El sitio de Córdoba (cuento, pero no ficción)





 



 

EL SITIO DE CORDOBA, LA DEL NUEVO MUNDO


Por Luis R. Carranza Torres

 

Tristán de Tejeda, hijodalgo, capitán de soldados, vecino feudatario de la Córdoba de la Nueva Andalucía, debidamente fundada conforme ceremonia al efecto, pero aun sin edificar ni en su primera piedra, marcha al paso, en un jamelgo flaco, hacia su destino.

Lo hace desde el fuerte en que se asientan, a duras penas, esos cordobeses del nuevo mundo, perdidos al sur de todo sur conocido, en el último extremo de los dominios americanos de su majestad don Felipe II. Allí donde se hallan desde hace semana y media, sitiados por indios comechingones;  un alud que se les arrojó de improviso para exterminarles, justo en una noche en que su deidad, la luna, brillaba al completo en el cielo nocturno.

Bajaron desde las serranías situadas al poniente, por miles, pintados sus cuerpos, la mitad en negro y la otra en rojo. Llevaban collares de cuero en sus cuellos, dados por sus chamanes, para protegerse de las balas hispanas.

Divididos en cientos de pequeñas tribus y hablando dos dialectos de una misma lengua, por vez primera se muestran unidos. El mérito es de Citón, nuevo cacique de caciques, cuyo liderazgo ha conseguido lo que muchos pensaban imposible.

Sólo un líder de su talla, con tal poder de convencimiento, con tal odio hacia los recién llegados, podría haber coronado la empresa con el éxito masivo que ahora se presentaba ante las murallas de adobe de los destinatarios de su ira.

Citón quiere ver expulsados a los españoles de estas tierras; en particular, odia a Tejeda.  “Pronto los españoles no serán siquiera un recuerdo”, les ha dicho a los suyos, en su marcha al fuerte.

Desde un improvisado atalaya, un armazón enclenque de troncos con techo de paja brava, de ese el fuerte de barro y madera, Tristán de Tejeda, encargado de defender la ciudad, y sus lugartenientes en tal difícil empresa, los ven llegar y asentarse en los faldeos cercanos.  Convergían sobre ellos, con mazas, lanzas o arcos y flechas, y la paciencia que da el tener una ventaja abrumadora en el número.

Debajo de ellos, podían sentir el temor de los hombres y mujeres a quienes debían de guardar. Si hasta los niños habían dejado sus juegos y travesuras, para mirar, junto a los adultos, hacia el alto donde estaban ellos. Esperando sus palabras como si de Dios viniesen.

Los soldados, en tanto empezaron a bruñir las rodelas y comprobar sus arcabuces. Son menos de cincuenta, con más doscientos yanaconas, naturales que se hallan en el ejército de su majestad, para intentar toda defensa.

Tejeda los observa al bajar, a estos indios altoperuanos libres. Sumados a la expedición en el Cuzco, preparar sus armas con todo ahínco. 

Pelearán bien, como siempre lo han hecho. Se trata de antiguos esclavos de los reyes incas, a quien el padre del actual rey, el buen Carlos I de España y V del Sacro Imperio, por real cédula del 26 de octubre de 1541, les otorgó su libertad plena y sin condición alguna, mandando a todos los españoles, que a nadie se le ocurra importunarlos. 

Luego de siglos de dominación, su agradecimiento a la corona que los liberó es tal, que muchos de ellos se han alistado bajo el real estandarte, sirviendo con el mayor coraje y lealtad, en todas las expediciones de guerra, exploración o conquista, en esta parte del orbe hispánico.

“Saben su oficio”, pensó Tristán hacia sus adentros. Camina aparentando seguridad, en ese mar de miradas que lo interroga desde el silencio, sobre los días por venir. Adusto, mano en el pomo de su espada, procura no develar que lo visto más allá de la muralla. Se trata de una visión increíble, le ha dado escalofríos hasta en los tuétanos.

 

*    *    *

 

Primero redujeron a la nada, todo lo construido extramuros. Quintas, sembrados, corrales, molinos. Una sistemática destrucción que da idea de aquello que seguiría en breve. 

Todos los habitantes de Córdoba, sin excepción, guiados por la curiosidad, se agolparon en las murallas para mirar el desalentador espectáculo.

Citón sabe por sus espías, indios dentro del fuerte que servían para los españoles, desaparecidos como por magia un día antes del sitio, que los españoles son pocos. 

Olvidados por los suyos, visten con toda pobreza. Se han detenido las construcciones; la erección de la ciudad en el emplazamiento designado, a corta distancia del fuerte, se demora día a día. Faltos de todo, bien sabe que difícilmente tendrá otra oportunidad de hallarlos tan débiles, y esta dispuesto a no dejar que se le pase.

Por eso mismo, ha rechazado toda negociación, negando el encuentro y hasta la palabra al grupo que por dos veces salió de la fortaleza, al cual una lluvia de flechas indica que nada se tenía que parlamentar.

Esa noche, los cordobeses del nuevo mundo, contemplan con ojos preocupados los fuegos enemigos, tan cerca de sus muros, sintiendo que el corazón se les estruja. Tales hogueras parecen más numerosas que las estrellas que se muestran en el firmamento. 

Todos comprenden por entero,  que no se trata de una simple batalla que deben ganar, por el derecho de asentar aquí sus reales como ciudad española, sino de su propia supervivencia.

Con el amanecer, viene el asalto a las murallas, previo repartirse en masa sus atacantes, su bebida de guerra, hecha a base de vainas de algarrobo fermentado.

La aloja baja por todas las gargantas de quienes iban al asalto; no demasiada, sólo en la cantidad suficiente para hacer nacer el valor.

Por toda arenga, Citón da el grito de guerra que tenía entre los suyos, de tanto tiempo que nadie sabe decir desde cuando se profería: “Que la sangre de los enemigos riegue nuestra tierra”, exclama, para lanzar a los suyos contra la muralla baja de los recién llegados.

Una lluvia de flechas incendiarias precede al asalto general, efectuado desde todo punto posible. Al ataque lo lidera Citón en persona. Maza en mano y coronado por una gran toca de lana clara, cubierta de abalorios y plumas de loros barranqueros de las serranías.

Avanzan en cerradas formaciones de ataque, con un primer escalón compuesto de arqueros flecheros; un segundo conformado por hombres que iban armados con una lanza para el combate cuerpo a cuerpo; luego marchaban los jóvenes guerreros que con hondas de cuero arrojaban grandes piedras; por último aparecían los guerreros portadores del fuego, provistos de antorchas con las que quemaban todo lo que encontraban a su paso.

De lejos, los defensores abren fuego con los dos humildes cañoncitos que guardan en oblicuo, sendos vértices del fuerte, siguiendo luego con sus arcabuces. Echan algunos a morder el polvo del suelo, pero son demasiados para lograr algo. Y los comechingones llegan hasta los muros.

Asalto tras asalto, los cordobeses, empujaron las escalas que conseguían asentarse en sus murallas. Arcabucean, lancean con picas, rebanan con mandobles de espada, a todo el que se aproxima. Pero la fuerza del número, cada vez con mayores ínfulas, impone su presencia. Y resultan más y más, los que cada vez, consiguen trepar hasta arriba. Allí en donde se ven las caras con, españoles y yanaconas aliados, y no hay pólvora que valga. Solo se puede pararlos con sus cuerpos, sus aceros, bajo la guarda del pendón real y el recién hecho de la ciudad.

La lucha se convierte entonces, en una cuestión personal. Pelea el hombre contra el hombre. Espadas y picas, contra mazas y arcos. Dagas y puñales, y hasta puños, definen el destino, invariablamente violento, cuando la lid se reduce a una gresca bravía revolcados en polvo. A suerte o verdad, en todos los casos. “Santiago y cierra España”, es el grito más escuchado de todas aquellas luchas.

En tal escenario de destrucción, uno pelea y apenas tiene tiempo de mirar a cuántos se carga. Se sigue adelante, y que el diablo reconozca a los suyos. Ni se pide ni se da cuartel. Vale todo. Sin lugar a florituras ni sutilezas, haces lo que sea para mantener la vida. Porque no hay lugar para errores, ni dar ventajas. Porque en esta contienda maldita, si logran mandarte a criar malvas, te vas y no vuelves. Sin que importe por qué estás allí. O su tu mujer esté encinta, o si tienes que llenarle la barriga a cinco críos, o mantener a tu madre tullida.

En tal sitio no hay rey, ni virrey, ni corregidor que valga. Tampoco cacique o chaman, que se acerque a echarte una mano en el entuerto. El guerrero indígena y el guerrero español están igualmente solos, entre tanta gente que lucha. Espantosamente solos. Y como ven todos más pronto que tarde, lo más fácil en ese cuento del demonio es matar. Seguir cuerdo después de haber matado y visto morir en mil formas distintas, esa es otra historia.

Luchan de día y de noche. Citón rota sus tropas, en tanto los defensores pelean de continuo. No existen más pausas que para recomponer los vacíos en sus escuadrones de ataques, que los españoles le dejan, asalto tras asalto. Sabe el líder de los comechingones que la victoria será suya, aunque la cosa se esté alargando más de lo que pensaba, y sus pérdidas sean ya mucho mayores a lo que nunca hubiese podido imaginar.

 

*    *    *

 

Don Tristán sabe que no podrán resistir mucho más. Rara excepción es quien no está herido por algún chuzazo o punta de flecha, y se les acaban de concluir sus municiones. Un tercio de los defensores ya ha muerto, y los otros dos que siguen vivos se hallan al límite de sus fuerzas.

Por ello, antes que muera uno de esos cortos interludios de sosiego entre los combates, pide su caballo para dirigirse al campo enemigo.

En su camino se cruza a Leonor, esposa suya, con el pequeño Juan en brazos, hijo de ambos. El crío, que ha roto cientos de veces la tranquilidad de las noches con sus llantos, se halla ahora, en medio del ruido y todo el ajetreo de la defensa, durmiendo a pierna suelta.

Corre por sus venas, tanta sangre española como indígena, noble por ambas partes. A él pertenecerá esta tierra, si logran dejarse de matar los unos a otros.

Su mujer es princesa india por derecho, y tiene entre los suyos reputación de hechicera, así como de lectora de los futuros humanos. Le mira con esos ojos pardos suyos, tan bellos, y Tejeda supo que en esa mirada sabía lo que habría de pasarle.

Ella no atina a decirle o no tal futuro, y él no pregunta nada. Mejor, en ciertos asuntos, no saber.

“Sólo le digo, mi señora, que ha sido la única dueña de mis amores”, le dijo, para picar espuelas fuera del recinto fortificado, antes que el sentimiento pudiera jugarle una mala pasada.

Lamenta por el camino no poder haberse echado encima del cuerpo sus mejores ropas, para ir al encuentro de ellos, por una cuestión de formas y respetos. Apresado y muerto en Santiago su jefe, Jerónimo Luis de Cabrera, olvidados por todos ellos mismos, los que quedan, los que resisten a la orden del gobernador Abreu en Santiago de irse a otra parte, queda él a cargo. 

Sabrá cumplir, hasta la vida misma, con los deberes de quien se halla a cargo. Más por el curso de los acontecimientos, que deseo propio. 

Pasará lo que deba pasar, piensa con ese fatalismo suyo. En cualquier caso, lucharía, vencería o moriría con lo puesto. Prendas rasgadas por sitios varios, cubiertas de polvo, sudor, sangre propia y enemiga. Y aromatizada por la pólvora y el olor del miedo.

“Por todo lo que debí pensar y no pensé, por todo lo que debí decir y no dije, por todo lo que debí hacer y no hice, te imploro, Señor mi Dios, tu perdón y tu benevolencia”, oró en sus pensamientos. Tras santiguarse, se halla listo para ir a su destino. 

Siente los goznes de la puerta del fuerte proferir un chirrido al cerrarse esta tras de él. Poco menos de cien pares de ojos, no le pierden movimiento en su periplo hacia el enemigo, inusitadamente inmóvil y silente.

Fue al tranco, directamente hacia ellos. Tan débil estaba su monta, que sentía los calambres de la noble bestia al portarlo. Por su parte, él no estaba en mejores trazas. Apenas si había comido y dormido, desde que el sitio principió.

Los indios lo miran con curiosidad, cuchichean por lo bajo a su paso. El alarde de valor lo resguarda de momento. La multitud guerrera se abre como las aguas del mar rojo para que siga su marcha. Sólo uno, cuatrocientos pasos más adelante, planta su humanidad cerrándole el camino.

Citón en persona. Esperándole con su maza en la diestra. Como si supiera que tal cosa debía ocurrir, desde siempre.

Le dijo Tristán su nombre, y sus condiciones. Pelearían a muerte, por el destino de muchos. El bando perdidoso, debería partir del lugar, sin volver para incordiar al otro.

¿Por qué aceptaría, el líder comechingón, si estaba a un palmo de lograr su victoria?

Tristán lo vio en sus ojos, al pronunciar su nombre. Es un asunto de honor. Algo que los comechingones tienen de sobra y acatan en toda circunstancia. 

Observa que tiene la misma mirada de aquel otro, que con un grupo emboscó en las sierras a una partida bajo su mando. Tejeda había matado, en lucha franca, al hermano de Citón. En una de las expediciones a esas sierras, de las cuales ahora habían bajado sus sitiadores. 

Esperaba que ofrecerle la posibilidad de vengarlo, en iguales términos, le haga aceptar. Se decía que ambos hermanos, eran tan iguales como dos gotas de agua. Tejeda comprobaría ahora, con el cuerpo todo, la veracidad de tales pareceres. 

Es una extraña sensación, piensa, ver allí parado, a un hombre idéntico al que ya has luchado y matado.

Citón no demora en aceptar. La oferta de venganza resulta demasiado tentadora para que ningún guerrero pueda negarse. Y ciertamente, el cacique de caciques no es la excepción.

Libran entonces, su personal combate en la mitad de la tierra de nadie, a igual distancia del fuerte y el acantonamiento indígena, desde donde, uno y otro bando, se apiñan para observar el lance.

En los primeros momentos de la lucha, ambos estudian al otro. Sabedores, cada cual, que están frente a un guerrero experto, ante quien el más mínimo error en el lance, sería aprovechado en su contra. 

No hay odio ni miedo, en los ojos de ninguno. Sólo el frío cálculo de cada gesto, cada movimiento del oponente. Para replicarlo a favor suyo y así ganar el combate.

Luego del juzgamiento visual inicial, Citón arremete contra Tejeda dando horribles gritos, pero éste lo espera a pie firme. El atacante blande y arroja su maza, capaz de romper la mejor espada toledana o el cráneo de mayor dureza, con descomunal energía sobre su contrincante, pero el hispano reacciona con agilidad y evita el golpe.

Siguió de tal forma, alternándose ataque de uno y defensa del otro, por un largo rato, bajo el sol y las miradas de todos, sin que ninguno consiguiera desequilibrar al contrario.

Cada maniobra es contestada, pasando por mil estados, sin quebrarse la igualad de armas, alargando la lucha sin definirse. Demasiada fuerza contra demasiada astucia. Demasiada técnica contra una suprema fuerza de voluntad. Pueden herirse, pero no definir la suerte del combate.

En los observadores de uno y otro bando, se alternan los gritos y sonidos de algarabía y decepción, conforme que el destino de la justa pareciera encaminarse al lado propio o al ajeno de la pugna.

En un instante de descuido del hispano, el cacique comechingón se le echa encima, y con golpe demoledor de maza, lo arrojó al suelo.

El mar de rostros indígenas se levanta en un grito de alegría en cuanto desvanece el polvo producido por la caída de Tejeda. Los soldados y el pueblo de Córdoba quedan absortos por la preocupación. El solo pensamiento de la derrota, tan temida, se les presenta a muchos como inevitable.

Pero la victoria es tan engañosa como esquiva, no pocas veces, y se trata esa, de una de ellas. Cuando Citón, creyendo ya haber ganado, se dispone a descargar su golpe de gracia sobre el caído, deja a la fatalidad caer sobre él.

Es un instante, en que para asegurar el golpe, echó hacia atrás la maza, asiéndola con ambas manos. Un momento que aprovecha Tristán para atacar en el punto débil que acaba de descubrirle. Y hunde su acero en el vientre de su adversario, de abajo hacia arriba, en oblicuo. Citón cae de improviso al suelo, con la mirada hacia el cielo, y una expresión de incomprensión en su rostro.

Ha muerto, antes de terminar de golpear con el cuerpo en el polvo del suelo.

Todos se quedan en sus sitios, como inmovilizados. El viento susurra en el silencio, levantando polvo. Nadie puede creerlo, empezando por el propio vencedor, que vuelva a ponerse en pie jadeante, maltrecho y herido en varias partes, amoratado en casi todo el cuerpo.

Los comechingones no rompen su silencio ni al recoger el cuerpo de quien, hasta un instante, los había liderado, a todos y por vez primera. Traen las mujeres cacharos con agua y lo lavan, para luego vestirlo  con una larga prenda de mangas largas y cuello cerrado, que llega hasta más allá de las rodillas, cubierta de todo tipo de pedrería y valvas de caracoles. 

Sobre su cabeza colocan una toca de lana, igualmente decorada. Y calzan sus pies con usutas, sandalias, que ningún suelo habían pisado, ni pisarían nunca.

Preparan entonces una improvisada plataforma de ramas, a la que cubren con unas mantas multicolores. Allí depositan el cuerpo; de costado, hacia un lado, el izquierdo. Con las piernas recogidas y sus brazos hacia el pecho.

Todo lo hacen en presencia de Tejeda, pero como si éste no existiese. 

Sintiéndose cada vez más extraño e intruso, Tristán sube a su cabalgadura. Como puede, maltrecho y sangrante. Al pasar por donde estaba el cuerpo de Citón, detiene su marcha. Y se acerca a poner su espada, a modo de póstuma ofrenda, sobre el cuerpo de su enemigo.

Aun en la muerte, y cerrados sus ojos para no volverse a abrir sino ante el juicio definitivo de Dios, su aspecto era intimidante.

“Ve con Dios”, le dijo. “Que no hay bendición más ponderable para un soldado, que un enemigo digno”.

Dentro del maltrecho fuerte, quienes había salvado, le abrien las puertas y hasta salen a festejarle. Desfila Tejeda por la derruida población, casi echado sobre el lomo de su jamelgo, en medio de gran algarabía. Todos pugnan por acercarse a él y palmearle, abrazarlo, felicitarle.

La población toma la victoria en recio combate de Tristán, como una confirmación divina de su destino de asentarse allí, y la agradece con grandes festejos.

En tanto, divididos en ayllus, sus tribus de siempre, con sus caciques menores al frente de ellos, todos los comechingones se encaminan al poniente, regresando a las sierras de dónde habían bajado. El cuerpo yacente de Citón, cargado en hombros, abre la marcha. Lo rodean los hechiceros, que desgranan rimas mágicas en voz baja.

Apenas pudiendo estar en pie, el vencedor asiste a la misa de acción de gracias que se celebra inmediatamente, en la sencilla ermita del fuerte. Pero no toma parte en los festejos que siguieron.

Taciturno, se retiró a su solar. En la embriaguez de la victoria, pocos repararon en su faltazo. Y quienes lo hacen, le entienden como lógica por recuperarse de sus heridas y cansancios.

Pero no es así, por completo. Lleva Tristán enquistada en el alma, la cuestión de haber tenido que dar muerte a Citón. No le cabe ninguna duda, que ha tratado con el hombre más valiente con que se hubiese medido nunca, y librado el más dificultoso combate de su existencia.

“Gloria al heroico vencido”, pensó con amargura, aferrándose a Leonor, dormida plácidamente a su lado. Contempla al niño que duerme entre ambos. Allí en esa cama se halla todo por cuanto ha luchado. No duda del deber que ha llevado a cabo. Pero tampoco deja de lamentar sus efectos. 

Repasa, una vez más, todo lo pasado, sin gustarle. No disfruta de la victoria, como todos los demás.

“De haberse dado las cosas distintas, quien sabe hasta podríamos haber sido amigos, en lugar de tener que matarnos”, piensa, sin poder quitar a Citón de la mente.


Cuento ganador del primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz en el año 2009. Revisado para su publicación en el blog en 2025.



Para leer más en el blog:







Los Lobos del Atlántico






SOBRE EL AUTOR DE LA NOTA: Luis Carranza Torres nació en Córdoba, República Argentina. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversas asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de diversas obras jurídicas y de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El Corazón de la Espada (2020), Germánicus. Entre Marte y Venus (2021), Los Extraños de Mayo (2022), La Traidora (2023) y Senderos de Odio (2024). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y como autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.


Un territorio de frontera.
Un crimen atroz que va a vengarse.
Un hombre arrasado por la guerra.
Una mujer marcada por su pasado.

San Carlos de Bariloche, a fines de 1922. Por entonces, un poblado en el territorio nacional de Río Negro junto al lago Nahuel Huapi, en Argentina. 
A Guillermo Kepler, naturalizado argentino, una partida de bandoleros le mata a su familia, le roba sus caballos y le incendia su casa; le disparan hasta darlo por muerto, cayendo en las heladas aguas del lago. Pero, como en la guerra, sobrevive una vez más. 
Obediente de las leyes y los gobiernos hasta entonces, decide que ya es suficiente. Y ante las complicaciones que la resolución del caso tiene para el juez letrado y la policía local, hará justicia por mano propia. Pero aquellos que han destruido su vida tienen influencias poderosas al otro lado de la cordillera, en Chile. 
En su camino de venganza, cruzará destino con Ema, una enigmática mujer, tan herida y presa de tanta oscuridad como él mismo. Descubrirá entonces que ese destino, que puede ser muy cruel a veces, también, del modo más extraño, arroja a su paso ciertas segundas oportunidades. Pero el precio que deberá pagar no será fácil ni simple. Porque cuando se transitan senderos de odio, nadie sale sin heridas. 

Luis Carranza Torres ha escrito una novela de amor en tiempos de venganza, donde dar lugar a lo importante a veces queda relegado por el dolor.



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