Los yanaconas que fundaron Córdoba

 


 


Por Luis R. Carranza Torres

 

           

El acto de la fundación de nuestra ciudad, se halla plasmado en un cuadro al óleo, de un metro cuadrado. Fue pintado en 1954 por Pedro Svjetlosah, por encargue de la Casa Muñoz, para ser expuesto durante la semana de Córdoba. Asesorado en cuanto en los bemoles de la historia, nada más y nada menos, que por el Dr. Carlos Luque Columbres y el Reverendo Padre Pedro Grenón.  

Y allí lo vemos, a don Jerónimo Luis, espada en mano, ante un tronco de algarrobo sin ramas ni hojas, que fungía por rollo o picota, en donde de allí en adelante, y a nombre de su majestad y del gobernador, ejecutaría la real justicia, conforme a las leyes y ordenanzas reales. Tras él, el escribano Francisco Torres, pluma y papel en mano, hace constar el acto. Sin más apoyo para la escritura que sus propias manos. Al otro lado de Cabrera y el rollo, el clérigo Francisco Pérez de Herrera, capellán del ejército expedicionario, observa atentamente el acto. Tras de ellos, una multitud de hombres de acero, son testigos presenciales de la empresa fundadora. Enfundados en su yelmos y corazas relucientes, de punta en blanco. Con el estandarte real y la cruz cristiana a su frente. 

La disposición visual fue determinada para la obra sobre el mismo terreno del Barrio Yapeyú por el Padre Grenón, con la ayuda del señor Puyal. Tiene una perspectiva tomada desde el noreste, hacia el sudoeste. Pudiendo observarse en su línea de fondo, una zona de bosque en lo que hoy es resulta el Parque Sarmiento, y las sierras.

            Pero si uno observa con atención en la pintura, tanto a derecha e izquierda, en primer término, los vemos a ellos. Sentados de piernas cruzadas, a corta distancia de la picota. Algunos atentos, otros indiferentes. Vestidos con sus túnicas claras, adornados en sus largas cabellos con vinchas, portando sus armas (principalmente, arcos y flechas) en descanso tal como lo hacen los españoles con las suyas.

            Ninguno de ellos es barbado, como los comechingones que habitaban por estas tierras. Característica muy particular que impresionó a los españoles, acostumbrados a ver hasta entonces, indios lampiños. El acta de fundación nos da una pista para identificarlos, al hablar que la ceremonia se hizo en presencia de “los naturales que están en el ejército de su majestad”.

 

¿Quienes eran?

 

            Se trataba de indígenas altoperuanos libres, traídos por Cabrera desde el altiplano, o sumados a la expedición de los que ya estaban radicados en la zona de Santiago del Estero.

Tenían ellos el estatus de , es decir de naturales libres. Por lo que no dependían de ningún cacique, pudiendo vivir con quien lo desease y donde lo creyeren conveniente, sin ninguna clase de impedimentos; no pudiendo ser obligados a servir a los españoles contra su voluntad. Derechos concedidos por real cédula del 26 de octubre de 1541.

No siempre había sido así. El yanaconazgo era una institución prehispánica por la cual los incas elegían en las aldeas indios para su servicio personal. Los yanas o yanaconas perdían sus vínculos con sus aldeas de origen y, por lo tanto, dependían para su supervivencia exclusivamente del inca, que los usaba en trabajos por lo común serviles. Tras la conquista española, la mejora en su situación respecto de los incas, determinó un fuerte vínculo de lealtad hacia la corona que los liberó, bajo cuyo estandarte sirvieron en casi todas las expediciones de guerra, exploración o colonización que hubiera en su época y en esta parte del orbe.

Marcos Morinigo, en su libro Programa de filología hispánica de 1959, expresa que: “… de Córdoba que se fundó en 1573, se sabe que se establecieron en ella cincuenta vecinos españoles llegados del Perú y más de seis mil indios. No serían todos peruanos pero la seguridad elemental exigía que el número de los de confianza fuera elevado”. Eran quechua-parlantes, por lo que en tales proporciones “… era natural que la lengua de los servidores indios dominara la calle”. Es decir que en la Córdoba de los primeros tiempos, el quechua se hablaba más que el castellano.

Su presencia junto a los españoles, como participantes del acto de la fundación, es particularmente interesante en cuanto a sus razones. Eran parte del ejército del rey, ya que, desde las legiones romanas en adelante, las fuerzas militares reconocían, a más del soldado regular, al auxiliar (auxilia). Proveniente éstos de un estado o tribu aliada,  resultaban tropas de apoyo destinadas a realizar acciones específicas, a fin de facilitar los desplazamientos y el resguardo del núcleo combatiente principal, tanto en la marcha cuanto en la batalla; su número siempre fue elevado, incluso superando al de las tropas regulares. 

            Como consta en las Partidas del rey Alfonso X El Sabio (segunda partida, título XXII), a la hueste o ejército hispánico, además de los caballeros e hidalgos, la componían los adalides, almocadenes y peones. Los primeros eran los encargados de reconocer el terreno y guiar a la hueste a lugares donde hubiese leña y pastos, así como prevenir a los acantonamientos de las incursiones enemigas. Debían reunir en su persona cuatro condiciones: conocimiento de cómo moverse en terreno extraño y hostil, “la segunda esfuerzo, la tercera buen seso natural y la cuarta, lealtad”. Los almocadenes eran los antiguos “caudillos de los peones”. Por su parte, estos últimos nada tenían que ver con las tareas rurales, sino que era la denominación en la época de lo que en la actualidad sería un soldado de infantería. 

            El uso de tropas de indígenas aliados fue común en el proceso de conquista. Por caso, en el asalto a la capital azteca de Tenochtitlán por Hernán Cortés, tomaron parte menos de mil españoles, junto con decenas de miles de soldados indígenas tlaxcaltecas y texcocanos. Almagro en su expedición a Chile, contaba con 500 soldados españoles y unos diez mil indios yanaconas, ocupados éstos para las tareas de la logística. Y en lo que respecta a nuestro país, en la expedición que realizaría la tercera fundación de Jujuy en 1593, ellos no sólo abrían el orden de marcha, sino que también dirigían las dieciocho carretas cargadas de “malotaje” o abastecimientos para la empresa.

 

Tanto en la guerra cuanto en la paz

 

            El aporte de estos fundadores indígenas no se limitó a servir como auxiliares de guerra en el ejército del rey Felipe II, a cuyo nombre fue fundada nuestra ciudad. Sino que fueron una parte vital en el afianzamiento y pervivencia del nuevo núcleo urbano. En aquel tiempo, el más al sur de todos los dominios españoles de esta parte de América. Y el más aislado.  

            Mario Vivas, en su obra El trabajo voluntario indígena en Córdoba, entiende que la primera forma de relación laboral implantada por los españoles en nuestra ciudad fue la de estos indios, posiblemente traídos desde el Alto Perú y Santiago del Estero. Sus ocupaciones fueron principalmente en el ramo de los abastos de la ciudad, como en ocupaciones de servicio tanto doméstico como rural. Por lo general, en funciones de importancia intermedia, siendo capataces, encargados, o similares.

            Se trataba de personas emprendedoras, con buenas calidades no sólo en la técnica de la guerra, sino también en los trabajos de la paz. Basta para corroborar sus méritos laborales, señalar que entre 1550 y 1570 los yanaconas del Potosí, como explica Peter Bakewell en su libro Mineros de la montaña roja, fueron la fuerza de trabajo fundamental para la producción de plata. Pero no sólo cumpliendo labores de mineros asalariados. Fueron igualmente explotadores por cuenta propia de no pocos yacimientos mineros, ya que resultaba usual que los españoles dejaran en arriendo parte de sus minas a indios capacitados y que además poseían la libertad necesaria para hacer funcionarla como una empresa minera eficaz. Tales yanaconas recibían la denominación de indios varas, contratando para su empresa, tanto a otros yanaconas, como también a indios de encomienda que habían permanecido en Potosí después de haber terminado su período mitayo.

            En la Córdoba primigenia, ocuparon primero el área extramuros del fuerte provisorio que se levantó en lo que hoy es barrio Yapeyú. Cuando el poblamiento se traslada a su emplazamiento definitivo, en donde hoy es la zona céntrica de nuestra ciudad, pasaron a residir en la zona de las chacras o quintas, los que actuaban por cuenta propia. O en los sectores de servicio de las casas de las familias españolas, los que se hallaban allí empleados.

Como nos dice Tejerina Carreras en su obra Introducción al Período hispánico en Córdoba, el aporte indígena a la conformación de nuestra identidad no ha sido menor, tanto a nivel poblacional como cultural.

Es por ellos que hemos incorporado a nuestro castellano, palabras tales como piquillín, quincho, boldo, quirquincho, changa y chinchudo, entre otras. Por otra parte, en las denominaciones de lugares como Alpa Corral (corral de piedra) o Icho Cruz (cruz de paja o palo) se mezclan el quechua y el español.

            Testimonio todo ello, no sólo de la perdurabilidad de su aporte, sino de la amalgama hispano-aborigen en que comenzó a delinearse nuestra identidad presente. 

 

 Nota publicada el domingo 25 de noviembre de 2007 en el Suplemento Temas del diario La Voz del Interior.

 

NOTICIA Y NOVELÍSTICA DEL AUTOR DE LA NOTA:

Luis Carranza Torres nació en Córdoba. Es abogado y Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversos asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Ha recibido la mención especial del premio Joven Jurista de la Academia Nacional de Derecho (2001), el premio “Diez jóvenes sobresalientes del año”, por la Bolsa de Comercio de Córdoba (2004). En 2009, ganó el primer premio en el 1º concurso de literatura de aventuras “Historia de España”, en Cádiz y en 2015 Ganó la segunda II Edición del Premio Leer y Leer en el rubro novela de suspenso en Buenos Aires. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.
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