Empezar de cero (cuento)
por Luis Carranza Torres
El almacén de ramos generales en la ciudad del fin del mundo estaba por demás concurrido. No era, como tantas otras cosas en la vida, lo que decía el cartel de ingreso. Se trataba, en la realidad de las cosas, del lugar preferido para tomar algo en el centro de la ciudad. Plena temporada en el Cerro Castor y ese día las pistas habían cerrado por una tormenta nívea de aquellas. Todos se vinieron a la ciudad.
Nos cruzamos en la entrada, viniendo cada cual por su lado. Quedé atrás de ella en la cola para entrar por la doble puerta. Adentro, no entraba un alfiler y no había mesa disponible. Tuvimos que acomodarnos como pudimos. Nos dejaron en la barra, a la espera que se desocupare una. Quedamos muy cerca, lo que en función de las circunstancias, no era nada malo. Todo lo contrario.
Tenía un aire etéreo. Mítica, misteriosa y cautivante ella, como la propia Tierra del Fuego donde estábamos. A mí, las morochas de ojos brumosos siempre han ejercido una atracción extraña pero por demás placentera. El cabello, en ondas discretas, le caía hacia adelante, por muy debajo de los hombros, como acariciando la polera de lana tejida en punto Santa Clara, con toda clase de adornos, de cuello alto, de blanco impoluto. Era todo un contraste, negro sobre blanco, que discurría entre las formas de ese cuerpo. Pero otro detalle captó más mi atención. Me perdí entonces en los aros con forma de pez en los lóbulos de esas orejas. El mar siempre me ha tirado.
El lugar, mezcla de bar y restaurante, hecho de madera lustrosa las paredes, las mesas, la silla, la barra, estaba a reventar. Se conversaba en seis idiomas, con el castellano en franca minoría. El murmullo era intenso, entre grandes tazas de chocolate y tostadas de un cuarto de metro. Había que acercarse al otro para escucharlo. Mucho.
Empezamos a charlar. No sé si empezó ella o yo. La morocha no estaba en el mejor día. Tras saludarnos, me empezó a contar sobre un tipo que no la entendía. Fingí comprenderla. Más que charla, fue primero un monólogo sin interrupción en que le dio sin contemplaciones al pobre tipo. Sobre la barra, donde nos habíamos quedado en tanto se desocupaba una mesa, alguien había dejado un ramillete de flores silvestres. Azules, mi color de la suerte. Tomé una y la puse en su oreja. Ella me miró, primero sorprendida y luego se sonrió, muy a pesar suyo. Ahí la cosa se aflojó un poco. Supongo que cayó en la cuenta del tiempo que llevaba monopolizando la palabra.
Aproveché el lapsus para defender a ese congénere. A lo mejor no es mal pibe, por ahí uno mete la pata sin quererlo, le comenté como al pasar. Ella asintió, sin terminar de aceptarlo. Vi que buscaba poder volver de todo lo que había dicho, sin ceder en el orgullo.
Perdonar no es algo divino, le insistí, pero por ahí es necesario. Para no perder algo valioso por una pavada. Ella no estuvo de acuerdo. No creía en las segundas oportunidades. Él no la entendía, me dijo.
Siguió con el tema, pero la notaba más relajada. La bronca se le estaba pasando. Empezaba a no ser tan terminante en algunas cosas. Le dije las bondades de hacer borrón y cuenta nueva. De empezar de cero. Como si fueran dos desconocidos. Por ahí, ayudaba a no perder a alguien que la había herido pero al que todavía se quería.
Ella asintió, sin terminar de convencerse. La cosa había llegado a ese punto en que el partido podía ir para cualquier lado.
Me acerqué, le dije lo bueno que era poder haber conversado a pesar de todo el bullicio que nos rodeaba. Y tras acercarme aún más, la besé. Así de repente. Sin dar lugar a reacción alguna. Tras unos segundos de indecisión que se me antojaron eternos, se dejó besar y luego me empezó a devolver el beso. Eso fue lo que marcó la diferencia.
A nuestro alrededor, la gente seguía en la suya. Uno nunca es más anónimo que dentro de una multitud. La mesa seguía sin desocuparse para nosotros. Le hice una seña, en dirección a la puerta. Se levantó sin dudarlo. Yo la seguí.
En el camino, nos pusimos nuestros abrigos. Yo mi parka verdosa, estilo militar, con capucha y reborde de piel falsa. La ayudé, casi junto a la primera de las puertas, con su campera oscura.
Salimos al frío y al silencio. El sol se extinguía sobre los canales fueguinos y pronto habría más frío y más silencio. Ella llevaba puesto un gorro de lana tejido, igual de blanco que la polera. Éramos como dos espectros, caminando por la avenida costera, cerca del puerto, alumbrados cada tanto por las luces de algún auto que pasaba.
Ella caminaba a mi lado, mirándome de reojo con esos ojos encapotados. No hablamos de nada por dos cuadras. Pero asomaba en ella, una media sonrisa de satisfacción. Juntó luego sus manos, escondidas a medias en las mangas de la polera por el frío y simplemente me dijo: “Tenías razón con eso de empezar de cero. Como si fuéramos dos desconocidos”.
Supe, en ese momento, que nos habíamos reconciliado. Nos habíamos escuchado a pesar del ruido. Yo a ella y ella a mí. El futuro todavía existía para nosotros, de a dos. A un tris de perderse sin remedio. Y eso era algo tan bueno como desafiante.















