Un sentimiento equivocado (cuento)

 



por Luis Carranza Torres


No debía estar ahí. Era una locura volver a Sicilia y otra mayor aun presentarme a ese entierro. “Sbroccare”, era la palabra justa para calificarme: andaba mal de la cabeza.  

Todos me buscaban. La mafia, los Carabinieri, la Polizia di Stato y hasta la Guardia di Finanza. Cada uno por sus particulares razones. Pero ninguno de ellos había podido prenderme.

Barba, lentes oscuros, una peluca, un pasaporte con un nombre que no es el mío. A esas alturas, tenía dudas hasta de quien era en verdad. Un fugitivo, un exiliado, un perseguido, un renegado. Una presa que se resiste a ser cazada, se niega a resultar víctima, para cazar a todos cuantos buscan su cabeza.

Vestía un Brioni, de tres piezas, azul acerado. Quería ir bien vestido. Era un traje caro, e impecable. A diferencia de cuando niño, que apenas teníamos para vivir, ahora lo económico no era ninguna preocupación. Pero tengo que mirar dos veces a cada lado, cada vez que me aventuro fuera de mis escondites. No sé qué diría mi madre, sobre lo uno y lo otro.

Pobre mamá. Una joven demasiado incauta como para entender que las promesas de amor de un terrateniente no eran tales en realidad. Demasiado católica para deshacerse de mí y proseguir la vida, debió abandonar su tierra con un bebé en brazos por la hipocresía de todos en ese pueblo. En Palermo hizo todo tipo de trabajos esforzados, para darme lo básico. Se enorgulleció de mí al verme crecer tan piadoso, hasta monaguillo llegué a ser en la chiesa della Santissima Trinità. Fue un orgullo que desapareció al verme orientar mis pasos hacia las familias de la Cosa Nostra. Encandilado por todo lo que tuviera que ver con Ludo.

Ella. La amé desde niño. Esperaba cada domingo para verla junto a su padre, asistiendo a misa en esa iglesia. Nunca hice caso a las palabras de mi madre: “Quella donna non fa per te”.

La palabra mafia se deriva del adjetivo siciliano mafiusu, que se puede traducir como "arrogante", pero también "audaz". Yo era un poco de ambos.

Pensé en eso en tanto conducía fuera de la ciudad, por la carretera de la costa. Caía la tarde cuando divisé, a lo lejos, allí donde me proponía llegar.

Los Renzi vivían en un pallazzo cerca de Burgio, en un acantilado contra el mar. Era una antigua fortaleza convertida luego al estilo renacentista, reformada luego con las comodidades del siglo XX. En Sicilia todo cambia de continuo para que todo siga igual.

¿Quién me entendía, empezando por mí mismo? Por la mañana había ido a ver de lejos el entierro de Carlo, el marido de Ludo, en el cementerio de Sant'Orsola. Yo, que ni había podido ir al funeral de mi madre, me arriesgué al estar allí, disimulado, a la distancia. Era seguro que iba a pasarlo mal, si me descubrían. Era quien lo había matado.

En cierto sentido, había actuado en defensa propia. Ese figlio di puttana parecía incansable en su empeño por dar con mi paradero y eliminarme; esa continua repetición, a pesar de los sucesivos fracasos, me hizo devolverle el favor. 

Ahora buscaba estar cara a cara con una mujer que había sido solo un recuerdo por casi tres décadas. Nada bueno podía esperarme en ese lugar. Pero luego de verla en el entierro, a lo lejos, fue un deseo que no pude contener.

Antes de bajar del auto controlé que mi arma estuviera como debía. Estaba por llevar a cabo el acto más riesgoso, osado y estúpido de toda mi existencia.

Pensé que iba a tener problemas para entrar, pero hallé todo desierto. Alguien había retirado los guardias y desactivado las alarmas. Ni siquiera se veía a personal de servicio. Entendí entonces que me estaba aguardando.

No averiguaría lo que buscaba sin exponerme, pero quería quitarme ciertas dudas existenciales. Pago por ver, dicen los estadounidenses en el póker. Era exactamente así: ponía mi vida por apuesta en esa mesa de juego.

Hallé a Ludo en el inmenso balcón contiguo a una sala poblada de espejos con marco de oro. A medio terminar su vaso de whisky, apoyada en la baranda ancha de mármol, vestida con una delgadísima bata, casi translúcida, que dejaba ver las formas curvilíneas de su cuerpo.

Ludovica Renzi me miró como quien ve a un fantasma. Su cabello lacio permanecía oscuro, mostraba los ojos implacables que siempre. Había pasado mucho tiempo, aunque a ella no se le notara. Casi en el medio siglo, seguía siendo una mujer hermosa.

No se sorprendió de verme.  Era claro que Ludo sabía mejor que yo que iría a verla. Nunca había deseado a nadie como a ella. Un sentimiento que, a pesar de todo ese tiempo lejos, persistía con fuerza.

En la mesa a pocos pasos de ella, había otro vaso junto a una botella abierta de Johnnie Walker Blue Label.

—Hermosa vista—le dije, a modo de saludo. No hablaba de las rocas que precedían al mar oscuro, por detrás de ella. 

Ella se acercó a mí, para abofetearme en el rostro. Un cachetazo seco, súbito.

—Mataste a Carlo y me dejaste viuda—me echó en cara.

—Estás mucho mejor sin él. Aun en mi forzado exilio me llegan las noticias. Ocuparás su lugar en la familia, esa que realmente importa. Por no decir que nunca lo quisiste demasiado. La primera “capa”—me serví en el vaso de la botella sin preguntar y levanté mi vaso—. Todo un logro para la mujer en el machista mundo de la Cosa Nostra. Felicidades Ludo.

No dulcificó la mirada, pero tampoco volvió a golpearme. Retornó a su balcón, con gesto teatral. Bebimos en silencio. Ella no dejaba de mirarme, ni yo a ella. Existían demasiados sentimientos de por medio entre ambos como para no remover muchas cosas al estar a solas, en un mismo lugar.

Sabía que arriesgaba mucho permaneciendo allí y que debía irme lo más rápido posible. Si algo me había mantenido con vida todo ese tiempo, luego que el padre de Ludo me deshonrara por acostarme con ella y pusiera precio a mi cabeza, era mi prudencia. Solo eso era lo que me mantuvo a salvo de los sucesivos ataques de don Paolo primero y del imbécil marido de Ludo luego. Estar allí no lo era en absoluto, pero necesitaba aclarar ciertas cosas con ella, me costara lo que me costara.  

—Sabía que estabas allí, en alguna parte. Podía sentirte.

Parecía querer devorarme con la mirada. No supe si creerle o no. Siempre sabía acomodar las palabras a sus conveniencias.

Ella dejó su vaso sobre el balcón, se me acercó otra vez y me besó.

“Es divertido ser mala”, me susurró en el oído, antes de apresar mis labios con los suyos. Nunca tuve la menor oportunidad de resistir sus deseos. No siendo solo un buen chico de Noto, un pueblo mínimo, enclavado en otro valle mínimo entre las montañas, venido a Palermo con su madre soltera huyendo de quienes los señalaban con el dedo y condenaban a la miseria. La había amado desde que tenía memoria. Me la quedaba contemplando en la misa dominical, a un lado del sacerdote oficiante. Por eso fue que un joven que había sido hijo ejemplar y hasta monaguillo de niño, entró como soldado a una de las familias más terribles de la mafia. Por ella.

También por Ludo hice todo para ganar la estima de su padre. Ser su custodio había sido tocar el cielo con las manos. Intimar con ella, aun más. Nunca supe quien fue el que nos denunció con don Paolo. Había sido por demás cuidadoso.

Sentí entonces, algo duro en mi estómago. De acero. Ella me mordió una vez más la boca, antes de retirar sus labios.

—Besas tan bien como recordaba, Gio. Pero mejor te apartas y levantas las manos.

Mi antiguo amor me miró con una sonrisa condescendiente. Me había quitado mi pistola Beretta 92 mientras me besaba, para apuntarme con ella.

—Es toda una paradoja. Que te maten con tu propia arma.

Me encogí de hombros, aparentando desinterés. Como siempre, la llevaba con munición en recámara, lista para disparar.

—Hay peores cosas—dije, tratando que no se notara la furia y desilusión que tenía por dentro—, como estar enamorado de la persona incorrecta.

—Si crees que vas a ablandarme con recuerdos sentimentales, Gio, estás muy equivocado.

Me decía Gio, por Giovanni. Hacía tiempo que nadie me llamaba de esa forma. Solo ella.

—Si estuviera en tu lugar, Ludo, bajaría esa arma y permitiría que me fuera. Te ofrezco esa oportunidad, por el pasado.

Ella se rió con ganas de lo que le dije.

—No puedo dejarte vivo, Gio. 

Su mirada, sus palabras, su actitud eran ahora de puro odio. Me pregunté cómo podía haberla querido tanto, guardado su recuerdo en mi cabeza por tanto tiempo como algo tierno. No era agradable darse cuenta que uno ha estado tan equivocado.

—Hasta mi desamorado padre no pudo negarme nada, luego que le dije que me habías violado. No tuve otra opción, tras quedar embarazada. Me dio, sin reparos, todo cuanto le pedí. No se opuso a que abortase, ni tampoco que me casara con Carlo. Alguien lo suficientemente dependiente como para poder manejarlo cuando él muriera.

Advertí que había tenido un hijo con ella del que nunca supe y que no había llegado ni a nacer. Era difícil guardar la calma y no arrojarme sobre ella. Pero debía contenerme. Era el esforzado precio para conocer la verdad.

—Otro imbécil, como yo.

Ella se sonrió, malévola. En verdad, le gustaba ser cruel.

—Uno con el abolengo necesario para ser un capo. El adorado ahijado del Capo di tutti capi. A ti nunca te habrían aceptado. Eras un hijo de nadie. Aun lo eres.

Incluso decidido como estaba a no perder los estribos, no pude evitar una mueca iracunda al escucharle eso último.

—Ni mi padre ni mi esposo pudieron darme el gusto de tener tu cabeza. Está visto que a ciertas cosas hay que hacerlas en persona.

Todo encajaba finalmente. No habían sido don Paolo o Carlo, sino ella en todos los casos. El destino me revelaba la peor de las respuestas.

—Eres una presencia incómoda, Gio. Siempre fuiste el único que podía descubrir mi juego. Por eso no saldrás de aquí respirando.

Apretó el gatillo con fuerza, sin que ocurriera disparo alguno. Gatilló de nuevo, varias veces, cada vez con menos odio y más sorpresa, sin obtener ningún disparo. El miedo reemplazó a su posición de superioridad, cuando fui hasta ella y le quité el arma. Intentó escapar, pero fui más rápido y la estrellé contra la pared espejada de la sala.

—No…entiendo…

Sonreí con un aire tan superior como ella antes. Aun cargada y sin seguros, un arma no puede disparar si le han quitado la aguja percutora que debe detonar el fulminante de los proyectiles, como yo hice. Una pieza mínima, de escaso peso, alojada en la parte interna del mecanismo, invisible a los ojos de alguien como Ludovica, que sabía de armas y tenía puntería, pero distaba mucho de conocer el detalle de cómo era su funcionamiento.

Claro que no le dije nada al respecto. En cambio, me lancé sobre ella, aprisionando su cuello con ambas manos.

—Todo lo que dije… fue por despecho, Gio. No era cierto, solo estaba dolida. Siempre te quise. Nunca te olvidé, te a…

Dejó de poder hablar, para comenzar a luchar por seguir respirando. La apreté con fuerza, casi hasta sofocarla definitivamente, antes de soltarla de improviso. Cayó al suelo y allí se quedó, mirándome impávida ante esa detención sorpresiva que entendió como una muestra de piedad, o más bien, de debilidad.

—No pudiste hacerlo—me echó en cara, triunfante, cuando logró volver a respirar.

—Tengo mis razones.

—Si crees que esto cambia algo, quítatelo de la cabeza. Voy a matarte, Gio. No soy el inútil de Carlo.

No le contesté y salí de allí. Justo cuando un grupo de hombres armados entraba. Gente de “Totó” Riina, Capo di tutti capi.

Para sorpresa de Ludo, ninguno de ellos hizo ademan alguno en contra mía. En cambio, la apresaron a ella.

No la había dejado vivir. Ella estaba muerta, solo que no lo sabía.

Imaginé que Ludo debe haberme mirado sorprendida, aun cuando no quise volverme a comprobarlo. No era por piedad que había quitado las manos de su cuello. A diferencia de los demás blancos, cuestiones del oficio, con ella era personal. Me lo había quitado todo, convertido en el sicario que era. Por eso, no tuve compasión. No tendría una muerte fácil, ni rápida.  

Me había entrevistado, antes de ir a verla, con Salvatore “Totó” Riina. Medía poco más de metro y medio, pero aun así su presencia infundía temor. Una máquina asesina, tal como yo. Un psicópata con la suficiente inquina contra los Renzi para creerme que había matado a Carlos, su ahijado, por orden de Ludo. No mentí demasiado al contar sobre la ambición de ella para ser una cabeza de la mafia. Lo convencí tanto como para besar su anillo, que me dejara jurarle lealtad y perdonarme la vida. Mi sentencia de muerte fue revocada, junto al dictado de otra, respecto de Ludo.

Antes solo me escondía, y sobrevivía a la espera del siguiente que enviaran a terminar conmigo. Al salir de ese Palazzo, volvía a tener una vida, a ir a donde quisiera. Todavía me quedaba lidiar con el estado italiano, pero perdonado por la mafia, en el sur podía moverme sin que eso importara demasiado. Empezando por el propio Estado.

Sí, tenía ahora una vida y no sabía ni remotamente qué hacer con ella. Había huido por demasiado tiempo.

La Mia Mamma tenía toda la razón al decirme: “Quella donna non fa per te”. Las madres siembre tienen razón, supongo.


Cuento originalmente publicado el 21 de mayo de 2021. Reescrito con distinta trama para la sección "Para leer en verano" del diario Comercio y Justicia donde apareció el 28 de febrero de 2025. Si querés leerla, la versión primigenia es Ese perenne sentimiento equivocado


Para leer más en el blog:








Los Lobos del Atlántico






SOBRE EL AUTOR DE LA NOTA: Luis Carranza Torres nació en Córdoba, República Argentina. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversas asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de diversas obras jurídicas y de las novelas Yo Luis de Tejeda (1996), La sombra del caudillo (2001), Los laureles del olvido (2009), Secretos en Juicio (2013), Palabras Silenciadas (2015), El Juego de las Dudas (2016), Mujeres de Invierno (2017), Secretos de un Ausente (2018), Hijos de la Tormenta (2018), Náufragos en un Mundo Extraño (2019), Germánicus. El Corazón de la Espada (2020), Germánicus. Entre Marte y Venus (2021), Los Extraños de Mayo (2022), La Traidora (2023) y Senderos de Odio (2024). Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y como autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.


Un territorio de frontera.
Un crimen atroz que va a vengarse.
Un hombre arrasado por la guerra.
Una mujer marcada por su pasado.

San Carlos de Bariloche, a fines de 1922. Por entonces, un poblado en el territorio nacional de Río Negro junto al lago Nahuel Huapi, en Argentina. 
A Guillermo Kepler, naturalizado argentino, una partida de bandoleros le mata a su familia, le roba sus caballos y le incendia su casa; le disparan hasta darlo por muerto, cayendo en las heladas aguas del lago. Pero, como en la guerra, sobrevive una vez más. 
Obediente de las leyes y los gobiernos hasta entonces, decide que ya es suficiente. Y ante las complicaciones que la resolución del caso tiene para el juez letrado y la policía local, hará justicia por mano propia. Pero aquellos que han destruido su vida tienen influencias poderosas al otro lado de la cordillera, en Chile. 
En su camino de venganza, cruzará destino con Ema, una enigmática mujer, tan herida y presa de tanta oscuridad como él mismo. Descubrirá entonces que ese destino, que puede ser muy cruel a veces, también, del modo más extraño, arroja a su paso ciertas segundas oportunidades. Pero el precio que deberá pagar no será fácil ni simple. Porque cuando se transitan senderos de odio, nadie sale sin heridas. 

Luis Carranza Torres ha escrito una novela de amor en tiempos de venganza, donde dar lugar a lo importante a veces queda relegado por el dolor.

Lo más leído