirtió en un depósito de bombas.
Como cuenta Germán Bravo Valdivieso en su artículo “El primer combate aeronaval de la historia”: Durante el invierno de 1912-1913, los periódicos sensacionalistas de Gran Bretaña hablaban de “naves aéreas en misiones nocturnas de aterrador efecto”, las que eran presenciadas a lo largo y ancho de las islas británicas. La posición alarmista de la prensa era favorecida por el corresponsal militar de The Times, que pronosticaba ataques por flotas de naves aéreas alemanas sobre los arsenales, astilleros, muelles y centros industriales, por lo que Winston Churchill, como primer Lord, alertaba al Comité de Defensa Imperial: “nuestros astilleros, maestranzas, santabárbaras y buques fondeados en las bahías están totalmente indefensos contra esta forma de ataque”.
El conde Zeppelin y otros militares alemanes entendían que los dirigibles eran la respuesta militar para contrarrestar la superioridad naval británica, y poder atacar en suelo inglés. Las incursiones se iniciaron a fines de 1914, tuvieron su cenit en 1915, y fueron más esporádicas después de 1917.
El primer bombardeo de zepelines sobre suelo británico llegó en la segunda mitad de enero de 1915 sobre Norfolk, causando cuatro muertos y doce heridos. A pesar de eso, el efecto psicológico fue enorme.
A lo largo de 1915 se registraron casi una docena de Zeppelin Raids sobre Gran Bretaña, siendo el del 15 de octubre, bautizado como Theatreland, el más destacado. En esa noche cinco dirigibles sembraron el pánico en Londres, causando cuantiosos destrozos, matando a 71 personas e hiriendo a 128.
Lo escrito en la novela de Wells sobre guerras más terribles que cualquier otra se había cumplido. La Segunda Guerra Mundial, a los pocos años, no hizo sino confirmarlo. Por eso en el prefacio de la edición de 1941 el autor escribió: “Os lo dije, idiotas”.
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