El prófugo más buscado de la Córdoba federal
Por Luis R. Carranza Torres
El crimen de Facundo Quiroga y sus acompañantes
en el norte cordobés, no sólo sacudió políticamente a la confederación
argentina por sus implicancias para con el poder. También impactó a la
población toda, por la saña y alevosía puesta en su ejecución. No sólo el Tigre
de los Llanos pereció allí, sino todos quienes lo acompañaban: su secretario, el
doctor Ortiz, su poca escolta, y los postillones. Uno de ellos de tan sólo doce
años. Nueve muertes en total. Además, luego de despenarlos, les roban sus
valores y pertenencias hasta dejarlos desnudos.
Una parte poco destacada de los hechos relativos
al asesinato de Facundo Quiroga y su comitiva, fue el papel cumplido por la
policía de la época.
Como nos dice Víctor Retamoza en su Breve historia de la policía de Córdoba,
una de las tareas más arduas que tuvo que desempeñar dicha institución del
orden en los años 1835 y 1836 “fue la de administrar todo lo que se refiera de
alguna manera a los sucesos acaecidos en Barranca Yaco”. Tal dedicación queda
para testimonio de la historia siendo en la abundante documentación existente
relacionada con la matanza y la función cumplida por dicha institución del
orden: “… un centenar de documentos estrechan al Departamento de policía y al
hecho”.
Esta abarcó aspecto mucho más allá de la
investigación del crimen, en que auxiliaba a la justicia interviniente y a la
comisión que se formó al efecto. Estando a su cargo la administración de los
bienes confiscados a los inculpados en el hecho, los preparativos y el pago de
los gastos del entierro del Brigadier Quiroga en el cementerio junto a la
Catedral (poco más de 31 pesos de la época). Asimismo fue la encargada de
recobrar los elementos que se saquearon a la comitiva tras degollarlos, y de
aprehender a los prófugos.
Es en este último encargue, que se anotó uno de
los mayores éxitos de su historia.
Por infidencias, pactos que se rompen, traiciones
y deserciones varias, se ha llegado a tener una idea cierta de los cercanos al
crimen. Y de su vinculación a la familia Reinafé, que gobierna córdoba en ese
momento. El gobierno cae y los hermanos Reinafé deben escapar. Pero las miradas
de la investigación se dirigen asimismo hacia quien se sindica como ejecutor material
del asesinato, el capitán de milicias Santos Pérez, hombre de confianza de los
Reinafé en el norte provincial.
Hombre que no sabía del miedo ni de la piedad,
cansado de huir ocultándose en las sierras, va a esconderse donde menos puede
ser imaginado: la propia capital provincial. Llega a la ciudad amparado por la
noche, y se dirige a la quinta de don Fidel Yofre, situada a dos cuadras al
oeste del Paseo Sobre Monte. La sabe desierta, atendida por un quintero
conocido con el nombre de "El Porteño". Su hija, una joven de veinte
años, que ha sido enamorada suya, le franquea la entrada y brinda refugio.
Pero cuando apenas el día amanece, el quintero
denuncia al huésped ante las autoridades. No se sabe si por la recompensa que
se ofrece, o por miedo a las penas terribles que se han establecido por bando
para quienes colaboren con los participes del crimen.
El gobierno moviliza a la policía por entero, que
rodea la casa y la quinta cercada por ramas. Se apostan tiradores en árboles y
se cierra el paso a todo persona que no sea participante en el operativo. Faltaba
casi siglo y medio para que el inspector Darryl Gates (luego jefe de policía), creara
dentro de la policía de Los Ángeles (1967) el grupo SWAT, compuesto de policías
altamente disciplinados que utilizaran armas y tácticas especiales para hacer
frente a situaciones que desbordaban las posibilidades de respuesta ordinaria
de la policía. Y casi dos décadas adicionales habrían de transcurrir para que
la policía cordobesa tuviese uno de similares caracteres. Pero a juzgar por los
resultados, sus homólogos del siglo 19 se daban bastante maña en tales
situaciones de crisis.
Se temía que Santos Pérez se resistiera, abriera
fuego contra la autoridad, que se mate, o que mate a la joven. O todo eso junto.
Se buscó entonces un oficial que le conociera, para que procure evitar la
lucha, ofreciéndole consideraciones y aun mintiéndole respecto de un
inexistente indulto. Una suerte de primer “negociador” en situaciones de crisis
de nuestra historia. El policía accede a entrar a discutir con Pérez y buscar
disuadirlo de cualquier acto violento, pero no respecto de mentirle. Tras de
él, iría un grupo con los mejores tiradores del departamento. Que portarían
tercerolas y carabinas de caballería, armas largas que por su menor longitud
podían utilizarse con mayor comodidad en el interior de una vivienda.
Cuando a las siete horas el grupo de policía
penetra en la casa, encuentran en la cocina a la joven sirviéndole un mate a Pérez.
Éste se entrega sin mediar resistencia. Que sabe inútil, y además tendría a su
joven amor en peligro. De inmediato, los policías de la comisión registran sus
ropas en busca de armas (no las hallan) y aseguran sobre sus tobillos dos pares
de grillos, agregando esposas y tramojo.
Lo sacan a la calle, colmada por los demás
policías que han tomado parte del asunto. En este momento su joven enamorada,
descalza y con su negro cabello ensortijado suelto, se abre paso entre los
agentes y le abraza con desesperación, llorando desconsoladamente sobre su hombro.
Cuenta Ramón J. Cárcano en su Facundo
Quiroga, que Santos Pérez se mantuvo sereno e inmutable, sin dejar traslucir
la menor emoción. "Vamos", dice secamente a sus apresadores, quienes
le alzan sobre un caballo, y media hora después ingresa en la cárcel pública.
Es el 20 de noviembre de 1835.
Algo después, quebrado en particular por la culpa
de la muerte del niño, Santos Pérez confesará con todo detalle los pormenores
de su crimen ante el escribano Baños de Flores, en la sede policial.
La punta del ovillo del crimen acababa de ser
hallada. Pero si éste fue desentrañado hasta sus últimas consecuencias, sigue
siendo todavía una polémica de nuestra historia.
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