La joven que leía poemas desnuda
por Luis Carranza Torres
Era por ese tiempo, un investigador extranjero en la Biblioteca Nacional, en Madrid. Enfrascado en una demandante búsqueda de textos que me remitían a otros, y luego a otros, en un espiral que se abría más y más con cada búsqueda, la que amagaba con resultar infinita.
Textos, todos ellos, en papel, que debían solicitarse en el lugar respectivo, para que fueran traídos desde el sitio donde se conservaban a la sala de lectura mediante un chirriante y viejo montacargas. Nunca los gobiernos brindan demasiada tecnología o medios a la cultura. No vaya a ser que empiece a incomodar.
Iba en una de mis muchas peregrinaciones a pedir por más libros, cuando reparé en ella. Estaba allí como si no estuviera, discreta en un rincón, por fuera de los pupitres de lectura.
Podría llamarse Juana, Ellinor, Faye, Agnès, Chu Hua o Gulya. No sabía su nombre a ciencia cierta y no me preocupé por averiguarlo. Era lo menos importante en ella.
Leía un libro de poemas, recogida en sí misma. Pies y piernas desnudos, al igual que sus brazos. No detecté en ella que tuviera prenda alguna.
Tenía el cabello oscuro, largo, peinado de lado cubriéndole media frente. Todo lo demás de su rostro no podía verse, por estar sumergido en su texto.
No reparó en que la observaba, como no lo había en nada más que no fuera su libro. Leer es separarse del mundo para abrazar otros. Ella estaba absorta en el libro de tapas duras, con título en inglés: Poems. Un cortísimo rótulo típico de los anglosajones, que nada dice en realidad y puede abarcarlo todo.
Tenía junto a ella, otro texto, también poesía, tal vez para iniciar cuando terminara el que leía. Ese sí estaba en español: Perdí mi corazón en el mar, de Pilar Taborda.
Tan especial como su lectura era el asiento en que se posaba. Se trataba de una escalerita de poco más de un par de escalones.
Apoyaba los pies en el más elevado de ellos, con las piernas flexionadas contra el cuerpo, lo que le permitía apoyar allí su texto, sobre las rodillas en piel.
Dejé a un lado la frustración creciente de mi búsqueda que se alargaba y solo la miré, con los ojos de interés que producen las cosas que salen de lo usual.
Pasaba las páginas cada tanto, con cuidado. Se notaba que sopesaba el verso del caso con los ojos; en ocasiones, acariciaba el papel. Otras, su índice recorría perezoso por los bordes del libro. También, salía cada tanto de su lectura silente para murmurar por lo bajo algunas palabras.
Era mucha mejor lectora que yo, pensé con envidia. Y lo disfrutaba infinitamente más, debí aceptar también.
La poesía es quizás una de las formas de lectura más relegada. Por esencia, constituye una de las formas más artísticas, puras y bellas del lenguaje. A pesar de ello, el mundo lector la pasa mayormente por alto, injustificadamente, pues tiene una calidad como pocas. Y acaso sea la más nutritiva de todas.
Una frase me pasó por la mente, tan en inglés como el título del libro de la lectora que contemplaba. Me la habían dicho en tal lengua: “The possession of knowledge does not kill the sense of wonder and mystery. There is always more mystery.”
Cierto. Corto y al punto, como puede expresarse todo en ese idioma de sonidos ancestrales sumados a voces vikingas y palabras robadas del latín y francés.
“La posesión del conocimiento no mata la sensación de asombro y misterio. Siempre hay más misterio”. Esa joven lectora, era una sólida constatación al respecto.
De todas las preguntas posibles sobre ella, una era la que más me sonaba: ¿Por qué el mundo no lee más poesía?
El viejo y siempre vigente Aristóteles tenía razón en su Poética. Y lo dijo más de tres siglos antes que Cristo pisara con pie humano esta tierra. Palabras tan antiguas como presentes. Como pasa con todas las ideas que son universales en tiempo y espacio, porque reflejan lo que somos siempre.
En época de Aristóteles casi todo se escribía en verso, incluso las cuestiones de la ciencia, y poeta era cualquiera que escribiera verso. Hoy ya no. No estoy seguro que hayamos avanzado. Pensar un mundo en verso resulta una tentación difícil de resistir. No sé si solucionaría todos nuestros problemas como especie viviendo en el planeta tierra, pero no me quedan dudas que resultaría una existencia con mucho mayor vuelo.
La lírica no se trata de narrar, sino de expresar sentimientos el poeta para hacer sentir al lector. Por lo mismo, campean en ella los recursos estilísticos, como en ninguna otra senda construida con palabras.
Tal vez esa joven no estuviera realmente desnuda y solo era mi forma de verla. No por nada sexual, ni por causa de lívido alguna. Leer vuelve transparente a cierta gente. Y en el caso de la poesía, aún más.
Juzgué que ya era suficiente contemplación de su goce lector. Sobre todo, porque me recordaba mi desventura en tal campo.
Regresé a mi búsqueda, con una certeza entre tantos interrogantes que planteaba mi investigación. Claro que nada tenía que ver con mi estudio. Suele pasar.
A la poesía siempre la leemos desnudos. Por más vestidos que estemos.