Lecturas de folletín
por Luis Carranza Torres
En los inicios de mis lecturas, como las de muchos, está en esos libritos. Pequeños, modestos en su impresión pero invalorables en abrir un mundo de lecturas.
Se los ha llamado de varias maneras. Bolsilibros, por sus dimensiones, capaz de poder llevarse en el cualquier bolsillo de pantalón, saco o campera. Novelas de a duro en España por el precio que tenían, de cinco pesetas que llegó por la inflación luego a 25, en tiempos que tal moneda existía. Folletín también era un término que lo escuché mucho para referirlas, en Argentina.
Surgieron en las décadas de 1950 y 1960, pero se prolongaron hasta entrada de la 1980, si no más. Se publicaban en tamaño de octavilla, 10.5 por 15 centímetros, constaban de 100 páginas y tanto la tinta como el papel que se empleaban eran de ínfima calidad.
Encuadernación rústica de tapa blanda, con una linda ilustración en la portada que, por lo general, en nada coincidía con la historia que se contaba en palabras por dentro. Presentaba varios rasgos en común con el pulp fiction estadounidense, la literatura popular de kiosco.
Había una colección Bisonte serie roja (que venía, vaya a saber uno por qué, en azul), y otra Búfalo serie roja, por citar algunas. Jamás pude saber por qué una historia aparecía en una colección y no en otra. La editorial española Bruguera era quien imprimía casi la totalidad de ellas.
Eran historias para leer de un tirón, en un viaje, una sala de espera o cualquier otra situación análoga, antes que los celulares cambiaran al mundo. Una lectura fácil, rápida, con poco y breve compromiso lector.
Leía, aun adolescente, lo que llegaba del rubro a Despeñaderos, particularmente durante el verano. Se vendían en un peluquería que también era puesto de diarios y revistas y agencia de lotería. Costaban nada y la aventura estaba asegurada.
Eran del lejano oeste los más comunes, pero en realidad hechos en España. Marcial La Fuente era mi preferido, pero también las había policiales, de espías, ciencia ficción, románticas a las que huía y hasta de terror. Tardé en saber que todos esos rimbombantes nombres anglosajones como Clark Carados o Silver Kane, eran en realidad de autores en castellano. Luis García Lecha y Francisco González Ledesma, respectivamente.
Se trataba de "libritos" que según una tía profesora de literatura que repetía a cierto escritor cuyo nombre he olvidado, servían "para purgar la mente".
Se trataba de narraciones que resultaban un mínimum minimorum literario, sin que esto signifique algo peyorativo. Todo lo contrario. De trama única, despojada y exprés, dejaba en claro qué era lo insustituible en eso de contar historias.
Tienen su equivalente digital, en mi opinión, actualmente en los llamados "coffee break tale". Historias cortas para leer en los dispositivos móviles.
Pródigos en personajes cortados por la misma tijera del arquetipo, con frases y tramas pobladas de lugares comunes, conservo sin embargo por ellos esa nostalgia de las primeras lecturas, con toda la inocencia y prodigalidad de emociones que ellas entrañaron para mí.