Un Boeing “gambeteador” de misiles
por Luis Carranza Torres
En 1982 el escuadrón Boeing del Fuerza Aérea estaba compuesto por aviones de transporte, versión 707. Las necesidades de contar con un reconocimiento aéreo estratégico y de largo alcance, impulsó al mando militar argentino a emplearlos en tales tareas durante la Guerra de las Malvinas.
No estaban equipados con ningún tipo de medidas o contramedidas electrónicas. A bordo, sólo existían un transponder, dos radares meteorológicos y uno inercial. Ninguno para búsqueda de objetivos navales o aun, aéreos. No estaban armados. Simplemente salían a dar con la flota británica, en ese estado. A ver si lograban avistarla, visualmente. Se trataba del mismo cuatrireactor que con que no pocas aeronlíneas cubrían sus vuelos. Y las aeronaves en existencia dentro de la Fuerza Aérea, por ser de transporte, en nada diferían de sus homólogos civiles.
Se salía a buscar las formaciones navales británicas, entre Ascensión y las Malvinas, confiando en los propios ojos, y efectuando un barrido en forma manual de las comunicaciones en banda UHF de la flota. Pasando de frecuencia en frecuencia, dedo mediante, hasta dar con la que estuvieran utilizando en ese momento.
Se le pidió algo prácticamente imposible. Dar de tal forma con los buques británicos en la inmensidad del Atlántico. No pocas veces, lo lograron.
"Shadow aircraft", los apodaron informalmente los ingleses. Una sombra que daba con ello, repetidas veces, a lo largo del conflicto. Los argentinos, por su parte, sabían que cuando en la radio se daba aviso respecto de un avión de la "national air force", se estaban refiriendo a ellos.
El primer encuentro fue el 21 de abril a las 10.·2 hora local argentina, cuando la fuerza de tareas inglesa apenas salía de Ascensión. El Boeing de la Fuerza Aérea identificado como TC 91, con ocho tripulantes a bordo, a unos 3.000 kilómetros mar adentro de las costas de Brasil, al sudoeste de la isla Ascensión.
Destacaron los ingleses en su búsqueda a aviones Harrier, pero las reglas de empeñamiento existentes en esa época, les impedían derribarlos. Cuando se consiguió la autorización de Londres para los derribos, los radares de la flota confundieron a uno de ellos con un avión de línea brasileño, el cual a último momento se salvó de ser derribado junto a todo su pasaje y tripulación.
Volvieron sobre sus pasos, pero sin anular la autorización de derribo. Sus mayores controles para verificar los contactos, ayudaron en algo a las arriesgadas misiones de exploración argentinas, que a medida que la guerra transcurría, conllevaban más y más peligros en su realización.
Todas ellas entrañaron sus grandes riesgos. Pero acaso ninguna de ellas lo fue tanto, como la del 22 de mayo, en que uno de esos Boeing, en misión de exploración lejana, se topó con el grupo naval británico. Se trataba de un convoy de cinco buques militares, escoltando un único e inmenso transporte, de tan grandes dimensiones como un portaaviones. Se trataba ni más ni menos, que del Atlantic Conveyor, donde los ingleses habían embarcado el grueso de sus abastecimientos, incluyendo sus helicópteros.
La misión había sido solicitada por la Fuerza Aérea Sur, y se monitoreaba desde Comodoro Rivadavia. Volaban a 13.000 metros de altura sobre el Atlántico meridional, a 1.200 millas náuticas al este de Río de Janeiro. Al ser alertada por sus radares, sobre ecos navales, descendieron por entre nubes intermedias hacia la zona de los ecos y sorpresivamente avistó al formación, merced a un agujero en las nubes.
En la formación inglés, se dio la alerta y entraron en zafarrancho de combate. Se iluminó a la aeronave con sus radares de adquisición de blancos tipo 909, y los sistemas de armas antiaéreos se dispusieron a entrar en acción.
El destructor Bristol era uno del tipo 82, el único de su clase, que con sus 7.000 toneladas de desplazamiento resultaba más bien un crucero que un destructor. En realidad, se lo había denominado erróneamente de tal forma, con el deliberado propósito por parte de la marina inglesa de evitar las discusiones respecto de su costo en el Parlamento. Sin atender a los vericuetos de la política naval británica, las publicaciones especializadas en la materia, como el Jane's Fighting Ships de 1981-82, lo calificaban acertadamente como un crucero ligero.
Por su parte, el Cardiff era gemelo del Sheffield, y ostentaba a mitad de su casco, las dos franjas negras verticales que la marina británica había hecho pintar en todos sus destructores de tal clase, para permitir que sus submarinos pudieran distinguirlos de los dos destructores Tipo 42 que poseía Argentina, el ARA Hércules y el ARA Santísima Trinidad.
Ambos buques, especializados en la lucha antiaérea, se hallaban equipados con el sistema Sea Dart, un sistema de misiles superficie-aire capaz de alcanzar objetivos a más de 56 kilómetros de distancia. Por su parte, sus cañones de 4,5 pulgadas (114 mm), podía disparar proyectiles de 21 kg a distancias mayores de 22 kilómetros.
Al detectarse al avión argentino, ambos buques se dispararon sus misiles Sea Dart sobre el Boeing 707 B, desde sus lanzadores dobles ubicados a proa de las embarcaciones.
Dentro de la aeronave argentina, al ver la primera estela salir desde los buques empezaron a ganar altitud, hasta los 14000 pies. El primer misil se perdió en la inmensidad del cielo del atlántico. De acuerdo a Freedman, se perdió al ser lanzado al límite de su alcance. Pero pronto vieron otro a la derecha del avión, cuya estale no era blanca, como es el trazo dejado por los aviones, sino oscura. El humo negro revelaba que se trataba de un buster de lanzamiento, alimentado por combustible líquido. No había escapatoria en la altitud contra ellos.
Se hallaban en un enorme avión, a muy alta velocidad y sin ninguna defensa para oponer a esa negra estela que avanzaba directamente hacia el motor N° 4.
Para complicar la situación, al ver nuevamente, ve otros dos nuevos misiles, que ascendiendo raudamente y por encima del nivel de vuelo del avión, comienzan instantes después una curva de persecución final
Sólo quedaban algunos segundos para decidir y obrar, antes que los misiles impactaran en ellos, y los borraran del cielo, explosión mediante.
El comandante de misión, Vicomodoro Ritondale, asumió entonces el pilotaje de la aeronave, que hasta entonces había llevado el Vicomodoro Barbero, el piloto designado a tales efectos.
—Mío el avión— dijo entonces, en medio del absoluto silencio de la cabina. Todos entendieron perfectamente, en particular el piloto a cargo. Asumía la conducción de la aeronave.
Sólo había una muy pequeña chance de escapar a la explosión. Redujo la potencia de los motores a cero, sacó alerones y puso de punta al avión. Inició entonces un muy rápido viraje en descenso, hacia el lado del primer misil, lo más cerrado que le permitía el largo fuselaje y gran peso del avión. El Boeing se precipitó hacia abajo como una piedra. Entraron en un descenso rápido de emergencia con un medio tonel, a más de 6000 pies por minuto, unos dos mil metros cada sesenta segundos. Era la única y pobre chance de salvarse. Eso si no se estrellaban contra el mar luego.
Al dar vueltas en cerrados y rápidos círculos, la cabeza buscadora del misil no podía fijar su blanco. Y por su mayor velocidad, no podía orientarse frente a los giros continuos de la aeronave.
Jugaban, en una apuesta de vida o muerte, con poner la propia velocidad de los misiles, en su contra. Los Sea Dart tienen una velocidad máxima de dos veces la del sonido (2.0 mach), es decir unos 2.400 kilómetros por horas, y unos 680 metros por segundo. Al girar en espiral hacia los misiles a gran velocidad, se buscaba lograr que debieran recalcular continuamente dónde estaba el blanco. Una fracción de segundo en reposicionarse, podía dar como resultado esquivar su impacto por metros.
Ello no aseguraba, aun en caso de despistarlos, necesariamente una indemnidad total. La cabeza de guerra de los misiles, estaba compuesta por 22 kilogramos de alto explosivo, y equipada para detonar con una espoleta de proximidad. Una detonación no directa, pero cercana, bastaba para derribar al Boeing.
El descenso de emergencia de máxima performance, es decir al límite de las posibilidades aerodinámicas de la aeronave, había hecho activar todas las alarmas de cabina, y encenderse todas las luces de alarma. En sus maniobras, el TC-92 crujía por efecto de la velocidad y las aceleraciones.
Era una posibilidad en favor entre innumerables en contra. Pero conforme caían vertiginosamente, los misiles pasaban cerca de ellos sin poder acertarles. Uno cruzó horizontalmente a menos de diez metros por delante de la cabina. Otro más explotó cerca de la cola, estremeciéndolos sin acertarles de modo directo. Tras un par de décimas de segundos de incertidumbre, piloto y comandante advirtieron con alivio que el avión seguía respondiéndoles a sus comandos. También se vieron otros dos misiles explotar contra el mar, por el lado izquierdo del avión. Estaban en medio de una danza en que la muerte les cruzaba repetidas veces, y demasiado cerca.
El atlántico se presentó ante ellos como un espejo cada vez más cercano. Consiguieron estabilizarlo a corta distancia de la misma superficie del océano.
No es nada fácil volar a 10 metros sobre el nivel del mar, en un océano agitado, una aeronave de cuatro reactores, dos por ala, de poco menos de 50 metros de largo, 44 metros de ala a ala, 13 metros de altura y unos 66.000 kilos de peso. Pero con ello, se habían situado por debajo de la cobertura de los radares de adquisición de blancos.
Pasaron entre los buques del convoy, levantando tras de sí una gran estela de agua. Los británicos apenas podían creer lo que sus ojos les transmitían que veían. A tan corta altitud, los misiles antiaéreos eran inútiles. Boquiabiertos, los vieron alejarse en la inmensidad del Atlántico.
El nivel de combustible había bajado peligrosamente. Pusieron rumbo Noreste y se alejaron en vuelo rasante hasta que comprobaron que habían salido de la cobertura de radar enemiga Apenas si les restaba para llegar a Palomar.
Al llegar al asiento de la primera brigada área, bajaron a comprobar el estado de la aeronave por fuera, en particular los efectos de la explosión que habían sentido en la cola. Estaba chamuscada por los efectos de la detonación de proximidad. Se habían salvado, por una cuestión de metros, en la evasión de misiles más insólita e improbable que se registre en los anales de la guerra aérea.
Fuentes/Para saber más:
Fuerza Aérea Argentina, Dirección de Estudios Históricos. Historia de la Fuerza Aérea Argentina. Tomo VI: La Fuerza Aérea en Malvinas.
Francisco Pío Matassi, Probado en combate, Biblioteca Nacional de Aeronáutica, Buenos Aires, 1995.
Palazzi, Rubén, La aventura de volar, Biblioteca Nacional de Aeronáutica, Buenos Aires, 2003.
Freedman, Lawrence, Historia Oficial de la Campaña de las Malvinas . Volumen II. Abingdon, Londres, 2005.
Jane's Fighting Ships 1981-82, Janes Publishing Company, 1981.
Richardson, Doug, Naval Armament, Jane's Publishing, 1981.
Ritondale, Otto. Entrevista personal. 14 de setiembre de 2011
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