El camino a la inmortalidad de Sarmiento
por Luis Carranza Torres
Apenas conocida la noticia de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, gente de todos los estratos comenzó a llegar hasta el hotel de la Cancha Sociedad en Asunción para presentar sus respetos.
Era el martes 11 de septiembre de 1888. Concluía su vida y empezaba su leyenda inmortal.
Sarmiento había pasado sus últimos instantes en su sillón, leyendo. Su postura era un tanto ladeado a la izquierda, como si el mal le pesara más de tal lado. Su labio inferior había perdido tonicidad y estaba caído, aun con mayor palidez que el resto del rostro. Delante, sobre un atril, que tenía adosado el sillón, tenía abierto el libro Filosofía sintética, de Spencer, abierto en la página 65.
“Su expresión es serena y majestuosa. Parece dormido después de tantas luchas y fatigas”, contaría luego el embajador argentino a su gobierno. Llevaba en el pecho el crucifijo que una de las asistentes en la escena mortis, doña Francisca Obligado de Jurado, se había quitado para colocarlo allí.
Sobre las cinco de la tarde, bajo el calor sofocante de la jornada, se comenzó el proceso de embalsamamiento, por parte de los doctores Candelón, Andreuzzi y Hassler, usando el fluido conservador de Wickershaim.
Luego de ello, pasadas las seis, el cuerpo fue traslado a un féretro con un fondo cubierto de mirra y áloe que se ubicó sobre una mesa tapizada de paño negro en el hotel de Cancha.
El gobierno paraguayo decretó duelo nacional por tres días, haciéndose presente el Presidente junto a su gabinete. También los escolares de Asunción concurrieron al velatorio.
El jueves 13 de septiembre el féretro fue transportado hasta el muelle del puerto de Asunción y cargado en el buque Alto Paraná tras los varios discursos oficiales de despedida. Cubrían el ataúd las banderas de la Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay.
Al anochecer, el navío arribó al puerto de Formosa, siendo recibido al tocar tierra argentina por el gobernador de ese territorio nacional, general Ignacio H. Fotheringhan y trasladado al buque San Martín de la Armada Argentina.
Al conocerse la noticia del deceso en Buenos Aires, el Senado de la Nación, presidido por el vicepresidente Carlos Pellegrini levantó la sesión como homenaje a su memoria.
El Ejecutivo Nacional decretó los honores correspondientes al grado de capitán general, que todavía existía en aquel tiempo como el máximo grado de las Fuerzas Armadas. El Concejo Deliberante de la ciudad, por su parte, votó la erección de una estatua de mármol a colocarse en el parque Tres de Febrero, y el gobierno de la Provincia de Buenos Aires la fundación de otra escuela bajo su nombre.
En su recorrido por el río Paraná hacia la capital argentina, se sucedieron los homenajes. En Corrientes se celebró un funeral cívico, otro Rosario y un tercero en San Nicolás. En el río Paraná Guazú, a la altura de la isla de Martín García, el féretro se traspasó a la torpedera Maipú, que amarró en el puerto de Buenos Aires el día 20.
Llovía a cántaros en el mediodía del 21 de septiembre, cuando autoridades nacionales con un numeroso público recibieron formalmente los restos. Hubo discursos de Eduardo Wilde, ministro del Interior, Carlos Pellegrini, vicepresidente de la Nación, y el diputado Wenceslao Escalante. Las tropas rindieron honores al paso del cortejo que transitó a paso de hombre por la calle de Florida hasta el cementerio de la Recoleta, lugar donde fueron colocados los restos de modo provisional en el sepulcro de Dominguito Sarmiento.
Ante su tumba, el vicepresidente Carlos Pellegrini dio un discurso en que con una frase sintetizó el juicio general: “Fue el cerebro más poderoso que haya producido la América”.
La figura de Sarmiento continúa siendo polémica, aun en nuestros días, pero su intelectualidad se halla fuera de toda duda. Fue un genio que estaba adelantado a la época y un autodidacta que logró cultivarse a sí mismo hasta los mayores límites sin mediar otra educación formal que asistir a una escuela de primeras letras.
Por si fuera necesario alguna prueba de eso, la última recopilación de su obra escrita, realizada en 2001 por la Universidad Nacional de la Matanza, y distribuida por el Fondo de Cultura Económica, insumió cincuenta y tres tomos y más de quince mil páginas.
Al decir de Ezequiel Martínez Estrada, Sarmiento no era un “prócer edificante o de escritor dotado, sino la condensación personal de todas las facetas y contradicciones de nuestra nacionalidad”. Un ser desajustado de su época, cambiante en sus alianzas políticas, con sus ideas como patria, pero que trajo el progreso (no exento de polémica) a todos los países en los que desempeñó un cargo público.
Al día siguiente de su deceso, los diarios de Buenos Aires suspendieron sus ediciones para aunarse en una sola publicación bajo el título de “La Prensa Argentina: homenaje a la memoria de Domingo Faustino Sarmiento”.
Un signo, quizás el más elocuente, que podía compartirse o no su modo de pensar y de actuar, pero jamás quedar su figura, aun después de muerto, en la indiferencia.