Burlada (cuento)

 


Por Luis Carranza Torres 


Subí por esa alfombra roja impoluta que cubría la parte central de una escalera nívea de mármol. Molduras en paredes igualmente blancas con detalles dorados en las de los techos y una lustrosa baranda de nogal, que se apoyaba en trabajadas piezas de hierro eran lo que se percibía en el ingreso a ese edificio señorial, estilo academicista francés. En el descanso a medio camino ascendente, había colocada una placa de mármol veteado, donde se leía en caracteres dorados: Fredes & Asociados. Y por debajo, en letra un poco más pequeña: Abogados.

La escalera terminaba en una gran recepción. Tras un escritorio de aspecto severo e impecable, una mujer joven con el cabello oscuro recogido y un conjunto de blusa crema con pollera y saco corto gris y gafas con montura de carey la recibió; su expresión era segura; sus ojos, rígidamente curiosos.

Tras presentarme y pedir hablar con el abogado otrora de mi papá, no tardaron en conducirme hasta él. Caminamos por un pasillo que terminaba a las puertas de un despacho que, cuando ingresó, comprobó amplio y luminoso. 

Me recibió en la puerta. Parecía no haberle pasado los años. Seguía siendo un hombre alto y robusto, de cabello y barba rubia, me observaba con seriedad, con ojos avellana que me perdían detalle. Tendría alrededor de cincuenta años, calculé.

Llevaba puesto un traje de tres piezas azul liso y de corte y confección a la medida y de forma artesanal, con mano experta. Saco con cuello con ojal y cierre recto de dos botones, con bolsillos laterales con solapa y manga con puño de cuatro botones. Pude observar brevemente el chaleco de 5 botones, de costuras reforzadas y con dos bolsillos frontales en tanto se abotonaba el saco tras salir de detrás de su escritorio para venir a estrechar mi mano. La camisa blanca de cuello francés con gemelos dorados con monograma personal en los puños era del mismo estilo que había conocido en mi padre. La corbata hacía juego con el pañuelo que asomaba del único bolsillo superior del saco. Era de estilo británico, color borgoña con patrón diagonal de pequeñas rayas múltiples en oro. La vestía con un impecable nudo Windsor. 

Estábamos en generaciones distintas. Él, como papá, era de aquellas donde la palabra dada valía por un contrato firmado. En cambio, pertenecía yo a una en que hasta certificábamos las firmas por escribano en los convenios o, en mi caso, en las actas de matrimonio, para luego no cumplirlos.

—Delfina, tanto tiempo. 

Me alivió que me recibiera con afecto. Había sido uno de los mejores amigos de mi papá y esperaba me ayudara en la crisis que tenía entre manos.

Me señaló entonces a un sector del lugar, rodeado de bibliotecas de madera oscura que daba a una ventana balcón, en donde se hallaban dos sillones y un sofá estilo Chesterfield en derredor de una mesa baja de patas de madera y tapa de vidrio.

Tomé asiento en uno de los acolchados sillones de brazos rectos, tapizado en cuero.

—Debo confesarle que no la conocí al principio. La última vez que la vi debía tener, ¿cuánto sería?, unos dieciséis años.  

—Puede ser—dije, sin tener mucha idea de la última vez que lo había visto. Papá llevaba sus negocios por fuera de la familia, con una excepción: quien tenía delante que era el único ser de ese mundo de dinero que era recibido de tanto en tanto en casa. 

—Lamento no poder haber ido a su boda—se disculpó—. Espero que su marido me haya transmitido mis salutaciones.  

No, no lo había hecho. Pero ese detalle (a estas alturas nada me sorprendía de Marcos), no quería que me desviara de lo importante. 

Papá, un empresario educado en la parquedad y la desconfianza, varias veces me había dicho sobre quien tenía delante: “Si no estoy y tenes un problema, llamalo. Él sabrá qué hacer”. Nunca había reparado en tales palabras, hasta necesitar un abogado de confianza. 

Le conté lo que me pasaba, sin entrar en demasiados detalles. Para qué hacerlo. 

—Tengo cierta crisis de pareja con mi esposo que me lleva a pedir su consejo para saber dónde estoy parada.

La primera infidelidad me culpé e hice la distraída. La segunda, hizo que lo perdonara jurando que no volvería a pasar. En la tercera, encima con una amiga, ya no podía seguir siendo tan comprensiva.  

—¿Respecto de lo que pasaría en caso de un divorcio?

—Algo así. No quiero nada de él. Solo ver si en caso de terminar el matrimonio, puedo recuperar los bienes que papá le dio antes de casarnos. 

Noté que parpadeaba, en un sutil gesto de incredulidad.

—Su padre nunca entregó bien alguno. 

—Eso me dijo Marcos. 

Lo vi negar con la cabeza, en forma vehemente. 

—Para nada. Lo que su padre hizo fue cubrir las deudas que tenía, a fin que su esposo no perdiera un campo y la casa que entiendo viven en el country. 

Pasmada. Esa es la palabra justa para describir mi estado luego de escuchar eso. Huérfana de madre desde nacer, papá había sido todo para mí. Su repentina muerte por un infarto, sin aviso previo, me desbastó. No creo que me hubiera casado con Marcos de no ser por lo desbastada que estaba. Yo creí que me amaba, tal como me decía, para luego descubrir que no podía serme fiel.  

Sí, había sido una boda precipitada, con una licenciatura universitaria aún caliente en el bolsillo, que nunca llegué a ejercer. Tenía hasta entonces, una vida entre amigas y algodones familiares, que no me prepararon para nada. Y, mucho menos, para soportar los encantos de ese bribón de Marcos. Sobre todo, cuando me consoló por mi pérdida. Apuesto, encantador, supongo que fui una delicada y muy provechosa confitura para sus fauces. Él tenía el mundo que a mí me faltaba. Siempre lo endiosé, pero su procacidad en acostarse con otras, terminó por quitarme el celofán con que me había preservado y que me rebelara con haberme convertido en una decoración, quizás la mejor y más lograda, tal vez hasta un trofeo con iguales señas, en su vida.

—No sabía nada de esto. 

—Su padre no quiso preocuparla con detalles tan fríos como pueden resultar las cuestiones financieras. Fue algo en sus últimos días. Por eso luego de su muerte le envié una carta detallando la situación, atento tener estar apoderado por él para manejar algunos de sus negocios.

—Nunca la recibí.

—Se me dijo que sí. De hecho, su esposo se puso en contacto conmigo para discutir el tema y ha estado administrando los bienes de su padre con el poder que le encargó usted. Traté estos asuntos con él en virtud que me indicó que no era su deseo ocuparse en persona.

Asentí, procurando disimular que me sentía una estúpida. Tampoco conocía nada de todo eso que me contaba. 

Marcos no solo me había destratado emocionalmente. Ahora descubría que también su deslealtad se extendía a lo económico. 

—La verdad, no recuerdo haberlo apoderado en nada. Pero luego de casarnos firmé muchos papeles, sin que me dijera mucho sobre lo que contenían. No sabía ni dónde estaba parada en ese momento. Por la muerte de papá.

—Sí, claro. Es comprensible. 

Se quedó mirándome. Quería llorar, insultarlo a Marcos o las dos cosas juntas, pero me obligue a estar lo más calmada posible. Si había entrado a ese estudio, enfrente del palacio de tribunales buscando qué hacer, ahora lo sabía. Perfectamente.

—Quiero divorciarme de mi marido tan pronto se pueda. Cortar todo lazo con él.

—Puedo arreglarlo, si quiere que me encargue el tema.

—No podría pensar en otro, doctor. Y se lo agradezco especialmente. Sé que no quiso seguir atendiendo los asuntos de mi familia luego de la muerte de papá.

Noté que parpadeaba de nuevo, un tanto sorprendido, al escuchar eso. Tanto, como la interrumpirme en mis palabras. Ese tímido intento de buscar sus servicios. 

—¿Quién le dijo eso?

—Mi esposo. ¿Acaso no fue así?

—Claro que no. Nunca expresé eso. De hecho, fue él quien me dijo que usted quería prescindir de mis servicios y unificar sus cuestiones en el colega que ya lo atendía a él.

Bajé la vista, contrariada. A estas alturas, con todo lo sufrido por sus infidelidades, era solo una más del destrato, de la falta de respeto y deslealtad hacia mí ¿Hasta dónde llegaría todo lo que había llevado a cabo a mis espaldas? Temía saberlo.

—Veo que no tenía idea. 

Fue mi turno de negar en silencio con la cabeza, con la misma vehemencia que él hacía poco.

—Creo que le debo una disculpa, doctor. Debí haberme ocupado de ciertas cuestiones personalmente.

—Solo confió en su esposo.

—Por lo que veo, no fue la mejor opción. 

Él solo se quedó mirándome, sin decir palabra a favor o en contra. Un hombre prudente, me gustaba eso. Esperaba que también fuera decidido y eficiente en su labor. No lo sabía, de hecho, era la primera vez que hablaba con él y solo lo había visto en casa antes un par de veces. Claro que, si papá lo había tenido como su abogado por tanto tiempo, no podía ser de otra forma. 

—También es posible ejecutar las hipotecas que pesan sobre el campo y la casa de su marido, como garantía por el dinero que su padre le entregó para saldar deudas. Pero creo que debe divorciarse primero. 

—Nunca mi esposo me dijo algo respecto de eso.

El abogado se echó atrás en el sillón enfrente del mío. Juntó las manos por las yemas de los dedos, reflexivo.

—Dado lo que me cuenta, es lógico. Supongo que no le convenía que lo supiera. Siempre me pregunté por qué nunca abrieron la sucesión de su padre. Ahora lo entiendo.

—Es claro lo que ha pasado: me porté como una tonta, ¿verdad? Por no decir otra palabra más fuerte— mi aflicción personal corría pareja con mi bronca hacia Marcos.

—Mas bien diría que una persona de buena fe, que no esperaba de quien quería este tipo de malas acciones. 

También tenía razón en eso. No quedaba mucho más por decir. Solo actuar. Herida en lo profundo y por varias causas, me invadía una súbita necesidad de hacer a un lado mi habitual pasividad y tomar acción. 

—Firmaré ahora mismo lo que sea necesario para contar con sus servicios, doctor. Confío en usted como papá lo hizo.

Lo expresé con una determinación de la que fui la primera sorprendida. El abogado me dedicó una mirada atenta.

—Simple y directa. Ha heredado mucho de su padre, veo.

Esperé, con ansias, que eso fuera cierto. Iba a necesitar esa sabiduría y la templanza de papá, en los días por venir. 

—Le agradezco. Pero no sería sincera si le digo que actualmente no tengo dinero para pagarle. 

El abogado sonrió. Había un extraño dejo de placer en tal sonrisa. O de revancha.

—No se preocupe. Se lo cobraré a su esposo.  

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Los Lobos del Atlántico






SOBRE EL AUTOR DE LA NOTA: Luis Carranza Torres nació en Córdoba, República Argentina. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversas asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de diversas obras jurídicas y de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El Corazón de la Espada (2020), Germánicus. Entre Marte y Venus (2021), Los Extraños de Mayo (2022), La Traidora (2023) y Senderos de Odio (2024). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y como autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.


Un territorio de frontera.
Un crimen atroz que va a vengarse.
Un hombre arrasado por la guerra.
Una mujer marcada por su pasado.

San Carlos de Bariloche, a fines de 1922. Por entonces, un poblado en el territorio nacional de Río Negro junto al lago Nahuel Huapi, en Argentina. 
A Guillermo Kepler, naturalizado argentino, una partida de bandoleros le mata a su familia, le roba sus caballos y le incendia su casa; le disparan hasta darlo por muerto, cayendo en las heladas aguas del lago. Pero, como en la guerra, sobrevive una vez más. 
Obediente de las leyes y los gobiernos hasta entonces, decide que ya es suficiente. Y ante las complicaciones que la resolución del caso tiene para el juez letrado y la policía local, hará justicia por mano propia. Pero aquellos que han destruido su vida tienen influencias poderosas al otro lado de la cordillera, en Chile. 
En su camino de venganza, cruzará destino con Ema, una enigmática mujer, tan herida y presa de tanta oscuridad como él mismo. Descubrirá entonces que ese destino, que puede ser muy cruel a veces, también, del modo más extraño, arroja a su paso ciertas segundas oportunidades. Pero el precio que deberá pagar no será fácil ni simple. Porque cuando se transitan senderos de odio, nadie sale sin heridas. 

Luis Carranza Torres ha escrito una novela de amor en tiempos de venganza, donde dar lugar a lo importante a veces queda relegado por el dolor.

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